Betty se refugia en la bebida tras ser abandonada por su marido. Después de una tarde de borrachera acude a un restaurante para refugiarse de la lluvia, y allí conoce a una burguesa llamada Laure. Betty, debido a su embriaguez pierde el conocimiento, y su nueva amiga la lleva a su hotel donde las dos hablan de sus desafortunadas vidas.
La elección del tema, la selección de la película a comentar en estas líneas y la búsqueda depalabras que encajen, no siempre es una tarea fácil —casi nunca lo es—. En muchas ocasiones, la ingente cantidad de cintas interesantes que aún nos faltan por reseñar nos hace sentir vértigo a la hora de decidirnos por una de ellas; en otras, es la nula inspiración para dedicar unas palabras al filme elegido lo que nos deja bloqueados. Para ambos problemas siempre acudimos a la misma solución: pedimos ayuda a John Ford o a Claude Chabrol. Ellos, nuestros directores preferidos, nunca nos defraudan. En esta ocasión, es el directo galo el que viene al rescate.
Betty es una de las películas menos conocidas, en absoluto menor, de la extensa filmografía del realizador de la Nouvelle Vague. Correspondiente a su última etapa, el largometraje es una adaptación libre de la novela homónima de Georges Simenon (no es la primera versión que hace Chabrol de un libro del creador del inspector Maigret). El director francés hace uno de sus retratos femeninos característicos: Betty (Marie Trintignant) acaba de ser forzada a separarse de Guy y a abandonar a sus dos hijas pequeñas tras haber sido expulsada del seno de una familia burguesa tradicional de Lyon. Sus continuos adulterios, consecuencia de la rígida, controlada y aburrida existencia, han sido la causa del repudio por parte de su marido y de su suegra. Entregada a la bebida y medio desahuciada, Betty es recogida en el bar de Mario (Jean-Francois Garreaud) por Laure (Stephane Audran), la amante del dueño. A partir de aquí, la trama se desarrolla a base de confesiones entre Laure y Betty acerca de la vida de las dos mujeres. Con insertos y flashbacks, entre whisky y whisky, el espectador va descubriendo la historia de Betty desde su encuentro con Guy hasta la separación.
Chabrol se enfrenta a esos saltos en el tiempo con maestría: en primer lugar, nunca son definitivos, el realizador los presenta de forma progresiva y los relaciona con el desarrollo lineal de la trama cuando la voz en off de Stephane Audran suena en el presente, mientras la pantalla muestra la acción en el pasado. En segundo lugar, los vuelve a reproducir dentro del mismo flashback cuando Betty cuenta sus amargas experiencias a su amante, en el tiempo pretérito, de la misma forma que lo hace con Laure en la actualidad.
En el aspecto técnico, para abordar este argumento y profundizar en los sentimientos de las dos protagonistas, Chabrol se decide por una cámara intimista que condiciona la narrativa y la puesta en escena. Los primeros planos de Betty, y los de Stephane Audran —la primera musa de Chabrol— destacan por su insistencia y, aunque están muy bien rodados, se echan de menos los movimientos del objetivo tan personal de Chabrol. Apenas un desplazamiento elegante de cámara, cuando Guy y Betty se prometen, o unos planos detalle de las manos de los novios o de la propia Betty rascándose nerviosa tras la separación, nos recuerda quién está detrás dirigiendo.
Es en el último tercio, al desencadenarse el conflicto entre las dos mujeres, que recuerda ligeramente a Les Biches, por lo que tiene de suplantación de personalidades, es en ese momento, decimos, cuando el realizador muestra su sello característico, al que nos tenía acostumbrado: el objetivo se aleja, los personajes hablan tras los cristales y Chabrol observa en contrapicado como sufre una engañada Stephane Audran. La magnífica actriz —no se nos ocurre otro adjetivo— se muestra como en Le Boucher, desdramatizada exteriormente, pero en ebullición en su interior y abocada a la tragedia.
En las películas de Chabrol, aparte de su oficio, siempre hay que esperar alguna genialidad. En este caso es el uso que hace de la metáfora del acuario como ciclo existencial —donde viven y mueren los peces— lo que eleva el nivel de la cinta: Chabrol enseña el estanque en el arranque; en el desarrollo, incluyendo el reemplazo de algunos animales que han perecido en sus aguas; y en el final: cuando el director rueda a través del acuario y da la sensación de que Betty se sumerge en él. La joven vuelve al circuito de la vida después de haberle usurpado a Laure —que se queda fuera— la suya. Así es como cierra Chabrol este estupendo filme, con una escena que presumimos será la que nos quede grabada en la memoria para recordar a Betty. (ElBlogDeEthan.blogspot.com)
En Death Becomes Her la actriz Madeline Ashton le «roba» el prometido, el cirujano plástico Ernest Menville, a su amiga Helen y se casa con él. Siete años después, Madeline solo vive por y para su físico, Helen tiene sobrepeso y depresión, y Ernest es un borracho y maquilla cadáveres. Pasan otros siete años, Helen ha escrito un libro y, para sorpresa y horror de Madeline, está delgada y guapa por lo que la actriz teme que intente robarle a Ernest, así que acude a una moderna bruja que le proporciona un elixir que le hace recuperar la juventud pero que tiene otros efectos.
Mejores Efectos Especiales en los Premios Oscar 1992
Mejores Efectos Especiales en los Premios BAFTA 1992
La película es realmente una parodia. Parodia un estilo de vida de una forma al límite. La cuestión es que los hijos del baby boom son la primera generación de la historia en ser bombardeados por imágenes de perfección y juventud. Lo han visto toda su vida en la televisión y en los anuncios. Inconscientemente hemos sido condicionados. La gente está desesperada por parar el proceso de envejecimiento.
Si hay algo que la anterior cita de Robert Zemeckis deja perfectamente claro es que Death Becomes Her es una cinta que no debería ser tomada en serio desde su comienzo hasta, sobre todo, su final, teniendo que considerarse a sus 104 minutos de metraje como una suerte de macabra continuación en imagen real de los patrones que llevaron al director a incursionar en el mundo de la animación con su Who Framed Roger Rabbit, un filme con el que éste que hoy nos ocupa guarda no pocas concomitancias.
Pero el hecho de no poder ser tomada en serio no es suficiente óbice para que Death Becomes Her siempre haya tenido la consideración de ser una de las peores películas de la filmografía de Robert Zemeckis, una consideración que compartí la primera vez que la vi en cine a principios de los noventa y que los dos visionados llevados a cabo en los veinte años que han transcurrido desde entonces no han hecho más que acrecentar, por más que uno tenga en cuenta las circunstancias que llevaron al cineasta a decantarse por la filmación del guión escrito por Martin Donovan y David Koepp tras el año sabático que se tomó a la finalización de Back to the Future Part III.
Y es que tras una década asociado a dos nombres fundamentales para entender su cine, los de Spielberg y Bob Gale, Zemeckis decidió que ya era hora de escindirse de ambos y comenzar a explorar territorios que para nada estuvieran influidos por su compañero de fatigas desde I Wanna Hold Your Hand o por aquél del que siempre se la ha considerado como alumno aventajado. Y para ello nada mejor que aceptar la propuesta de la Universal de filmar un libreto con el que la major pretendía recuperar al director que tantos beneficios había reportado a sus arcas con la trilogía de viajes en el tiempo.
Historia sobre la búsqueda de la eterna juventud insertada en el ámbito de la hipocresía de Hollywood, Death Becomes Her contaba con 55 millones de dólares para respaldar la seriedad de la apuesta de la Universal, así como con una terna de intérpretes cuya probada solidez debería haber sido más que suficiente para conseguir lo que finalmente no fue posible, que la cinta funcionara en la taquilla estadounidense, en la que sólo llegó a recabar 58 millones, unos ingresos que exponían el mal funcionamiento de una historia poco convincente cuyo exagerado tono paródico terminaba por jugar en contra de los anhelos comerciales de sus responsables.
Como decía, el que la producción pudiera contar con Bruce Willis, Meryl Streep y Goldie Hawn —amen de Isabella Rosellini— parecía garante más que suficiente para hacer funcionar las cajas de los cines, máxime si tenemos en cuenta que la cinta permitía ver a los dos primeros en papeles muy alejados a aquellos a los que nos tenían acostumbrados hasta entonces, con un Willis encarnando a un apocado y patético cirujano plástico para nada relacionado con su John McClane y una Streep a la que el cambio del drama —su medio natural— a la comedia no podía sentar mejor, siendo la actriz la que anima la función con su papel de Madeleine, una estrella roba hombres que pagará muy caro el haberle quitado el novio a su «amiga» Helen, una vengativa Goldie Hawn muy en la línea de lo que siempre ha interpretado la pareja de Kurt Russell.
Pero los nombres del trío, la siempre espléndida puesta en escena de Zemeckis —si hay algo en lo que el cine del realizador nunca defrauda es en sus modos narrativos, en el ritmo que sabe imprimirle a sus historias cuando así lo necesitan y en la claridad con la que lo expone todo— y la espectacularidad de los efectos visuales de la cinta, que fueron justamente premiados con el correspondiente Oscar, no son capaces de ocultar el episódico y deshilvanado talante de un guión que trata a la desesperada de devenir en un vehículo simpático capaz de provocar la risa, fallando estrepitosamente en éste último ámbito.
Por más que haya que calificarla como comedia —muy negra, eso sí— Death Becomes Her no resulta graciosa en un 90% de su metraje, siendo divertida sólo a ratos y guardando sus momentos de mayor efectividad para aquellas secuencias en las que, como apuntaba al comienzo de la entrada, la cinta se acerca al mundo cartoon de Roger Rabbit, con exageraciones imposibles que aquí se trasladan de los personajes animados a dos de los de carne y hueso que protagonizan la trama, alcanzando el metraje el grado de mayor paroxismo en este sentido en su esperpéntico plano final; una imagen que resume a la perfección las intenciones paródicas de guionistas y director pero que, personalmente, es la gota que colma el vaso de lo poco que la cinta convence a este redactor.
Por cierto, por si alguien se está preguntando a qué corresponde ese reducido 10% de gracia que alberga el filme que recuerde cierta escena en la que Sidney Pollack, enfundado en una bata de médico —en uno de esos cameos que tanto gustaba de hacer el fallecido cineasta—, intenta dilucidar cómo diantres sigue viva Madeleine…sin lugar a dudas, el mejor gag de toda la cinta y el único digno de recordar de una película del montón que, paradójicamente, servía como antesala a una de las obras maestras de Robert Zemeckis. (Sergio Benítez – Espinof.com)
En The Crying Game la organización terrorista IRA secuestra a Jody, un soldado británico. Durante su confinamiento, el prisionero entabla amistad con Fergus, uno de los terroristas. Jody le pide a Fergus que le prometa que, si no sale vivo del cautiverio, vaya a ver a su novia, Dil, que vive en Londres.
Mejor Guión Original en los Premios Oscar 1992
Mejor Film Británico en los Premios BAFTA 1992
Mejor Película Extranjera en los Premios Independent Spirit 1992
Mejor Actor Novel 1992 para la National Board of Review (NBR)
Incluso en la mejor etapa de su carrera, aquella inicial correspondiente a sus obras más reveladoras y sorprendentes, Neil Jordan fue fiel a su eclecticismo todo terreno de siempre y entregó películas muy interesantes, como por ejemplo En The Company of Wolves, y Mona Lisa, a la par de otras varias realizaciones que resultaron bastante fallidas o fueron malinterpretadas en su momento por crítica y público, en línea con las muy personales Angel y The Miracle, y las infaltables aventuras hollywoodenses agridulces, High Spirits, y We’re No Angels. En este sentido el monumental éxito internacional -y sumamente escalonado- de The Crying Game, indudablemente su obra maestra, le sirvió para terminar de acomodarse en ese mainstream anglosajón en el que brillaría con epopeyas como Interview with the Vampire, Michael Collins, The Butcher Boy, The End of the Affair, Breakfast on Pluto, y The Brave One, todos trabajos en los que se le permitió seguir jugando con las convenciones de los géneros establecidos mientras construía odas a aquellos queridos marginados que abrazaban algún tipo de “deformidad” social, ya sea vinculada con la violencia, el sexo, el masoquismo existencial, la militancia, la locura o una fantasía estrechamente hermanada a los cuentos de hadas de índole bien macabra, otra de sus grandes obsesiones como puede verse en la citada En The Company of Wolves o en las posteriores Ondine, y Byzantium, amén de las referencias al rubro de Interview with the Vampire y The Butcher Boy.
En The Crying Game Jordan no se anda precisamente con muchas metáforas en su pretensión de fondo de homologar el terrorismo político del Ejército Republicano Irlandés (IRA) con el terrorismo sexual dentro del marco de las siempre conservadoras comunidades occidentales, léase en esta ocasión el travestismo, y finalmente el terrorismo narrativo en lo que atañe al tono y la misma estructura del relato, ahora pasando de manera magistral del thriller testimonial/ político/ bélico de la primera mitad del metraje al melodrama romántico de identidades cruzadas en metamorfosis, ya durante la segunda parte de la faena retórica. La propuesta adopta este insólito enfoque para analizar en simultáneo por un lado el conflicto norirlandés o “The Troubles”/ Los Problemas, esas tres décadas de violencia entre 1968 y 1998 entre los nacionalistas católicos que pretendían la independencia de Irlanda del Norte del Reino Unido, los unionistas protestantes que querían seguir bajo el mandato inglés y finalmente las tropas de ocupación británicas que se la pasaban reprimiendo a los republicanos con crueles tácticas de contrainsurgencia como las torturas, los fusilamientos sumarios y las razzias permanentes, y por el otro lado el límite individual de cada sujeto en el que una orientación psicológica/ sexual supuestamente estanca entra en crisis o en el que simplemente se va construyendo otro perfil en cuanto a las características caprichosas que se buscan en la pareja o en el comportamiento propio, aquí enfatizando que el amor resulta insondable y puede sorprender a más de uno. Todo empieza con el secuestro de un soldado británico, Jody (Forest Whitaker), por parte de una célula de militantes del IRA encabezada por Maguire (Adrian Dunbar) e integrada además por Fergus (Stephen Rea), Jude (Miranda Richardson), Tinker (Breffni McKenna) y Eddie (Joe Savino), los cofrades áridos de turno.
Es Jude la que atrae a la presa y Fergus el principal encargado de vigilar a Jody a lo largo de horas y horas que derivan en conversaciones cordiales entre ambos hombres, todo con el objetivo manifiesto de exigirle a las autoridades estatales que liberen a un prisionero del IRA que retienen y que están torturando en interrogatorios. El plazo de tres días comienza a acabarse y la desesperación del cautivo se acrecienta, por ello le pide a Fergus que luego de su muerte vaya a ver a su pareja, Dil (Jaye Davidson), a la peluquería londinense donde trabaja y la lleve a beber un cóctel margarita en un pub llamado The Metro para decirle que el hombre en sus últimos momentos de vida pensaba en ella y la amaba. Llega el momento del fusilamiento porque el gobierno norirlandés y sus socios ingleses no cumplen con la demanda, el vigía es asignado a la tarea y durante la faena Jody sale corriendo de golpe y termina atropellado por uno de los vehículos de la infantería británica, quienes se enteran del escondite campestre del IRA gracias a los interrogatorios sobre el otro rehén tácito. Tinker y Eddie mueren acribillados por las ráfagas de ametralladoras de un helicóptero y Maguire y Jude logran escapar, con Fergus cortándose solo y consiguiendo llegar a Londres en un barco ganadero vía un amigo de confianza, Tommy (Birdy Sweeney). Entre un flamante trabajo de albañil en una obra en construcción y la curiosidad que despierta esa tal Dil por la que Jody mostraba tanta devoción, mezclada con culpa por haber caído en la red de la arpía manipuladora de Jude, Fergus adopta el mote de Jimmy, se lanza a conquistarla y de hecho se enamora aunque luego descubre que es un travesti, situación que se complica porque Maguire y Jude reaparecen para obligarlo a participar en una clara misión suicida, lo que lleva al ex IRA a cortarle el pelo a Dil y a transformarla en hombre para protegerla.
