Etiqueta: Drama judicial

  • Compulsion (Richard Fleischer – 1959)

    Compulsion (Richard Fleischer – 1959)

    En Compulsion dos brillantes jóvenes de clase alta cometen un asesinato sin motivo aparente; pero, aunque creen haber realizado un crimen perfecto, lo cierto es que han dejado pistas que los incriminan…

    Mejor Actor en el Festival de Cannes 1959

    • IMDb Rating: 7,4
    • RottenTomatoes: 85%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Basada en una novela de Meyer Levin, Compulsion, comparte planteamiento con Rope, la celebrada cinta de Alfred Hitchcock: en el Chicago de 1924, dos estudiantes pretenden demostrar su superioridad intelectual cometiendo un crimen perfecto que ponga de manifiesto su liberación de toda atadura moral, la pérdida de vigencia de toda ética ante individuos cuya inteligencia sobrepasa las estrecheces de los prejuicios inoculados en los seres humanos durante siglos por la religión, la filosofía o la ley. De este modo, el sensible y melancólico Judd (Dean Stockwell), y el fanfarrón y presuntuoso Artie (Bradford Dillman), al que le ata un insana relación de dependencia (de insinuados tintes homosexuales), viven una escalada violenta que se inicia con el frustrado atropello de un borracho y eclosiona en el asesinato de Paulie, un niño de un colegio cercano que aparece en una alcantarilla con la cabeza destrozada, aunque todavía se da un episodio posterior que puede incrementar su grado de crueldad y que solo los remilgos de Judd logran impedir. Artie, convencido de que saldrán airosos, ni se inmuta cuando un imprevisto pone en manos de la policía una pista crucial y, embriagado de soberbia, se dedica a un peligroso juego con las autoridades, de las que parece burlarse desde su «superior» posición. No obstante, la maraña se complica, y las supuestas mentes superiores quedan retratadas como lo que son en realidad, un par de botarates niñatos de papá (ambos pertenecen a familias acomodadas) que juegan caprichosamente con el destino de otros seres, para ellos inferiores, desde el pedestal que les proporciona el colchón económico de sus familias y, dado su carácter infantil, sin ser conscientes de las consecuencias de sus actos. No lo son ni siquiera a la hora de la verdad, durante el proceso judicial en el que son defendidos por el famoso abogado criminalista Jonathan Wilk (Orson Welles) y que puede llevarles a la horca.

    Los presupuestos del superhombre de Nietzche son el punto de partida intelectual (lo mismo que en el mencionado título de Hitchcock) de la pareja de criminales para justificar sus actos. No obstante, estos postulados son vencidos por el espectacular alegato final de Wilk, en lo que es una s0bresaliente interpretación de Welles. Es precisamente su presencia, el poder de su actuación, el carisma y la profundidad de su encarnación del abogado experimentado y curtido en mil fracasos (no tanto profesionales como personales, asistiendo durante más de cuatro décadas al espectáculo de la degradación humana en todos sus extremos), lo que eleva Compulsion y le concede una justa trascendencia. El discurso moral sobrevuela por encima de la intriga criminal (en el fondo, no hay tal, ya que el público conoce desde el principio la autoría del crimen y el proceso no gira en torno de la culpabilidad o inocencia de los responsables, sino sobre su cordura o locura), que no está muy elaborada, y también sobre el simple drama judicial, ya que las sesiones ante el tribunal tampoco constituyen el clímax dramático de Compulsion. Los aspectos de la investigación se reducen al seguimiento que la prensa hace de los detalles del asesinato, como forma de que el espectador conozca el estado de las pesquisas, y a la magnífica sucesión de secuencias en las que el fiscal (E. G. Marshall) sonsaca a los asesinos, confronta sus versiones y logra desentrañar los hechos. Por otro lado, una vez que Wilk consigue que el juicio no verse sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino sobre su estado mental, el jurado deja de tener sentido, y las sesiones del tribunal se limitan a confrontar testimonio cualificados de profesionales de la psquiatría que expongan su parecer, de modo que las habituales y tópicas secuencias de juicios, con las consabidas protestas, quedan al margen. Solo en el último momento, cuando la cuestión queda reducida a cómo la ley debe actuar frente al mayor de los bienes, la vida humana, es cuando el clímax dramático alcanza su plenitud, y enlaza magistralmente con el título del filme cuando equipara los impulsos homicidas de los jóvenes asesinos con los de una sociedad que confunde justicia con venganza, que busca en la sangre la respuesta a sus miedos.

    Pero el interés del argumento o las interpretaciones no constituyen las únicas virtudes de Compulsion. Es cierto que Welles se come el metraje (de hecho, aunque solo aparece en el tercio final es el nombre que abre los créditos) con su poderío interpretativo y la descarga de sus frases en el guion, de un humor tan negro como de una absoluta claridad humanista, y también que la dulpa de actores jóvenes cumple magníficamente en el marcado contraste entre sus personajes (especialmente, Dillman está repulsivo). Hasta el punto fue así, que los tres obtuvieron ex aequo el premio a la mejor interpretación en el festival de Cannes de aquel año. Pero la dirección de Richard Fleischer complementa e impulsa las actuaciones a la perfección: imprime el ritmo adecuado a la historia, proporciona algún que otro hallazgo visual que roza el virtuosismo (el interrogatorio reflejado en los cristales de las gafas, por ejemplo), señala magistralmente las relaciones desiguales entre Artie y Judd, emplea una encomiable economía narrativa en la presentación de los hechos, explota con acierto las situaciones de tensión, las dobleces de los protagonistas y el desasosiego de la violencia injustificada y, lo que es más importante, sabe adaptarse, hasta incluso casi desaparecer, cuando el protagonismo debe ser adquirido por la fuerza y el contenido de los diálogos, en particular durante el clímax, justo antes del final, del discurso del abogado Wilk.

    El valor último de Compulsion radica en el contenido de este alegato final, la defensa que Wilk hace de la vida como valor supremo y de la inconveniencia de la pena de muerte, de su incapacidad en términos de prevención o disuasión en la comisión de crímenes. En su sentido y emotivo, casi lírico, discurso, tan difícil de mantener en un país como Estados Unidos, que aplaude mayoritariamente la existencia de la pena capital, Wilk-Welles pone en valor la administración de justicia como elemento educador, regenerador de la sociedad, lo disocia de su condición de venganza social, de castigo ejemplar. Solo así la justicia puede elevarse sobre los hombres que se someten a ella, sobre los actos que cuestiona, evalúa y condena. Lo contrario, equivale a reducir la justicia a la misma condición de los asesinos, y por idéntico motivo de raíz, su simple entrega a un mero impulso criminal. (39Escalones.wordpress.com)

  • Juror #2 (Clint Eastwood – 2024)

    Juror #2 (Clint Eastwood – 2024)

    En Juror #2 Justin Kemp es un hombre de familia que, mientras forma parte de un jurado en un juicio por asesinato, se encuentra luchando con un serio dilema moral… uno que podría utilizar para influir en el veredicto del jurado y potencialmente condenar (o liberar) al asesino acusado.

    • IMDb Rating: 7,3
    • RottenTomatoes: 92%

    Pelicula (Calidad 1080p. La copia viene con subs en varios idiomas, entre ellos el español)

     

    Desde que David Michael Zaslav asumió la batuta de Warner Bros. Discovery no para de maltratar a reconocidos cineastas. Hace pocas semanas la víctima había sido Kevin Costner y su saga Horizon y ahora fue el turno de uno de los autores que con su productora Malpaso más ha hecho por la historia de ese estudio, para el que rodó buena parte de sus 40 films, ganó cuatro premios Oscar y recaudó más de 4.000 millones de dólares solo en salas. Es cierto que Clint Eastwood venía de dos fracasos como Richard Jewell (2019) y Cry Macho (2021), pero no se desprecia así a una leyenda viviente.

    Según informaron desde Warner, Juror #2 siempre estuvo pensada para el streaming y solo se aprobó una salida limitada en cines porque el film gustó más de lo que se pensaba. En verdad, su lanzamiento casi clandestino en salas de los Estados Unidos (donde la distribuidora ni siquiera está informando los ingresos de taquilla) es solo para cumplir con los requisitos y pueda calificar para los premios Oscar, por lo que solo en Francia está teniendo el éxito que merece.

    A partir de un guion del desconocido Jonathan A. Abrams, quien aseguró que lo escribió pensando en que Eastwood lo dirigiera, el realizador de Million Dollar Baby, American Sniper, Sully, Mystic River y Gran Torino rodó con su habitual solidez uno de esos thrillers sobre miserias humanas, dilemas morales, apariencias que engañan y contradicciones del sistema judicial que mantienen el misterio, el suspenso y la tensión hasta el último plano. No será ninguna obra maestra (como tampoco lo eran las transposiciones de novelas de John Grisham), pero está concebido con la nobleza y precisión de un artesano que, a 6 años de llegar al centenario de vida (Warner se fundó apenas 7 años antes de que naciera el maestro), maneja como pocos las resortes y herramientas de la narración clásica (hay algo de 12 Angry Men, de Sidney Lumet, en el asunto).

    Juror #2 comienza con un asesinato: luego de pelearse con su pareja en un bar durante una noche de tormenta, la joven Kendall Carter (Francesca Eastwood) es encontrada muerta. Nadie tiene demasiada dudas de que el victimario es su violento novio, James Sythe (Gabriel Basso), y el juicio parece encaminarse a un rápido desenlace.

    Pero allí surge la figura del Jurado Nº 2 del título: Justin Kemp (Nicholas Hoult) es un ex alcohólico que está a punto de ser padre (su novia Allison, que interpreta Zoey Deutch, atraviesa los últimos días de embarazo) y es convocado como uno de los 12 jurados. Pero desde el inicio sabemos que ha estado cerca de la escena del crimen y que esa misma noche ha sufrido un accidente con su camioneta. La forma en que reaccionará y actuará siendo de alguna manera “juez” y quizás “parte” del asunto es el motor de un film que tiene a Toni Collette como Faith Killebrew, la fiscal del caso que además está en plena campaña para ser electa como procuradora; y a Chris Messina como el abogado defensor.

    Juror #2 evita los largos testimonios, la presentación de pruebas y los sesudos alegatos para concentrarse en el complejo proceso interior y la forma en que Justin va transitando su participación como jurado. El resultado es un film provocativo, inquietante, cuestionador, en el que Eastwood se mueve con la ductilidad de esos volantes creativos que ya no corren demasiado pero siguen dando asistencias perfectas para que los demás (en este caso sus actores) concreten los goles necesarios para otro holgado triunfo cinematográfico. (Diego Batlle – OtrosCines.com)

  • Anatomie d’une Chute (Justine Triet – 2023)

    Anatomie d’une Chute (Justine Triet – 2023)

    En Anatomie d’une Chute Sandra, una escritora alemana, vive con su marido Samuel y su hijo ciego, Daniel, en un chalé en medio de los Alpes franceses. Cuando Samuel fallece en misteriosas circunstancias, la investigación no puede determinar si se trata de un suicidio o de un homicidio. Sandra es arrestada y juzgada por asesinato, y el proceso pone su tumultuosa relación y su ambigua personalidad en el punto de mira.

    Palma de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cannes 2023
    5 Nominaciones en los Premios Oscar 2023
    Mejor Guión, Mejor Película de Habla no Inglesa en los Premios Globos de Oro 2023
    7 Nominaciones en los Premios BAFTA 2023
    Mejor Película Europea en los Premios Goya 2023

    • IMDb Rating: 7,8
    • RottenTomatoes: 96%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Con una refinada ironía, Anatomie d’une Chute (2023) recibe al espectador que observa una pelota caer por las escaleras del interior de una casa. La obertura –que se encadena a una curiosa melodía en loop que desata la trama– activa múltiples funciones. Por un lado, se trata de una escena que la directora Justine Triet copia de The Changeling (1980), el filme de horror de Peter Medak. También es una forma de relativizar un hecho que resume las intenciones de la película: ¿la pelota cae o solo rebota? Todo esto para contar la historia de una muerte y restituir la dinámica –vedada al público– de una familia. Como ya sabemos, “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, así que Triet desglosa a esta familia con un zoom que parece un escalpelo y, lo que es más intrigante y difuso, ensaya preguntas sobre la justicia y la búsqueda de la verdad como principio moral. Anatomie d’une Chute (en español, “Anatomía de una Caída”), cuya ambientación nevada, ciertos planos e incluso el corte de cabello de un niño recuerdan a The Shining (1980),también retoma elementos del imaginario fílmico que, aquí, son visiones quiméricas, fabulaciones, a veces sin fundamento.

    El cine francés reciente, por alguna razón, interroga y pone en duda el funcionamiento de la justicia. Películas aclamadas en festivales y filmes populares participan de esta conversación que probablemente apunta a la revisión de la moral de esta época. Saint Omer (2022) de Alice Diop, que ganó el León de Plata del Gran Premio del Jurado en la Muestra de Cine de Venecia, narra el juicio de una inmigrante senegalesa que abandonó a su hija de quince meses en una playa del norte de Francia. El proceso de la joven estudiante, que polemiza la maternidad, es seguido por una escritora, también de origen senegalés y recién embarazada, que planea escribir una versión moderna de Medea, y que encuentra en la vida de la acusada sus propias incertidumbres.

    La comedia de François Ozon Mon Crime (2023) recrea los tribunales parisinos de los años treinta para abordar un asunto donde una actriz joven y sin éxito confiesa haber matado a un productor que, a cambio de ser su amante, le ofrece un proyecto; ante la negativa, él intenta violarla. La autoacusación, una estrategia para volverse famosa à la Violette Nozière y conseguir buenos papeles, da réditos, pero pronto aparece una vieja gloria del cine mudo que asegura ser la verdadera asesina –Isabelle Huppert jugando a ser la Norma Desmond empolvada y arribista de Ozon, que con esta película llevó a más de un millón de espectadores a las salas de cine de su país.

    Por su lado, la película de Triet, Palma de Oro en Cannes y nominada en las principales categorías de los Premios del Cine Europeo, sigue el proceso judicial para determinar el motivo de la muerte de un hombre que cae por la ventana del ático de su casa en los Alpes franceses. Luego de que Daniel, su hijo de once años, lo encuentra sin vida, ya cubierto por una fina capa de nieve, comienza la investigación que descascara el conflicto de igualdad del matrimonio de Sandra y Samuel, dos escritores, ella alemana y él francés, que han decidido criar a su hijo en un terreno que consideran neutro: la lengua inglesa.

    Estas películas de tribunales, que recuerdan al cine de Billy Wilder y en especial a Witness for the Prosecution (1957), surgen en el país donde se inventó la guillotina, el instrumento de horror de la justicia de la Revolución francesa que consistía en igualar las penas sin hacer distingos de clase, rango o condición de los inculpados y que, curiosamente, fue considerado en su día como un recurso judicial humanizador. Con sus respectivas aproximaciones, estas películas no son concluyentes; su ambigüedad falsea los procesos que describen.

    Para desmontar la historia familiar, Triet disecciona los mecanismos para encontrar la verdad de lo ocurrido. Es aquí donde se funda la singularidad de Anatomie d’une chute, donde los procedimientos judiciales, como la recreación de la caída –accidental, voluntaria o por fuerza de otra persona– con utilería y de manera gráfica, son representaciones que enturbian la verdad. Cuando se descubren en el juicio y no en otro espacio los problemas entre Sandra, que tiene una carrera exitosa, y Samuel, que, en oposición, es un escritor frustrado que no ha logrado trascender, se exponen las hipótesis de la muerte. El tribunal es el medio para contar la historia.

    Aunque Sandra no cree en la idea de un suicidio, por recomendación de su abogado apela a ese recurso. Anatomie d’une Chute la descubre capaz de mentir para evitar la condena. A veces, tanto la defensa como la acusación se muestran a través de las visiones del hijo ciego, cuyo problema de visión es parte de los conflictos del matrimonio. Es él quien ve el relato del abogado acusador. Como si se tratara del reverso –venganza o deconstrucción– de Vertigo (1958) de Hitchcock, Sandra forcejea con Samuel durante una discusión que termina en la caída o empujón que lo mata. Quizá Sandra, a la que interpreta con quirúrgica contención la actriz alemana Sandra Hüller, es una mujer fatal. ¿No se trata acaso de un término inventado por los franceses para describir un arquetipo femenino?

    Más dudas surgen cuando Daniel da su testimonio frente al jurado. Triet acude a un flashback, el recuerdo de una plática entre él y su padre, pero también un lyp-sync, la sincronización de los labios del padre, pero con la voz del hijo: una capa, la memoria, sobre otra, la reelaboración de la memoria. Anatomie d’une Chute pasa incluso por el terreno de la traducción cuando Sandra pide a la jueza expresarse en alemán: es incapaz de dar detalles en lengua francesa de lo que quiere expresar, necesita echar mano de la interpretación para darse a entender con cabalidad. El proceso incluso se aproxima al problema de nuestra época, el de la creación como prueba irrefutable de verosimilitud. A la escritora se le acusa de haber anunciado el asesinato en una de sus obras literarias, es la moral cobrándole sus deudas al arte. El dilema de la pelota que cae al inicio del filme se prolonga en un continuo rebote de ideas, cavilaciones, posibilidades, interpretaciones.

