Categoría: Antonio Campos

  • The Devil All the Time (Antonio Campos – 2020)

    The Devil All the Time (Antonio Campos – 2020)

    The Devil All the Time trata sobre Willard Russell, quien, desesperado por salvar a su mujer, convierte sus oraciones en un sacrificio. Las acciones de Russel llevan a su hijo Arvin a pasar de ser un niño que sufre abusos en el instituto a convertirse en un hombre que sabe cuándo y cómo ha de pasar a la acción. Los acontecimientos que se dan lugar en Knockemstiff (Ohio) desatan una tormenta de fe, violencia y redención que se desarrolla a lo largo de dos décadas.

    • IMDb Rating: 7,2
    • Rotten Tomatoes: 65%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Cualquiera que haya visto alguna de las películas previas de Antonio Campos como Afterschool, Simon Killer o Christine sabrá que poner en sus manos una novela violenta del llamado género «gótico sureño» (en este caso será más un «gótico de los Apalaches», geográficamente hablando) es, prácticamente, llamar a una carnicería y pedir todo lo que tienen en stock. Las formas y motivos de la violencia corren por las venas de este realizador neoyorquino de ascendencia brasileña. Y esta historia policial de hillbillies que mezcla guerra, religión, asesinos seriales, violaciones y otras yerbas del folkore semirural le presentaba una oportunidad servida para explayarse en su forma metódica de acercarse a los misterios que llevan a la gente a cometer los crímenes más horrendos.

    Editada en 2011, The Devil All the Time fue la primera novela de Donald Ray Pollock, un obrero y camionero que la publicó cuando ya rondaba los 57 años, tras el éxito de una colección de cuentos y algunos trabajos como periodista. El propio Pollock funciona aquí como narrador omnisciente y va entrelazando las distintas historias y tiempos que se cruzan en el film que abarca el período que va de la Segunda Guerra Mundial al inicio de la Guerra de Vietnam y que transcurre entre dos áreas ubicadas a cientos de kilómetros una de la otra: Coal Creek, West Virginia y Knockemstiff, Ohio (sí, es un pueblo que existe, es donde Pollock vivió muchos años y su nombre es traducible como «dejalos tiesos»), conectadas por una casual combinación de historias.

    Inicialmente el protagonista parece ser Willard (Bill Skarsgard), un soldado que vuelve de la guerra tras vivir traumáticas experiencias allí. En camino a su hogar en Coal Creek, el bus que lo trae de regreso se detiene en el pueblo de Meade, Ohio, y allí conoce y se enamora de Charlotte (Haley Bennett), la mesera de un bar. Con ella terminará casándose, estableciéndose en el cercano y aún más pequeño pueblo de Knockemstiff y teniendo un hijo, Arvin (de grande interpretado por Tom Holland). Pero las cosas a ellos no les saldrán bien y Arvin, todavía siendo niño, se irá a vivir a lo de su abuela en Coal Creek. En paralelo, el film nos presenta a la extraña dupla que componen Carl y Sandy Henderson (Jason Clarke y Riley Keough) que tienen el hábito de levantar gente que hace dedo con su auto y hacer con ellos, bueno, ya verán qué…

    El grueso de la historia –que es bastante más complicada de lo que resumí y que incluye pastores religiosos, huérfanas abandonadas, bizarros crímenes sexuales y hasta potentes picaduras de abejas– arranca pasados los 40 minutos y está ligado a la vida de Arvin en Coal Creek. El es un joven serio y callado que ha sufrido algunas experiencias traumáticas y que vive con su abuela y con la pequeña Lenora (Eliza Scanlen), a la que llama medio-hermana y a la que cuida de los bullies de la escuela que la maltratan todo el tiempo. Lenora es muy tímida y pone toda su atención en la religión. Pero a la iglesia local llegará un nuevo y bastante particular pastor (interpretado por Robert Pattinson) que quizás sea más peligroso que los que se burlan de ella en la secundaria.

    En un clima tan negro como denso, en el que las muertes inesperadas (asesinatos, suicidios, enfermedades, entre los varios cortes que hay en esta carnicería) se suceden una tras otra, Arvin funciona en cierto modo como un «ángel vengador», alguien que utiliza los mismos mecanismos violentos con los que ha convivido toda su vida pero con la intención de poner las cosas en lo que él cree que es «un cierto orden». Pero nada será fácil y todo se complicará aún más cuando las dos patas del relato se unan en esas literales rutas de la muerte que son las que unen al pueblo de Ohio con el de West Virginia.