Jordan tuerce el relato a gusto y lo fundamental es que construye a seres humanos reales que le escapan a toda caricatura política, cliché homosexual o solución dramática facilista que podría ponerlos en ridículo de inmediato, una verdadera proeza que no ha perdido ni un ápice de sus méritos artísticos e ideológicos con el transcurso de los años desde el estreno de una película ultra independiente y con una producción muy dificultosa, debido a la falta permanente de financiamiento y el enojo del equipo por la dilación en materia del pago de salarios y demás. La ambición del film jamás deja de despertar asombro: en primer lugar tenemos reflexiones varias en lo que respecta a las diferencias sociales y étnicas entre el Reino Unido y sus colonias, tópico trabajado vía el país de origen del personaje de Whitaker, Antigua y Barbuda, donde el críquet es un deporte popular a diferencia de su sustrato elitista/ burgués en tierra británica, con la mudanza de la familia de Jody a Londres marcando la pérdida de las tradiciones de su terruño; en segunda instancia están las sutiles “señales” -en tanto juegos discursivos- de que Dil no es lo que aparenta ser según la mirada heterosexual de Fergus, como por ejemplo el detalle de que le resultan ajenas las típicas abulia y aprensión femeninas y en gran parte es ella quien lo seduce, no se espanta por la violencia e incluso en una escena arroja por la ventana una pecera; y finalmente tenemos un lindo surtido de secundarios que abarcan al insistente Dave (Ralph Brown), eje tragicómico de una relación sadomasoquista con Dil, Col (Jim Broadbent), ese barman de The Metro a través del cual la chica tiene hilarantes conversaciones tercerizadas con el protagonista, a quien por cierto el susodicho trata de alertar acerca de la condición de travesti de la otrora pareja de Jody, y la misma Jude, personaje femenino demonizado cual feroz viuda negra.
Retomando la temática transexual de In a Year of 13 Moons, de Rainer Werner Fassbinder, y algo de la morbosidad y fascinación erótica entre víctima y victimario de Il Portiere di Notte, de Liliana Cavani, esa que también se filtraría en otro clásico de cautivos del primer lustro de la década del 90, Death and the Maiden, de Roman Polanski, el director y guionista exprime con enorme inteligencia a su actor fetiche de siempre, Stephen Rea, y consigue una interpretación estupenda del debutante Jaye Davidson, quien luego de The Crying Game apenas si aparecería en otra propuesta más, Stargate (1994), para a posteriori retirarse de la actuación un tanto asqueado por la fama. Otra de las herramientas retóricas favoritas de Jordan, la música y la selección de las canciones en general, en esta oportunidad también está empleada de modo brillante y desde una franca ironía en lo que atañe a los temas musicales del inicio y el final, hablamos por supuesto de When A Man Loves A Woman (1966), de Calvin Lewis y Andrew Wright en la voz de Percy Sledge, y Stand by Your Man (1968), de Billy Sherrill y Tammy Wynette aunque aquí cantada por Lyle Lovett, y ni hablar de la canción que le da el título al film, escrita por Geoff Stephens y popularizada a partir de 1964 por el cantante inglés Dave Berry, en la película a su vez interpretada tanto por Davidson en un karaoke en The Metro como por Boy George en su famosa versión producida por los Pet Shop Boys especialmente para la secuencia de créditos finales. Con una vuelta de tuerca ya mítica que ha sido parodiada vía gags tan grasientos como memorables en Ace Ventura: Pet Detective, y Naked Gun 33 1/3: The Final Insult, el opus del director irlandés es una de las cúspides ineludibles del cine transgénero, temática a la que regresaría en ocasión de la estupenda Breakfast on Pluto con Cillian Murphy como protagonista, hoy por hoy permitiéndose además un “final feliz” insólito si lo pensamos en relación a la catarata de tragedias previas pero que en última instancia calza perfecto con la misoginia de fondo -resulta prodigioso el instante en The Crying Game en que Dil acribilla a Jude porque usó sus tetas y su “lindo culito” para embaucar a Jody- y la idea de que el cariño, el terrorismo y el sexo sin tabúes sociales pueden convivir y llegar a un entendimiento, con Fergus inculpándose por el asesinato y la propia Dil esperando paciente su liberación mientras el señor le narra la fábula del escorpión y la rana, célebre por aquel soliloquio del gran Orson Welles en Mr. Arkadin, otra alegoría inconmensurable sobre la tendencia a borrar el pasado y a reconfigurar nuestra identidad… (Emiliano Fernández – MetaCultura.com)
School Ties sucede en 1950, David Green, un adolescente judío de clase media, recibe una beca en una elitista escuela preuniversitaria de Nueva Inglaterra, donde los gerentes le consideran imprescindible para que el equipo de fútbol gane la liga escolar. Pero a cambio de poder disfrutar de la beca, le piden que mantenga en secreto su religión. El joven no tarda en hacer muchos y buenos amigos y en alcanzar el liderato del equipo, pero también despierta los celos de otros compañeros que poco después descubren que es judío, algo inadmisible dentro del sistema de valores que rige sus vidas.
En School Ties, David Green, un adolescente judío de clase media, recibe en los años 50′ una beca en una elitista escuela preuniversitaria de Nueva Inglaterra, donde los gerentes le consideran imprescindible para que el equipo de fútbol gane la liga escolar. Pero a cambio de poder disfrutar de la beca, le piden que mantenga en secreto su religión. El joven no tarda en hacer muchos y buenos amigos y en alcanzar el liderato del equipo, pero también despierta los celos de otros compañeros que poco después descubren que es judío, algo inadmisible dentro del sistema de valores que rige sus vidas. (LaVanguardia.com)
En Bitter Moon Nigel y su mujer Fiona son un matrimonio británico de crucero para celebrar su séptimo aniversario de boda. A bordo conocen a la atractiva y deshinibida Mimi y a su marido Oscar, un norteamericano que está inválido en una silla de ruedas. Nigel empieza a sentirse atraído por Mimi, y Oscar, que se da cuenta, le propone que intente seducirla, pero antes le cuenta cómo eran las experiencias sexuales con su mujer antes de sufrir el accidente que lo dejó paralítico.
Roman Polanski es un director tan valiente y osado que no suelo dudar nunca cuando veo su nombre en la dirección. Y eso que es capaz de aburrir y ser impersonal, cumpliendo encargos como el de una película sobre el nazismo en clave tremendista o una versión apolillada de Charles Dickens.
Nunca he tenido dudas de que Chinatown es mi película favorita de todas las que tiene. Pero no creo que sea la mejor, ni la más compleja. De tan perfecta que es, la película se parece a la Faye Dunaway que la protagoniza.: hermosa cuando toca, rota cuando también procede y así lo pide la historia, por algo el guión de Robert Towne ha sido estudiado y ejemplificado por gurúes, de Robert McKee en adelante. Me parece bien. Son demasiadas las ataduras que tengo ya a la peripecia triste, solitaria y casi final del detective Gittes (Jack Nicholson) como para andar rebatiendo. Pero su mejor película, en mi opinión, sigue siendo Bitter Moon, porque tiene todo lo que me gustó de Polanski cuando fui consciente de quien era y me aventuré por aquellas películas salvajes e insólitas que hizo en los sesenta.
El título español intenta respetar el juego humorístico de Bitter Moon, que literalmente significa Luna Amarga en oposición a la dulce Honeymoon, pero se pierde la llaneza del Luna Agria o Luna Amarga. El argumento se ocupa de un matrimonio de ingleses, Nigel Dobson (Hugh Grant) y su esposa Fiona (Kristin Scott Thomas) que conocen a Mimi (Emannuelle Seigner) y a su marido Oscar (Peter Coyote), un sardónico escritor en silla de ruedas. Pronto Nigel, fascinado por el atractivo de su esposa, escuchará la historia de Oscar, con el fin de lograr seducir a Mimi y salvaguardar su matrimonio. Por supuesto, la historia que relata Oscar es también parte de otro juego con su esposa que su interesado testigo ignora y del que puede ser una presa.
Creo que Bitter Moon es una de esas películas que admiro y me sacuden de tal manera que no podrá ser nunca de mis favoritas. No solemos escoger entre nuestras películas favoritas aquellas que nos dejan tan lejos de nuestra manera de mirar las cosas, especialmente las que nos dejan en el antagonismo mismo. Esta es una película cruel con sus personajes y, sin embargo, no puedo decir que no los trate con la debida complejidad. Es cruel porque son vulgares. Oscar es un escritor norteamericano afincado en París, que se busca en símiles ridículos, apresurados y descarados con Ernest Hemingway o Henry Miller. De hecho, su habla directa y vulgar es un juego de espejo con el propio Miller, autor de novelas cargas de sexualidad y escatalogía.
Mimi es una camarera cuyo juego entre inocencia, fragilidad y capacidad de seducción será, lacónicamente, explicado por la película. Polanski no es misógino ¡ojalá nos quedara ese amparo para sobrevivir a su mirada sobre el universo de las parejas! Amantes de la autoayuda o las revistas para hombres: huid. En el mejor de los casos, los hombres aquí son mezquinos y narcisistas, crueles y déspotas, finalmente patéticos en su lucha por la voluntad. Ellas tampoco quedan salvadas, la igualdad de oportunidades la concede Polanski desde la mirada misántropa.: frágiles y en apariencia pasivas en los asuntos de impulso, pero bien capaces de ponerse en los viles brazos de Eros en cuanto la cosa se complica.
Polanski mira de frente a los instintos de la seducción, con sus movimientos de cámara que cambian (subjetivamente) de punto de vista, a veces incluso instalando la imaginación propia en cada ángulo compositivo. Su película también está interpretada de esa manera, por una magnética y bestial Emannuelle Seigner que sostiene un reparto con trabajos también poco comunes y recordables de Hugh Grant, de marido atónito e idiota, de Kristin Scott-Thomas, de ingenua y finalmente subestimada esposa, o del propio Peter Coyote, de contrapunto americano a la fogosidad parisina que lo acompaña.
Bitter Moon se beneficia del excelente libreto, que firman John Browjohn, Gérard Bach y el propio Polanski. Para empezar, el oyente es un seductor en ciernes, un reprimido, un miembro de un matrimonio fastidiosamente perfecto, anclado en la rutina y tranquilo en las vacaciones burguesas. Es un oyente interesado. Pero el relatador no quiere ofrecerle una respuesta, porque ninguno de los dos espera lo que sucederá. Al final del crucero, el espectador ha aprendido unas cuantas duras y valiosas lecciones. La primera es que la seducción solamente sea la antesala de un juego de humillación. Una vez seducidos, a ese juego de humillación sostenido lo llamaremos pasión hasta que se extinga.
Y finalmente, con el apagamiento de la pasión, con la reserva y el repudio, la tranquilidad y la transparencia de un niño frente a la obligación de conocerse a uno mismo y a su estructura de deseos personales y compartidos, queda certificada la perfección de los matrimonios.
Como el baile con la leche, sucio, improvisado y altamente erótico, los protagonistas de la película de Polanski nos enseñan todo: la muerte y los insultos, el erotismo enérgico y el cáustico y amargo recuerdo, la estabilidad y sus condiciones. Hay que mirar Bitter Moon , pero, y no consiguen esto casi nunca los cineastas, el regreso a la vida ya no será tan cómodo una vez nuestra cabeza encuentre la almohada y, tal vez, al calor de los sueños finjamos que no seremos otra vez flores marchitadas por el deseo. (Pablo Muñoz – Espinof.com)
Noises Off! es una comedia con aires de screwball que narra los avatares del estreno de una obra de teatro llena de delirantes y divertidos contratiempos.
Que Peter Bogdanovich es uno de los cineastas surgidos del nuevo cine de los setenta que más amor siente y más le debe estilísticamente al gran cine clásico americano es una aseveración sólo comparable en su exactitud a la de que además de todo eso es uno de los más agudos estudiosos y divulgadores de las grandes obras y los grandes personajes de ese periodo del cine. Sus libros, artículos y entrevistas sobre los clásicos y los más relevantes personajes del Hollywood dorado son referencia obligada. Todas sus películas en mayor o menor medida, pero en especial las de su mejor época, los setenta (la magistral The Last Picture Show, la comedia loca What’s up Doc? o la estupenda Paper Moon), son tributarias de una forma de hacer cine perteneciente a los más grandes directores del periodo clásico hollywoodiense, como punto de referencia en cuanto a estilo y puesta en escena, pero también como permanente y nostálgico homenaje a un tiempo ya desaparecido (en ese sentido, inolvidable monólogo de ese gran actor llamado Ben Johnson en esa joya que es The Last Picture Show). Quizá por eso, por mantenerse alejado de los gustos y modas del momento, es por lo que su carrera ha ido poco a poco diluyéndose y su presencia ha ido cada vez más ligada a los documentales y a los estudios sobre cine, e incluso a la representación de pequeños papeles en películas y series de televisión (como ese psiquiatra de la gran serie Los Soprano), que a la dirección de películas (de siete películas dirigidas en los setenta pasó a filmar dos en los ochenta, cuatro en los noventa y de nuevo dos en el siglo XXI, una de ellas un documental musical sobre el rockero Tom Petty). Con todo, en 1992 aún tuvo tiempo para filmar este desternillante tributo a los viejos tiempos de la screwball comedy titulado Noises Off! (literalmente algo así como Ruidos fuera), estúpidamente traducida en España según la habitual tendencia a infantilizar todo lo relacionado con la comedia y el humor, ¡Qué ruina de función!.
Noises Off! está basada en todo un clásico de la escena norteamericana, habitual tanto de los escenarios de Broadway como de las representaciones de teatro de aficionados o las funciones de fin de curso de las High Schools, escrito por Michael Frayn, la película, muy fiel al sentido y al texto originales hasta el punto de tratarse posiblemente de una de las mejores aproximaciones del cine al teatro o de teatro filmado, nos sitúa en pleno Broadway el día del estreno neoyorquino de una comedia titulada Nothing on. Mientras los últimos rezagados llegan a la sala, Lloyd (Michael Caine), el director de la obra, huye consumido por los nervios, la tensión y el pánico: no se trata sólo del trance ya conocido al llegar el día de cada estreno; es más bien que se huele la catástrofe tras los desquiciados acontecimientos que ha padecido la compañía desde que la obra echó a rodar (en lo que aquí llamaríamos provincias) a lo largo y ancho del país en preparación del estreno en Nueva York. Así, a través de un enorme flashback, nos cuenta Bogdanovich las peripecias de este grupo de actores desde los últimos ensayos antes de estrenar en Des Moines, Iowa, el principio del fin. Todo va mal desde el comienzo: los actores todavía no dominan el texto de la enrevesada trama, falta coordinación entre ellos y los encargados del atrezzo, aún quedan aspectos por pulir sobre luces y vestuario… El espectador de Noises Off! es introducido de lleno en el último ensayo previo al día del estreno y va a conocer a los personajes según vayan saliendo a escena. El escenario es una recreación de una casa de campo, un antiguo molino del siglo XVII reconvertido en vivienda rural, una sala de estar con una escalera que comunica al piso superior, todo lleno de puertas al servicio de los enloquecidos equívocos de la trama con personajes entrando y saliendo constantemente sin encontrarse.