    Anatomie d’un Chute, que a priori miente si se le juzga por el cartel que muestra a una pareja riendo sentada en la mesa de un bar, es la película más especulativa de las que han ganado la Palma de Oro en Cannes en los últimos años. Tras la estela visceral que dejaron Parasite (2019), Titane (2021) y Triangle of Sadness (2022), la obra de Justine Triet es cine cerebral, cargado de inquietudes y reflexiones intelectuales. Recuerda a Blow Up (1966) de Antonioni, aclamada en el mismo festival hace casi sesenta años, y en la que otro recurso, el de la amplificación de una imagen, vuelve borrosa la comprensión de la realidad y su representación. La película de Triet es una pulida obra que satiriza la búsqueda de la verdad, en la que el cine es una forma de pensamiento, una lupa y el registro de los enigmas, malestares y proyecciones de un momento. (Carlos Rodriguez – LetrasLibres.com)

     

  • Never Take Sweets from a Stranger (Cyril Frankel – 1960)

    Never Take Sweets from a Stranger (Cyril Frankel – 1960)

    En Never Take Sweets from a Stranger, Jean Carter, la hija de 11 años de una familia que recién se ha mudado a un pequeño pueblo de Canadá, dice haber sido corrompida por un hombre que le ofreció caramelos. El viejo del que hablaba la niña resulta ser el Sr. Olderberry, abuelo de la familia más antigua, arraigada y poderosa de la ciudad. Aunque los padres están convencidos en denunciar el caso a la policía, el proceso judicial no será tan sencillo como esperaban.

    • IMDb Rating: 7,3
    • RottenTomatoes: 70%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Peter Carter, un canadiense emigrado a Inglaterra, arriba junto a su mujer Sally y su hija Jean a una bucólica población canadiense, tras haber sido contratado por la escuela de la localidad para ejercer el cargo de director. Contento por haber regresado a su país natal, su principal preocupación consiste en facilitar la adaptación de su mujer e hija al nuevo país que los acogerá. Sin embargo un sórdido suceso perturba la paz familiar cuando la pequeña Sally describe a la familia en una inocente conversación de buenas noches que ha sido obligada a desnudarse junto a su nueva amiga en la casa de un perturbado mental que las ofreció caramelos a cambio de compartir con las niñas estos turbios juegos. Para complicar aún más el asunto, el enajenado acosador es nada menos que el Sr. Olderberry, un anciano y demente oligarca dueño, junto con su maquiavélico hijo, de las principales industrias del lugar y por lo tando poseedor del destino de los temerosos moradores del municipio. Este hecho hace dudar, incluso a la abuela de la niña, de la conveniencia de denunciar ante la policía al abusador, restando importancia a la gravedad del suceso e incluso poniendo en tela de juicio la veracidad de la declaración de la pequeña Jean.

    Sin embargo tras la clarividente exposición de los hechos que Jean lleva a cabo, no cabe duda que el funesto acontecimiento tuvo lugar por lo que Peter y Sally deciden denunciar la aberración en la comisaría del pueblo, a pesar de las presiones de familia y amigos. Esto provocará los recelos de los vecinos, los cuales creen que la niña se ha inventado la historia para llamar la atención, y del mismo modo los mecanismos de presión llevados a cabo por el hijo del perturbado, que tratará de chantajear a los Carter para que retiren la denuncia interpuesta contra su padre. Sin embargo los Carter seguirán adelante con su cruzada para encerrar en un sanatorio mental al viejo Olderberry contra viento y marea. Pese a sus esfuerzos, los Carter no obtendrán ayuda ni siquiera de los padres de la niña que fue objeto de las vejaciones junto a Jean, por lo que tras la celebración de un morboso e interesado juicio, el viejo Olderberry logrará salir absuelto del embrollo. Este hecho ofrecerá al monstruo la libertad necesaria para seguir cometiendo sus fechorías gracias a la convivencia interesada de los habitantes del pueblo.

    Never Take Sweets from a Stranger es una extraordinaria rareza producida en 1960 por la legendaria productora británica Hammer, nos encontramos ante una auténtica joya del cine incomprensiblemente desconocida. Estrenada en EEUU como Never Take Candy from a Stranger, es un film que sorprende por su belleza escénica, fuerza y dinamismo y por el hecho de abordar un tema tan escabroso y tabú para la época como los abusos sexuales y la pedofilia sin medias tintas ni hipocresía, huyendo del puritanismo para afrontar desde una radical honestidad la cuestión, no dejando cabos sueltos ni margen para la censura, a través del empleo de un lenguaje directo, claro y explícito. Pese a esta clarivicencia y tratamiento realista, la cinta es tremendamente elegante, evitando el sensacionalismo barato para apostar por la insinuación poética y la delicadeza a la hora de exponer la pedofilia, a la vez que se atreve a lanzar una afilada crítica en contra de una sociedad insolidaria y egoista capaz de hacer la vista gorda ante un tema tan delicado y vomitivo debido al miedo que tienen los ciudadanos a enfrentarse a los poderosos y dueños del sistema en aras de proteger sus intereses económicos particulares.

    La moraleja que encierra esta extraordinaria cinta se magnifica gracias a una precisa puesta en escena, muy cercana al estilo teatral (hay que reseñar que la historia es una adaptación de una obra teatral de Roger Garis titulada The Pony Cart) que se apoya en un ritmo trepidante que hace que la escasa hora y cuarto de duración pase en un suspiro. Pese a que por temática la película se aleja de la línea argumental de la productora, la factura y el acabado del film es puramente Hammer, siendo claramente identificables su estilo fotográfico, el carácter barroco y grotesco que emana del argumento y la vigorosidad de las interpretaciones de los actores, a lo que se une la presencia de varios intérpretes emblemáticos de la productora como Patrick Allen, Gwen Watford, Janina Faye y Felix Aylmer. Podemos comparar esta piedra preciosa de la Hammer con otras cintas de la productora que apostaban por el thriller y el blanco y negro en detrimento del colorista cine de terror que tan famosa hizo a la compañía del martillo, tales como The Damned, Paranoiac o Nightmare, cintas estas dos últimas que fueron dirigidas por el director de fotografía de  Never Take Sweets from a Stranger, el mítico Freddie Francis, director entre otras de uno de los mejores dráculas de Christopher Lee: Dracula Has Risen from the Grave

    A los mandos del proyecto, que inicialmente iba a ser dirigido por el americano Joseph Losey, se sitúo un artesano de la Hammer, el siempre eficaz Cyril Frankel, un cineasta curtido en el mundo del documental que años después dirigió otra de las piezas emblemáticas de la compañía british: The Witches (The Devil’s Own). El resultado alcanzado por Frankel no pudo ser más grandioso, ya que la cinta se beneficia del carácter discreto, realista y humilde de Frankel, el cual hace gala de su enorme talento al tejer una trama enrevesada que toca varios frentes con la precisión y olfato propios de los grandes maestros. Así la cinta recorre con una espléndida desenvoltura los complejos caminos de la crítica social, pasando por el drama judicial y el thriller rural para culminar en el cosmos del cine de terror y fantasía con uno de esos finales que rememoran los tiempos pretéritos del cine de monstruos de la Universal Pictures.

    La valentía y la modernidad con la que la película acometió el tema de la pedofilia (de manera muy adelantada a su época) no se vio recompensada por el público, ya que la cinta fue un auténtico fracaso de taquilla. Quizás el público de principios de los sesenta aún no estaba preparado para contemplar sin perniciosos juicios de valor una historia tan morbosa y sucia, lo cual seguramente hizo huir de las salas a las puritanas mentes temerosas de encontrarse con un producto que turbara sus inocentes mentes. Especialmente perturbador resulta la manera de exponer las secuencias de pedofilia: el pedófilo no aparece en pantalla hasta bien avanzado el metraje de la cinta (la primera imagen del mismo se muestra en el juicio), otorgando este hábil truco narrativo un carácter irreal y misterioso al monstruo de la historia, un personaje que actúa como un ente amenazador cuya presencia se adivina sin sentirse físicamente. Del mismo modo la interpretación de Felix Aylmer (el cual borda el personaje de demente pedófilo al concederle una mirada infantil y desencantada escalofriantemente ausente de maldad) ayuda a retratar al maníaco como si de una especie de Frankenstein se tratara. De hecho la escena final en la cual un Sr. Oldermeyer liberado de culpa por un miserable jurado (representante de la moral del pueblo en el que se ubica la historia) acosa y persigue en el bosque a las dos niñas víctimas de su locura culmina en una evocadora escena claramente influenciada por el gran clásico de James Whale El Dr. Frankenstein.

    Sin duda Never Take Sweets from a Stranger es una película que claramente podemos comparar con la gran obra maestra del suspense europeo El Cebo de Ladislao Vajda, tanto por temática como por estilo tremendista y moderno. La primera impresión que me sacudió al terminar de ver esta enorme película fue que Never Take Sweets from a Stranger es El Cebo de la Hammer. Quizás los productores británicos trataron de emular el enorme éxito de la cinta dirigida por Vajda pero de un modo distinto, es decir, otorgando el sello puramente Hammer a su película. Esto induce a que la película británica ofrezca un final mucho más macabro, desesperanzador, tremebundo y perturbador que El Cebo. Mientras que Vajda opta por realizar una película de pura intriga, en la que la venganza y el terror recorren la trama con total normalidad para reforzar el carácter depravado tanto del asesino como del inspector de policía que inicia una imprudente investigación para cazar al asesino motivado por el deseo de vengar el suicidio de un inocente, Frankel apuesta por la crítica social como principal engranaje de la cinta, incrustando en la trama un juicio al supuesto criminal que en realidad se trata de un pleito que juzga a la hipocresía de la sociedad. Sin embargo, una vez terminado el litigio, Frankel se venga de la sociedad cobarde e impostora que retrata, girando la trama hacia el universo del cine de terror más grotesco y espeluznante. Si son fans del cine clásico intensamente moderno e inquietante, esta película será un descubrimiento que les hará disfrutar una hora y cuarto de emocionante escalofrío. (Rubén Redondo – CineMaldito.com)

  • King and Country (Joseph Losey – 1964)

    King and Country (Joseph Losey – 1964)

    En King and Country, un soldado británico, acusado de desertar durante la batalla, es juzgado, y sus superiores quieren imponerle un castigo ejemplar.

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 86%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

    https://www.youtube.com/watch?v=W-8GD8YOMuE&ab_channel=EricLouzil

     

    Existen algunas películas que han alcanzado la gloria cinematográfica, justamente por haber tocado la antítesis de dicho vocablo. Hablamos de aquellos filmes que han pasado a la historia por su alegato contra las guerras, contra las luchas violentas entre seres humanos. Unas contiendas de las que apenas se saben las razones de su inicio y, en numerosas ocasiones, hasta se olvidan las excusas esgrimidas apenas se alcanza la mitad del conflicto. Todas las conflagraciones bélicas, todas y cada una de ellas, resultan abominables y siempre prescindibles. Pero hay una, en particular, que ha pasado a la posteridad por su crueldad, por el número de víctimas, por las masacres que ocasionó. Hablamos de la Primera Guerra Mundial. Se usaron tanques por vez primera, también ametralladoras de gran potencia y aviones destinados al bombardeo. Ambos bandos utilizaron gases venenosos. Una “guerra total” en la que se vieron afectados tanto militares como civiles. El balance del conflicto, en número de pérdidas humanas, fue desolador.

    La Gran Guerra ha sido retratada profusamente por la cinematografía mundial. Y como contienda de trincheras, resulta imprescindible recordar aquí algunas de las obras que la abordan. Por ejemplo, Paths of Glory, de Stanley Kubrick; All Quiet on the Western Front, de Lewis Milestone; o la reciente 1917, del británico Sam Mendes. Las tres consiguen reflejar, con mayor o menor acierto, la cruenta y larga monotonía que puede experimentarse en esos fosos mortales, mientras ensordecedores “fuegos artificiales” son capaces de provocar la locura en cualquiera. Y no coincidimos con los que pretenden ensombrecer a King and Country, el filme que analizamos, del realizador estadounidense Joseph Losey, por la película antes citada del también director estadounidense Stanley Kubrick. Entendemos que estamos ante dos obras maestras del género, la primera brillante en su naturalismo y Paths of Glory, en su recreación de repulsivas ambiciones desde un prisma efectista.

    En King and Country nos situamos en 1917, concretamente, en octubre. El ejército inglés pretende seguir con el avance de sus tropas tras tres años acumulando muertos, destrozos físicos o sicológicos, miseria, mugre, piojos y muchas ratas. Los soldados ya ni se acuerdan de las razones por las que se encuentran en ese circo. Tampoco nuestro protagonista, Arthur Hamp, interpretado por Tom Courtenay. Se trata de un joven inglés que lleva en la contienda desde su inicio. En la vida civil era zapatero. Ha sobrevivido a la mayoría de sus compañeros, ha obedecido cuando y cuanto se le ha mandado y no ha destacado por nada, una virtud encomiable en esas circunstancias. Un día cualquiera, Arthur decide dar un paso atrás, luego otro y después otro… Los suficientes para que llegue a ser juzgado por deserción.

    Tras el referido arranque, en un blanco y negro apabullante, nos adentraremos en las entrañas de lo más cutre, nos rebozaremos de barro y nos picarán los piojos. Joseph Losey borda una caracterización de lo absurdo. ¿Estamos estancados en las trincheras? Pues procedamos a fabricar simulacros de cárceles, de cuarteles para oficiales o de barracones infectos. Y junto a todo ello, se erige como eje central del filme la celebración de un juicio que se presupone con todas las garantías, con jueces, fiscales, hasta abogado defensor, testigos de ambas partes e incluso declaración del soldado juzgado. Una “real” parodia. El largometraje está basado en la obra teatral de John Wilson, Hamp, y en la narración, en Return to the Wood, de James Lonsdale Hodson.

    Dirk Bogarde interpreta al abogado militar, al capitán Hargreaves, que se encargará de defender al pobre desgraciado de turno. Con una actuación sobria e intentándose alejar del tono teatral de origen de la obra, modela a un hombre, formado jurídicamente, que intenta por todos los medios realizar adecuadamente su cometido. Por su parte, Tom Courtenay hace estremecer con su interpretación de un soldado corriente, gris, vulgar, que no brilla en ninguna faceta, que parece moverse sin pensar, simplemente empujado por los acontecimientos o las personas, ya sean estas últimas familiares o militares. Un magnífico ejemplo que podría englobarse en la teoría de la banalidad del mal esgrimida por Hannah Arendt. Arthur Hamp, un hombre que hacía lo que le mandaban sin reflexionar en absoluto sobre lo que estaba haciendo. Hasta que un día se atrevió a moverse en sentido inverso.

    ¿Para subir la moral a la tropa es necesario ejecutar a alguno de ellos? ¿Para que todos los ciudadanos acudan a la contienda bélica con alegría y jolgorio hay que disfrazar el pastel en servicios para patria y rey? Sí, aunque para el pobre Arthur Hamp sean la mujer y la suegra las que hayan determinado el alistamiento. ¿Defender a un ser humano es un derecho, una obligación o un trámite sin trascendencia? Demasiadas preguntas con respuestas que parecen evidentes, pero no lo son tanto.

    Estamos ante un nido de ratas que dan menos pavor que el cuerpo y la sangre de Cristo. El realizador nos acerca a un microcosmos de escepticismo generalizado que alcanza a pares y a nones, a generales y a soldados rasos. Y como único escape, ese alcohol conseguido, según instancias, por métodos digamos más o menos ilícitos. Bebida que aturde el raciocinio y aminora el sufrimiento momentáneamente, única vía de escape entre el sinsentido y la ausencia de albedrío para retroceder, retroceder y retroceder. Hasta desaparecer. ¿Será posible?

    En realidad, el director Joseph Losey ha pretendido recrear, desde su extraordinario punto de vista, la batalla de Passchendaele. Los preparativos de la contienda comenzaron en junio de 1917 y su final se situó el 6 de noviembre de ese mismo año con la toma de la población citada, completamente en ruinas, por parte de tropas aliadas. En el intermedio, un horror de fango, cráteres sirviendo de cobijos y aguas encharcadas. Como resultado, la muerte de más de 500.000 seres humanos. Y todo ese esfuerzo y sufrimiento demencial para avanzar ocho kilómetros. ¿Hablábamos de sinsentido? Cinematográficamente, Losey consigue conformarlo sin salir de un estudio, sin escenas de lucha directa, sin que ni siquiera atisbemos a los enemigos.