    Con un elenco descomunal, en muchos casos en roles menores (además de los mencionados actúan Mia Wasikowska, Sebastian Stan, Tim Blake Nelson y más), The Devil All the Time es, como dice el título, un recorrido por un universo donde el Mal parece desatado y en el que el sexo, la religión y la muerte suelen funcionar en tándem. En ese sentido, los Henderson –fundamentalmente Carl, personificado por ese especialista del Mal que es Clarke– y el predicador, que interpreta de un modo un tanto desaforado Patterson, funcionan como lo más parecido a la encarnación pura de ese terror instalado tanto desde las instituciones como desde la propia comunidad. Al faltarle quizás tiempo para definir mejor a esos y otros personajes –la adaptación parece ser tan fiel que bien podría haber sido una miniserie para poder incorporar todo–, Campos no logra, o ni siquiera trata, de identificar las razones específicas de esos comportamientos sino que los transforma directamente en una especie de representantes del Diablo sobre la Tierra.

    Lo que permite que la película tenga cierta respiración y un mínimo enganche emocional para el espectador, entre tantos seres despreciables y en medio de lo que parece ser un catálogo de infortunios, es el personaje de Arvin quien, de un modo similar al de Travis Bickle en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), intenta utilizar esos mismos condicionamientos y agresividad para, cree él, resolver las cosas. La película se mueve en un escenario propio de una novela de Cormac McCarthy con algo de las de Jim Thompson. Y si bien Campos se acerca a ese material de una manera más directa, narrativamente hablando, que en sus más líricas películas anteriores, de todos modos conserva un cierto espíritu poético ligado a la Norteamérica profunda que uno podría comparar con el de las primeras películas de Terrence Malick, especialmente Badlands.

    La película sufre de una serie de extraños problemas narrativos y de otras raras elecciones de casting. En el primer caso, algunas decisiones del uso de los tiempos complican la fluidez de la primera parte del relato y algo similar pasa con la manera en la que Campos va y viene entre las dos subtramas principales. Y, en el otro caso, si bien Holland y Pattinson son muy buenos actores –curiosamente, la mayor parte del elenco no es estadounidense, incluyéndolos– tengo la impresión que no son del todo correctos para sus papeles. Con su gorrita de béisbol a cuestas, Holland raramente da como un perturbado joven de la época y la personificación de Pattinson del pastor es, por decirlo discretamente, bastante bizarra, como si el actor estuviese entrando en un período «Johnny Depp» de la composición de personajes. Pero es claro que una rivalidad entre, ejem, Spider-Man y Batman vende más que poner a actores menos taquilleros.

    Hay un arma (una Luger 9 mm. alemana) que recorre toda la película marcando su presencia en muchos de sus momentos más duros o emblemáticos. Es un arma que trae Willard de la guerra (dice la leyenda que es que es la que usó Hitler para suicidarse) y que él le pasa a su hijo Arvin, trazando de esa manera una linea directa en lo que tiene que ver con lo que podríamos definir como «la historia de la violencia» que atraviesa la película. La leyenda es claramente falsa, pero sirve aquí como metáfora para englobar esta violenta etapa de entreguerras. Si a eso se le suma el problemático rol que tiene la religión a lo largo de la trama, no es difícil entender por dónde pasan las claves temáticas para entender a lo que quiere llegar la película.

    Pese a sus problemas y su extensa duración de casi 140 minutos, The Devil All the Time resulta una propuesta innegablemente magnética, especialmente para quienes nos fascina este tipo de escenarios desolados y personajes problemáticos de esta zona de los Apalaches, esos pueblos en los que solo parece haber una iglesia, una cafetería, un bar, una gasolinera y cientos de armas. Campos tiene un muy buen ojo para la composición visual y la película –rodada en 35 mm.– se ve increíblemente bien. La banda sonora es también notable en su uso de raros temas de música country, gospel y pop de los ’50 y ’60, lo cual ayuda a darle a la película la impresión de ser una especie de objeto encontrado de otra época, en una zona intermedia entre el mundo de La Noche del Cazador y películas de los ’70 como La Violencia está entre Nosotros, título que obviamente también le quedaría perfecto a esta negrísima historia del Mal. (Diego Lerer – micropsiacine.com)