Soberbiamente narrada en tres capítulos que se corresponden con el estreno en tres ciudades diferentes, Des Moines, Miami y Cleveland, y que equivalen igualmente a los tres actos habituales de las comedias teatrales clásicas, cada uno de esos episodios tiene una finalidad concreta sin que por ello dejen de asomar las carcajadas. El ensayo en Des Moines sirve de presentación al espectador; gracias a él el público conoce tanto la historia que cuenta la obra que están representando, Nothing on, como a los personajes, «reales» y ficticios, que tiene delante. Nothing on es la típica comedia de enredo: Carol Burnett es Dotty, actriz consagrada, una de las divas del momento pero ya entrada en años y algo necesitada de éxito, que da vida a Mrs. Clackett, la atolondrada criada del matrimonio dueño de la casa que da por sentado que al estar sus jefes en España va a poder pasar un fin de semana tranquilo, sola, disfrutando de la televisión por cable y de las sardinas que tanto le gustan. El malogrado John Ritter es Garry, uno de los actores más conocidos y valorados de la escena americana, que da vida a Roger, agente promotor inmobiliario que, encargado de la venta de la casa, pretende utilizarla como nidito de amor al creer que sus dueños están de viaje. Le acompaña su ligue del momento, Vicki, interpretada en la obra por Brooke Ashton (Nicolette Sheridan), típica mujer florero de la comedia, rubia oxigenada, despampanante criatura que se pasa la obra en ropa interior, cerebro de mosquito, preocupada constantemente por insignificancias y por mantener las lentillas dentro de sus ojos, realmente incompetente para memorizar sus textos y entender el sentido de cada situación, que da vida a una increíble inspectora de Hacienda llevada a la casa por Roger para pasar la noche juntos entre sábanas y champagne. Ninguno de los tres cuenta con el regreso de los dueños de la casa, Philip y Flavia, interpretados respectivamente por Frederick Dallas (Christopher Reeve), un actor obsesionado con las motivaciones e introspecciones de su personaje, especialmente en las situaciones más absurdas, que taladra al director con constantes cuestiones relacionadas con la meticulosa construcción del personaje y la comprensión de todas y cada una de sus acciones, y Belinda Blair (Marilu Henner), la chismosa del grupo, la que está al tanto de los amoríos, encuentros, líos de cama y separaciones de toda la compañía, incluyendo las relaciones de todo el personal femenino, incluida ella misma, con el director de la obra. Completa el cuadro un ladrón que se meterá a robar justo cuando todos esos personajes se hallan en la casa, interpretado por un veterano, medio sordo y alcoholizado actor de antiguo prestigio llamado Selsdon (el ya desaparecido Delholm Elliott, precisamente el único que falta en la fotografía superior). Además de los personajes que interpretan la obra, el reparto de la película se completa con el director, ya mencionado, con la responsable de escena, Poppy (Julie Hagerty, famosa por ser la azafata de Airplane!) y el encargado del funcionamiento de todo, Tim (Mark Linn-Baker, visto en aquella serie televisiva titulada Primos lejanos).
Así pues, si Des Moines es una magnífica introducción, Miami es un no menor desarrollo. Una vez que el espectador está ya situado, conoce el escenario de la obra, la trama y los movimientos de los personajes en escena, la acción de la película transcurre entre bastidores. La situación entre quienes componen la compañía se ha deteriorado: Dotty y Garry han discutido por culpa de Frederick, al que Garry toma por amante de su novia, los líos de faldas de Lloyd se han vuelto más enrevesados y son de público conocimiento, a Selsdon le ha dado por retomar su afición a la botella en plena representación… Bogdanovich aquí se supera: mostrándonos las acciones tras el escenario, las discusiones y enfrentamientos de los actores y equipo técnico de la obra mientras deben conservar las apariencias ante el público, se eleva aquí hasta un nivel estratosférico, equivalente tanto a los más sublimes momentos de la comedia clásica americana como a las mejores coreografías de lo más granado del musical: las constantes entradas y salidas de escena de los actores combinadas con la comicidad de las situaciones propiciadas por las continuas discusiones y agresiones físicas y el constante intercambio de objetos (desde un cactus a una botella de J&B, pasando por un hacha, el sempiterno plato de sardinas y todos los juegos de ropa habidos y por haber que se utilizan en la obra) ofrecen un soberbio y aparentemente simple y cómico vodevil que, no obstante, oculta una construcción y ejecución tan precisa, tan exacta, tan milimétrica a la vez que desternillante, que puede tachársela sin duda de magistral sin exagerar un ápice.
Pese a todo, en Miami la obra logra concluir sin que el público del teatro haya pecibido ningún desajuste reseñable en el resultado final salvo ciertas imprecisiones y dudas, algunas caídas de más y algún que otro sobresalto. Sin embargo, la compañía ha estado permanentemente al borde del infarto. En Cleveland, en cambio, los enfrentamientos llegarán al punto de que antes de que la obra comience las discusiones entre los actores puedan escucharse desde el patio de butacas; un presagio de lo que sucederá a continuación: el grado de encono entre todos ha llegado hasta tal punto que los enfrentamientos pasan de detrás del decorado a la propia escena. En este punto, Bogdanovich realiza igualmente un trabajo magnífico en los alocados momentos en que la trama de la obra es constantemente modificada sobre la marcha a medida que los actores, más concentrados en sus rivalidades personales que en la representación de sus papeles, van olvidando sus textos, cambiando las acciones que tenían que llevar a cabo, perdiendo el pie que deben dar a sus compañeros para que introduzcan sus frases, y debiendo improvisar constantemente en un patético, desesperado e inútil intento de reconducir una obra que se les ha escapado inevitablemente de las manos. Nothing on es así convertida en un híbrido extraño, con partes del texto original cada vez más irreconocibles y una buena cantidad de morcillas introducidas al buen tuntún por cada uno en la necesidad de mantenerse ante el público con cierta lógica y dignidad. Así, no es de extrañar que cuando la obra llega a Nueva York, con toda la prensa especializada en los palcos y primeras filas, a Lloyd le den ganas de abandonar el teatro y perderse entre los taxis amarillos de la ciudad…
Criticada a menudo por, presuntamente, resultar demasiado teatral (Noises Off! apenas abandona el escenario o su parte de atrás), la película es un excepcional tributo de Peter Bogdanovich a la comedia de enredo americana de los años treinta y cuarenta, y resulta fácilmente imaginable en blanco y negro con actores de la época. Al mismo tiempo, es un homenaje también a los escenarios de Broadway, al teatro y a las compañías itinerantes que recorren el país de punta a punta sin que, a veces, lleguen a los grandes escenarios y ocupen páginas en los periódicos o en las revistas del colorín. Pero, sobre todo, Noises Off! es una comedia brillante, lúcida, excepcional, con un estilo comercial y sencillo para cuya consecución en cambio hay una gran labor de arquitectura detrás, tanto de guión como de puesta en escena, que demuestra que la accesibilidad a un producto no está para nada reñida con la calidad cuando se trabaja con competencia, cuando se cuidan los materiales y se tiene respeto por el público, sin necesidad de acudir al humor soez, machista, zafio y de letra gorda al que los actuales «genios» de la comedia americana nos tienen acostumbrados con sus películas para adolescentes hormonados de cualquier edad. Que aprendan de Bogdanovich. Que aprendan de los que saben. (39Escalones.wordpress.com)
En C’est Arrivé Près de Chez Vous un asesino en serie es seguido a todas horas por un equipo de televisión, que registra todas sus acciones y reflexiones para mostrarlas en un documental, al tiempo que el psicópata prosigue con sus criminales actividades.
Mejor Película y Mejor Actor en el Festival de Sitges 1992
Fuera de concurso para la edición 2018 de My French Film Festival, se presenta C’est Arrivé Près de Chez Vous, (Man Bites Dog según su título internacional) cinta dirigida por el trío conformado por Benoît Poelvoorde, Rémy Belvaux y André Bonze, y que en 1992 fue la gran ganadora del Festival de Sitges (mejor película y mejor actor para Benoît Poelvoorde).
Para algunas personas se trata de una cinta de culto, mientras que para otras, es un tanto pretenciosa, sin faltar quienes la califican de brutal y desagradable. Lo que es claro es que en ningún momento la audiencia permanece indiferente, siendo muy probable que el malestar y el desagrado formen parte de la estrategia provocadora que anima la filmación de esta película. En tono de falso documental y en blanco y negro, la cinta sigue con cámara en mano a un asesino serial, ladrón y violador explicando cómo es que hace “su trabajo”, así como sus opiniones de las cosas que le rodean. Más que humor negro, la película logra algo interesante en comparación con otras películas en donde los sicópatas son las estrellas: que no sintamos empatía alguna por una persona tan impresentable. La narración a sangre fría de como matar y deshacerse de los cuerpos, acompañada de sus opiniones racistas, misóginas, homofóbicas y discriminatorias, logran su cometido. Este sujeto es impresentable. Y sin embargo, no entiendes por qué la filmación sigue, ni la razón por la cual los cineastas no sólo no se horrorizan, sino terminan siendo cómplices – y hasta instigadores- de crímenes horrendos. Ni tampoco la razón por qué continúas viendo la cinta hasta el final.
Una brillante actuación y la simplicidad de la cámara en mando y los diálogos sencillos, hacen de la experiencia algo tan intimista como el título que le da nombre: esto podría pasar cerca de tu casa, podrías ser parte de ese barrio, podrías tener un conocido así y nunca pensarías que el demonio mismo es tu vecino. C’est Arrivé Près de Chez Vous es una cruda reflexión de cómo digerimos la violencia en el cine y los medios. Hay que recordar que el falso documental es justo una herramienta que le dio una nueva perspectiva al cine de terror, bajo esta lógica de “hacerlo más realista” y de permitirte mirarlo todo “con tus propios ojos”. La cinta plantea en varios momentos la posibilidad de que ese pretendido “realismo” en realidad sólo nos haga insensibles al tono de violencia que existe dentro y fuera de la pantalla.
Y quizás que hagamos ídolos de estas personas porque en el fondo todos/as queremos ser un poco como ellas: poder trasgredir las reglas sin señal de remordimiento alguno. (Lorena Loeza – CorreCamara.com)
Damage es una peligrosa aventura de amor y sexo entre un hombre maduro y la prometida de su hijo. Él es un respetable miembro del Parlamento, pero está dispuesto a dejarlo todo por ella; ella, calculadora y pragmática, está decidida a casarse con su novio.
Anna desprende un aura de misterio y un magnético atractivo al que los hombres que la conocen encuentran difícil resistirse. No es particularmente bella, pero constituye una especie de fascinante isla independiente que se maneja sola y que transpira sensualidad, y los hombres caen en la tentación de querer atraparla y hacerla suya. Y, por supuesto, el hecho de no conseguirlo les vuelve aún más locos por ella.
Como vemos, Damage, película de Louis Malle, se centra en una mujer infiel capaz de integrar la infidelidad en su vida sin problemas. De hecho, no sólo integra la infidelidad en su vida, sino que insiste en mantener su doble vida pese a que su amante le propone formalizar su relación. Anna es libre en su sexualidad y quiere seguir siéndolo; no busca sustituir una relación por la otra, sino seguir perpetuando las dos de manera paralela e indefinida. Y es que en la infidelidad de Anna no hay justificación aparente: no es infeliz en su vida de pareja, ni actúa movida por ningún afán punitivo. Simplemente, busca disfrutar de su poder sexual y utilizarlo tanto como pueda para provocar, sutil y hábilmente, el inicio de nuevas aventuras.
Sin embargo, pese a la conciliada doble vida femenina que expone Damage, esta historia ejemplifica también un lugar común en la concepción de la infidelidad femenina: la supuesta maldición que traen consigo las mujeres infieles, cuyo adulterio suele ir acompañado de la destrucción de sus parejas y/o amantes. Esta idea aparece reflejada en un gran número de representaciones, hasta el punto de que, en general, la representación de la infidelidad femenina suele aparecer asociada a la muerte o caída en desgracia de los hombres que la sufren, algo que no sucede en la representación de la infidelidad masculina. De hecho, este recurso se reitera tan a menudo que acaba convirtiéndose en un símbolo unánime, como si para los hombres la infidelidad de sus mujeres supusiera realmente la destrucción de su ego, la disolución absoluta de su identidad masculina.
Así, en esta historia, por ejemplo, todos los hombres que quieren «atrapar» a esa isla sensual e independiente llamada Anna mueren o caen en desgracia: su propio hermano se suicida por un amor hacia ella no correspondido; su prometido muere por accidente al descubrir la infidelidad; y su amante, hasta entonces un respetado ministro, se ve obligado a dimitir ante el escándalo y se exilia en los confines geográficos del mundo. El único que sobrevive (y esto no es casual) es Peter, el mejor amigo de Anna y su pareja on-off durante años, que es también el único que la conoce lo suficiente como para entender que la infidelidad, el disfrute de su sexualidad y la atracción por la experiencia del peligro forman parte de la personalidad de Anna, y que si quiere de algún modo «tenerla» (o «mantenerla») deberá aceptar que le sea infiel.
En contraposición, en la representación de la infidelidad masculina las mujeres siempre o casi siempre sobreviven. De un modo u otro, se adaptan a la nueva situación. Algunas de ellas ya se lo esperaban, y el descubrimiento de la infidelidad no es más que la confirmación de lo que se venían temiendo; otras se sienten destrozadas, pero tras un período de duelo reaccionan y toman las riendas: o echan a su marido de casa, o se van ellas (con o sin niños); y al cabo de un tiempo vuelven a encontrar una nueva pareja que sustituye a la anterior. Lo que invita a llegar a la conclusión de que quizá las mujeres no dependen tanto de los hombres como ellos de ellas. Quizá las mujeres son supervivientes natas, mientras que los hombres son cazadores a vida o muerte: o lo apuestan todo, o no apuestan nada.
En resumen, Damage es un film interesante por el tipo de mujer infiel que muestra en pantalla: una mujer que es infiel principalmente por el placer de experimentar su poder sexual, que no tiene una causa de fuerza mayor para serlo, que opta por perpetuar esa doble vida en lugar de buscar la monogamia, y que obtiene controlar a (y beneficiarse de) dos hombres que socialmente se sitúan en bandos opuestos, que emocionalmente son muy distintos, pero que, a la vez, son muy cercanos y parecidos entre sí al ser padre e hijo. (Infieles.cc)
En Dust Devil un ser extraño proviene del desierto en busca de víctimas: aquéllos que lo han perdido todo, que se encuentran solos, abandonados, llenos de desamor, aquéllos cuya alma y su vida es lo único que tienen. Así, tras romper con su marido, Wendy recoge a un extranjero en su coche, mientras conducía sin destino. Se empezará a maldecir cuando se inician una sucesión de hechos de lo más extraños a raíz, según cree, de recoger a ese misterioso hombre.