    Por último, queremos resaltar, como aguda y surrealista, esa parodia, intercalada en montaje paralelo al proceso contra Hamp, en la que los soldados se entretienen juzgando a una rata. O esa otra, casi antes de acabarse King and Country, con los fusiles apuntando al vacío. Y pasamos ya a un final que se concatena con el principio, con ese caballo, necesario para transportar la artillería pesada, carcomido por los roedores, destrozado por la codicia y reventado entre tanta miseria y tantos miserables. (Pilar Roldán Usó – ElEspectadorImaginario.com)

  • The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford – 1962)

    The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford – 1962)

    En The Man Who Shot Liberty Valance, Ransom Stoddard, anciano senador del Congreso de los Estados Unidos, explica a un periodista por qué ha viajado con su mujer para asistir al funeral de su viejo amigo Tom Doniphon. La historia empieza muchos años antes, cuando Ransom era un joven abogado del este que se dirigía en diligencia a Shinbone, un pequeño pueblo del Oeste, para ejercer la abogacía e imponer la ley. Poco antes de llegar, fue atracado y golpeado brutalmente por Liberty Valance, un temido pistolero.

    • IMDb Rating: 8,1
    • RottenTomatoes: 94%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Entre dos trenes, uno tomado en un plano general desde el exterior, llegando a una estación, y el otro eminentemente focalizado en el interior de un vagón donde viaja una pareja al alejarse, transcurre toda la acción de The Man Who Shot Liberty Valance, lo que resume visualmente la temática última de la propuesta, que no es otra que la desaparición de un modo de vida libre y salvaje en el que prima, como en la naturaleza, la ley del más fuerte, por otro basado en los lazos de solidaridad del colectivo humano. No olvidemos que, si hay algo que a lo largo de la historia del Far West ha simbolizado con mayor eficacia la llegada de la civilización es, sin lugar a dudas, el ferrocarril. Tampoco es casualidad, en esta línea, que el relato se construya sobre un luengo flashback, y que los principales personajes del mismo se congreguen en torno a una tumba: la muerte, como el tiempo, impone su inevitable lógica. De hecho, lo que hace de este filme uno de los westerns más memorables de la larga ristra de ellos llevada a cabo por John Ford es la circunstancia de ser el que más claramente finiquita la épica propia del género; mucho más, en todo caso, que The Searchers (1956), pues en esta obra, además de respetarse el dinamismo propio de las creaciones adscritas al cine del Oeste, a su antisocial, monomaníaco y racista antihéroe se le contraponía una arrebatada poesía visual que dotaba al paisaje de una majestuosidad y una fascinación de la que carece totalmente The Man Who Shot Liberty Valance

    Y es que, en efecto, la realidad que se nos describe aquí no tiene nada bella: en el presente, es apenas un reducto de otra época, un pedazo solitario y decadente de historia, tan lleno de polvo como la diligencia –¿un guiño autorreferencial del director?– que el senador «Ranse» Ransom Stoddard (James Stewart) descubre al regresar a Shinebone, mientras que, en el pasado, aunque se trate de un mundo vivo y en ebullición, está lleno de barro, suciedad, violencia e ignorancia. A pesar de que, según William H. Clothier, director de fotografía, predominó el rodaje en estudios y se optó por el blanco y negro por culpa de los recortes económicos impuestos por la Paramount –lo que no impidió que The Man Who Shot Liberty Valance fuera una de las películas más caras de Ford–, lo cierto es que, de ser así, parece confirmarse la máxima de que «la necesidad agudiza el ingenio», añadiendo de esta guisa al realizador de Maine a la larga y distinguida lista de autores a los cuales las trabas, irónicamente, no hicieron sino favorecer su trabajo; como ilustración, a bote pronto se me ocurre la archisabida anécdota de la escasez de presupuesto en Cat People (1942) de Jacques Tourneur, que redundó en favor de la sugestión y convirtió la pieza en un clásico del terror psicológico. Porque dicha fotografía en blanco y negro en la cinta que nos ocupa, entre pálidos grises diurnos y expresionistas claroscuros nocturnos, no puede ser más apropiada para una trama en la que se retratan aspectos poco o nada gloriosos de la vida en el Oeste. No en balde, Ranse acude a su cita con una muerte casi segura, ¡sin quitarse el delantal de friegaplatos! (sic), mientras que el sheriff Link Appleyard (Andy Devine), más que ineficiente es, simplemente, un cobarde de tomo y lomo. Pero si hay un momento que sintetiza esta vulgarización de muchas de las situaciones prototípicas del western es la que reproduce el encontronazo más tenso entre el principal antagonista de la trama, Liberty Valance (Lee Marvin), y el único capaz de pararle realmente los pies, Tom Doniphon (John Wayne), que tiene lugar en un contexto absolutamente cotidiano: dentro de un modesto restaurante familiar durante la hora de máxima afluencia; encontronazo que, para más inri, Ford encuadra como si de una improvisación teatral se tratara (el mismo Valance dirá, al salir, «se ha acabado el espectáculo») y que toma como excusa un filete de buey, lo que dota a toda la secuencia de un aire absurdo pero también siniestro. En puridad, lo cierto es que esa misma atmósfera malsana de absurdidad y terror se extiende al conjunto de ese pueblo fronterizo sin ley, habida cuenta del poco valor que se le concede a la vida de los individuos. Ello explica que pocas escenas tengan lugar a plena luz del día, mientras que las que acontecen por la noche, además, se encuentren generalmente asociadas a las fechorías de Valance (v. gr. el robo a la diligencia; el asalto al periódico local; el duelo de Ransom y Liberty…), de forma que el discurso adquiere tintes lejanamente oníricos, algo que, por otro lado, casaría con el hecho de que se trata de la memoria de Ransom la que reconstruye los sucesos narrados.

    Decía André Bazin que «El western es el único género cuyos orígenes se confunden prácticamente con los del cine […]. Resulta fácil decir que el western es “el cine por excelencia” basándose en que el cine es movimiento. [..] Por otra parte, la animación de los personajes llevada a una especie de paroxismo es inseparable de su cuadro geográfico; se podría, por tanto, definir al western por su decorado (la ciudad de madera) y su paisaje […]. A decir verdad, nos esforzaríamos en vano intentando reducir el western a uno cualquiera de sus componentes. […] Esos atributos formales […] no son más que los signos o los símbolos de su realidad profunda, que es el mito. […] Las relaciones de la moral y de la ley, que no son ya para nuestras viejas civilizaciones más que un tema de bachillerato, han resultado ser […] el principio vital de la joven América. Sólo hombres fuertes, rudos y valientes podían conquistar estos paisajes todavía vírgenes. Todo el mundo sabe que la familiaridad con la muerte no contribuye a fomentar ni el miedo al infierno, ni los escrúpulos, ni el raciocinio moral. La policía y los jueces benefician sobre todo a los débiles. La fuerza misma de esta humanidad conquistadora constituía su flaqueza». Paisaje agreste e inhóspito, hombres rudos, ausencia de moral y orden, mito.

    Estos elementos, que según el crítico francés son ingredientes sine qua non de cualquier western que se precie, en The Man Who Shot Liberty Valance no se manejan solo a guisa de telón de fondo sobre el que transcurre la acción o en tanto motivo argumental, sino que, incluso, se alude explícitamente a ellos: en las conversaciones entre Ransom y Tom, pongamos por caso, o entre las sostenidas por el primero con Dutton Peabody (un excelente Edmond O’Brien). Sin obviar la famosa frase que, al final del filme, murmura el director del periódico local, Maxwell Scott (Carleton Young), al conocer la verdadera historia del senador y renunciar a contar la verdad: «Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en un hecho, hay que publicar la leyenda». Que semejante comentario se produzca cuando el espectador ya conoce los verdaderos acontecimientos supone toda una rúbrica temática por parte del autor, que adopta una perspectiva distanciada, a medio camino entre el desencanto y la nostalgia, respecto a ese universo, cuya vertiente «histórica», pero también fílmica, considera superada por el signo de los tiempos, en un momento en el que la épica como tal resulta, más que imposible, ingenua o ya directamente ridícula. Aquí es fácil trazar un paralelismo con don Quijote y los caballeros andantes, figuras que efectivamente existieron en la Edad Media, pero que no solo resultaban completamente anacrónicas en la época de Cervantes, sino que habían sido tan distorsionadas por la literatura caballeresca que aquello que Alonso Quijano trataba de emular era, simplemente, un personaje irreal. ¿Y qué son, sino, los héroes que transitan los westerns clásicos de Ford –pienso, por ejemplo, en My Darling Clementine (1946)–, salvo ficciones basadas en peripecias engrandecidas por los periódicos, las novelas de género y, sobre todo, el cine? Como si Ford no se limitara a deconstruir el mito desde un punto de vista sociológico, sino que también cuestionara sus propias incursiones previas en el género, es sintomático que The Man Who Shot Liberty Valance sea su última obra maestra dentro del mismo, y que sus dos otros largometrajes posteriores susceptibles de considerarse como westerns –hablo de Cheyenne Autumn (1964) y 7 Women (1966)–, de hecho resultan problemáticos si nos circunscribimos al modelo clásico, el primero por su coralidad, su búsqueda de un cierto rigor histórico y su inédita focalización en la perspectiva de los indios, y el segundo por transcurrir en la China y contar con un protagonismo exclusivamente femenino.

    Convendría en este punto contextualizar un poco la cinta que analizamos: su creador es un hombre que ha superado la edad de jubilación, no muy feliz y de salud en declive, en una realidad marcada por un recrudecimiento de la Guerra Fría (las secuelas de la Revolución cubana) y en una sociedad norteamericana agitada por los movimientos de reivindicación de los derechos civiles. Bajo estas coordenadas, la pátina de desilusión que impregna sus imágenes parece no solamente fruto de una reflexión intelectual y moral, sino también vital: la sempiterna visión melancólica del anciano, que siente que el mundo que habita se le escapa de las manos. Pensemos, asimismo, que solo con unos meses de diferencia, ese mismo año 1962 se estrenaría Ride the High Country  de Sam Peckinpah, considerada por buena parte de la crítica especializada como el primer western crepuscular de la historia. Y aunque The Man Who Shot Liberty Valance no encajaría al cien por cien dentro de esta categoría, es más que evidente que, en su argumento y en su forma de aproximarse al mismo, hay mucho del proceso de desmitificación característico de la mencionada categoría. De nuevo estableciendo un paralelismo con Don Quijote de la Mancha (1615), el maestro primero pone punto y final a la narrativa convencional para abrir seguidamente las puertas a la novelística moderna (al western moderno).

    El creador, por tanto, se hace eco de los cambios latentes en el ambiente, con un gesto genial pero nunca aislado ni extemporáneo. O en las palabras mucho más elocuentes de Theodore W. Adorno: «El artista debe transformarse en instrumento, hacerse incluso cosa, si no quiere sucumbir a la maldición del anacronismo en medio de un mundo cosificado. […] En verdad el proceso artístico de producción, y con ello también el despliegue de la verdad contenida en la obra de arte, tiene la rigurosa forma de una legalidad impuesta por la cosa, y que frente a eso la cantada libertad creadora del artista no tiene apenas peso. […] El artista portador de la obra de arte no es el individuo que en cada caso la produce, sino que por su trabajo, por su pasividad activa, el artista se hace lugarteniente del sujeto social y total. Sometiéndose a la necesidad de la obra de arte, el artista elimina de esto todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación». Sea como fuere, no puede negarse la cualidad de reformulación –no rupturista pero en absoluto velada– de unos códigos perfectamente definidos en el imaginario de Hollywood que ostenta The Man Who Shot Liberty Valance; códigos estos, dicho sea de paso, en buena medida formulados casi en exclusiva por la propia filmografía de Ford y la de apenas dos o tres directores más (Howard Hawks, Anthony Mann, John Sturges…).

    Ilustrando, en consecuencia, dicha reformulación, para empezar el personaje que todos consideran el gran héroe de la historia, Ranse, y quien durante buena parte de la misma ejerce como el principal protagonista, no se ajusta para nada a los estereotipos del género; y cuando la gran sorpresa argumental se vea desvelada, sabremos que, por no parecerse al pistolero legendario, ni siquiera cometió el acto desesperado por el cual adquirió fama y prestigio. Y aunque desde entonces Ransom haya hecho aportaciones a su sociedad infinitamente más sustanciales que la de deshacerse a balazos de un forajido, irónicamente, y como prueban las últimas líneas de diálogo del filme, seguirá siendo recordado por un asesinato que no cometió, lo que, para un hombre honesto y antiviolento como él, resultará doblemente amargo. Otro tanto sucede con Tom, quien pasará de ser prácticamente un secundario de lujo a lo largo de la primera parte del metraje al verdadero –y trágico– foco de atención de la trama, pues es él es quien ejecuta a Liberty, al que dispara de manera nada épica –el propio Tom describe su acto como «un asesinato a sangre fría»–, desde las sombras y con la connivencia de su mano derecha, Pompey (Woody Strode), a fin de salvar a un hombre que, de morir, no le arrebataría a la mujer de su vida, Hallie (Vera Miles). Con ello, Tom, haciendo un acto de amor supremo, se condena a sí mismo a la infelicidad; y no solamente por el hecho de haber perdido a Hallie, sino por perderse a sí mismo, primero matando a alguien traicionera e indignamente, y luego sumándole a ello su postrera charla con Ranse, en la que, de nuevo por el bien de Hallie, le convence para que supere sus escrúpulos, pese a que el propio Tom, diga lo que diga, jamás será capaz de superar lo que hizo aquella noche en Shinebone. Junto a ello, la película, como se ha dicho, se ambienta en un paisaje alejado de lo bello, grandilocuente o intimidante; el villano de la intriga, Valance (Lee Marvin), tiene momentos de «lucidez» en los que casi parece un ser humano «normal», como si fuera, más que un malvado, un enfermo mental; y gentes situadas al margen del perfil de ciudadano «modelo», como lo son Pompey, los Ericsson (Jeanette Nolan y John Qualen) o Dutton –un negro, una pareja de inmigrantes y un borracho, respectivamente–, demuestran que la verdadera grandeza se encuentra en los pequeños gestos de altruismo de seres anónimos o incluso marginados que las grandes epopeyas, empero, olvidan.

    Por otra parte, The Man Who Shot Liberty Valance maneja una serie de elementos simbólicos que hacen sospechar de la naturaleza realista de lo que se nos cuenta. Al respecto, siempre me ha llamado la atención el hecho de que la casa que Tom lleva años adecuando para convertirla en su nido de amor con Hallie esté lejos de ser una vivienda idílica. De paredes desnudas, modesta hasta decir basta, encima no se asienta en unas verdes praderas ni junto a un frondoso bosque o a un caudaloso río, sino sobre un terruño casi desierto, a buen seguro poco eficiente como zona de cultivo. Que un hombre tan enamorado pretenda deslumbrar a alguien como Hallie con semejante construcción significa que, o no conoce tan bien como cree a la mujer que quiere, o la simpleza de semejante casa es en realidad emblema del tipo de relación que Tom puede ofrecerle a su amada: leal, inmutable, apasionada, sencilla… incompleta. Tomemos, en esta línea, los peculiares nombres que tienen los dos rivales de la historia, Liberty («libertad») y Ransom («rescate»). Ambos hablan de dos conceptos diferentes de libertad: la primera es la absoluta, la innata, la que se disfruta sin pensar en las consecuencias, frente a aquella de la que se goza a cambio de algo, pagando un precio. O dicho de otra forma: una es la del mundo natural y primitivo, la otra es la de las sociedades organizadas. Entre ambos extremos está Tom, un hombre que, como su tocayo –santo Tomás–, es un ser pragmático, y también rabiosamente individualista, con lo que, si bien no está dispuesto a comprometerse a nada para ejercer algo a lo que cree tiene perfecto derecho simplemente por haber nacido –su propia independencia–, es lo suficiente íntegro y bondadoso como para ser consciente de que sus semejantes poseen exactamente el mismo derecho que él. De ahí que, y pese a la simpatía que le despierta Ranse, Tom se halle mucho más próximo, en su visión del mundo, a Liberty que a su amigo. Porque, como el bandolero, Tom es absolutamente libre, un hombre que no se ajusta a las convenciones, que se permite la «rareza» de tener por amigo a un negro, y que, parafraseando y subvirtiendo su reproche a Stoddard, ni habla ni piensa demasiado: sencillamente, actúa. No deja de ser sintomático que, siendo Doniphon el único capaz de medir sus fuerzas con Valance, solamente lo haga cuando el criminal lo afecte personalmente, a menudo a través de aquellos a los que quiere (sus amigos, sus vecinos). Pero la idea de cuidar de una comunidad abstracta, de civismo y solidaridad en el sentido de comportamiento que repercuta en el bien de una mayoría lejana y sin rostro, es igual de huera para Tom que para Valance. De ahí que, cuando Ranse los conozca a ambos, declare, y con razón, que a pesar de que uno le haya salvado la vida de la paliza del otro, sus palabras acerca de que la única ley que impera en el Oeste es la de las pistolas son alarmantemente similares.