  • Christine (Antonio Campos – 2016)

    Christine (Antonio Campos – 2016)

    Christine es la historia real de una mujer que se encuentra a sí misma cayendo en una espiral de crisis entre su vida personal y su carrera. Ella siempre ha sido la persona más inteligente del lugar en la estación de noticias de Saratosa, Florida, donde se siente destinada a hacer cosas más grandes y es implacable en su búsqueda de una posición en el aire en un mercado mayor. Como aspirante a mujer de noticias, siempre con los ojos abiertos e interesada en la justicia social, se encuentra a sí misma constantemente chocando con su jefe, empeñado en reconducirla a historias más jugosas para televisión. Plagada de dudas y con una vida familiar tumultuosa, Christine alimenta esperanzas en su creciente amistad con su compañero, lo que se convierte en otro amor fallido. Desilusionada con un mundo que siempre le cierra las puertas, Christine toma un oscuro y sorprendente giro.

    • IMDb Rating: 7,0
    • RottenTomatoes: 87%

    Película / Subtítulos (720p)

     

    Cualquier guión que se precie trabaja a fondo dos preguntas: qué y cómo. Una es imprescindible en la primera visión, la otra justifica una o sucesivas revisiones. El desenlace de Christine conduce a un estado de perplejidad semejante al que dejaba Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1954). Finalizado el filme de Roberto Rossellini quedaba la pulsión de volver al principio. Tras una catarsis inesperada, no podíamos dejar de interrogar su origen. Ese abrazo que une a los viejos amantes, tan emocionante que cuestiona todo el odio vertido, ¿de dónde brota? El deseo de reinicio opera de forma distinta en Christine. Esta vez nuestro shock es tan fuerte que enseguida intuimos que todo lo presenciado anteriormente no puede ser más que una preparación, un conjunto de secuencias que desembocan en ese instante a primera vista inasumible. Y el caso es que, al volver sobre ella en busca de respuestas, descubrimos atónitos que la película nos estaba esperando. El primer plano ya es un guiño: una bobina girando. ¿Rebobinando, quizá? Y… ¡sorprendente! Las primeras palabras que suenan, que emite la protagonista, son: «…y estamos de vuelta.» Antes de ver directamente a Christine, recibimos su imagen prisionera, encajonada en un televisor. Pasado por el filtro catódico, su hermoso rostro queda blanquecino, cerúleo incluso. Sutil o subrepticiamente, estas imágenes de presentación expresan a su vez que la protagonista emerge, vuelve para cuestionar su desorden, para que asimilemos su lógica. Cada una de sus acciones forma parte de ese aprendizaje recibido que le lleva a tomar semejante decisión. Y en este ejercicio de relectura nos fijamos que el personaje empieza señalando un vacío. Cuando creemos, tal y como muestra el monitor, que Christine está entrevistando al presidente Nixon, situado supuestamente fuera de plano, éste se abre y revela que la silla del invitado está desierta. En medio de un plató de televisión, la protagonista ya nos está indicando el lugar del fantasma. Anuncia a su modo un relato que parte de un punto donde ya no se es. O, mejor dicho, un lugar donde sólo cabría existir como imagen.