En Dust Devil, Robert John Burke interpreta a un asesino serial que se desplaza por el desierto del Namib, ubicado en la frontera entre Sudáfrica y Namibia. Los asesinatos que comete tienen características de corte ritual, por lo que la población lo comienza a identificar con el Diablo del Polvo, un mítico hechicero que debora las almas humanas según sus creencias. La policía sigue sin poder detenerlo, y el oficial Ben Mukurob (Zakes Mokae) toma el caso determinado a arrestar al asesino. Un total escéptico, Mukurob se enfrentará a las supersticiones locales, pues él está convencido de que el asesino es un ser humano. Además, la investigación de Mukurob lo llevará a chocar con el fuerte racismo de su país, así como con sus propios demonios en su viaje por el desierto. Al mismo tiempo, Wendy Robinson (Chelsea Field) abandona a su esposo Mark (Rufus Swart) tras una fuerte pelea y se adentrará en el desierto, conduciendo por la autopista sin rumbo fijo con el fin de escapar de su vida. Los caminos de los tres invariablemente se cruzarán con consecuencias extraordinarias.
Dust Devil es una película de aquellas que los cinéfilos acostumbramos a decir «viaje». Más que una narrativa convencional, Stanley se adentra en ese cine que juega en la frontera de lo onírico y lo mitológico. Prueba de ello es la propia primera secuencia, en la que se presenta nuestro personaje. Sin apenas decir una palabra de diálogo se sube en el coche de una mujer. No han dicho nada pero el espectador ya lo sabe todo. Todo fluye, sin necesidad de recurrir al texto.
El filme está basado ligeramente en una película que realizó en 16mm el propio director años atrás, un cortometraje estudiantil sobre un asesino en serie que tiene poderes sobrenaturales. Es obvio que Stanley mezcla sus propias raíces africanas (todo lo relacionado con la iconografía del asesino y las pinturas que deja realizadas en la casa de las víctimas) con su propia formación occidental, teniendo en cuenta las circunstancias de Sudáfrica en los años en que creció el futuro director (por ejemplo, las alusiones directas a películas de explotación italianas). La mezcla es esta obra de arte.
Es por todos conocido que Richard Stanley tuvo ciertos problemas para distribuir su película. Rodada en la actual Namibia (la película contó con varios actores y extras del país), los problemas aparecieron especialmente después del rodaje, cuando hubo diversas diferencias artísticas entre el director y la productora sobre la duración de la película. Los productores querían acortarla pensando erróneamente que la obra resultaría aburrida para el gran público, mientras que el director no quería que la película fuera mutilada, porque perdería sentido. Actualmente la versión comercializada que puede verse es la del propio director, después de que tuviera varias disputas con la productora, tal y como aparece en los títulos de créditos finales.
Es difícil hablar de una película como la que presenta Richard Stanley. Ya fijándonos en la gran cantidad de géneros con la que es clasificada en gran cantidad de medios nos puede dar una idea de lo peculiar que es esta cinta. Por una parte, el argumento podría recordarnos vagamente a The Hitcher, 1986, pues empieza con un personaje protagonista que se dedica a asaltar a víctimas mediante la técnica del auto-stop. Pero pronto el guion que firma el propio Stanley empieza a añadir una rica mitología que va derivando el filme de un simple slasher a una obra con una obvia carga filosófica. No solo porque se desvela que el personaje del autoestopista no es un simple humano, sino que es en realidad una especie de demonio, sino por como el guion emplea este recurso para darle capas y capas. Precisamente lo grandioso del filme es que puede mejorar tras revisionados, porque es una película que tiene muchas direcciones positivas.
Si por algo apasiona y convence Dust Devil es por la gran cantidad de recursos artísticos que emplea el filme. Sorprende en un primer momento la fotografía con ese color tan anaranjado que obviamente pretende recrear la sensación de estar en un desierto, luego los planos y la puesta en escena, la manera en como la fotografía hace resaltar elementos mediante el uso de luces y sombras…No hay un solo elemento técnico en la película que no sea realmente digno de mención.
Podríamos empezar hablando de una maravillosa fotografía que firma Steven Chivers. La idea general era sumergirnos en un relato mitológico que tiene lugar en el desierto, y a fe que lo consigue. Sí, obviamente ayuda el hecho de que la película se rodara en Namibia, pero es que la película no se dedica simplemente a documentar un desierto cualquiera. No. Dust Devil exagera los estereotipos que el espectador pueda tener sobre el desierto y el calor inhumano, para presentar un cuadro que está más allá de lo real. Estamos ante un ambiente fantástico, de leyenda, como corresponde a la propia temática del filme. Esos tonos naranjas que emplea la película se acaban convirtiendo en una seña de identidad absoluta.
Pero no estamos ante una película que se quede estable en este aspecto, sino que la fotografía varía cuando tiene que hacerlo. Es el caso de las escenas en las que el «Demonio» se alimenta de sus víctimas, donde la fotografía pasa a un tono nocturno que opta por colores aparentemente más fríos pero que siguen teniendo una potencia tonal. O esos colores rojos que el director asocia directamente con la magia y el chamanismo, con las secuencias que tienen lugar en la cueva. También ayuda a la inmersión atmosférica esos planos generales que nos presenta el cineasta de los paisajes de Namibia, aderezados con la música de Simon Boswell y la fotografía de Steven Chivers. No son los típicos planos que simplemente buscan rellenar metraje. Son composiciones estéticas de primer orden que dotan coherencia argumental a la película.
A pesar de que Dust Devil no lo remarca excesivamente, se puede observar de manera evidente los problemas y tensiones sociales que estaban sucediendo en el lugar representado en el filme, Namibia. El país, que fue ocupado por Sudáfrica, realizó también políticas de segregación racial, que pueden verse reflejadas en varias escenas de la película, y que poco a poco muestran una conclusión también espeluznante, como es la absoluta incompatibilidad entre la raza blanca y la raza negra en el territorio africano.
Dust Devil es un película desafortunadamente olvidada y que merece ser rescatada. Es un viaje, una alucinación de una mente febril, una obra de arte multicultural (ahora que está tan de moda este vocablo). Imposible dejarla de lado, si uno se considera cinéfilo. (Guillermo Sánchez Ferrer – CinemaGavia.com)
En Rebels of the Neon God, el introvertido Hsiao Kang vive en Taipei. Su vagabundeo nocturno le hará encontrarse por azar con Ah Tze, un joven que vive en un piso permanentemente inundado, tiene una atractiva novia llamada Ah Kuei y comete robos con su amigo Ah Ping para vivir. Hsiao Kang verá su vida perversa e indisolublemente ligada a la de los tres, a los que acechará desde las sombras.
La luz de neón, artificial y tenue, de carteles, de taxis y de locales vespertinos, alumbró las idas y vueltas de los jóvenes huraños del Taipéi de los 90. Aunque viciosos del relajo, lacónicos y solitarios, anduvieron atrapados en una prolongada adolescencia que extendió sus ciclos de incomprensión y egoísmo. En esa nebulosa, calles oscuras y casas ensombrecidas, el neón figura para esos jóvenes un halo de deferencia por parte de la vida, posibilitándoles la noche para zafarse de sus complejos y retraimientos. Entonces se vuelve su divinidad, su Dios.
Rebels of the Neon God más que una historia, desarrolla estados de ánimo. Hay narración, sí, pero no una premisa que se anude y después se desenlace. Tsai Ming-liang, sin ánimos de internarse en el estilo que confunde lo documental con lo ficticio, se acerca a la desvariada juventud taiwanesa, a la que considera una troupe de errabundos, para registrarla en sus excesos y paradojas. La contempla en su vida nocturna, cuando es auténtica, casi sin tomar postura, pareciendo objetivo. El tratamiento de la imagen es la que esclarece su reflexión.
La ficción de Tsai evoca a la artificialidad de la luz como una evasión también artificial (videojuegos, motocicletas, centros comerciales) de los sosedades cotidianas. El taiwanés relaciona lo sombrío con lo rutinario -opacos los rincones de casas y calles- y el efugio con la luminaria -irradiados los lúdicos lugares de encuentro-, aunque no de manera celebratoria: quienes se divierten entre juegos, tragos y hostales parecen penantes nocturnos, rastreros y desenfrenados. Viven contra las convenciones, pues duermen de día, desisten de estudiar, mataperrean a sus anchas, son pervertidos de una sociedad excluyente, que se mueve entre sombras y poca luz.
Así lo representa en los planos abiertos de las secuencias nocturnas, donde la penumbra prevalece por sobre los débiles resplandores de postes y alumbrados. La de Rebels of the Neon God no es una fotografía embarrada sino carente de brillo, los contrastes se difuminan en una parquedad que envuelve el cuadro. Desde las atmósferas lóbregas entendemos la conducta de los personajes.
En ésta, su ópera prima, debutaría también Hsiao Kang, su personaje álter ego, infaltable en cada entrega suya. Rebels of the Neon God es el esbozo de un imaginario maestro en ciernes. Es, igualmente, una aguda observación crítica de su realidad, donde la libertad se ha mecanizado. Pocas veces el título al español fue más acertado. (John Campos Gómez – CinEncuentro.com)
En esta casa a veces nos ponemos sentimentales con el tema del cine independiente americano y suspiramos por los noventa. Una nostalgia llena de falsedad e hipocresía, pues a parte de que la definición del cine independiente americano se caracteriza, paradójicamente, por ser harto voluble (el cine independiente es Cassavetes y nadie más, que dijo aquel) y poco concreto, ya en los 90 había corrientes que acusaban a buena parte de los directores ahora consagrados de vendidos al sistema. Entonces, ¿qué es el cine independiente?
Peter Biskind trató de hallar una definición apropiada en su magnifico libro Sexo, mentiras y Hollywood, y al final sólo pudo constatar que el cine independiente, o al menos como fue ideado y pensado a partir de cierto momento, es todo el cine que no es «mainstream». Ahí queda la cosa. No. No hay una respuesta clara y concisa. Nuestro jefe Ruben siempre ha despotricado de la última cinta de Lisa Cholodenko por ser el peor cine «indie» (entendido como pretendidamente independiente como marca para vender, pero producto falso al fin y al cabo producido por los grandes estudios) y un servidor la considera deudora del espíritu noventero y del mejor Sundance. Todo un lío, vaya. Menos mal, que siempre nos quedará Hal Hartley. Por eso hoy toca hablar de Simple Men (1992).
En la obra encontramos a dos náufragos deambulando sin rumbo mientras van conociendo a perdedores y gente perdida como ellos, en busca siempre del amor. Pero no un amor infantil, sino un amor romántico en el sentido más estricto de la palabra. Los personajes de Hal Hartley se caracterizan por muchas cosas, entre las que no se incluye jamás la palabra “te quiero”. Es tierna, es sincera, con un surrealista sentido del humor, caracterizada por los pequeños detalles cotidianos, por las conversaciones y diálogos tan afilados como anti-naturales, subversivos, sencillos y, ante todo, a corazón abierto, evitando siempre la cursilería y la pomposidad.
Bill y Dennis McCabe son dos hermanos tan diferentes como complementarios. El primero es un atracador de bancos que en el último golpe perpetrado ha sido traicionado y abandonado por su novia. El segundo es alguien demasiado temeroso de todo lo que le rodea para que la vida le haya tratado especialmente mal. Con 20 dólares en el bolsillo, ambos hermanos se unen para descubrir los pasos del padre, recién fugado de la cárcel por poner bombas décadas atrás contra el gobierno. Mientras, se van encontrando a ellos mismos gracias a los personajes con los que Hartley va poblando el relato; ambos trastocan los planes de la gente de un pequeño y peculiar pueblo a la vez que son transformados por los particulares lugareños, donde destacan un sheriff con el corazón destrozado, un trabajador de gasolinera que se pasa el día haciendo riffs y punteos de guitarra, un ex-convicto que regresa a casa, una colegiala aprendiz de «femme fatale» y, ante todo, Kate y Elina. Como decíamos antes, todos tan perdidos como ellos, esperando ser rescatados de alguna manera. Todos tan solos como llenos de amor. Y, por supuesto, entrañables.
Con una trama sencilla, Simple Men se deja llevar por los personajes pasando de escena en escena casi sin darnos cuenta. Hartley siempre ha conseguido que sin objetivos fuertes o directamente visibles, sus películas avancen y fluyan de manera natural, desgranando todos los personajes poco a poco, juzgados siempre de manera cariñosa. Todos terminan por llegar al alma de alguna manera.
Con elegantes travellings, unas interpretaciones alejadas de los cánones convencionales y unos movimientos de personajes maravillosos, su director orquesta una sinfonía armoniosa entre palabras, gestos y miradas. Al fin y al cabo, para su cineasta (director, guionista, montador y compositor) la cumbre del romance no es un beso o unas bonitas palabras, sino un abrazo y una mirada. Ya sucedía en The Unbelievable Truth (1989), Trust (1990) o en Surviving Desire (1991). De todas maneras, es sobre todo con Trust, la película más querida por los seguidores del director, con la que se empareja Simple Men, manteniendo su estilo y creciendo como cineasta.
Siendo Hal Hartley el director americano independiente más europeo, es imposible no vislumbrar la sombra de Godard a lo largo de su filmografía, pero particularmente está presente aquí, como en ese magistral número musical al sonido de Sonic Youth, la manera de cortar los planos o incluso en el «acting» de los actores.
Mucha gente suele tachar al cineasta de guionista experimental sin verdaderos conocimientos de dirección de actores o incluso tras la cámara. Auténtico disparate. Su estilo puede resultar sencillo y simple, pero requiere una lograda planificación que el cineasta suele resolver con planos largos, con una orquesta de bailes de personajes, donde las miradas se mueven tanto o más que los pies y todos los gestos están pensando para darle un significado, desde tirar un libro al suelo a quitarse un sombrero.
Vamos a quitarnos la máscara y a mostrar el lado de «fanboy» de tres al cuarto que late en mi. Simple Men es una delicia, una delicada danza de personajes que van y vienen con exquisitos diálogos alejados de lo convencional. Simple Men no es exactamente un drama, pero quedarnos en comedia sería igualmente desacertado. Simple Men es inclasificable. Es auténtico cine independiente. Es puro Hal Hartley. (Pablo García Márquez – CineMaldito.com)
En Un Lugar en el Mundo, Ernesto hace un viaje a la provincia argentina de San Luis, a un remoto pueblo en un valle puntano, para recordar su infancia y las circunstancias que han determinado su vida: sus padres se habían exiliado voluntariamente de Buenos Aires para vivir en una comunidad campesina. La llegada de un geólogo español, contratado por el cacique local para buscar petróleo, representa una amenaza para la forma de vida de los campesinos.
Concha de Oro a la Mejor Película y Premio OCIC (Festival de San Sebastián 1992)
Mejor Película Extranjera de Habla Hispana (Premios Goya 1992)
Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Guion Original, Mejor Actor, Mejor Actriz, Mejor Actor Secundario, Mejor Actor Revelación y Mejor Banda Sonora Original (Asociación de Críticos de Argentina 1992)
En ‘El olvido que seremos’, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince escribe «El mejor método de educación es la felicidad. Mi papá siempre pensó, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo (…) Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido mucho menos feliz». Así identifico yo una película como Un Lugar en el Mundo, con la figura de mi padre.