    Visto esto, Tom ama a Hallie porque es una joven, además de bella, voluntariosa, resuelta y con mucho carácter. Seguramente, de haberse casado con él, habría sido todo lo feliz que puede serlo una mujer humilde como ama de casa y esposa de un hombre bueno, honrado y fiel… que no es poco. En cuanto a Ranse, que se enamora de Hallie exactamente por los mismos motivos que Tom, sin embargo despierta en ella una curiosidad por la cultura y el conocimiento –por el ancho mundo en general, pero por todo lo que ella puede aportar al mismo en particular– que, una vez encendida, nunca se agota. Así que, por mucho que Hallie hubiera vuelto con Tom, que Ranse hubiera muerto o que este hubiera renunciado a ella, una vez probado el fruto del bien y del mal, Hallie ya nunca hubiera podido volver al Edén; y su vida con Tom habría sido solamente una renuncia. Según lo expuesto, Ransom, Tom, Liberty y Hallie devienen, al final, mucho más que meros dramatis personae de una anécdota ambientada el Oeste. Más que un triángulo amoroso creado y luego destruido por la intervención externa de Liberty, estamos ante una alegoría de la construcción de los Estados Unidos. Hallie es América, una tierra hermosa, fascinante y agreste, pero absolutamente primaria e incivilizada (recordemos que, al principio de la trama, la protagonista femenina no sabe ni leer ni escribir), que es lógico que atraiga a los trotamundos, es decir, a aquellas personas nacidas para vivir al margen de lo establecido, dada su voluntad indómita, su capacidad de autosuperación, su espíritu libre y firme (Tom). Un sitio así, no obstante, es igualmente coto para maleantes como Liberty, tipos no menos fuertes y valientes, pero que se aprovechan de la debilidad ajena para medrar, impidiendo que el desierto se convierta en un vergel. Y América, la atractiva e intimidante, mas en el fondo inocente América, si quiere devenir algo más que el campo de juego –o de batalla– de estas figuras titánicas, está obligada a desembarazarse de ambos con leyes, orden y progreso, es decir, con hombres como Ransom (que, para más señas, es abogado).

    Al respecto, mencionar aquí una peculiaridad muy discutida de la película: el hecho de que cuente en sus dos papeles principales con sendos actores cuyas edades en el momento del rodaje (en sus cincuenta y tantos) les hacían bastante inadecuados para encarnar a un joven licenciado en derecho y a un aventurero dispuesto a asentar la cabeza para formar una familia. Más allá de las imposiciones que pudiera ejercer la productora en este asunto, lo cierto es que ambos intérpretes habían devenido emblemas de cada uno de sus respectivos personajes: el héroe intrépido, individualista y noble, Wayne; el buen hombre medio, cívico e idealista, Stewart. De esta forma, al contar con estas dos estrellas no por su idoneidad física para el rol, sino por su adecuación «moral», el grado de simbolismo del discurso se acrecienta, con lo que se incide de forma más meridiana en esa línea metafórica que menciono sobre la doble configuración de América. Sumémosle a ello, encima, el hecho de que Tom dé por sentado, de manera análoga a los primeros colonos, que toman lo que América les ofrece sin pedir permiso, que Hallie será su esposa a pesar de no haberse molestado nunca en pedirle la mano; una presunción que, a la postre, acabará por lanzar a la mujer en brazos de Ranse, igual que los desmanes de los asilvestrados conquistadores impondrán una regularización normativa proveniente, como el propio Stoddard, del Este. El bello plano general en el que Hallie, sobre quien recae toda la luz del encuadre, ve partir a Tom en la oscuridad, sin saber exactamente cuándo volverá, redunda en la idea de abandono, con lo que la estabilidad y la armonía terminarán por ser más importantes para ella (América) que los fogonazos de excitación y pasión que pueda ofrecerle Tom.

    No es de extrañar, en consecuencia, que sea la propia Hallie (América) quien le recuerde a su esposo lo orgulloso que ha de sentirse al haber convertido ese territorio salvaje en un jardín, hecho gracias al cual sus habitantes han prosperado y crecido hasta límites insospechados. Pero, eso sí, lo han logrado colectivamente, unidos y juntos, es decir, mediante la cooperación, el diálogo, la cesión y el compromiso. Y si Hallie (América), aunque en el fondo no daría marcha atrás, idealiza ese pueblucho de su juventud, es porque, en la estela de los famosos versos de Jorge Manrique, «cómo, a nuestro parecer,/cualquiera tiempo pasado/fue mejor». Da igual que entonces la vida fuera muchísimo más dura, ya que también era más simple y auténtica, abierta, cual inesperado tesoro, a todo aquel capaz de asir sus riendas con firmeza. El bellísimo plano de la flor de cactus sobre el ataúd resume con silente elocuencia tal idea. Nación joven, de configuración y herencia heterogéneas y desarrollo fulgurante, asustada y poderosa como un niño rico y huérfano –v. gr. Citizen Kane (1941) de Orson Welles–, a lo largo de sus apenas dos siglos y pico de existencia, Estados Unidos ha hecho de su identidad una cuestión de debate filosófico, de discusión ética y de leyenda popular. Y siendo el cinematógrafo el megáfono difusor por excelencia de los valores de un imperio basado, como decía Richard Burton en Becket (1964), no en la conquista del enemigo, sino en su corrupción, abundan diferentes aproximaciones a dicho tema. Desde Birth of a Nation (1915) de D. W. Griffith hasta The Immigrant (2013) de James Gray, pasando por Heaven’s Gate (1980) de Michael Cimino o Gangs of New York (2002) de Martin Scorsese, y llegando hasta There will be Blood (2007) de Paul Thomas Anderson, todas indagan sobre los mitos fundacionales del país y, por supuesto, llegan a conclusiones tan dispares como imponen la trama elegida, la ideología y la estética de cada uno de los respectivos autores. En este sentido, y durante muchas décadas, el western ejerció de epopeya americana por excelencia, de «cantar de gesta» de una sociedad que necesitaba cimientos en los que apuntalar su propia individualidad. Pero una vez cumplida su función, su intrínseca falsedad se hizo evidente. Por eso Doniphon, héroe por excelencia en este tipo de fábulas, fracasa estrepitosamente cuando se le inserta en un entorno «real», en el que la pluma, como bien encarnan oradores como Peabody o Cassius Starbuckle (John Carradine), es infinitamente más poderosa que la espada.

    Y hablando de “plumas”: llegados a este punto quisiera romper una lanza en favor de Dorothy M. Johnson, en cuyo cuento homónimo se basa el guion de James Warner Bellah y Willis Goldbeck, y quien fuera prolífica escritora, conocida sobre todo por su literatura sobre el Oeste –The Hanging Tree (1959) y A Man Called Horse (1970) también se inspiran en sus obras–. A partir de un punto de partida argumental caracterizado por un exacerbado romanticismo (entendiendo este término como se debe, esto es, entreverando el amor con la pérdida, el sacrificio y la muerte: nada de su banalización «rosa»), Ford trasciende el drama individual para construir una triste elegía a un mundo perdido, a unas ilusiones rotas, a un vigor subyugado; en suma, al fin de la inocencia. Y aunque en el combate entre la mente y el corazón acabe por vencer, como no podría ser de otra manera desde un punto de vista ético, la primera, es inevitable que, igual que Hallie, uno sienta que su alma siempre pertenecerá a ese universo perdido, pues nada nos resulta más próximo que aquello que nunca volverá.

    A quienes no gustan de John Ford suelen tacharle de retrógrado; y aunque tampoco es cuestión de afirmar que era de izquierdas, en su filmografía se repiten una serie de rituales colectivos en los que se incide abiertamente en la necesidad de integrar la diferencia y de proteger al débil frente al poderoso –a menudo, al pobre frente al rico–, con lo que calificarlo hasta de fascista, como algunos se han atrevido, solamente responde al prejuicio más abyecto. La escena en la escuela de Shinebone, en la que Pompey –precisamente él de entre todos los alumnos– trata de recitar el fragmento de la Declaración de Independencia donde se especifica que todos los hombres han nacido iguales, es uno de tantos ejemplos de lo poco fascista que era Ford. Y aunque no se trata aquí de dar pábulo a opiniones absurdas, únicamente el fatal desenlace que tiene la intolerancia de la familia Purcell en Two Rode Together (1961) desmontaría semejante patraña; y ya se ve que ni siquiera me molesto en citar creaciones más políticamente «radicales» como The Informer (1935), The Grapes of Wrath (1940) o How Green Was My Valley¬ (1941).

    Para concluir, señalar que, con The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford nos legó, no únicamente uno sus filmes más personales, sino uno de los mejores de la historia del cine, al ofrecer una madura y lúcida reflexión sobre las complejas relaciones entre la verdad y la mentira, la historia y la leyenda, los hechos y los recuerdos, la realidad y la ficción. Con ese proverbial talento del autor para, a través de una aparente sencillez y transparencia, construir un discurso sutil y cargado de significaciones, unas superficiales (relato de aventuras, historia de amor imposible…) y otras profundas (reflexión sobre el ser americano, elegía de una visión del mundo…), esta película nos recuerda como pocas que el arte es indisociable de la condición humana, porque mediante él soñamos lo imposible, pero también pensamos lo posible; nos evadimos de nuestro entorno, pero también adquirimos conocimiento sobre él; y, en definitiva, comprendemos mejor, no solo a quienes nos rodean sino, lo que quizás es incluso más esencial, a nosotros mismos. (Elisenda N. Frisach – ElAntepenúltimoMohicano.com)

  • Court (Chaitanya Tamhane – 2014)

    Court (Chaitanya Tamhane – 2014)

    Court denuncia los procesos judiciales de India, a partir de la historia de Narayan Kamble, un profesor y cantautor activista acusado de incitar el suicidio de un trabajador del gobierno.

    Mejor Película (Festival de Venecia – Sección Orizzonti 2014)

    Mejor Película y Mejor Actor (BAFICI 2015)

    • IMDb Rating: 7,7
    • Rotten Tomatoes: 98%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Un debut magnífico y un indicio de que el cine indio no sólo se define por sus producciones bollywoodenses. La extraordinaria Court es quizás el mejor título reciente de ese país, aunque hay otras películas atendibles, como Thithi y The Fourth Direction. Lo que resulta irrebatible es que la ópera prima de Chaitanya Tamhane se alinea con la tradición iconoclasta del gran cineasta indio Satyajit Ray; he aquí un filme que hiende y fatiga el orden simbólico de una sociedad inclinada a perpetuar burocráticamente su dogmatismo religioso y denegar su morosa modernización.

    El caso en cuestión no admite duda. Un cantante popular de 65 años y también ocasional maestro literario y musical es detenido bajo una acusación tan delirante como indemostrable: un limpiador de alcantarillas de Bombay, después de escuchar una de sus canciones, se ha quitado la vida. Tamhane sumará paulatinamente datos biográficos relevantes, tanto del muerto como de su presunto instigador a llevar a cabo una aberración moral, un revestimiento pertinente para visualizar que este dilema jurídico es al mismo tiempo un problema social y político.

    La siempre problemática relación entre causa y efecto adquiere en la argumentación que se esgrimirá en la corte una dosis inconfesable de comicidad. Los testimonios gozan de una debilidad evidente, a pesar de que la fiscal recurra honestamente a torcer y sobreinterpretar los veredictos siguiendo sus propios (pre)juicios, en consonancia con la propia perspectiva del juez, a quien le parecerá razonable los sofismas de quien acusa en nombre del bienestar de la nación india. Las razones del abogado defensor lucen débiles frente a esa lectura. Él y su acusado representan una razón minoritaria.

    Si bien el filme seguirá los derroteros del juicio, Tamhane incorporará algunos elementos de la vida de todos los involucrados, cuidando en ese retrato de no inducir ningún favoritismo respecto de sus personajes. El abogado defensor escucha jazz mientras maneja, permanece soltero y participa en debates acerca de la calidad democrática de las instituciones; la fiscal adhiere claramente a una visión teológica del mundo, lo que se expresa en sus prioridades domésticas y vida familiar; algo similar se revelará en el final con el juez. Diferencias de clase y cosmovisiones dispares que nunca dejan de influir sobre el sentido de la justicia.

    Lo notable en Court es que el filme se rehúsa a acusar a sus criaturas; más bien, expone a través de los discursos que se enuncian en las conversaciones fuera del recinto jurídico y los alegatos en el juicio cómo estos piensan a los sujetos, organizan sus conductas y ordenan las leyes. La preeminencia de los planos generales fijos subordina a los personajes a representar las contradicciones y tensiones que conforman una sociedad. Ellos son piezas de un sistema. Virtud discreta pero admirable del filme: la puesta en escena objetiva un ethos.

    Singular película Court. Su arraigada lectura concreta sobre una cultura es la paradójica garantía de su universalidad. Lo que vemos en Bombay puede suceder en Córdoba, París o Minnesota. En todas partes, honrar la justicia conlleva un lento trabajo de dilucidación sobre su ejercicio. Películas como la de Tamhane conjuran estéticamente la lentitud y el estancamiento. (Roger Koza – lavoz.com.ar)

  • The Thin Blue Line (Errol Morris – 1988)

    The Thin Blue Line (Errol Morris – 1988)

    The Thin Blue Line es un documental basado en hechos reales que relata el arresto y condena de Randall Adams, sentenciado a muerte por el asesinato de un policía de Dallas en 1976. Gracias al documental, se consiguió reabrir el caso de Adams.

    Mejor Documental (Círculo de Críticos de New York 1988)

    Mejor Documental (Asociación de Críticos de Boston 1988)

    • IMDb Rating: 8,0
    • Rotten Tomatoes: 100%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    En noviembre de 1976 Randall Dale Adams se cruzó con David Harris, un adolescente de 16 años que había realizado algunos robos a mano armada. Más tarde un policía era asesinado a sangre fría producto de varios disparos en su cuerpo y cabeza. La detención de un automóvil azul dio origen a un horrible crimen y también a un proceso legal que se extendió por varios años, y cuyo principal sospechoso era Randall Adams, quien luego fue declarado culpable.

    En The Thin Blue Line el documentalista Errol Morris tomó un caso en apariencia insignificante. Se trataba de un asesinato más en torno a un culpable que ya había recibido sentencia. Sin embargo, Morris abordó con detalle las situaciones que produjeron este resultado, uno que partía de una premisa equívoca. En su película desmenuza el aparataje legal estadounidense, en donde todos tienen supuestamente acceso a un juicio justo. A través de algunas recreaciones y testimonios se revisa el relato de Adams y también cómo éste fue manipulado tanto por policías, fiscales, testigos y jueces. Morris hace tambalear el sentido de justicia, además de mostrar la verdad como una simple palabra carente de significado y relevancia.

    En una parte del documental se hace alusión a la idea de la delgada línea azul. Ésta consiste en la separación que hace la policía y las fuerzas de orden para proteger a la ciudadanía de la anarquía. Lo cierto es que el documental de Morris muestra que la anarquía está presente en ambos lados de la mencionada línea. Por un lado, están los infractores de la ley, criminales que a punta de cañón asesinan a personas sin provocación alguna. La otra parte corresponde a la justicia, una que también puede conducirse en forma anárquica simplemente para rellenar el papeleo correspondiente, dejar a los medios tranquilos o para mostrar que la ley no se equivoca y es capaz de atrapar a los villanos de turno. Morris muestra estas contradicciones y lo hace a fuego lento, ya que deja que sus entrevistados revelen lo que salta como algo lógico a simple vista.

    El documental de Morris exhibe los paradigmas de la sociedad sobre la base de una justicia endeble porque es protagonizada por hombres y mujeres que en ocasiones suelen ser negligentes con su trabajo y deberes. Incluso, al escuchar y ver a Randall Adams hablando en cámara uno percibe su inocencia y poca fortuna. En cambio, David Harris manipula la verdad, además de ser el resultado de una sociedad poco observadora sobre la tangibilidad del mal y sus posibles resultados. Morris nos conduce a través de los puntos de vista de estos dos hombres, a la vez que indaga un poco más en los orígenes de la rebeldía de Harris.

    The Thin Blue Line fue uno de los documentales más comentados a fines de los años 80 no sólo por su desenlace, sino también por sus innovaciones técnicas. Morris ya había llamado la atención por Gates of Heaven, sublime obra sobre un cementerio de animales y la devoción de diversos dueños por sus mascotas. Después vino Vernon, Florida, filme que retrata el tedio de un pueblo en donde a simple vista no pasa nada, pero que entre líneas comunicó diversas ideas sobre la excentricidad y diversos modos de vida. Con The Thin Blue Line se hizo famoso, además de ser la obra en donde comenzaría a trabajar su estilo único y característico: reflexiones acompañadas por recreaciones, el score del compositor Philip Glass (dupla que se repetiría en la galardonada La Niebla de la Guerra), y el registro de vidas y hechos que suelen ser repudiables, pero que algo tienen de lógica. Morris es un cineasta que durante años ha sabido mostrarnos la condición humana junto con cierto sentido de lo estrafalario. Suele buscar rastros de humanidad en donde parece no haber nada, y también suele cuestionar a los espectadores desde sus lados menos inspiradores, siempre teniendo presente la veracidad que transmite la imagen.