    Pero una imagen no es una identidad. Esa mirada sostenida a cámara del telediario no identifica a su locutor. Ningún telespectador que viera en 1974 a la presentadora de informativos Christine Chubbuck podía si quiera imaginar su gesto. Ese azote terrorista que propinó aquel 15 de julio fue una respuesta radical a su impotencia, al tiempo que un aviso amargo contra un medio de comunicación vendido a la tiranía de las masas, obsesionado con las cifras de audiencia. Una televisión que explota incesantemente imágenes y fabrica con ellas impacto, a costa de reducir la vida a escombros de banalidad. En La Société du Spectacle (1967), Guy Debord ya advertía que cuando la televisión deviene en espectáculo, se desdibujan los límites del yo y del mundo. Por eso Antonio Campos, al abordar una de sus víctimas, construye un retrato que la desplaza constantemente del centro. Tanto para el cineasta como para una soberbia Rebecca Hall, la verdadera Christine se halla en el fuera de campo de la imagen. Dentro sólo es pura tensión. Como dice el locutor líder, su adorado George, delante de las cámaras, cuando estamos en el aire, «es como si todos tuviéramos diferentes versiones de nosotros mismos compitiendo para llegar al verdadero». Una lucha interna que persiste en Christine. Su psicología responde a la figura del oxímoron, es decir, expresa una característica y su contrario. Es dura y frágil, reservada y explosiva, torpe y ambiciosa, impaciente y calculadora, triste y feliz. Su pensamiento tampoco parece lineal: en su cuaderno personal, anota y avanza; retrocede, subraya y tacha. No resulta raro que, como Holly Hunter en Broadcast News (Al filo de la noticia, 1987), se le ocurra alterar el montaje de un vídeo tres minutos antes de dar la noticia. Ni que, ante tanta contradicción, acabe saliendo de sí misma y acuda a la llamada del exterior, como hace la protagonista de un filme que contempla, Carnival of Souls (1962). Empeñada en impresionar con un reportaje y obtener un ascenso, sale a cazar el espectáculo más grande de todos: ¡la vida!, como decía Albert Brooks en Real life (1978). Pero no nos equivoquemos, aunque estén presentes, Christine no es la suma de todos estos referentes. Acoger las palabras de otros y considerar las opiniones ajenas, activa en su caso el impulso de anularse. Una tendencia más bien paranoica la conduce a reafirmarse en su negación. Pero… ¿cuál es esa imagen de partida que ella rechaza?

    En una secuencia, un reproche banal se traduce en una crisis nerviosa. Christine exige unas flores reales para la mesa del plató y acto seguido se retira a llorar. Más que el motivo de su llanto, que entendemos por el curso de la trama, nos inquieta ese elemento activador. ¿Por qué unas flores? ¿Cuál es su relevancia dramática? En los títulos de crédito, su nombre, el título de este filme, se coloca encima de un ramo artificial. Como ese elemento decorativo, Christine se siente prescindible, accesoria, condenada a la no desfloración y la imposibilidad de crecer. Es el símbolo de ese amor que espera, de su maternidad frustrada, de un statu quo perenne. La heroína toma conciencia de que apenas avanza mientras todo el mundo progresa: el dueño de la emisora pacta con un magnate, George asciende, la auxiliar despunta, su madre relanza su vida sentimental… Por eso su itinerario vital no brilla y transcurre en lugares donde ni tan siquiera hay focos: los pasillos de la emisora, un despacho, un coche, una clínica, la comisaría, una tienda, un restaurante, su dormitorio… La auténtica Christine, la que quisiera ser, se ensaya a sí misma en un hospital para niños. Allí se coloca curiosamente detrás de un monitor de cartón, una televisión falsa desde el que proyecta un teatrito de marionetas. Pero más que distraerles, se confiesa. Les dice, se dice: «Sé audaz, sé valiente». Una postura que define esencialmente no sólo a Christine Chubbuck sino a un director de cine como Antonio Campos. Su escritura desnuda le coloca siempre en las antípodas de una dramatización afectada. Pero aquí su empeño sabe a milagro. Llegados a su desenlace, sentimos por un momento que este filme nos mira, sabe de nosotros, tiene en cuenta nuestra presencia al otro lado del espejo. Y por eso mismo apunta violentamente tambaleando nuestra pasividad de espectador, esa responsabilidad moral de nuestra mirada que el medio televisivo suele ignorar. Decía Pasolini que la televisión no hace otra cosa que mercantilizarnos y alienarnos, que se muestra incapaz de construir algo sincero. No hace falta bombardear la pantalla, ni seducir retinas a golpe de escándalo. Se puede lograr, como diría Godard, con una imagen justa. O justamente sin imagen. A Christine le han bastado unas palabras de Nixon. Así es. Cuando está a punto de expirar la proyección, escuchamos su discurso en un programa de televisión. E inmediatamente, cuando vemos que la cámara se desplaza evitando el monitor, percibimos que apenas importa ese rumor y que, pese a su posición, no es digno de clausurar el relato. Sólo entonces se revela el verdadero contraplano de la primera imagen del metraje. Efectivamente, ese interlocutor fantasma que invocaba Christine, con el que siempre quiso mantener un diálogo, no se encontraba en ningún plató. Éramos nosotros. (Daniel Gascó García – ElAntepenúltimoMohicano.com)