Cuando alguien me pregunta que diga cuál esla mejor película, suelo responder que hay tantas, pero que si tengo que escoger la que tiene algo vital para mí, digo siempre Un Lugar en el Mundo de Adolfo Aristarain. Tiene la virtud de matarme emocionalmente, y conozco a gente que no la gusta este tipo de cine, quedarse maravillado con la película.
Me sitúa el prólogo, ahora con los años vividos y la figura paterna en la memoria, como el protagonista, en perpetuo homenaje, como él buscando una señal que me diga cuál es mi lugar en el mundo. Me destroza el epílogo porque no puedo parar de llorar con él, sé que voy a sufrir viéndolo, que no es necesario, pero me armo de valor porque quiero saborearlo de nuevo. Me trae su recuerdo, si acaso fue la única película que fuera del cine llego a ver entera conmigo. De eso la tira de años. Nostalgia, diría.
Cuando la emitieron por primera vez por televisión en Canal +, me encabezoné para que todos la viésemos, sabía que había ganado San Sebastián y que allí había maravillado. Me ayudó que estaba enfermo, y a base de ponerme pesado conseguí que tanto mi padre como mi madre se sentasen delante del televisor. Ambos sin mucho interés en aguantar, yo sufriendo porque la fiebre no me dejase adormilado. Y sin embargo, no hizo falta nada, la melodía de la orquesta bariloche produjo esa noche en el salón magia. El mensaje, la propia calidad de la película, nos tuvo sentados, sin hablar, enganchados a la trama, al vivir según unos principios incorructibles del personaje de Federico Luppi, al progreso que suponía la figura de José Sacristán, el contrapunto entre ambos del personaje de Cecilia Roth. A muchas cosas más que mi memoria no retiene.
En la escena en la que Luppi quema la obra por la que tanto había luchado, esa cooperativa que intentaba hacer frente a la figura del señor de la zona, antes de llegada la práctica común era la explotación a los granjeros, me fijé en mi padre, y en sus ojos llorosos y enrojecidos. No pregunté, supe que la película le había llegado y le había gustado. Con el tiempo, ya no estando él presente, supe que esa escena le impulsó a decidir no dejar a sus trabajadores de lado, cuando el dueño se lo quería llevar con él a otra empresa, que aquello le hizo pensar y comprender que no podía dejarles a su suerte, que al menos se lo debía por todo lo que habían luchado juntos. Que la fábrica se convirtió para él en su Bariloche, en su lugar en el mundo. Al final esa tensión le costó la vida, pero tuvo su tributo, el día de su entierro la fábrica cerró para que sus trabajadores asistieran al mismo. De esos detalles que nunca se olvidan.
Todo eso me trae Un Lugar en el Mundo. Como en el monólogo final, una vez fui al cementerio a preguntarle, no cuál era mi lugar en el mundo, sino a traer de entender qué lugar me deparaba la vida. A día de hoy sigo sin saberlo, aunque me gusta recordar estas cosas. Muchas de ellas representadas por la película: dignidad, libertad, tratar de cambiar las cosas, cantar al ser humano, homenajear a la figura paterna… Todo eso significa para mí Un Lugar en el Mundo.
Por eso recupero de cuando en cuando ciertas películas. Aunque duela. Pero el cine argentino me puede, y en especial Aristarain, y todo porque dos películas suyas retratan a la perfección la relación con mi padre, Un Lugar en el Mundo, y con mi madre, ‘Roma’. Es regresar a lo mismo: la nostalgia.
Texto del epílogo:
«Hans anda por Estados Unidos, en Texas, o andaba, aunque tenía ganas de quedarse a vivir. Por lo menos eso decía cuando mandó la última postal, hace como dos años. En cuanto volvimos a Buenos Aires, mamá enganchó una burra en un hospital. Trabaja demasiado, y nos vemos poco. No es por la guita, yo también trabajo y más o menos nos arreglamos. Yo creo que trabaja mucho porque no quiere tener tiempo para pensar. Todavía le cuesta creer que vos no estés. Habla de vos con bronca, como si el infarto hubiera sido culpa tuya. A mí también a veces me da bronca no tenerte al lado para poder hablar con vos. A veces nos haces mucha falta, viejo. Después que pasó lo tuyo, en diez días liquidamos lo poco que teníamos y nos fuimos a Buenos Aires. Yo terminé el primario en un colegio que tenía secundario, como vos querías. Las piedras todavía las tengo, pero no me dio por ese lado. Me dio por la medicina. Ya estoy en tercer año y ahora me presenté a una beca y me salió. Me voy a España. No sé muy bien qué voy a hacer cuando se me termine la beca. Puedo buscar trabajo en Europa, o… no sé, volver a Buenos Aires si la cosa mejora. Me gustaría que me dijeras como hace uno para saber cuál es su lugar. Yo por ahora no lo tengo. Supongo que voy a dar cuenta, cuando esté en un lugar y no me pueda ir. Supongo que es así. Cha, va a aparecer. Todavía tengo tiempo de encontrarlo».
Nota: Lamento si el tono sensiblero o la entrada en sí, pueda no gustaros, pero era algo que me debía a mí y a mis críticos, a los que dudan de los que uno debe o no debe escribir, sobre todo por el tiempo que ha pasado y el recuerdo que me trae ver esta película. Le debía un homenaje a mi padre. Ya está hecho. (Antonio Toca – espinof.com)
The Public Eye transcurre en la ciudad de Nueva York en 1942. Leon Bernstein es el mejor fotógrafo de sucesos de la ciudad, sobre todo porque consigue llegar al lugar del crimen al mismo tiempo que la policía. Sus fotos siempre muestran el horror y el pánico que los demás desean ver. Cuando la atractiva viuda Kay Levitz, propietaria de un elegante club nocturno, le pide ayuda contra la mafia, que la presiona con las deudas de su difunto marido para que venda su negocio, Bernstein accede.
ARTHUR NABLER: – «Escucha. Escucha a alguien que realmente sabe: nadie puede amarte. Ninguna mujer puede amar a un tipo andrajoso, que duerme vestido, come comida enlatada y pasa tanto tiempo con cadáveres que empieza a heder como ellos»
LEON BERNSTEIN: – «Deberían devolverte los aranceles que pagaste en aquella escuela de diplomacia»
The Public Eye (Howard Franklin, 1992) es una película con clima de policial negro. Transcurre en New York, en la segunda guerra mundial, que es la época en que el policial negro aparece.
Leon Bernstein (Joe Pesci) es un fotógrafo free-lance que trabaja de noche. En el tablero de su auto tiene un parlante que intercepta los mensajes de la policía, y en el baúl un laboratorio de revelado. Llega primero a los lugares donde hubo un asesinato o alguna tragedia, y a la redacción de los diarios, para vender su material. Es petiso y de mal aspecto: sombrero, un abrigo grande y viejo, no lleva corbata. Ni siquiera usa medias del mismo color. Es un solitario que vive para sus fotos. No sólo las que vende; tiene un libro que quiere publicar con imágenes de la verdadera ciudad, la que se esconde detrás de las apariencias. De las mentiras. Donde muestra la ciudad desnuda. Kay Levitz (Barbara Hershey), es una mujer todavía joven y hermosa, viuda del dueño de un night club, que ahora dirige. Lo cita una noche. Un desconocido dice ser acreedor de su finado y quiere cobrarse convirtiéndose en socio de ella. Kay le pide a Bernstein, que conoce a todos los delincuentes y a todos los policías, que averigüe quién es. Así Bernstein, que tenía una regla de oro: no tomar partido ni meterse con nadie para poder sacar sus fotos, quiebra ese principio y se ve necesariamente en problemas. No voy a relatar los pormenores, un poco intricados, pero enamorado de la bella Kay Levitz. Bernstein se ve envuelto en una gran conspiración que incluye a dos familias de la mafia rivales, el FBI, y los cupones de racionamiento de combustible. Y entonces Bernstein literalmente se deja desangrar por Kay, delante de una mesa llena de jefes policiales y del FBI. Y ella lo vende. Lo vende vilmente.
The Public Eye no es una biografía, pero el guión se inspiró en un personaje real: Weegee, seudónimo de Arthur H. Fellig, fotógrafo y reportero gráfico norteamericano nacido en Austria (hoy Ucrania), que retrató el crimen, las tragedias, los lugares de diversión de la noche de New York, lo que recopiló en su libro “Naked City” (1945), e inspiró la película “The Naked City” (Jules Dassin, 1948). Joe Pesci, como Leon Bernstein es la ficcionalización de Wegee, y las fotos de Bernstein que se muestra la película, son de Wegee.
Las primeras imágenes de la película están entre lo mejor que tiene. La música y la fotos, que intercala el director, crean un clima luctuoso, de tragedia. Se ve papel fotográfico en blanco hundirse en el líquido revelador, y así, a través de las ondas que se forman en la superficie del líquido, aparecer imágenes en blanco y negro. Caras de gente común, de los años cuarenta. Que aunque sonrían, aunque parezcan felices y no estén solas, transmiten un sentimiento de infelicidad y tragedia. En un momento se muestran los obreros de un frigorífico al pie de medias reses que cuelgan tristemente de un gancho. Se los ve cargar los pedazos de res. Las reses son la gente, los ganchos la vida. Las personas aparecen, en las fotografías de Bernstein, en la película de Franklin, como reses que recibieron o van a recibir un mazazo en el cráneo. Son fotos de muertos, aunque en ese momento estén vivos. La cámara fotográfica de Bernstein parece una morgue. Todo es una tragedia que envuelve como una melodía suave y tranquila.
Barbara Hershey, en esta película, como Kay Levitz, está bellísima. La dueña del night club, que se mueve entre la prostitución y los sentimientos, y que uno nunca sabe en cuál de esos dos lugares excluyentes está, en realidad. Por una parte se sospecha que es una mercenaria. Que se casó con un hombre, previsiblemente mucho mayor que ella y nada apuesto, por dinero, y de hecho su trabajo la obliga a socializar con mucha gente. A fingir amistad. Pero por otra parte Kay parece conservar su sensibilidad y su sentido de la lealtad y la honradez, y que así, gracias a lo que todavía está vivo de ella, una cucaracha como Bernstein, que también es un artista y alguien dispuesto a jugarla por ella, pueda conmoverla.
La mejor secuencia de The Public Eye tiene lugar siguiendo esta línea. Bernstein y Kay están en el night club. Después que él le dio a entender que se está jugando la vida por ella, ella le pide que le muestre su libro de fotografías no publicado, que tiene ahí mismo. Y cuando él va a hacerlo, la llaman para presentarla a los directivos de la MGM, que están en un mesa y ya se van a ir. Kay deja a Bernstein por un momento, y él no la espera. Le da el libro al portero del club y se va. Entonces ella lo sigue a la distancia. Le pide un paraguas al portero y se mete en un callejón, detrás de Bernstein. Y ahí lo ve acomodando a un borracho bien vestido, que duerme la mona en la calle, sobre unas cajas de madera vacías, bajo la lluvia, para tomarle una foto. En determinado momento de la contemplación (Bernstein le pasa los dedos por el pelo al borracho, peinándolo), Kay siente que, en realidad, está espiando a Bernstein, que no sabe que está allí, por el clima de intimidad que él crea en el callejón, y se va. Kay vuelve al night club sin llamarlo.
La intriga no es lo mejor de la película. La conspiración que se mueve bajo la superficie “normal”, de la que forman parte la mafia y el FBI. Lo que Bernstein, autor del libro de fotografías llamado “La ciudad desnuda”, tratando de ayudar a Kay, desnuda. No es lo mejor esa intriga, porque las fotos de Wegee (y por lo tanto las de Bernstein)tienden a retratar dramas individuales, anónimos. Una persona a la que se le quema la casa. Otra a que se le muere un ser querido. O figuras solitarias y sonrientes de la noche. No fotografiaba grandes conspiraciones. Lo mejor de The Public Eye está en los dos personajes centrales, sus encuentros, el amor de él por ella, la frontalidad y la belleza de ella, y algunos momentos, como la escena del borracho bien vestido que duerme en la lluvia, al que Bernstein le acomoda una botella en un brazo para mejorar el efecto de la fotografía. O cuando, en una comisaría, convence a un gánster detenido, renuente, que se tapa la cara con un sombrero, para que se deje retratar.
Es lindo el diálogo que Kay tiene con Danny, el portero del night club. Danny tiene sus propias ideas acerca de cómo, la señora Levitz, debe manejar su negocio. En determinado momento echa a Bernstein del night club.
KAY LEVITZ
¿Le has echado?
DANNY
Había comentarios.
KAY LEVITZ
Los cheques los firmo yo.
DANNY
No habría ido tan lejos si viviera el Sr. Levitz.
KAY LEVITZ
Deja el uniforme a Fredo.
DANNY
Soy una institución, conozco a todo el que entra.
KAY LEVITZ
No conoces a nadie. Sabes las propinas que dan, la ropa que llevan. No creas que les conoces…
Howard Franklin tiene más trabajos como guionista que como director. En esta película dirige y es el autor del guión. Dirigió sólo 3 films en su carrera. El primero en 1990. Probablemente The Public Eye y Wegee estén detrás de “Bringing Out the Dead” (Martin Scorsese, 1999). Donde, en lugar de un reportero, el conductor de una ambulancia, interpretado por Nicolas Cage, atraviesa, con su vehículo, las tragedias, las voces pidiendo auxilio, de la ciudad de noche. Aunque el trabajo de Scorsese parece de inferior calidad, comparado tanto con el mejor Scorsese, como con The Public Eye. (Omar Caíno – pensarencine.blogspot.com)
En El Viaje, Martín vive en Tierra del Fuego con su madre y con su padrastro. Un día decide emprender un viaje por América Latina en busca de su padre. En el largo trayecto descubre las carencias y los sueños de todo un continente.
Carta de Fernando Pino Solanas a los espectadores de El Viaje:
«Queridos amigos, una vez más estoy con ustedes para reiniciar juntos este hermoso rito que tiene lugar cada vez que la sala queda a oscuras, se diluyen las voces del público y en la pantalla comienza la proyección.
El viaje es una película que cuenta la odisea de Martín en la más fabulosa de las aventuras, que es la de inventarse a sí mismo. Para filmarla, retomé la tradición de los clásicos relatos de viaje, que son relatos de aprendizaje, de conocimiento y descubrimiento personal.
A Martín, este viaje iniciático desde Ushuaia hasta Oaxaca (México), lo lleva a descubrir la realidad de un continente agredido por la deuda externa, la corrupción política, la destrucción ecológica y el hambre.
Imaginé toda esta peripecia a partir del antiquísimo nervio argumental de la búsqueda del padre y del encuentro sorprendente con el amor. El Viaje integra regiones, culturas, personas y cinematografías. Con esta película quiero decir que estamos hechos de pasiones y de sueños inagotables. Con estos sueños viajé por Latinoamérica y les ofrezco ahora estas imágenes. Ojalá sirvan al diálogo colectivo y al entendimiento entre todos.