    The Thin Blue Line es una obra esencial del cine documental estadounidense. En ocasiones pareciera ser que somos testigos de un tipo de maldad que no siempre recibe su castigo. A ello se suma la visión de un ser humano que fácilmente puede entrar a un estado de decadencia moral producto de métodos, acciones y actitudes cuestionables. El filme de Morris es un relato en donde el azar suele delimitar parte de nuestra existencia y cómo un encuentro fortuito termina por cambiarlo todo, usualmente en dirección hacia el abismo más personal e inevitable. Cuando ya quedan pocos minutos, The Thin Blue Line nos sorprende todavía más y con una revelación que demostró la inocencia de un hombre que durante años fue tratado como culpable. No deseo contar el final de Randall Dale Adams y de David Harris (aquí lo pueden saber), ya que mi intención es alentarlos a que vean este documental y a que en sus últimos minutos contengan la respiración gracias al colapso de una mentira. The Thin Blue Line simplemente es un trabajo brillante y brutal que muestra como pocos el desdoblamiento de la verdad. (Julio Bustamante – espectadorerrante.com)

  • The Trial of the Chicago 7 (Aaron Sorkin – 2020)

    The Trial of the Chicago 7 (Aaron Sorkin – 2020)

    The Trial of the Chicago 7 sucede en 1969, cuando se celebró uno de los juicios más populares de la Historia de Estados Unidos, en el que siete individuos fueron juzgados tras ser acusados de conspirar en contra de la seguridad nacional. Este hecho traería una serie de conflictos sociales (manifestaciones, movimientos ciudadanos) que pasarían a la posteridad en una época de grandes cambios en todos los niveles del pueblo norteamericano.

    • IMDb Rating: 7,9
    • RottenTomatoes: 94%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Entre las apuestas de Netflix para la temporada de premios (demorada por los efectos del Coronavirus en la industria audiovisual) figura el nuevo trabajo como guionista y director de Aaron Sorkin, celebrado creador de series como The West Wing y The Newsroom y de películas como The Social Network y Moneyball. Esta minuciosa reconstrucción del controvertido juicio que se les siguió a los activistas de izquierda que lideraron las violentas protestas en el marco de la Convención Nacional del Partido Demócrata de 1968 en Chicago (pleno auge del conflicto de Vietnam) es un relato potente y entretenido a la vez con un ojo en el pasado y otro en el presente de una sociedad como la estadounidense que -otra vez- atraviesa una extrema situación de división política.

    En su segundo largometraje como director después de Molly’s Game (2017), Aaron Sorkin vuelve sobre unos hechos que marcaron a fuego la década de 1960 y sobre los que se han filmado varias películas, montado obras de teatro, escrito libros y compuesto canciones. ¿Por qué otra vez? ¿Y por qué ahora? En tiempos en los que la grieta está más exacerbada que nunca por las redes y los medios, en los que un presidente en funciones avala a grupos supremacistas y potencia las fake news y el discurso del odio, y en los que el racismo estructural en la sociedad estadounidense ha quedado expuesto de manera explícita, Sorkin viaja medio siglo atrás para reflexionar sobre cuestiones como la contracultura, la violencia política, las formas de protesta, y las contradicciones y miserias del sistema de su país. En ese sentido, The Trial of the Chicago 7 no solo es un muy buen drama judicial sino también una mirada valiosa y pertinente.

    Aunque es solo el trasfondo y no parte central del relato, cabe indicar que la convención demócrata que declaría a Hubert H. Humphrey como su candidato presidencial (y que luego perdería contra el republicano Richard Nixon) se realizó entre el 26 y el 29 de agosto de 1968. En Chicago, para generar un masivo movimiento de protesta antibélico, confluyeron distintos sectores del progresismo y la izquierda. Varios de sus líderes, como Abbie Hoffman (interpretado por un notable Sacha Baron Cohen) y Jerry Rubin (Jeremy Strong, el Kendall Roy de Succession), del Youth International Party (Yippies); Tom Hayden (Eddie Redmayne) y Rennie Davis (Alex Sharp), de la Students for a Democratic Society; David Dellinger (John Carroll Lynch), de Mobilization to End the War in Vietnam (The Mobe); Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II), de las Panteras Negras; John Froines (Danny Flaherty) y Lee Weiner (Noah Robbins), fueron detenidos y llevados a juicio al año siguiente acusados de conspiración. Si la suma les da ocho es porque Seale fue rápida y brutalmente apartado de la causa y sentenciado a cuatro años de prisión. Los restantes, entonces, sí son «los siete de Chicago».

    Más allá de unos cuantos flashbacks, el corazón de la película de Sorkin es el largo (casi 6 meses) y amañado proceso que se convirtió en un duelo entre un juez despótico y ultraconservador como Julius Hoffman (un excelente villano a cargo de Frank Langella) y dos implacables fiscales como Tom Foran (J.C. MacKenzie) y Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt), por un lado, y los abogados defensores de esos combativos referentes encabezados por William Kunstler (Mark Rylance, de Bridge of Spies) y Leonard Weinglass (Ben Shenkman), por el otro.

    Entre reconstrucciones e imágenes de archivo, Sorkin nos transporta a unos turbulentos años ’60 dominados por los asesinatos de múltiples líderes (JFK en 1963, Malcolm X en 1965 y tanto Martin Luther King Jr. como Bobby Kennedy en 1968) y con una guerra como la de Vietnam que durante dos décadas provocó una grieta insalvable y casi 60.000 soldados muertos. En ese ámbito y en ese contexto es que se desarrolla este courtroom drama, aunque limitarla al concepto “película de juicio” sería minimizar sus alcances.

    Es cierto que en algunos pocos momentos surgen ciertos diálogos un poco torpes y recargados que le dan a The Trial of the Chicago 7 un halo de autoconciencia y autoimportancia que no era necesario (porque de por sí ese hecho ya es lo suficientemente decisivo en la historia de los Estados Unidos) y que en toda la narración no aparece un solo personaje femenino medianamente atractivo, potente y desarrollado, pero en líneas generales estamos ante una película que jamás deja de entretener en sus dos horas, que logra exponer las múltiples capas, matices, diferencias y puntos de encuentro entre esos activistas, y tiene un elenco pletórico de estrellas que siempre encuentran algún momento de lucimiento (como el par de escenas del Ramsey Clark de Michael Keaton). Actores que, sin dejar de demostrar su talento, se ponen siempre al servicio de esos aceitados engranajes de las maquinarias de guion pergeñadas por Sorkin, dueño de un estilo (mezcla de ingenio e inteligencia) tan inimitable como inconfundible. (Diego Batlle – OtrosCines.com)

  • L’Insulte (Ziad Doueiri – 2017)

    L’Insulte (Ziad Doueiri – 2017)

    L’Insulte trata sobre Toni, un cristiano libanés, quien riega las plantas de su balcón. Un poco de agua se derrama accidentalmente en la cabeza de Yasser, palestino y capataz de una obra. Entonces estalla una pelea. Yasser, furioso, insulta a Toni. Él, herido en su orgullo, decide llevar el asunto ante la justicia. Comienza así un largo proceso en el que el conflicto tomará una dimensión nacional, enfrentando a palestinos y cristianos libaneses.

    Mejor Actor (Festival de Venecia 2017)

    Premio del Público (Festival de Valladolid – Seminci 2017)

    • IMDB Rating: 7,7
    • Rottentomatoes: 86%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Tras su estreno mundial en la Mostra de Venecia (donde ganó el premio a Mejor Actor), esta película libanesa no paró de recibir reconocimientos. Es, más allá de algunas vueltas de tuerca un poco manipulatorias y ciertos excesos discursivos, una desgarradora e implacable mirada a la escalada de odio, resentimiento y fanatismo en Medio Oriente.

    Un simple insulto dicho en el momento más inoportuno y la reacción visceral de la otra parte lleva a una escalada que termina no solo en el ámbito judicial sino provocando además un conflicto en las calles, los medios y la clase política. Un hombre de origen palestino comanda una cuadrilla que intenta arreglar un desagüe en infracción en un barrio humilde de Beirut. El ocupante de la vivienda -libanés- lo destroza porque no fue consultado. Acción-reacción, ataque-contraataque, ojo por ojo, L’Insulte sintetiza el por qué las diferencias (incluso mínimas) llevan a la violencia desatada, al enfrentamiento tan encarnizado como en definitiva absurdo.

    Los protagonistas del nuevo film del realizador de West Beirut y The Attack son, en esencia, buenas personas, trabajadores dedicados a sus familias, gente noble, de principios (quizás demasiado principistas), pero también víctimas de su entorno, de la tensión social, de la manipulación política, de los discursos muchas veces extremistas de uno y otro bando (los palestinos representan algo más del 10% de la población total del Líbano).

    La película L’Insulte -por momentos un poco recargada- ofrece también en los tribunales un enfrentamiento generacional con un viejo abogado derechista representando al acusador (un mecánico cristiano) y su hija más progresista defendiendo al palestino musulmán que profirió el insulto en cuestión trabajando en una empresa constructora. Una lucha que cada uno levanta en nombre de la dignidad y el respeto, pero que expone en toda su dimensión las profundas heridas y grietas que tantos hechos traumáticos del pasado todavía generan en el presente.

    Provocadora, incómoda en varios aspectos (los productores fueron obligados a poner un cartel al comienzo en el que se dice que la película nada tiene que ver con las políticas actuales del gobierno libanés), L’Insulte es cruel e impiadosa por momentos, profundamente humanista y empática en otros. Así, entre tantos matices e incluso contradicciones, se vive en una zona en las que la guerra civil terminó hace ya un par de décadas, pero que sigue siendo de las más explosivas del planeta. (Diego Batlle – otroscines.com)

  • To Kill a Mockingbird (Robert Mulligan – 1962)

    To Kill a Mockingbird (Robert Mulligan – 1962)

    To Kill a Mockingbird transcurre en la época de la Gran Depresión, en una población sureña. Atticus Finch es un abogado que defiende a un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Aunque la inocencia del hombre resulta evidente, el veredicto del jurado es tan previsible que ningún abogado aceptaría el caso, excepto Atticus Finch, el ciudadano más respetable de la ciudad. Su compasiva y valiente defensa de un inocente le granjea enemistades, pero le otorga el respeto y la admiración de sus dos hijos, huérfanos de madre. Adaptación de la novela homónima de Harper Lee.

    Mejor Actor, Mejor Guion Adaptado y Mejor Dirección Artística (Premios Oscars 1962)

    Mejor Actor y Mejor Banda Sonora (Premios Globo de Oro 1962)

    Mejor Guion Drama (Sindicato de Guionistas – WGA 1962)

    Mejor Actor Extranjero (Premios David di Donatello 1962)

    • IMDB Rating: 8,2
    • Rottentomatoes: 92%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Quien no haya visto nada de Robert Mulligan debería dejar de leer ahora mismo y ponerse a ver al menos un par de películas de su filmografía. Mis recomendaciones personales serían por supuesto la película que hoy nos ocupa, To Kill a Mockingbird (1962), seguida de ‘La noche de los gigantes’ (‘The Stalking Moon’, 1968) o ‘El próximo año, a la misma hora’ (‘Same Time, Next Year’, 1978), y a partir de ahí a gusto del consumidor. No hay duda de que su extensa filmografía, la más famosa de todas sus películas, aquella que ha dejado una de esas huellas imborrables en el transcurso de la historia del séptimo arte es sin duda To Kill a Mockingbird. Porque no estamos únicamente ante una película que posee unos trabajos de realización e interpretación sobresalientes, o una historia que atrapa desde su comienzo. Ni siquiera estamos únicamente ante una obra maestra, por mucho que dicha apreciación parezca sobada de más.

    Más de una vez se me ha preguntado por películas de carácter pedagógico, y el trabajo de Mulligan suele ser el primero en mi lista de sugerencias. Su poder de sugestión, su capacidad para llevar al espectador a un mundo tan puramente cinematográfico y a la vez tan real como la vida misma, es tan grande que no desaparece a cada nuevo visionado, sino justamente lo contrario. To Kill a Mockingbird es una de esas películas que podrían servir de materia educativa en cualquier escuela del mundo, por sus valores puramente humanos.

    To Kill a Mockingbird adapta la novela ganadora del premio Pulitzer, obra de Harper Lee de claros tintes autobiográficos. Uno de los libros más leídos en la sociedad norteamericana del siglo XX da lugar a una de las películas más populares que existen. Lógica pura y dura. Pero esto no hubiera sido posible sin la implicación de Robert Mulligan en el proyecto, que junto con el guionista Horton Foote, supo captar la esencia del libro de Lee. En el film se tocan muchos temas de interés social, pero sobre todo estamos ante una película que habla de la inocencia. Por eso mismo, su mirada es siempre la de uno de los personajes centrales, Scout (Mary Badham), y de cómo los hechos que acontecen le afectan.

    El film está dividido en tres bloques muy diferenciables entre sí, casi de carácter episódico, que Mulligan une en perfecta armonía.Ambientada en la época de la gran Depresión en un pueblo del Sur, Scout y Jem son dos hermanos, hijos de Atticus Finch (Gregory Peck) que pasan sus días de verano como mejor pueden en el vecindario. Reuniéndose con “Dill” —personaje a cargo del niño John Megna e inspirado en la figura de Truman Capote, amigo íntimo de Harper Lee— se sentirán atraídos, como todos los niños, por lo desconocido, en este caso el misterio que se oculta tras las puertas de una de las casas del vecindario, la de los Radley, donde dicen que habita un hombre horrible oculto a los demás. La imaginación de los niños hará el resto.

    En realidad un bloque de presentación de personajes perfectamente dibujados en ese tramo a través de sus vivencias. Así del carácter infantil del trío protagonista, que les lleva a ser enormemente curiosos y temerarios, se pasa a la personalidad firme de Atticus Finch, el hombre con los pies en el suelo, padre viudo que educa a Scout y Jem sabiendo que no podrá librarles de todos los males del mundo. En dicho bloque ocurre uno de los instantes clave del film, el del perro rabioso que Finch eliminará con un rifle ante el asombro de sus hijos, sobre todo Jem. Dicha escena es un preámbulo de lo que le espera a Finch en el segundo bloque de la película, el perro representa el peligro irracional que se verterá sobre el pueblo y su habitantes cuando Tom Robinson (Brock Peters), un hombre de color, sea acusado por la violación de una chica blanca. Son tiempos en los que los negros son personas de segunda categoría, y cuya culpabilidad no suele ponerse en duda. Pero Atticus Finch no cree en las diferencias de color y la culpabilidad de alguien, blanco o negro, ha de probarse.

    El juicio ocupa buena parte del metraje, y es un prodigio de ritmo y planificación. Una pantomima que Mulligan utiliza para hablar de lo miserable que puede llegar a ser el ser humano. Sin ningún tipo de manipulación, Mulligan expone los hechos poniendo en Finch la voz de la verdad, añadiendo la ironía de que ésta a veces no es suficiente para sobrevivir en un mundo dominado por la mentira y el engaño, donde es factible hacer daño el prójimo en beneficio propio, o simple y llanamente por odio. Un odio incomprensible que nace de la propia naturaleza del hombre, capaz de hacer el mal sólo porque sí, porque se es malvado, tal y como representa el personaje de Bob Ewell, a cargo de James Anderson, que se convertirá en el ogro del film, sobre todo en su tercio final, cuando la película alcanza el carácter de cuento de hadas con tintes terroríficos.

    Y es precisamente en ese bloque final donde la película termina de presentar y jugar todas sus cartas. Tras la farsa de juicio de triste final, Scout y Jem será protagonistas de la que probablemente sea la aventura más emocionante de sus vidas, aquella en la que aquel al que temían al principio del film, Boo Radley, les salvará de las peligrosas manos de Bob Ewell. Una vuelta a la mirada de inocencia, pero esta vez centrada en el personaje retrasado Boo Radley, ese ser invisible que siempre se mantuvo a distancia de sus amigos, haciéndoles regalos desde la sombra. Radley salvará la vida de Jem y Scout terminando con la de Ewell. Es entonces cuando en la película se producen las dos certezas con las que ha estado jugueteando durante el resto del metraje. Finch abrirá los ojos al comprender que acusar a Radley por lo que ha hecho, sería como matar a un ruiseñor, valor que siempre le inculcó a sus hijos; y Scout certificará que nunca se conocerá a alguien hasta que se haya caminado con sus propios zapatos. Atención al instante en el que Scout descubre tras la puerta de su habitación a Radley —Robert Duvall en su primer papel para el cine— escondido, y antes de que Finch les presente, Scout casa todo en su mente y pronuncia su nombre.

    A pesar de que en To Kill a Mockingbird los personajes centrales son dos niños, el que queda en la memoria por encima de todos es el de Atticus Finch, elegido en numerosas ocasiones como el más grande héroe de ficción que ha tenido el cine estadounidense. Y es que hay algo en Finch que le distingue de los demás héroes cinematográficos: su patente verdad. Todos querríamos ser Atticus Finch, y lo que es más importante, todos podríamos serlo, a pesar de las enormes cargas de responsabilidad que ello conllevaría. Gregory Peck, que mantuvo amistad con Mary Badham hasta el final de sus días y a la que siempre llamó Scout, realiza la que muy posiblemente sea la mejor interpretación de toda su carrera, con una naturalidad y presencia imponentes. Dicen que Harper Lee, visitando el rodaje, no pudo contener las lágrimas cuando vio a Peck caracterizado de Finch pues le recordaba enormemente a su padre.