Martín decide escapar de Ushuaia, la ciudad más austral del planeta. Monta en su bicicleta y parte a la búsqueda de su padre, que se encuentra en alguna parte de América Latina. Viaje interior y periplo al corazón del continente, descubrimiento de los «viajes» de la historia: el de los pueblos antiguos, el de los conquistadores españoles y el del presente, donde se conjugan corrupción y nuevos genocidios. Cuaderno de a bordo, collage latinoamericano, historia en historieta, se trata de un viaje iniciático, en el cual la épica, el barroco, el grotesco y lo fantástico se confunden. Es también una palabra dada al continente americano, en esta celebración del Quinto Centenario del «descubrimiento» «.
En Of Mice and Men dos grandes amigos, Lennie y George se encuentran en paro, en plena era de la depresión norteamericana, y con pocas posibilidades de conseguir trabajo debido al retraso mental de Lennie. Cuando son contratados en el Rancho Tyler ven como su vida progresa a pesar de la estricta supervisión de Curley, el desagradable hijo del jefe. Pero su mundo se tambalea cuando la insatisfecha esposa de Curley se convierte en víctima inocente de la compasión de Lennie, forzando a George a decidir entre su amistad o él mismo.
Espléndida película del actor y director escénico Gary Sinise, uno de los innovadores del teatro estadounidense contemporáneo y co-fundador de la famosa compañía Chicago Steppenwolf, ahora también dedicado al cine como intérprete, productor y realizador (Más allá de la ambición). Basada en la novela de John Steinbeck Of Mice and Men (traducida a 31 idiomas), que en 1980 ya había llevado al teatro el propio Sinise con el mismo Malkovich (quien hace una gran creación de George Milton, el referido retrasado mental), es la tercera versión fílmica de esa obra literaria: en 1939 la tradujo en imágenes por primera vez Lewis Milestone, con Burgess Meredith y Lon Chaney, Jr. como protagonistas, y en 1982 hizo lo propio Reza Bariyi, aunque para la pequeña pantalla.
No obstante, Gary Sinise ha contado aquí con uno de los guionistas más sólidos -Horton Foote (Oscar por Matar un ruiseñor y Tender Mercies)- y un equipo técnico-artístico de primer orden. Por tanto, su evocación de la época es excelente, así como la creación de tipos -especialmente el viejo Candy interpretado por Ray Walston- y la puesta en escena esta vez en escenarios naturales e interiores meticulosamente reconstruidos.
Concebida casi como una tragedia griega, con la significativa catarsis de la patética “ejecución” de George por su amigo Lennie, Sinise ofrece -como en 1937 hiciera el premio Nobel Steinbeck en su novela original- una reflexión crítica sobre la condición humana y de un período determinado. Si el célebre escritor americano ya retrató el status USA de la Depresión en el campo con Las uvas de la ira (que adaptó John Ford para la gran pantalla en 1940, y el mismo Gary Sinise recreó con su compañía escénica entre 1988-90), aquí se intenta universalizar con temas que están más allá de una situación social concreta: amistad, lealtad, soledad, amor… Así manifestaría el realizador: “La historia de George y Lennie es una historia de la cual podemos aprender mucho: dos individuos que se quieren, protegen y se sacrifican el uno por el otro…, soñando por un trozo de tierra y los obstáculos que impiden la realización de ese sueño. Para mí, ésta es una historia que merece la pena que se cuente una y otra vez… para toda la humanidad”. Aunque Sinise es sobrio y evita cualquier tipo de concesiones -análisis dialéctico incluido-, cae en cierto tono literario-sentimental y esteticista en su visión lírico-testimonial del mundo rural. (María Bofarull – contraste.info)
El actor Gary Sinise se pone también tras la cámara para llevar a la pantalla una de las grandes novelas de la literatura norteamericana, Of Mice and Men de John Steinbeck, que ya había sido adaptada en 1939 por Lewis Milestone.
Sinise lleva a cabo una película de corte clásico, en la que cobran especial importancia las interpretaciones de los dos protagonistas, él mismo y sobre todo John Malkovich como Lenni, el gigante bueno pero incapaz de controlar sus acciones (un poco monstruo de Frankenstein). El film intenta dotar del máximo realismo y autenticidad la reconstrucción de la época, moviéndose por localizaciones reales. Sinise intenta transmitir el ambiente que se vivía en esos Estados Unidos de la Gran Depresión por los que se mueven los dos personajes buscando un trabajo tras otro mientras conversan sobre su imagen del sueño americano: tener un rancho propio para criar conejos. El director no renuncia tampoco al regusto de tristeza y derrota que deja el film. (Eulália Iglesias – sensacine.com)
Benny’s Video un chico de 14 años de buena familia recibe de sus padres un estupendo equipo de vídeo. Obsesionado con el uso de su nuevo juguete, graba cómo sacrifican a un cerdo con una pistola, escena que lo incita a cometer un acto salvaje.
Premio FIPRESCI en los Premios del Cine Europeo 1992
Los formatos analógicos de video conocidos como Video8 y Hi8 son prácticamente la misma huevada. A mi entender el segundo no es más que una versión mejorada del primero. Son los formatos caseros por excelencia desde los ochentas hasta finales de los noventas. Benny’s Video comienza con una grabación hecha en Video8 por el protagonista, Benny, un púber maravillosamente perturbado y fanático del video. Me recuerda tanto a mis inicios audiovisuales. Pepe Sarmiento, editor de este blog, puede dar cuenta de algunas de mis grabaciones en Hi8. Estos formatos analógicos caseros son geniales, tienen una imagen de muy poca calidad, que se siente “cruda”, una imagen que por alguna razón me hace sentir que lo que veo es absolutamente real, una realidad sin maquillaje. Esa es la impresión que dejan los videos que graba Benny. Pero lo que más me fascinó de este video que da inicio a la película es que segundos después de que matan al chancho podemos ver un instante el ojo izquierdo del porcino totalmente abierto, totalmente humano.
He visto montones de chanchos, los he grabado con atención, los he tenido a centímetros de distancia, pero nunca los he visto con los ojos tan abiertos. Es como si el chancho estuviera perplejo, sorprendido por su sacrificio, horrorizado. Hace poco vi una mirada muy similar a la de ese chancho, era un video de las protestas en Venezuela el 11 de abril del 2002, cuando derrocaron a Chávez. Los integrantes de los círculos bolivarianos disparaban a los civiles, una mujer cae al piso herida, un grupo de personas intenta socorrerla y de repente… la cámara capta el momento preciso en que la mujer tiene los ojos abiertos, desorbitados, como si no pudiera creer lo que ha pasado, como si estuviera viendo al diablo.
Hay quienes pensarán que la muerte de ese chancho es una de las imágenes más violentas de la película, por lo explícita, pero fíjense que cada vez que en la televisión o en el periódico los personajes ven noticias, siempre se trata de guerras, conflictos de todo tipo que implican mucha más muerte y mucho más sufrimiento que el del chancho o el de la joven que muere más adelante en la película. Benny’s Video es pues una película sobre la violencia, pero no hay discurso aleccionador ni mucho menos, la violencia está ahí, germina, explota, se calma, sigue su curso como un elemento más de la vida. Benny es un elemento de tránsito, la violencia pasa por él, experimenta con ella, siente curiosidad por ella, la acoge sin mayor dramatismo.
Me fascina la manera en que Michael Haneke ha escrito los diálogos de Benny y la chica que invita a su casa como si se tratara de gente mayor. Existe en ellos una tranquilidad extraña, son pausados. Saborean el mundo y lo exploran con una fascinación interior, sin la excitación exteriorizada propia de su edad. Muestran también una sexualidad intensa. Dos chicos solos en un departamento, sin padres, Benny resulta interesante con todo su equipo de video y su cigarro en la mano, la chica tiene un aspecto andrógino inquietante. Me da la impresión de que hubiera algo sumamente sexual y visceral en la escena en que comen pizza… al final se sonríen cuando la chica cuenta que no tiene que regresar a casa. Poco después explota la violencia.
El asesinato, el mal comportamiento en el colegio, la cabeza rapada no son más que la explosión final, la violencia contenida que ha recorrido la película hasta este momento ha sido lo mejor. La tensión, esa sensación de que la violencia puede explotar en cualquier momento fue lo que más me cautivo. Pero el giro que sigue es desconcertante y es que la catarsis hace que Benny vuelva a ser un niño. Ya no veo en él esa especie de… control de la situación… ahora se deja llevar por sus padres. Es como si la violencia bajara su perfil, se ocultara para conservarse intacta hasta que las aguas se calmen y pueda volver a salir a flote.
La naturaleza es invencible. Benny camina por calles de una ciudad egipcia, un mercado. La pobreza, una realidad que siempre es violenta, rodea al chico, que rápidamente centra su atención en un par de pollos muertos que cuelgan de la mano de un egipcio. No creo que haya mucho más que agregar, incluso antes del final, el círculo está completo.
El final de Benny’s Video no se los cuento porque no quiero y porque prefiero simplemente asumirlo en vez de tratar de buscarle explicación. Siempre creí que la violencia mediada por lo audiovisual perdía su horror y causaba fascinación. Benny toma, asume, consume y vive todo a través del video, es por eso que la realidad no hace mella en él. Sólo existen él y la pantalla. (Gianmarco Gardella Velazco – PequeñosCinerastas.wordpress.com)
En Reservoir Dogs, una banda organizada es contratada para atracar una empresa y llevarse unos diamantes. Sin embargo, antes de que suene la alarma, la policía ya está allí. Algunos miembros de la banda mueren en el enfrentamiento con las fuerzas del orden, y los demás se reúnen en el lugar convenido
Mejor Director y Mejor Guión en el Festival de Cine de Sitges 1992
Hoy se cumplen 25 años del estreno mundial de Reservoir Dogs el 21 de enero de 1992 durante el Festival de Sundance. Ya entonces fue el título más comentado del certamen, pero finalmente se fue de vacío para casa, dándose la curiosidad de que Steve Buscemi también participaba en In the Soup, la gran triunfadora. Sin embargo, todos le recordamos más por su paso por la brutal ópera prima de Quentin Tarantino.
Con motivo de la celebración de dicho aniversario hemos querido repasar el proceso por el que se llevó a cabo la película y la multitud de anécdotas que hay sobre ella. Todo ello sin olvidarnos tampoco de sus méritos y de su importancia a la hora de definir el cine de su realizador y su particular universo cnematográfico. La idea inicial que tenía Tarantino era la de realizar Reservoir Dogs con un ajustadísimo presupuesto de 30.000 dólares, con una cámara de 16 MM y contando con amigos suyos. Por ejemplo, el productor Lawrence Bender iba a interpretar a Eddie, rol que acabó yendo a manos de Chris Penn, pero una copia del guion acabó en manos de Harvey Keitel gracias a la esposa de Bender y éste se involucró personalmente, logrando que el presupuesto se elevase hasta el millón y medio de dólares. Eso sí, no faltaron ofertas absurdas durante esa fase, desde un productor que ofreció aportar 1,6 millones de dólares a cambio de cambiar el final para que todo el mundo estuviera en realidad vivo y todo fuera una gran estafa hasta otro que aceptaba poner 500.000 dólares si a cambio su novia de por aquel entonces interpretaba al señor rubio.
Con el proyecto ya cambiado, había que definir quién iba a interpretar a quién, otra gran fuente de anécdotas. Por ejemplo, Tim Roth se negó a hacer una prueba tradicional, proponiendo irse de copas con Tarantino y Keitel para mostrar su talento cuando estuvieran borrachos. Debió irle bien, que acabó siendo el señor naranja, el mismo personaje que se rumorea que quería dar el director a James Woods, al que su agente nunca le hizo llegar la oferta. ¿Qué sucedió al enterarse tiempo después? Exacto, se buscó un nuevo agente. Por su parte, el propio Tarantino aparece en Reservoir Dogs dando vida al señor marrón, pero lo cierto es que él tenía decidido interpretar al señor rosa, pero aceptó dar la oportunidad al resto de hacer una prueba. Tan impresionado quedó con lo que hizo Steve Buscemi que acabó aceptando cederle el papel, y eso que el actor o que quería en principio era meterse en la piel del señor blanco o de Eddie. Buscemi no fue el único que acabó en un papel diferente al que quería, ya que Michael Madsen quiso ser el señor rosa, mientras que Roth iba con la idea de ser el señor rubio. Tampoco está nada mal la lista de actores que pudieron participar: George Clooney hizo la prueba para dar vida al señor rubio, Samuel L. Jackson al señor naranja -lo curioso es que impresionó lo suficiente a Tarantino para que escribiera luego al Jules de Pulp Fiction pensando en él para el papel-, mientras que Robert Forster y Timothy Carey quisieron ser Joe.
Además, antes de rodar Tarantino visitó el taller de trabajo de Sundance, donde obtuvo comentarios de todo tipo, pero el más decisivo fue el dado por Terry Gilliam, quien le dijo que lo más importante que tenía que hacer era aprender a delegar, es decir, saber encontrar a los técnicos adecuados a los que explicar qué era exactamente lo que quería. De ahí su mención durante los agradecimientos finales.
Tarantino contó con un presupuesto mucho más elevado del previsto, pero eso no impidió que tuviera que hacer frente a una serie de notables limitaciones. Uno de los detalles más curiosos es la especie de trueque a la que llegó con Robert Kurtzman, quien aceptó encargarse del maquillaje a cambio de que él metiese mano en el guion que años después serviría como base para From Dusk Till Dawn. Además, varios de los actores lucieron su propia ropa para ahorrar costes -Chis Penn su chaqueta o Steve Buscemi sus pantalones negros-, mientras que los míticos trajes que lucen los protagonistas fueron cedidos por un diseñador tan fan del cine de atracos que solamente con eso ya le bastó. Además, Michael Madsen cedió el Cadillac que utiliza su personaje y se redecoró la parte superior del almacén -un depósito de cadáveres en desuso- en el que transcurre la mayor parte del relato para hacerlo pasar por el apartamento del señor naranja. En otros casos no quedó más remedio que adaptarse a la situación. Un buen ejemplo de ello es la escena en la que el señor rosa roba un coche, ya que no les quedaba dinero para conseguir los permisos necesarios para cortar el tráfico y tuvieron que rodarla cuando los semáforos estaban en verde. Eso sí, el dinero no fue problema para que en todo momento hubiera un médico presente cuya principal misión era que la cantidad de sangre que iba perdiendo el señor naranja fuera lo más ajustada posible a la realidad.
Otra buena muestra de que Tarantino sabía exactamente a qué tenía que dedicar el dinero estuvo en el hecho de que había aceptado prescindir de banda sonora a cambio de conseguir los derechos del tema ‘Stuck in the Middle with you’ que suena en la escena más recordada de la película. Por suerte, se cerró un acuerdo para vender la banda sonora que le permitió utilizar más canciones, entre ellas ‘Little Green Bag’ para los créditos iniciales, aunque en principio estaba previsto que ahí escucháramos ‘Money’ de Pink Floyd. Por cierto, la célebre escena de la tortura estuvo a punto de ser eliminada por deseo expreso de Harvey Weinstein, pero seguro que ahora se alegra mucho de que Tarantino le convenciera de no hacerlo. Otro que no disfrutó de ella fue Madsen, quien sentía una aversión a la violencia y estuvo muy incómodo durante el rodaje, sobre todo cuando el policía menciona que tiene un hijo, ya que el actor había sido padre poco antes. Tampoco ayudó mucho que Tarantino buscase el mayor realismo posible y el actor que sufría la agresión estuvo dos horas atado en la silla para meterse en el personaje.