    To Kill a Mockingbird es una de esas películas para las que el término de obra maestra parece quedarse corto. Su mirada va más allá de lo que son los recuerdos infantiles que rememoran noches lejanas de verano —una de las constantes del cine de Mulligan—, se adentra en ellos con un facilidad pasmosa, y trata de tú el enfoque de un niño ante las incomprensibles actitudes de los adultos. Sirva como ejemplo el momento en el que varios habitantes acuden a la cárcel para linchar a Tom Robinson y las preguntas inocentes de Scout hacen que se avergüencen de lo que iban a hacer, dejando a Atticus con el sabor del orgullo en sus labios. Al igual que ese reloj roto que representa lo efímero del tiempo, o esa mágica banda sonora de Elmer Bernstein, que representa la infancia, y varía según los estados anímicos a partir de las mismas notas, los hijos de Finch dejarán de ser niños algún día, y esa muestra de madurez prematura es señal inequívoca de ello. A estas alturas ninguno de vosotros debería estar leyendo esto, sino disfrutando de To Kill a Mockingbird. (Alberto Abuín – espinof.com)

  • Dark Waters (Todd Haynes – 2019)

    Dark Waters (Todd Haynes – 2019)

    Dark Waters está inspirada en una impactante historia real. Un tenaz abogado descubre el oscuro secreto que conecta un número creciente de muertes y enfermedades con una de las corporaciones más grandes del mundo. En el proceso arriesga su futuro, su trabajo y hasta su propia familia para sacar a la luz la verdad.

    • IMDB Rating: 7,6
    • Rottentomatoes: 89%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Hubo un tiempo en el que era más o menos habitual ver que se estrenaban películas como Dark Waters, pero en la actualidad es cada vez más raro, ya que Hollywood parece haber perdido el interés en los dramas adultos de coste mediano. Justo es reconocer que todavía no ha trascendido el coste del nuevo trabajo tras las cámaras de Todd Haynes y que quizá no alcance esas cifras, pero también que es una representación perfecta de un tipo de cine que ha caído en el olvido.

    Ya en 1998 se lanzó ‘Acción civil’, una película con un punto de partida similar al de Dark Waters. Sin embargo, Haynes no está interesado en hacer un thriller judicial al uso y opta por dar un enfoque diferente al caso real de Robert Bilott contra la compañía Dupont, logrando así una cinta muy estimulante que cuenta con una estupenda interpretación de Mark Ruffalo, aunque tiene muchas virtudes mas.

    De hecho, Dark Waters nace en realidad del interés de Ruffalo en un artículo de The New York Times Magazine publicado en 2016 que el actor descubrió a Haynes. Sobre el papel no parecía un proyecto idóneo para alguien como el cineasta, pero la historia llamó poderosamente su atención y acabó aceptando ocuparse de ello, aunque antes de hacerlo visitaron a muchos de los implicados en el caso para poder ahondar realmente en la historia.

    Y es que habría sido muy fácil confiar todo el peso dramático de Dark Waters a su protagonista, quien pasa de ser un abogado especializado en aconsejar a las empresas químicas para salirse con la suya y acaba de ser ascendido a un hombre comprometido por una causa, llegando a estar dispuesto a arriesgar lo que sea para hacer lo que es justo. Vamos, lo que sucede en el caso de ‘Acción civil’ y John Travolta, con el aliciente añadido de la rivalidad que surge con Robert Duvall.

    Eso no sucede en Dark Waters, ya que se da la curiosidad de que la actividad en el juzgado tiene un peso prácticamente irrelevante durante sus dos horas de metraje. Aquí no hay grandes discursos ni movimiento sorprendentes que decantan la balanza de forma inesperada. Ni siquiera hay un abogado que funcione a modo de motivación para que el protagonista siga adelante, pero si un laberinto interminable para hacer justicia. No hay héroe, pero sí un reflejo bastante elocuente de la capacidad que tienen las grandes empresas para desgastar a sus demandantes por muchas razón que estos últimos puedan tener.

    Por ello, Dark Waters ofrece un retrato más variado en el que si, Ruffalo lleva el peso principal, mostrándose de maravilla cómo eso le afecta tanto en lo laboral como en lo físico y personal. Lo que empieza como un caso limpio que debería resolverse de forma amistosa se convierte en una cruzada que cambia su vida y sus seres más queridos -y ahí se incluye el propio bufete para el que trabaja, ya que a su manera también representa una familia para él-, pero también la de todos los habitantes de Parkersburg.

    ¿Qué prefieres, asumir la posibilidad de que la empresa que emplea a la práctica totalidad del pueblo está haciendo enfermedad de forma intencionada a todos o levantar la voz contra ella corriendo el riesgo de que el pueblo acabe en la miseria? Ese es un dilema que Dark Waters no deja de lado, personalizándolo inicialmente en el granjero que está viendo cómo sus vacas mueren de forma sospechosa para ir extendiéndolo después a los demás. Ninguno más allá de él -y, en menor medida, su mujer- tiene suficiente entidad individual, pero sí sirven para ilustrar ese difícil conflicto.

    Todo esto va evolucionando a medida que el propio caso va enfangándose y cada pequeña victoria va quedando en nada poco después. Haynes aborda todo esto con una puesta en escena precisa, alejándose de cualquier floritura pero sentando muy bien las bases de la historia sin dejarse llevar por la tentación de subrayar en exceso cualquier detalle. Sí que hay pequeñas concesiones para hacer más cinematográfica la historia -y una escena para rendir homenaje a una de las personas reales implicadas en el caso-, pero en líneas generales se opta por un acercamiento pulcro sin renunciar a cierta elegancia formal, aunque en un nivel muy diferente al de otros trabajos suyos.

    Un buen ejemplo de ello lo tenemos con la sutil utilización de los retoques digitales para crear el clima buscado hasta el punto de ser inapreciables, ya que lo que prima en Dark Waters es la solidez en todos los frentes. De hecho, ni siquiera la grandilocuencia de un caso con repercusiones globales se subraya en exceso tienta a Haynes para perder ese difícil equilibrio entre el efecto humano y el impacto de un caso como este. Y es que a menudo se habla de películas importantes o necesarias sin entrar en ver si la historia que cuentan ha sido adecuadamente reflejada en pantalla, cosa que si sucede en el caso que nos ocupa.

    Para ello se bebe de ciertos thrillers de los años 70, sobre todo a medida que la investigación avanza y los personajes acaban frustrados por la imposibilidad de cerrar el asunto y pasar página. Es como si sus mundos se cerrasen y simplemente no hubiese una salida más allá de una rendición que, por un motivo u otro, no pueden aceptar. El ahogo económico, las muertes que se van sucediendo sin que nada suceda…  una falta de esperanza creciente en la que el tiempo sigue corriendo sin que nada cambie.

    Es verdad que Dark Waters no inventa nada nuevo, pero todo lo que hace lo hace bien y además invita a reflexionar sin aleccionar. No es una película al servicio de Ruffalo pero sí que extrae lo mejor del actor en un trabajo alejado de grandilocuencias pero plenamente satisfactorio. Sin embargo, en su reparto también hay interpretaciones muy estimables como las de Anne Hathaway, Tim Robbins o, sobre todo, Bill Camp. En muchas películas el personaje de este último habría desaparecido tras los primeros minutos para, si acaso, reaparecer en un gran momento dramático hacia el final de la función, pero aquí tiene mucha más presencia y aporta una energía diferente que le viene muy bien.

    Dark Waters es una rara avis en la cartelera actual, una película que sobre el papel puede recordar a otros dramas legales y dar pereza al espectador, pero un director como Todd Haynes no ha apostado por ella por simple casualidad. Un gran reparto, un buen y equilibrado guion y un solvente acabado técnico dan forma a una película que merece nuestra atención mucho más allá de por el hecho de darnos a conocer un problema que seguramente nos haya afectado en algún momento sin que seamos aún conscientes de ello. Ojo con las sartenes que usáis. (Mikel Zorilla – espinof.com)

  • Acusada (Gonzalo Tobal – 2018)

    Acusada (Gonzalo Tobal – 2018)

    En Acusada, Dolores Dreier vive la vida de una joven estudiante hasta que su mejor amiga es brutalmente asesinada. Dos años después, ella es la única acusada por el crimen en un caso de gran exposición mediática que la ha puesto en el centro de la escena: todo el mundo tiene una opinión acerca de su inocencia o culpabilidad. Dolores se prepara para el juicio aislada en su casa, mientras la familia Dreier funciona como un equipo dispuesto a todo para defender a su hija. Pero a medida que el proceso avanza y la presión aumenta, los secretos y la sospecha aparecen en el seno familiar. Acorralada por la evidencia, Dolores deberá enfrentarse a sus propias dudas sobre lo que verdaderamente ocurrió.

    • IMDb Rating: 6,0
    • RottenTomatoes: 89%

    Película (Calidad 1080p)

     

    Construida como el “lado B” de los thrillers judiciales que bucean en un caso policial, Acusada (2018), de Gonzalo Tobal, se presenta como un interesante ejercicio de prospección que permite el lucimiento de sus protagonistas e instala en la producción nacional un género que muy pocas veces –o contadas con los dedeos de una mano- se lo ha producido: cine de juicios.

    Dolores (Lali Espósito) es una joven acusada de un crimen. Sus padres (Inés Estévez y Leonardo Sbaraglia) le han confiado la estrategia de defensa a un especialista (Daniel Fanego), quien ha armado un minucioso plan para que pueda presentarse en el juicio y quedar en libertad. Este planteo, en un recorrido por el preciso guion del propio Tobal y Ulises Porra Guardiola (Tigre), permite que la distancia con los personajes sea la necesaria para evitar caer en identificaciones polarizadoras que manipulen la empatía necesaria para seguir adelante con el visionado del film.

    En Acusada nada ni nadie es quien dice realmente ser. Se muestran algunas aristas que desnudan un trabajo minucioso desde la construcción de cada personaje, que impide, afortunadamente, que se los muestre como totalmente buenos o malos. A esto se le suma la narración digresiva, que prefiere reposar la mirada en los climas y atmósferas de las escenas, con personajes que por momento no se dicen nada, pero que hablan desde cómo se los muestra parados en los espacios. La casa, como una cárcel en la que Dolores espera, es otro de los grandes actores de la propuesta. Ese espacio de clausura para la joven, que se correlaciona con un animal perdido en la zona, es un hallazgo de poesía en medio de un producto industrial.

    También el particular trabajo alrededor de la protagonista, con pocos diálogos, tomas que la alejan de la imagen y exposición que Lali Espósito viene presentando en su carrera como cantante, afirman la decisión de mantener cierta línea independiente en la superficie de la película, enrareciendo texturas y utilizando una fotografía que potencia la narración.

    Por otra parte, algunos flashbacks brindan elementos para la pesquisa que el espectador deberá hacer, pero mientras esos raccontos no suceden, asistimos a una pormenorizada descripción del universo de Dolores en la espera.

    Así, Acusada, a diferencia de otros productos que construyen todo el relato esperando las decisiones y deliberaciones de los jueces, prefiere profundizar en el universo familiar, un espacio en el que la tensión in crescendo, determina su posición frente a aquello que cuenta y, además, revela la cara oculta de los protagonistas.

    Algunos detalles revelados sobre costos y sobre la particular mirada de la propia acusada sobre los hechos que se le imputan, permiten direccionar la mirada hacia otros actores participantes, determinando a la justicia, los medios de comunicación, y conceptos más abstractos como la familia, el amor, la libertad, como vectores del relato.

    Acusada es una interesante aproximación a un género, y también a la deliberada decisión de avanzar con motivos secundarios que hacen a la totalidad de la propuesta, destacándose el trabajo actoral de Fanego, Estévez y Sbaraglia, mientras que Espósito intenta pararse en un lugar diferente al que viene trabajando, aunque su Dolores -taciturna y meditabunda- no logra transmitir por momentos las sensaciones de esa joven angustiada por la situación que le tocó vivir. (Rolando Gallego – EscribiendoCine.com)

  • The Social Network (David Fincher – 2010)

    The Social Network (David Fincher – 2010)

    En The Social Network, Mark Zuckerberg, alumno de Harvard y genio de la programación, se sienta delante de su ordenador y empieza a desarrollar una nueva idea: TheFacebook. Lo que comenzó en la habitación de un colegio mayor pronto se convirtió en una revolucionaria red social. Seis años y 500 millones de amigos después, Zuckerberg es el billonario más joven de la historia. Pero a este joven emprendedor el éxito le trajo también complicaciones personales y legales, en especial la acusación de que robó la idea a unos estudiantes de su misma universidad, y su turbulenta relación con Eduardo Saverin, su antiguo amigo y co-fundador de Facebook.

    Mejor Guión Adaptado, Mejor Montaje y Mejor Banda Sonora en los Premios Oscar 2011
    Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Música en los Premios Globos de Oro 2011
    Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Montaje en los Premios BAFTA 2011
    Mejor Película y Mejor Guión 2010 para NBR – Asociación de Críticos Norteamericanos
    Mejor Película, Director y Guión Adaptado 2010 para la Asociación de Críticos de Chicago
    Mejor Guión Adaptado 2010 para el Sindicato de Guionistas (WGA)
    Mejor Película, Director, Guión y Música 2010 para la Asociación de Críticos de Los Angeles.
    • IMDb Rating: 7,7
    • RottenTomatoes: 96%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Reinvención es un sustantivo que siempre ha ido unido al director americano David Fincher. Con una filmografía irregular con algunos títulos de escasa repercusión cómo Alien III (1992), The Game (1997) o Panic Room (2002). Fue con su segundo film, Seven (1995), con el que estableció las bases del thriller actual y el primer reclamo del talento del director de Colorado. Con The Fight Club (1999) dejo una cinta de culto, himno de una generación que aupó un film denostado inicialmente. Zodiac (2007), redescubrió el género periodístico con una genial cinta de suspense. Su penúltimo film, The Curious Case of Benjamin Button (2008), fue el más publicitado y el que más recompensa obtuvo. Un cuento con una maravillosa primera hora que se va desinflando paulatinamente acercándose de manera peligrosa a un tópico melodrama.

    Seven y Zodiac reinventaron sus géneros y suponen dos de las citas cumbres de la última década en el séptimo arte. Con su último trabajo, Fincher lo vuelve a conseguir con una sutil obra que aborda el inicio del fenómeno comunicativo del siglo XXI. The Social Network narra los comienzos del creador de Facebook, Mark Zuckerberg, pero The Social Network es más que eso, es un retrato sobre la amistad, la incomunicación y, sobre todo, la soledad. La primera escena del film, con la conversación de Zuckerberg con su novia sobre los Finals Clubs es una muesca de la esencia del film. Todo creado con elegancia y detalle, Fincher muestra un despliegue técnico impresionante tal cómo hizo en Zodiac. Una producción al servicio del guión de  Aaron Sorkin  (The Newsroom, Charly Wilson’s War) que demuestra el por qué es el más afamado guionista del momento.

    The Social Network va creciendo a cada fotograma atrayendo al espectador y no dejándolo escapar. Los personajes están perfectamente dibujados, ayudados por las excelentes interpretaciones del elenco. Sin duda, el personaje de Andrew Garfield (Eduardo Saverin) es el que más empatía despierta, su ingenuidad contrasta con la ambición desmedida de Sean Parker (Justin Timberlake) probable desencadenante de la ruptura Saverin-Zuckerberg. Ambos intérpretes están increíbles, así como el protagonista de la historia Jesse Eisenberg (Zuckerberg). Un trío a gran altura que además está respaldado por uno de los descubrimientos del film, Armie Hammer. El joven actor interpreta a los gemelos Winklevoss en un alarde técnico de Fincher que uno sólo conoce en las lecturas post-visionado.

    La escena (que no aporta nada en la trama) de los hermanos en la competición de remo representa todas las virtudes de su director con una realización soberbia. Pequeños grandes detalles, que se unen a una fotografía (Jeff Cronenweth) y una banda sonora (Atticus Ross y Trent Reznor) casi sobresaliente como la mayoría de apartados del largometraje. El montaje, a cargo de Kirk Baxter y Angus Wall apoya la narración de doble flashback de Fincher, demostrando la madurez en el estilo del realizador americano. Fincher vuelve a innovar, en este caso el thriller empresarial, con una creación destinada a llevarse la mayoría de premios importantes del curso. La crítica se ha desecho en elogios, mostrando una unanimidad histórica. Unanimidad algo exagerada, pero que demuestra la fe en el potencial de uno de los directores del momento.