Al comienzo de Reservoir Dogs se habla de ‘Like a Virgin’, ofreciendo una visión muy personal del significado de la popular canción. A Madonna le gustó mucho la película, pero no dudó en enviarle una copia firma de su álbum ‘Erotica’ a Tarantino diciéndole que iba sobre el amor y no sobre penes. Con todo, tampoco sorprende que viera algo así en una película en la que se pronuncia la palabra joder hasta en 272 ocasiones. ¿Recordáis que se cuidó al detalle la cantidad de sangre que perdía el protagonista? Pues bien, eso dio pie a que Tim Roth se quedase literalmente pegado al suelo cuando se secó la sangre de pega, tardando varios minutos en conseguir que recuperase su libertad.
Lo cierto es que Reservoir Dogs estuvo lejos de ser un bombazo en Estados Unidos, en parte porque no hubo dinero para hacer una campaña promocional adecuada. A cambio arrasó en Reino Unido y también logró un enorme éxito crítico, siendo aún hoy la segunda película de Tarantino con un mayor porcentaje de críticas positivas en Rotten Tomatoes solamente por detrás de Pulp Fiction. Por mi parte, sigue siendo uno de mis títulos favoritos suyos y en él ya pueden verse todas las señas de identidad que definen su cine, desde detalles más generales como la cuidada selección musical -es increíble la cantidad de temazos que suenan y lo bien utilizados que están- hasta aspectos más concretos como ese característico contrapicado desde el interior del maletero de un coche.
No falta tampoco su particular verborrea -ojo, que se menciona a Pam Grier en cierto momento, la cual lideraría años después la infravalorada Jackie Brown-, que mantiene toda su frescura, o su predilección por romper la narrativa tradicional, incluyendo multitud de flashbacks y ocultando de forma muy astuta el propio atraco. Él mismo se enorgullece de ello, pero siempre me quedará la duda de si lo hubiera incluido de contar con más dinero. También es cierto que en algunos detalles formales -pienso por ejemplo en los planos en los que vemos a Steve Buscemi huyendo tras el robo- se nota que es su primera experiencia profesional, aunque ahí igual tuvo también influyeron las limitaciones presupuestarias. Más allá de eso el casting es sencillamente perfecto, hasta el propio Tarantino, quien en alguna ocasión posterior -especialmente en Django Unchained- no estuvo tan inspirado en esa faceta.
Por lo demás, llama la atención lo bien que funciona también su tratamiento de violencia, muy comentado en su momento -hasta impactó al mismísimo Wes Craven- y que a día de hoy ha sido ampliamente superado. A la hora de la verdad todo encaja en su sitio, tanto lo más visceral y directo como la mítica escena en la que es obvio que hay un claro regodeo, pero es que esa actitud es la que requería el personaje y dentro de la misma hasta hay cierta contención para las barbaridades que se mostrarían en la actualidad. Por todo ello, Reservoir Dogs sigue siendo una gran película 25 años después de su estreno y una magnífica carta de presentación de lo que luego nos ha ido dando Tarantino. Esperemos que no cumpla su promesa de retirarse tras hacer diez largometrajes, que son muchos los que han intentado hacer lo mismo que él, pero ninguno ha logrado estar a su altura. (Mikel Zorilla – Espinof.com)
Baraka es un aclamado documental sobre la naturaleza del planeta Tierra. Rodada en 24 países diferentes, trata de captar la esencia de la naturaleza y la cultura de la humanidad y sus costumbres, al tiempo que señala las formas en las que el ser humano se relaciona con su medio ambiente. La aparente fragilidad de la vida humana es contrastada con la grandeza de sus obras, subrayándose la desigual relación entre hombre y naturaleza. Baraka no tiene argumento lineal, ni personajes ni diálogos, pero, en medio de estos enormes contrastes, la espiritualidad de la humanidad surge como el elemento más importante que la distingue de otras especies. Un mundo más allá de las palabras.
El primer 10 que pongo. Y no es una exageración como otros hacen cada dos por tres en este sitio, colocando dieces a todo lo que les gusta minimamente. Este 10 es de verdad. Este es un 10 del CINE.
Es extraño pensar que un documental tan soberbio y con el que he conectado tanto, que me parece tan contemporáneo y tan atemporal, comenzó a rodarse varios años antes de que yo naciera, y se estrenó un año después de que yo viniera al mundo. Pocas cosas vistas en una pantalla han logrado hacerme sentir las emociones y tener las reflexiones que Baraka ha conseguido.
Baraka es una canción bella y triste al planeta Tierra y a la humanidad que habita en él, y al mismo tiempo uno de los mayores exponentes en fotografía cinematográfica. Al margen de lo que quiere contar, de lo cual hablaré a continuación, el documental es un hito en la historia del film. Las imágenes que captura y muestra son, ya sean paisajes místicos con culturas exóticas o calles urbanitas con gente de a pie, absolutamente maravillosas. Tal es la perfección de los encuadres, los sutiles movimientos de cámara, la genial utilización de la luz, la expresión de los colores, la brillante restauración de las imágenes en alta resolución… que en muchas ocasiones se sienten los olores de templos milenarios, se palpa el ambiente húmedo de las junglas, el calor de las ciudades orientales abarrotadas de gente, la solemnidad de encuentros espirituales… Todo ello en 70 mm de película, que prueba lo mejor de este arte y la unicidad de este medio analógico (por mucho que luego sea transformado a digital para su distribución en ultra alta definición). Pocos otros proyectos han logrado filmar imágenes tan impresionantes.
Porque si algo hace Baraka además de mostrar belleza en la imagen, es hacer sentir. O quizás hace sentir gracias a mostrar de una forma soberbia. Ambas cosas están interconectadas. El documental sabe colocarnos en un espacio sin tiempo determinado, para que viajemos a rincones de distintos mundos, y luego nos muestra a la gente, sus ritos, sus bailes, su lucha por la supervivencia, su desgracia, su mirada. Esas miradas fijas y serias que nos adentran en el alma de personas desconocidas y fascinantes. De pronto, tu «yo» deja de existir y estás viajando con la cámara de un lugar a otro del planeta, absorbido por el bello caos, la perfecta imperfección, la desconsoladora realidad humana que consigue hacerte replantear lo que te rodea y que a partir de entonces verás con otros ojos. Durante su hora y media de metraje es capaz de transformarte.
El viaje de Baraka es, al principio, una visita a nuestros orígenes como especie animal, a nuestros rasgos primitivos que aún no hemos dejado atrás, a la preciosa tierra sobre la que vivimos. Y de esas singularidades admirables, de esas particularidades que nos hacen únicos en el Universo, va desembocando en la decadencia de la modernidad, en la triste desigualdad de los países y las clases, en la explotación de los recursos naturales, en la ignorancia y la apatía infligidas por la posesión y la religión. La película nos derrumba. Da con un mazo a nuestra existencia y nos hace pedazos. Y mediante la mirada de un niño en la pobreza que sin esperanza alguna pide dinero sentado en la calle, a uno le hace llorar. Apoyar la cabeza sobre los brazos y llorar, porque uno que ha vivido bien, uno que ha tenido suerte en la vida, no es capaz de tragar que haya tanta injusticia, tanta desgracia y tanto sufrimiento y dolor en el mundo mientras a tu alrededor todo es nube de algodón. Pero no sirve de nada llorar, y el viaje de Baraka continúa. La humanidad, el planeta, con sus singularidades, sus injusticias, sus cosas buenas, sus rasgos preciosos… Dos veces he visto este documental, y las dos veces me ha tocado tan hondo como nada lo ha hecho antes.
Esto que transmite Baraka no sería posible sin la espectacular fotografía. Todo se reduce a eso. Por eso este documental ha sido mundialmente aclamado. Porque el buen cine, el de las imágenes que pretenden mostrar una realidad que viene con emociones, es así. Puro arte que utiliza una cámara que graba una sucesión de instantáneas para decir algo especial. Cuando se sabe hacer cine, cuando se sabe hacer fotografía y hay una idea con la que acompañar el talento cinematográfico, el resultado es esto. Esto es tan valioso como cualquier otro documento que registre la historia humana o la historia del planeta. Con Baraka se trasciende el entretenimiento y se hace arte, ciencia, la propia historia. Es un libro de imágenes sobre lo especial de nuestro mundo. Lo malo, lo bueno, simplemente lo que nos caracteriza. Y de cada espectador dependerá decidir si lo que ve le gusta, si lo que ve le emociona, si lo que ve le cambia. A mí, como viajar de verdad, Baraka me gusta, me emociona y me cambia. (Aitz – ecartelera.com)
Porco Rosso es un cerdo aviador que frustra todos los actos de piratería perpetrados por los piratas aéreos del Adriático. Éstos, decididos a acabar con el valiente y hábil aviador, se ponen de acuerdo para contratar a un aventurero americano cuya misión será eliminarlo.
Mejor Largometraje en el Festival de Annecy 1992
Mejor Película Animada y Mejor BSO en el Mainicho Film Concours 1992
Un cerdo que pilota un hidroavión por las aguas del Adriático en el período de entreguerras. No hacen falta más palabras para que la imaginación se estimulara sobremanera ante las posibilidades que se abrían a partir de la premisa inicial que servía a Hayao Miyazaki como trampolín para servirnos en bandeja de plata la que sería su producción número seis. Una que, sin yo saberlo, estaba llamada a convertirse en mi favorita del Estudio Ghibli. Como lo leéis. Tengo en un pedestal, y no soy el único, a dos de los cinco títulos en los que, después del presente, se embarcará Miyazaki en las tareas de dirección. Y no tengo problemas en admitir que ambos filmes, de los que hablaremos en breve en este ciclo, se sitúan muy por encima en infinidad de aspectos de lo que aquí podemos ver. Y aún así, si me preguntáis cuál es mi preferida de los estudios nipones responderé sin vacilar: Porco Rosso
Y es que esta curiosa historia que nada tiene que ver con lo que el cine de Miyazaki nos había ofrecido hasta entonces ni, por ende, nos ofrecería desde entonces, pertenece a ese nutrido grupo de películas que por razones diversas uno tiene en una estima que bien cabría ser calificada como inexplicable por cuanto, a la hora de defenderla, y trascendidos los argumentos «objetivos» —detesto el término, pero en fin— las alabanzas pasan al plano de lo emocional dando por concluído cualquier posible debate.
Ya que lo he sacado a colación y, como digo, por mucho que aborrezca el sustantivo «objetividad» a la hora de hablar de la apreciación del arte, centremos esta primera parte de la entrada en apuntar a las obviedades más evidentes que, bajo parámetros «objetivos», pueden afirmarse sobre Porco Rosso. Y no se me ocurre mejor manera de empezar que hacerlo por el superlativo trabajo que Joe Hisaishi realiza en los pentagramas.
El compositor, que llevaba colaborando con Miyazaki desde Nausicaä (1984), se imbuye de forma plena en el espíritu mediterráneo y evocador que rodea a la cinta para escribir una partitura asombrosa, de una riqueza temática espectacular que tan pronto se hace eco de la acción más adrenalínica —la huida por los canales de Milan— como refleja, con orquestaciones propias del ambiente en el que se mueve la acción, el candor y determinación de Fiona o la sutil vertiente romántica del relato.
Con Hisaishi dando alas a todas y cada una de las escenas en las que la música tiene protagonismo —porque, ya que es el que suena ahora mismo en mis altavoces, ¿qué me decís del que acompaña a la construcción del avión?— el segundo punto para cuya defensa es innecesario recurrir a justificaciones personales es, qué duda cabe, la maravillosa animación con la que Miyazaki y su equipo nos transportan de forma inequívoca a esa época en la que pilotar un avión estaba envuelto de un romanticismo que, como muchos sabéis, es el mismo que el cineasta siempre ha sentido por el mundo de la aviación.
Dejándolo ver aquí y allá en sus producciones previas —sobre todo en Nausicaä y en la maravillosa El Castillo en el Cielo (1986)— es Porco Rosso la primera producción en la que, de forma más plena, Miyazaki puede volcarse en reflejar su absoluta pasión por los aeroplanos; una pasión que de forma directa se transmite aquí al espectador en los muchos instantes en los que la pantalla queda inundada por la simpleza de un avión recortándose contra el cielo y que es, a la postre, motivo fundamental de la inclinación personal por el presente filme.
Conjugando con presteza la belleza sin par de «escenarios naturales» del Adriático —asombrosa es la variedad que se confiere al mar, el cielo y las islas que pueblan el citado mar— con, por ejemplo, el marco de fondo temporal que supone Milán; lo sublime de la animación de Porco Rosso, y la genialidad que de nuevo esconden los diseños de sus personajes —atención especial merecen los mastuerzos de Mammaiuto— es el tapiz del que Miyazaki vuelve a servirse para narrar a placer la historia que él mismo escribe.
Una historia que, dejándose llevar, mezcla el humor más socarrón y honesto con el citado romanticismo —en acepciones que varían desde el amor romántico al cómo se mira aquél mundo pasado en el que se ancla el relato—, un sentido épico de la acción y cierta crítica socio-histórica de fondo hacia el surgir del fascismo. Resultado de tan explosiva mezcla es una trama que nunca aburre, que mantiene completamente enganchado al espectador y que es la herramienta perfecta de la que poder echar mano para lucir una dirección ESPECTACULAR.
Porque si la animación quita el hipo, lo que la realización de Miyazaki pone en jaque deja en ridículo a cualquier otra cinta de «dibujitos» que se estrenara aquél año de 1992. Imaginativa y de una locuacidad extrema, el perfecto equilibrio que logra el trabajo del cineasta entre la enérgica forma en la que se planifican las secuencias de duelos aéreos y el más pausado devenir en el que se arropan el resto hace de Porco Rosso todo un prodigio a la altura de las mejores películas que ha dado esta forma de hacer cine.
Todo lo anterior transmite, de punta a cabo, unas sensaciones que, mesurables en ciertos momentos —cuando la cinta se propone hacer reír lo consigue sin esfuerzo, con una naturalidad asombrosa—, son casi indescriptibles en muchos más: si uno deja prejuicios a un lado, dejarse enamorar por Porco, Fiona, Piccolo, Gina, Curtis o los mamarrachos de Mammaiuto es un proceso que surge de forma tan espontánea como lo haría de tratarse los personajes seres de carne y hueso interpretados por actores reales.
Si de algo habla tal cualidad, es de la solidez a prueba de bombas en la que casi siempre —su última cinta no terminó de convencerme la única vez que la he visto hasta ahora— se pertrechó armado hasta los dientes un Hayao Miyazaki que demostró a occidente con argumentos de una categoría incuestionable que el cine de animación no era coto de caza exclusivo del mundo infantil.
Lo hizo tan bien y de forma tan imperecedera aquí, en la cinta que hoy os hemos traído; y lo haría tan bien en las dos que seguirían a ésta, que es de todo menos descabellado afirmar sin miedo a equivocarnos que la terna que forman Porco Rosso, La Princesa Mononoke y El Viaje de Chihiro, se debe contar entre las catorce mejores producciones de animación de la historia del séptimo arte. (Sergio Benitez – Espinof.com)
Léolo es un niño que vive en un humilde barrio de Montreal, atrapado en una sórdida existencia. Cada noche intenta evadirse por medio de los recuerdos, los sueños y su desbordante imaginación, pero la cruda realidad familiar interrumpe siempre sus fantasías: tiene un padre obsesionado por la salud intestinal de toda la familia, un hermano culturista que vive preso del miedo, dos hermanas que padecen trastornos mentales, un abuelo a quien nadie presta demasiada atención y una madre enorme que domina el microcosmos familiar.