    El final es el verdadero alma del film. Un cierre sublime a un drama que retrata con realismo los días que vivimos. The Social Network se ha convertido en un clásico imprescindible, un documento sobre la sociedad actual y todas las enfermedades morales y espirituales que transmite. Fincher reescribe el género, se reinventa a sí mismo creando el Ciudadano Kane del siglo XXI. (Emilio Luna – ElAntepénultimoMohicano.com)

     

     

     

  • Silenced (Hwang Dong-hyuk – 2011)

    Silenced (Hwang Dong-hyuk – 2011)

    Silenced trata un caso real de violación y abusos sexuales ocurridos en una escuela para sordomudos en Gwangju. Un profesor recién llegado descubre el caso al lado de una activista de derechos humanos. Juntos intentarán por todos los medios dar a conocer los hechos, a pesar de que para ello deban enfrentarse al personal docente y algunos oficiales que tratan de ocultar el incidente. Basada en el best seller de la escritora Gong Ji Young,

    • IMDb Rating: 8,0
    • RottenTomatoes: 88%

    Película / Subtítulo

    El director de la genial My Father nos entrega su segundo largo en base a un best seller de suspenso basado en un caso ocurrido en la vida real, en la que un profesor novato va a una escuela alejada de Seúl especializada en niños sordos, en donde encuentra el aterrador cuadro de estudiantes violentados por sus profesores, en una autentica escuela de horror, por lo que tratará por todos los medios de salvaguardar la vida de estos infantes discapacitados.
    Silenced es dura y cruda, nos muestra personajes asqueados por la corrupción y las perversiones, una red de pedófilos en la piel de hombres de bien, frente al silencio de las victimas niños sordomudos sin familia, atacados por la pobreza y el desamparo que son presas fáciles de un sistema sucio y asqueroso, en donde, un joven profesor tiene que enfrentarles luchando no solo contra esta cara del mal si no contra la suciedad de una sociedad hipócrita.
    Yoo gong interpreta al joven profesor que cae de improviso ante una propuesta laboral en una escuela algo crepuscular y abandonada, en donde dos mellizos directores, usan la escuela de fachada para sus perversiones, al igual que los profesores, abusando de los menores, aprovechándose de su incapacidad auditiva y parlante, hasta que este personaje les hace frente y pone un alto en el abuso desproporcionado (con escenas verdaderamente gráficas y escalofriantes), enfrentándose en su segunda parte a un proceso judicial sucio y dispar, donde el dinero y el poder, son los medios para defenderse de estos monstruos con piel de ovejas.
    Silenced es un drama de suspenso poderoso que no evoca a las convenciones del género, si no que nos muestra el crimen real de tipos que no tienen escrúpulos en atacar a menores de edad en su afán de satisfacer sus perversiones, todo llevado con cruda y salvaje caracterización, donde los niños se enfrentan a papeles durísimos y que demuestran su capacidad de meterse en la piel de victimas de estos salvajes seres humanos. La película nos muestra o denuncia el abuso, nos trastoca en la cara la firmeza de las pruebas y luego nos escupe en la cara para hacernos ver las injusticias de un sistema judicial que a veces, es una absoluta aberración.
    Silenced no es una película simple por sus denuncias directas, por tratarse de un tema muy sensible como la pedofília y el abuso a menores, pero que resulta ser valiente, critica y absolutamente desconcertante, en especial, sobre la gris participación de la justicia, en el papel del verdadero detonante que lleva a la cinta al clímax, de saber que en este mundo, ésta no existe.
  • As Mil e Uma Noites (Miguel Gomes – 2015)

    As Mil e Uma Noites (Miguel Gomes – 2015)

    As Mil e Uma Noites transcurre en un país europeo en crisis, Portugal, donde un director se propone construir ficciones a partir de la miserable realidad que le rodea. Pero incapaz de encontrar sentido a su trabajo, huye de manera cobarde, dejando su lugar a la bella Sherezade. Ella necesitará ánimo y coraje para no aburrir al Rey con las tristes historias de ese país. Con el transcurrir de las noches, la inquietud deja paso a la desolación, y la desolación al encantamiento. Por eso Sherezade organiza las historias en tres entregas. Comienza así: «Oh venturoso Rey, fui conocedora de que en un triste país…». Libre adaptación de ‘Las mil y una noches’ ambientada en el Portugal de hoy, y dividida en tres películas.

    Giraldillo de Plata en el Festival de Sevilla 2015

    As Mil e Uma Noites: Volume 1, O Inquieto 

    • IMDb Rating: 7,1
    • RottenTomatoes: 97%

    Película / Subtítulo 

    As Mil e Uma Noites: Volume 2, O Desolado

    • IMDb Rating: 7,2
    • RottenTomatoes: 100%

    Película / Subtítulo

    As Mil e Uma Noites: Volume 3, O Encantado

    • IMDb Rating: 6,6
    • RottenTomatoes: 89%

    Película / Subtítulo

    Lisboa, fines de 2005. Estoy en un bar, sentado, esperando a un amigo que llega mucho más tarde de lo anunciado. Se disculpa –escuetamente, los portugueses no son gente que se disculpa mucho que digamos– y me explica que se retrasó porque fue a buscar un DVD de una película de un director nuevo que se llama Miguel Gomes y que parece que es muy buena. A Cara que Mereces se llama, la película. A los pocos días me pongo a verla y después de una brillante escena musical que le da comienzo no entiendo más nada. O entiendo algo, pero no me causa gracia. Hay muchos hombres en una casa haciendo cosas extrañas y no me parece divertido –a m amigo le hacía reír mucho- casi en ningún momento. Eso sí, la escena musical del principio era genial.

    Viendo As Mil e Uma Noites recordé mucho esa película y, especialmente, Aquele Querido Mês de Agosto, otra película que vi en Lisboa años después y que al principio me costó entender (la falta de subtítulos, admitamos, era un problema). Hay un espíritu bromista, como de comediante en el cine de Gomes, y uno tarda a veces en entender de qué va la fiesta. Pero cuando lo hace, como me pasó al volver a ver, subtitulada, Aquele Querido Mês de Agosto, uno queda subyugado por el juego que el portugués propone. Tengo la sensación que esta película tiene más que ver con esas que con Tabu, aunque la última informa –de principio a fin– la idea del cuento, de la narración narrada, del apilamiento de historias sobre historias que, mitad en broma mitad en serio, uno lo ve como ligado al cine de Mariano Llinás.

    El tríptico As Mil e Uma Noites intenta ser una sumatoria de todos esos distintos modos de hacer cine de Miguel Gomes: el bromista, el experimentador, el narrador compulsivo, el amante de la música un tanto grasa (aquí hay mil versiones de Perfidia, temas de Lionel Richie, de Carpenters y muchos más), el que procede por acumulación, el amante de las fábulas y los cuentos de hadas y el preocupado por la realidad social de su país. En ese combo masivo entran las mil y una historias que componen este filme, armado por Gomes un poco en base a historias reales contadas por personas que las vivieron durante la etapa más dura de la crisis portuguesa, de mediados de 2013 a mediados de 2014, pero tamizadas por el matiz de la ficción, o del híbrido, o eso que le gusta hacer al realizador que es una especie de “role playing”: cine como juego de niños, como fantasía de cuarto de hermanos en el que unos disfraces berretas y espadas de plástico nos transforman en piratas.

    Las historias que cuentan las tres partes en las que se divide As Mil e Uma Noites van por distintos lados: algunas son casi estrictamente documentales, otras están enmarcadas en relatos más propios de sketchs cómicos, otras empiezan como lo primero y terminan como lo segundo, de la misma manera en la que Aquele Querido Mês de Agosto pasaba casi imperceptiblemente de la “realidad” a la ficcion. Las historias –muy distintas en duración, de las brevísimas a las extremadamente largas– están narradas por Scherezade, en plan similar al de los cuentos árabes, y todas hacen eje en la crisis política y económica de Portugal, algunas en plan cómico (hay animales parlantes y trucos sexuales) y otras más dramáticas (el desempleo en un embarcadero), pero siempre con la intención de demorar al sultán (o al FMI o a las autoridades políticas, digamos) para que no aprete más el cinturón a los habitantes. El propio director hace su aparición, como ya es costumbre, intentando explicar la intención de su proyecto y, al darse cuenta que no sabe cómo hacerlo, fugándose en medio de la producción.

    La segunda parte seguirá en similar tesitura, con otras historias de la crisis en Portugal. La primera se centra en un criminal que es buscado por la policía pero admirado por los habitantes de su pueblo, aún habiendo cometido horribles asesinatos. La historia de esta especie de bandido del Oeste da paso a otra que tiene lugar en una especie de estrado público y abierto en el que se presentan los casos más raros imaginables a una jueza que no puede creer lo que ve. El último y mejor episodio, acaso más dramático, tiene que ver con un perro que pasa de dueño en dueño en un edificio tipo monoblock en un barrio pobre de Lisboa ya que nadie puede mantenerlo. Es, acaso, el más emotivo y triste de todos, aún dentro de lo absurdo de muchas de las situaciones que se presentan.

    El tercer episodio es el menos logrado, salvo por su primera parte en la que vemos finalmente una historia protagonizada por la propia Scherezade, en la que se involucra con una serie de peculiares y exóticos personajes, especialmente uno de ellos que intenta conquistarla. La segunda parte arranca con una interesante idea –un grupo de especialistas en cantos en pájaros, que participan en concursos– pero se extiende demasiado, estirando algunas buenas ideas (la idea de que la competencia sea unos silbidos dentro de jaulas tapadas dan un clima absurdo a toda la situación) más de lo necesario, si bien los personajes que la habitan son interesantes y dejan en claro que la crisis social no les ha dejado mucho más que hacer que escuchar cantar a los pájaros.

    Este episodio tiene otro pequeño problema y es la cantidad de texto en la pantalla que debe ser leído, lo que lo vuelve un poco agotador. Si bien toda la película es básicamente una larga narración (y los que no entienden el cerrado portugués de Portugal estarán obligados a pasarse leyendo las seis horas del filme), al menos en las dos primeras el tono de voz juguetón y hasta pícaro de Scherezade le da un clima que el tercero no tiene.

    Pero más allá de los problemas que la película tiene, su ambición es admirable. La idea de hacer una película que apostando a distintos géneros, al absurdo, al humor y hasta a la fiesta se atreva a poner el dedo en la llaga en la crisis portuguesa es fascinante y hasta la propia lógica desmedida de esa ambición invita a los errores y a que el proyecto en sí sea un tanto desparejo. Me es inevitable –me pasó en Tabu, lo sé– compararlo con el cine de Mariano Llinás y más a sabiendas que éste prepara también una película de seis o más horas con distintos géneros y estilos, siempre con la acumulación de aventuras y peripecias como motores centrales. No imagino que exista una competencia entre ambos a ver quien es más ambicioso, delirante y arriesgado, pero si así lo fuera los que ganamos, finalmente, somos los espectadores que creemos que el cine, aún para tratar las cuestiones más complejas, debe entenderse como una celebración, como una fiesta, como una comprobación que tanto dentro como fuera de la pantalla estamos todos vivos y queremos seguir estándolo. (Diego Lerer – Micropsia)

  • Anatomy of a Murder (Otto Preminger – 1959)

    Anatomy of a Murder (Otto Preminger – 1959)

    En Anatomy of a Murder, Frederick Manion, un teniente del ejército, asesina fríamente al presunto violador de su mujer. Ella contrata como abogado defensor a Paul Biegler, un honrado hombre de leyes. Durante el juicio se reflejarán todo tipo de emociones y pasiones, desde los celos a la rabia. Uno de los dramas judiciales más famosos de la historia del cine.

    Mejor Actor Festival de Venecia 1959

    • IMDb Rating: 8,1
    • RottenTomatoes: 100%

    Película / Subtítulo  (Calidad 1080p)

     

    Otto Preminger ya era un reconocido y consagrado cineasta para fines de los ’50 cuando se embarco en un proyecto polémico por tocar temas en pantallas explícitos en su temática sexual como nunca antes, a la vez que hacer una minuciosa critica incisiva, mordaz e inteligente al sistema jurídico norteamericano. El crimen en cuestión que remite al titulo del film es abordado en las instancias de un juicio, donde sus diversos personajes protagonistas y las circunstancias que se suceden dejan al descubierto un mensaje fuerte, amargo y real.Anatomy of a Murder forma parte del subgénero de juicios. A contramano del thriller judicial más convencional, a Preminger no le interesa en caso en sí y sus recovecos. El autor austriaco nos seduce analizando el crimen, pero finalmente se centra en sus personajes y la dudosa moralidad de estos, adentrándose en sus mundos y sus motivaciones. El guión de la película omite las escenas privadas del asesinato y se centra en las etapas del juicio. En el enfoque sobre la temática general del film es novedoso y hasta escandaloso para la época. Las figuras principales tanto como secundarias de la película están muy bien tratadas en la comprensión de sus conductas que deja al descubierto el maniobrar en los estrados de los juicios, en su más descarada expresión.

    Otto Preminger no juzga a sus personajes ni elucubra ningún tipo hipótesis acerca de la conducta ética sobre lo que narra y en la dualidad que respira el film teje su mayor virtud. No hay victimas ni victimarios, culpables ni inocentes. Nada es absoluto y la moral se ajusta a las circunstancias. Se exponen los hechos de forma cruel y cotidiana. Con inteligencia y un manejo del lenguaje cinematográfico envidiable aborda temáticas universales conflictivas para el hombre. El dilema moral que despierta la fina línea que separa la verdad de la mentira ha sido a lo largo de la historia un laberinto humano insoslayable. Dueña de un realismo descarnado, defendiendo lo indefendible: el ser humano es desnudado en sus intenciones y las consecuencias son devastadoras para todos: la mujer será castigada, el asesino puesto libre, el abogado no se saldrá con la suya y la justicia habrá sido burlada de la forma más desvergonzada.

    La dirección que plantea Preminger en Anatomy of a Murder se distingue por completo de la que por aquellos años ponía de moda Sidney Lumet, un autentico experimentado en dirigir películas de temáticas de thriller judicial. Tomando distancia de la febril y fervorosa Twelve Angry Men, este film se propone mediante un método menos teatral y artificioso, pero más recatado y natural, mostrar de manera implacable un sistema judicial evidenciado en sus propias fallas. Desde el sorprendente montaje, la cuidada fotografía en blanco y negro hasta la exquisita banda sonora de jazz que adorna el relato, prueba que Premingter era un adelantado a su época.

    El reparto lo encabezan figuras de lujo indiscutido: James Stewart, Arthuer O’Connell, George C. Scott, Ben Gazzara y Lee Ramick son un seleccionado con el que cualquier director desearía contar. Para James Stewart este representa un protagónico en las antípodas de su usual perfil bondadoso, humano y justo personificando al ciudadano norteamericano ideal. 

    Otto Preminger fue uno de los grandes realizadores del cine norteamericano. Europeo de origen, su mayor hito en Hollywood fue dirigir Laura (1944), obra cumbre del drama policial. Una década y media después se despachó con este thriller clasico referente, de su filmografía que hoy medio siglo después no ha perdido vigencia. Un perfecto ejemplo de un cineasta rotundo, preciso e incontrastable. (Maximiliano Curcio – EnClaveDeCine.com)

     

  • The Rainmaker (Francis Ford Coppola – 1997)

    The Rainmaker (Francis Ford Coppola – 1997)

    The Rainmaker es la adaptación cinematográfica de la novela del escritor de thrillers judiciales John Grisham. Rudy Baylor, un joven recién licenciado en derecho, y un veterano empleado de despacho de abogados se alían para enfrentarse a un prestigioso bufete que trabaja al servicio de una poderosa compañía médica de seguros. El caso del que se ocupan, el de un joven moribundo, irá adquiriendo dimensiones cada vez más inquietantes.

    • IMDb rating: 7.1
    • RottenTomatoes: 82%

    Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

    ¿Cuál es la diferencia entre un abogado y una puta? La puta dejará de cogerte cuando estés muerto. (Rudy Baylor)

    Basada en el popular Best Seller de John Grisham, The Rainmaker -o “Legítima Defensa” como se le conoce en varios países de habla hispana-, es de esas películas hechas sin muchas pretensiones que nunca fueron pensadas para encandilar a la audiencia cinéfila ni menos perdurar en la memoria cinematográfica de la producción americana. Luego de obras maestras como The Godfather (1972), The Conversation (1974), Apocalypse Now (1979), o Rumble Fish (1983), piezas que sin duda definen una primera etapa más autoral y libre de Coppola, The Rainmaker es una fiel representante de un segundo y aletargado momento creativo del realizador, definido por una serie de películas hechas “por encargo” de la industria hollywoodense en la década de los noventa que nunca le convencieron del todo, pero le permitieron saldar las deudas contraídas en la realización del musical One From The Heart (1982), un fiasco de audiencia que lo llevó a la quiebra con su estudio American Zoetrope.

    Esta etapa al servicio de la industria mantuvo a Francis Ford Coppola por algo más de una década creando al límite de sus posibilidades, adaptando a medida guiones poco convincentes y sacando adelante películas que sin su talento innato habrán tenido un destino mucho más incierto. The Rainmaker (1997), a pesar de ser una obra representativa de este periodo y también una de las más desapercibidas del autor, es una pieza clave que pone punto final a este momento obligado lleno de (auto) imposiciones de la industria y a su vez también marca el inicio de una larga pausa creativa de diez años. Un gran vacío en la filmografía de un director que jamás volvería a retomar su inspiración de antaño que tanto extrañaríamos en sus obras posteriores; la ambiciosa Youth Without Youth (2007) y la autorreferente e insípida Tetro (2009).

    Coppola logra extraer del Best Seller de Grisham ese “aire” de relato universal para crear un melodrama preciso, emocionante y bien equilibrado en su propuesta visual y tono dramático que se destaca también por las correctas interpretaciones del extenso elenco del cual supo sacar provecho durante todo el metraje. El clásico leit motiv del “héroe solitario que lucha contra el poder dominante” es abordado por Coppola con la sutileza de un artesano, en donde los personajes nos resultan cercanos y más aún, la batalla legal que emprende una familia pobre de Norteamérica en contra de una inescrupulosa aseguradora nos parece un reto posible porque, a fin de cuentas, esa utopía intrínseca en la trama ¿no ha sido acaso por siglos la espada de batalla de héroes, culturas y naciones?

    Rudy Baylor (Matt Damon) es un novato abogado recién salido de la escuela que por necesidad económica siempre se ha visto obligado a trabajar como mesero para costearse los estudios. De pronto se le presenta una oportunidad de trabajo junto a un viciado colega, Bruiser Stone (un escueto pero siempre elocuente Mickey Rourke), quien lo introducirá en la búsqueda de casos judiciales de los cuales sacar partido financiero. En el mismo buffet conoce a Deck Shifflet (Danny DeVito), personaje astuto y “abogado a medias” que nunca ha terminado de titularse y se convertirá en su principal compañero y consejero.

    En esta búsqueda de causas legales que le permitan el sustento, Rudy se encontrará con tres situaciones que deberá representar en paralelo. La herencia de Miss Birdie (Teresa Wright), una anciana dudosamente adinerada que le arrienda una pieza en su terreno, el caso de violencia intrafamiliar que afecta a Kelly Riker (Claire Danes), una joven hospitalizada después de haber sido golpeada por su esposo con un bate de béisbol y el juicio de Donny Ray (Johnny Whitworth), un joven que está muriendo de leucemia a quien la aseguradora Great Benefit ignora negándole reiteradamente la respectiva ayuda económica.

    La sutileza con la que Coppola aborda todo el tema judicial es impecable. Siempre con cierto desencanto latente de este sistema legal corrupto, logra plasmar en el personaje de Rudy Baylor la voz de los eternos postergados, los perdedores que aún sabiendo su condición adversa no temen enfrentar a los grandes monstruos del poder y más aún desde esa posición en desventaja que trasuntan, no abandonan su propósito por hacer valer sus derechos vulnerados. Rudy como abogado defensor de la familia Ray logra ir a juicio en contra de la aseguradora, la que evidentemente cuenta con versado equipo de abogados (liderados por un John Voight perfecto en su rol), y a primera vista su falta de experiencia le juega reiteradamente en contra, sin embargo, continúa la batalla con tenacidad abriendo los ojos a la realidad a la que estará expuesto diariamente no sólo como abogado, sino también como ciudadano.

    En paralelo, el argumento también desarrolla el estrecho vínculo de Rudy con Kelly (Claire Danes), un joven violentada físicamente a quién protege y comienza a amar muy desinteresadamente. Acá el lente de Coppola deja de lado los recursos más sentimentalistas, tan oportunos de tomar en este tipo de historias, presentándonos la tragedia de una mujer desprotegida sumida en la desesperación de la forma más frontal posible, sin recovecos exagerados y con un enfoque realista que se agradece en las situaciones más dramáticas. Tanto Damon como Danes, ambos con menos de diez filmes en el cuerpo en aquellos años, desbordan buenas actuaciones, lo que también se observa en los personajes secundarios a cargo de Virginia Madsen como la empleada despedida de la compañía por manejar información comprometedora y el juez a cargo del caso judicial en manos de Danny Glover.

    Con The Rainmaker, Coppola cierra su etapa más condescendiente con la industria cinematográfica y no sólo eso, deja de dirigir por exactos diez años. Parece imposible no preguntarse por qué escogió la novela de Grisham entre muchos otros guiones para materializar la historia del papel a la pantalla grande. En una entrevista concedida hace algunos años a un diario argentino previo al rodaje de Tetro (2009), Coppola señaló:

    “Siempre he creído que si uno se dedica apasionadamente a su trabajo, éste modifica el porvenir. Cuando hice (…) Gardens of Stone, un film que relata la pérdida de un hijo, el primer día de rodaje, mi hijo murió en un accidente. Finalmente, hice The Rainmaker, en la que un joven abogado demanda a una multinacional. ¿Qué me ocurre entonces? Gano mi juicio de 20 millones de dólares contra Warner Bros. por ruptura abusiva de contrato para una nueva versión de Pinocho”.

    Es singular como en todo arte, el “hacedor de ficciones” a veces pasa a convertirse en “hacedor de realidades”. He ahí lo que quizás pretende dejarnos esta desapercibida The Rainmaker. (Lisette Sobarzo – 35Milímetros.org)

  • Gett the trial of Viviane Amsalem (Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz – 2014)

    Gett the trial of Viviane Amsalem (Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz – 2014)

    En Gett the trial of Viviane Amsalem, Viviane está separada desde hace años de Elisha, su marido, quiere conseguir el divorcio para no convertirse en una marginada social. En Israel no existe aún el matrimonio civil; según las leyes religiosas, sólo el marido puede conceder el divorcio. Sin embargo, Elisha, se niega a hacerlo. Viviane tendrá que luchar ante el Tribunal Rabínico para lograr lo que ella considera un derecho. Así se verá inmersa en un proceso de varios años en el que la tragedia competirá con lo absurdo y absolutamente todo se pondrá en tela de juicio.

    • IMDb Rating: 7,7
    • RottenTomatoes: 100%

    Película / Subtítulo

    Si sintetizáramos la historia de Gett the Trial of Viviane Amsalem, contundente film israelí como el simple caso de divorcio entre una mujer que ha dejado de amar a su marido y un marido que se niega a concedérselo porque todavía la ama y no quiere perderla, todo sonaría muy próximo a la banalidad. Pero el caso cobra otras resonancias porque la acción se desarrolla en Israel, donde no existe el matrimonio civil y sólo se reconoce la autoridad religiosa para intervenir en cuestiones matrimoniales: el divorcio entre judíos sólo puede ser decretado por un tribunal rabínico y no puede ser autorizado por ningún juez sin contar con el consentimiento del marido. Importa poco que la mujer de este caso (un capítulo más de la trilogía sobre el tema que han llevado adelante la actriz y cineasta Ronit Elkabetz, la misma de La Mujer de mi Vida y La Visita de la Banda) y su hermano y coguionista Shlomi, ha padecido años atrapada en una unión sofocante desde que era poco más que una adolescente. El poder sigue en manos del marido y así lo reconocen no sólo los tribunales y las leyes, sino también la tradición religiosa y las normas sociales, como lo ilustra el desfile de testigos que declaran ante el paciente tribunal.

    Admirable y rigurosamente escrito y mejor interpretado (tanto por los tres o cuatro protagonistas -la pareja en litigio y sus respectivos abogados, como por el variopinto elenco de actores secundarios, que son los encargados de imponer algunas pausas humorísticas en las que se filtra al mismo tiempo bastante de la filosa visión crítica con que los realizadores hacen oír su voz), Gett the Trial of Viviane Amsalem es un tenso drama que se desarrolla casi íntegramente en el ambiente en que se escenifica el interminable juicio, prolongado por semanas, meses y hasta años a raíz de las reiteradas postergaciones que imponen las ausencias del hombre que se resiste a devolver a su pareja la libertad de unirse a un nuevo cónyuge. La sucesión de tropiezos que debe superar la protagonista en su afán por liberarse de su cautiverio es verdaderamente abrumadora, tanto como lo es el empecinamiento del esposo en seguir sacando provecho del poder que le confieren la ley y la tradición.

  • Brigde of Spies (Steven Spielberg – 2015)

    Brigde of Spies (Steven Spielberg – 2015)

    En Brigde of Spies, James Donovan, un abogado de Brooklyn se ve inesperadamente involucrado en la Guerra Fría entre su país y la URSS cuando la mismísima CIA le encarga una difícil misión: negociar la liberación de un piloto estadounidense capturado por la Unión Soviética.

    Mejor Actor de Reparto Premios Óscar 2015
    Mejor Actor de Reparto en los Premios BAFTA 2015
    Mejor Película Extranjera en los Premios David di Donatello 2015

    • IMDb rating: 7.7
    • RottenTomatoes: 91%

    Película / Subtítulo

    https://www.youtube.com/watch?v=Wo5RpUTAGTo

    Lección de civismo y cine no parecen ser dos términos que se lleven de manera del todo natural. Pero siempre hay gente como Steven Spielberg que tiene el talento suficiente –el genio, habría que decir– para hacer que esas dos cuestiones no solo puedan convivir en una película sino empujarse una a otra, de una manera a la que se me ocurriría definir como “intelectualmente propulsiva”. Sí, es una trama de espionaje internacional, pero son pocas las escenas (apenas tres, pero extraordinarias) en las que la película se hace cargo de la parte más “excitante” del género. Más bien, Brigde of Spies hace recordar más a la adaptación al cine de Tinker, Taylor, Soldier, Spy, de John Le Carré que a cualquier heredero de James Bond.

    Pero ni siquiera esa comparación le hace justicia del todo a Bridge Of Spies, ya que Spielberg no hace “una de espías” en la cual observamos solamente ese turbio, oscuro y complejo mundo durante el pleno auge de la Guerra Fría, sino que introduce un personaje –un fish out of water, en la piel de Tom Hanks– que no pertenece a ese mundo y que intenta manejarse allí adentro usando un “sistema” que excede a los espías de un lado y del otro. Llamenlo integridad, decencia, humanidad, compasión. Brigde of Spies es, más que nada, una película sobre esos valores, sobre la posibilidad de que aún en el más turbio y pantanoso mundo de la política internacional haya un espacio para “los valores” que nos hacen ciudadanos de un mismo mundo.

    Como decía antes, Brigde of Spies es –como lo era también Lincoln y varias películas suyas más, si uno las mira en detalle– una suerte de lección de civismo, la lectura política del pasado pero mirando al presente de un hombre como Spieberg que cree en la civilización, en el diálogo, en el respeto por el otro, en la inteligencia y, sobre todo, en las cosas que, más allá de las diferencias específicas, todos podemos tener en común como habitantes de una sociedad. Como Lincoln, la película cuenta también una trama de negociaciones en cuartos cerrados y oscuros para lograr algo que aporte al bien común, algo superador. En este caso, el desafío tal vez sea menor –se trata de un intercambio de espías/rehenes entre Estados Unidos y el bloque soviético–, pero los ingredientes son los mismos.

    El secreto de Spielberg es tomar la situación como una más de las historias que ha filmado. No hay diferencia de tono excesiva entre este tipo de filme y, digamos, The Terminal. Hay espacio para el humor y para la liviandad –imagino que ahí aportaron algo los hermanos Coen, que figuran como coguionistas– y para el suspenso en el modelo más clásico. Pero sobre todo –y aquí Steven es inimitable– para la emoción, para que la suerte de un pequeño grupo de personajes siendo intercambiados entre dos potencias mundiales, un hecho menor en la historia política mundial, estruje los corazones y transforme el mínimo gesto o línea de diálogo en un ataque directo pero sutil al corazón.

    Tom Hanks encarna a James Donovan, un abogado de seguros de una firma neoyorquina al que, en 1957, le dan –le encajan, habría que decir– una tarea por demás incómoda: debe defender a un detenido espía ruso (la escena/lección de cine que abre la película) en el juicio que se le hará. Le piden que haga su tarea solo para dar la apariencia de que el sistema funciona, pero nadie –ni sus jefes, ni el juez ni mucho menos la paranoica “opinión pública”– está interesado en que realmente lo defienda. Pero Donovan no puede no tomarse en serio su tarea y, pese al odio de muchos, hace todo lo posible por liberar a este hombre. Motivos tiene y lleva el caso hasta la Corte Suprema, pero en los Estados Unidos de fines de los ’50 no alcanza con ser decente o citar la Constitución.

    Lo principal, sin embargo, es la relación que establece con Rudolf Abel, el espía ruso que tan bien interpreta el británico Mark Rylance, acaso el arma secreta de este filme, un hombre que hace su trabajo bajo los mismos conceptos (inteligencia, ingenio e integridad para con su propia causa) que Donovan. No son tantos los diálogos ni las escenas que tienen juntos (uno desearía que fueran más), pero alcanzan para establecer ese lazo que se extiende a lo largo de los 140 minutos del filme y que es su corazón, lo que lo hace palpitar.

    Luego de la resolución del caso y la vuelta a la normalidad en la vida de Donovan, empieza otra película, la que se acerca más al título: a partir de su relación con el ahora encarcelado Rudolf y su supuesta habilidad en el trato con los soviéticos, en 1961 lo envían a Donovan a Berlín, en plena época de la construcción del Muro, a negociar el intercambio de Abel por un piloto norteamericano que fue detenido y acusado de espionaje por los soviéticos (segunda extraordinaria escena de suspenso y acción). De aquí en adelante comenzará otra película (acaso un tanto menos sólida que la primera en cuanto a las idas y vueltas del guión) que estará relacionada a las negociaciones de Donovan por lograr, otra vez, un poco más de lo que le piden que haga. Pero el eje es el mismo: ingenio e inventiva de abogado para sacar máximo provecho a las situaciones, sí, pero sobre todo un respeto por la integridad de la vida humana que la mayoría de los espías que operan con él en estas negociaciones no tienen.

    Brigde of Spies, pese a su temática y formato clásico, pese a transcurrir en los ’50 y los ’60, habla de hoy. Es la manera en la que Spielberg entiende que su país debe conducirse internacionalmente: no mediante la fuerza ni la presión sino a través de la negociación, el diálogo y apelando a lo mejor de unos y otros. Es una lección que funciona en muchos sentidos (solo basta pensarla en la Argentina de hoy, en la que el respeto por el otro no es moneda corriente) y que Spielberg logra transformar en atrapantes confrontaciones que son puro cine, que jamás ceden ante la tentación de la simple “bajada de línea”. Sí, es cierto, las hay. Pero –como en Schindler’s List, otro filme sobre un negociador que intenta salvar vidas humanas– esas “lecciones” humanistas están inteligentemente ensambladas con las peripecias dramáticas de los protagonistas. Cada decisión ética está ligada a un disparador narrativo cuyas consecuencias son imprevisibles, lo cual vuelve a Bridge Of Spies un relato de suspenso hecho y derecho más allá de su tono, si se quiere, calmo y pausado.

    Hanks vuelve a estar perfecto como el everyman americano, esa suerte de representación de valores acaso perdidos u olvidados pero que el cine –desde los tiempos de Capra, Ford y otros– mantiene vivos en el imaginario tal vez más que en la realidad. Es la clase de tipo que cree y cita la Constitución, el que no dirá a su familia en los problemas que se ha metido porque prefiere ser discreto y no asustarlos, y el que enfrentará las situaciones más difíciles con la integridad del “hombre de pie”, el tipo que prefiere romperse antes que doblarse y que se mantendrá apegado a sus principios civiles hasta el final, cueste lo que cueste.

    Algo similar pasa con Abel, al que Rylance encarna como una suerte de eco, espejo y doble del personaje de Hanks (ver sino la brillante escena inicial): un hombre de principios que sostiene su integridad ante cualquier circunstancia. Acaso algunos personajes que sobre el final cobran más relevancia (los americanos que Donovan tiene que intercambiar, por ejemplo) queden un poco desdibujados en la narrativa de Bridge Of Spies, pero es en un punto entendible. El eje que Spielberg construye es entre Donovan y Abel, y el resto de los personajes cumple una función narrativa un tanto menor en relación a ellos.

    Sobrio, elegante, clásico, inteligente, atrapante, Brigde of Spies es un filme hecho por adultos y para adultos, pero con alguien al mando que no perdió del todo la mirada un tanto infantil (naive o inocente) de cómo debería funcionar el mundo… y el cine. Un poco como la reciente Crimson Peak, es una película que parece salir de otra época, una en la que los personajes y las historias se profundizaban a lo largo del tiempo produciendo los suficientes shocks de adrenalina al espectador como para mantenerlos en vilo pero sin olvidar que, más allá de esoss hitchcockianos McGuffins, la verdadera historia, los verdaderos temas, estaban en otra parte. Son dos películas si se quiere un tanto retro hechas por cineastas considerados como autores de cine masivo y popular y que se ubican entre lo mejor del año apostando por apartarse mucho de los modelos cinematográficos de esta década. Eso, en algún punto, debería hacer reflexionar al espectador acerca de los dudosos caminos del cine contemporáneo. (Diego Lerer – Micropsia.com)