Espiga de Oro (Festival de Valladolid – Seminci 1992)
Si hay algún término que define a Léolo, ése es poesía: Poesía ante la miseria, poesía ante la realidad, poesía ante la locura.
Con su segunda y última película, cinco años antes de que él y su novia muriesen en un accidente de avioneta en Cánada, Jean Claude Lauzon realizó una obra de carácter complejo, bello y al mismo tiempo completamente subyugante y perturbadora.
La película adopta el nombre de su protagonista, Léolo, un niño que pasa la mayor parte del tiempo escribiendo en su block de notas, tirando hojas arrugadas al suelo, mientras una voz en off adulta nos cuenta todo lo que su mente y su bolígrafo plasman en el papel en blanco. Es un continuo devenir de ideas que convierten el film en una obra que avanza a través de relatos e historias yuxtapuestas sin una continuidad temporal clara, y entre fundidos en negro, elegantes travellings y estudiados cambios de plano.
Léolo vive en un barrio marginal de Montreal, Canadá. Sus padres le pusieron el nombre de Léo Lauzon. Sin embargo, él se inventa una identidad propia para escapar de la locura que padece su padre (y gran parte de su familia). Con tal fin, acostumbra a soñar con una divertida historia en la que un tomate fecundado por un italiano va a parar dentro del cuerpo de su madre, dando a Léolo vida propia. Desde entonces, tal y como él dice: “exijo que se me llame Léolo Lozone. Nadie tiene derecho a decir que no soy italiano. Italia es demasiado bonita para pertenecer sólo a los italianos.”
Como él mismo reconoce, escribe todo lo que se le pasa por la cabeza, convirtiendo a su familia en personajes de ficción sobre los que habla como si fueran extraños.
Una de las figuras más importantes es la de su madre, único miembro de la familia que, como él, está libre del fantasma de la locura. Sin duda, es la persona a quien más ama. Ella “navegaba como un gran barco en el mar de la locura”. “Era cálida y olorosa. Me gustaba que me abrazara entre sus grasas. El olor de su sudor me tranquilizaba.”
Cariño es lo que siente por su hermano. “Yo quería a Fernand por la ternura de su ignorancia”. Desde que Fernand tiene una pelea en la que se rompe la nariz, este se obsesiona con ejercitar sus músculos hasta convertir su cuerpo en el de un culturista. Pero el miedo puede con él cuando tiene que volver a pelearse. “Ese día entendí que el miedo habitaba en lo más profundo de nosotros mismos. Y que ni una montaña de músculos o un millar de soldados podrían cambiar nada”.
Su musa, Bianca, será otro de los personajes fundamentales en el devenir del protagonista. Representa para él la figura del amor supremo, y aparece continuamente en sus sueños. “Entre mi habitación y Sicilia hay 1.889 kilómetros. Entre mi habitación y la casa de Bianca hay 5’80 metros, y sin embargo está tan lejos de mí… Bianca, amor mío, hacen falta sólo tres palabras para decir: Bianca, amor mío. He tomado el camino más corto”.
Por último debemos destacar al Domador de Versos. Con él empieza la película y con él termina. Se trata de un hombre que pasa largas horas en su barroco castillo, entre estatuas griegas, estanterías repletas de libros antiguos y grandes candelabros encendidos. Ocupa su tiempo recogiendo de la basura fotografías y cartas, para leer las historias anónimas que guardan en su interior. Él es el que descubre las hojas que Léolo deshecha de su diario y el único que conoce todo lo que piensa nuestro protagonista.“El domador cree que las imágenes y las palabras deben mezclarse en las cenizas de los versos para renacer en la imaginación de los hombres… me llevó tiempo comprender que él era la reencarnación de Don Quijote y que había decidido luchar contra la ignorancia y protegerme del abismo de mi familia”.
Más allá de los personajes y el modo en que Leolo interactúa con ellos, es la iluminación lo que nos permitirá comprender los sentimientos del niño. Los tonos verdes viscosos de su infancia y la oscuridad que predominan alrededor de la presencia del padre se contraponen a la cálida luz amarilla del castillo donde vive el Domador de Versos. Los colores gélidos del psiquiátrico se enfrentan al haz de luz blanca que sale de su armario y que representa sus sueños.
Un elemento recurrente a lo largo del metraje es el agua. Vemos al Domador de Versos y a Léolo andando de noche bajo la lluvia, leyendo junto a una cascada. Aquí, el agua es refugio y símil de su propia salvación. Por ello, se compra un equipo de buceo, desea refugiarse bajo el agua. Aún así, sus sueños se retrotraen a su pequeña piscina azul, en la que un día jugando, casi se asfixia a manos de su abuelo. El agua también representa en otros momentos la miseria en la que viven y de la cual no pueden escapar.
El guión es bastante escatológico. El padre está convencido de que limpiar el intestino es la mejor forma para purificarse y evitar cualquier enfermedad, por lo que todos los viernes suministra un laxante a cada miembro de la familia. Lo hace como un rito habitual, aunque Léolo, a escondidas, tire la pastilla que le da. Él mismo dice: “la mierda se había convertido en la obsesión de mi familia”.
No menos provocativa es la forma en que Léolo descubre el sexo: probando a masturbarse con un trozo de hígado que su madre ha comprado en la carnicería; o el momento en que un grupo de chicos animan a uno de ellos a realizar un acto de zoofilia.
La música también contribuye a conformar una película original y compleja. Las canciones provienen de diferentes autores de diversos países, y están elegidas con la intención de crear determinadas atmósferas puntuales: ‘The lady of shalott‘ de Loreena Mckennitt, ‘Spem in Alium‘ de The Tallis Schollar, ‘Gloria‘ de Ariel Ramírez y los Fronterizos, ‘Cold, cold, ground‘ y ‘Temptation‘ de Tom Waits, ‘Alleluia‘ de Marie Keyrouz, ‘L’Orange‘ de Gilbert Becau, ‘You can’t always get what you want‘, de Mick Jagger y Keith Richards, y la canción ‘Chanson de Bianca‘ de Francois Dompierre, creada específicamente para el film.
El ‘David‘ de Miguel Ángel aparece al principio y al final de ‘Léolo‘. Es posible que el director nos quisiese comparar la lucha del protagonista contra la locura con la pelea entre David y Goliat. Pero Léolo se defiende con su imaginación y con cualquier folio sobre el que pueda escribir. Su director, Jean Claude Lauzon, supo jugar magistralmente con una historia compleja que ganó la Espiga de Oro en el Festival de Valladolid. (Isabel Cabanas – elcineenlasombra.com)
El estreno de una película de Robert Altman es un acontecimiento con gran significado. El director de una serie de éxitos comerciales y artísticos de la década de 1970, ha vivido en exilio de Hollywood autoimpuesto desde hace algunos años, aventurándose de vez en cuando en el teatro o la televisión. The Player marca su regreso al mundo de la producción y a la distribución cinematográfica a gran escala. Cualesquiera que sean las debilidades de la película, su regreso es bienvenido.
The Player es una película sobre la industria del cine, o en palabras de Altman, es “acerca de sí misma… una película sobre una película que trata acerca de las películas». La figura central es un joven ejecutivo del estudio de cine, Griffin Mill (bien interpretado por Tim Robbins), que habita en un universo que ha trascendido la amoralidad. La única ley de la industria retratada en The Player es la “muerte rápida”. El recordar, en lo que se refiere a cualquier individuo, se extiende a los ingresos de taquilla de su último proyecto. Mill es asediado continuamente por guionistas que tratan de “engancharlo” con películas—“Es como un encuentro entre Ghost con The Manchurian Candidate”—que casi siempre incluyen partes para Julia Roberts y Bruce Willis, las estrellas rentables del mes.
Los negocios se llevan a cabo en todas partes, en las oficinas, restaurantes, fiestas, salas de juntas, coches a través de los teléfonos móviles, máquinas de fax y otras tecnologías modernas y avanzadas. Cada artículo de ropa y el mobiliario debe ser el mejor, debe ser «visto» como lo mejor. Sólo la posición de más alto nivel y las oficinas más grandes y lujosas cuentan, y cuanto más cerca se está de la de la posición más alta posible, cuanto más cerca se encuentra el despido, el fracaso y la ignominia. Mill pregunta a cada persona de autoridad sobre él que conoce: «¿Debo evacuar mi oficina?” En un toque de ironía innecesaria, el guión de lThe Player hace que Mill haga un discurso en un banquete, declarando que las películas son arte, “ahora más que nunca”.
Paranoia, traición, auto humillación —la moral de la Roma de Calígula— estas son las características del actual Hollywood, según los cineastas de la película. La existencia de Mill es sin ninguna certeza o permanencia. Es joven y desagradable. Se ve amenazado por cualquiera que sea más joven y más desagradable, en especial por un Larry Levy (Peter Gallagher), que atormenta su existencia. Al mismo tiempo, Mill está recibiendo tarjetas postales amenazantes de un guionista rechazado, uno de los muchos a quien ha prometido que “lo llamará”. Cuando las amenazas de muerte se convierten intolerables para él, le sigue la pista a quien cree ser el responsable, equivocadamente, y lo mata en el estacionamiento de un edificio de arte cinematográfico que está mostrando Ladrón de bicicletas .
Mill se involucra con la ex novia del escritor, June (Greta Scacchi), un pintora islandesa que pinta lonas azules como hielo, y, a través de la comprensión de ella, llega él a calmar su conciencia de su crimen. Ella demuestra tener menos conciencia que él. En el spa de lujo del desierto al cual Mill la lleva, ella le pregunta con asombro, “¿Existen lugares como éste? “Él responde: «Sólo en las películas”.
Al final de The Player, Mill y June son una pareja que esperan un hijo, ahora es jefe del estudio, y la película con la que se enganchó es una pieza contundente de la realidad social sin “ninguna estrella” y “sin un final feliz” que ha sido transformada, inevitablemente, en una historia con una conclusión predecible y protagonizada por Julia Roberts y Bruce Willis. Sólo queda una nube oscura en el horizonte, el original guionista amenazante. Pero Mill tiene una estrategia para resolver eso.
La película, que Altman describió al New York Times como un “ensayo sobre la moralidad” es divertida y aguda por varias razones. En un agradable gesto, el jefe del estudio a quien Mill reemplaza finalmente es interpretado por un actor de carácter (Brion James), que normalmente la hace de matón y asesino. La escena en la que el enemigo de Mill, Levy, sugiere que el estudio podría prescindir de los escritores totalmente, y Mill añade que si pudieran acabar con los escritores, y también con los directores, podrían entonces acertarle a algo —lo cual es un agudo recordatorio acerca de los principios morales que guían a la industria.
Sin embargo, la “fuerza» de The Player, su cualidad de «saber», su cercanía a la escena de Hollywood, su utilización de decenas de estrellas, sus bromas internas, es también su debilidad. El gran crimen de Hollywood no es que “mata” a los escritores y la creatividad en general; es que no es un club privado cuyas actividades sólo afectan a los «jugadores» cercanamente involucrados.
El cine es un medio de gran alcance. En el marco del sistema de ganancias, el cine, con todo su gran armamento tecnológico, permanece en manos privadas, en manos de unos despiadados mediocres. Su “visión» del mundo, o la visión que pagan a sus asalariados para que produzcan, se transmite en miles de cines. Lo que The Player pierde totalmente de vista es el impacto de los puntos de vista distorsionados y rotundamente falsos que surgen de las grandes producciones de estudio.
Las «víctimas» principales de la propiedad privada de la producción de la película no son los escritores y directores que se ven excluidos del proceso, por más legítimas que sean algunas de sus quejas, sino las decenas de millones de fanáticos a los que mienten sistemáticamente y que absorben diariamente los sueños manipulados de la industria cinematográfica, de una medida u otra. En otras palabras, The Player es la voz de los «de afuera” dentro de Hollywood, no de los que tienen poco o no tienen nada que se encuentran fuera de Hollywood.
Sería injusto afirmar que The Player en vez de ser una crítica devastadora de los estudios de Hollywood es una “ofrenda de paz”, pero la película es indudablemente “blanda” en su tema. Se podría decir que Altman fue cargado con un guión inadecuado, pero él es el responsable del producto final. No hay duda de que Altman tiene un respeto secreto, o no tan secreto, y admiración por su personaje central, por su capacidad de “salirse con la suya”.
No es apropiado que un cineasta cuyo tema central es la inestabilidad, la pérdida de la certeza y el colapso de la identidad se haya convertido en una de las figuras más importantes después del sistema de inseguridad de los estudios de Hollywood en la década de 1970.
Robin Wood ha descrito el “patrón recurrente” de Altman en la forma siguiente: “El protagonista, en un principio seguro de su capacidad para hacer frente a lo que se compromete, poco a poco descubre que su control es una ilusión, que se ha implicado en un proceso que su propio conocimiento está lejos de entender y que probablemente culminará con su destrucción”.
Repitiendo, Altman es un jugador y el hijo de un vendedor de seguros. Ha dicho: «Para ser un jugador, el riesgo tiene que ser devastador. Si usted es un jugador, lo que tiene que perder es toda su seguridad. El dinero representa seguridad… y ocurre un cierto ‘joie de vivre’ cuando uno se acerca al peligro, el cuerpo se prepara para ello… pero para un jugador eso es peligroso, ya que los riesgos tienen que seguir escalando”.
La imprevisibilidad, la inestabilidad, la obra de la casualidad, la espontaneidad, la arbitrariedad, la falta de lógica en el universo —estas son la sensibilidad de Altman. También influyen en su método de dirigir la actuación. A menudo permite a los actores contribuir líneas y bloques enteros de diálogo. Reescribe escenas a último momento. “Prefiero levantarme temprano por la mañana para escribir el diálogo final para las escenas de ese día. No es improvisación. Es sólo una técnica para mantener el proceso de trabajo lo más espontáneo posible”.
En su mejor momento, Altman simpatiza con la tragedia de los hombres o mujeres que se están ahogando en sus crisis, esos auto engañados pequeño burgueses quienes «siempre pierden a largo plazo debido a los porcentajes”. California Split, una película acerca de jugadores, El largo adiós, una versión de la novela de Raymond Chandler, y Ladrones como nosotros, la historia de bandidos de poca monta durante la Gran Depresión, son quizás sus películas más logradas. Exuden una simpatía y compasión para los que siempre pierden en Estados Unidos. De hecho, representan una especie de celebración de perder. Nashville, una producción demasiado ambiciosa, pero de vez en cuando fascinante, del país y de la industria de la música rural y del oeste de Estados Unidos, como una metáfora de la estructura política americana y Buffalo Bill, un relato del famoso “indio cazador «, ambos hacen ataques fuertes de charlatanería, patriotismo y mentiras de todo tipo.
Altman es, sin duda, un extraordinario director de actores. Ha demostrado una gran sensibilidad a las mujeres en sus películas, la prueba de cualquier artista. Ha logrado producir actuaciones perdurables de actrices tan dispares como Julie Christie, Lily Tomlin, Gwen Welles, Barbara Harris, Ann Prentiss y Ronee Blakley. Tres mujeres, una película misteriosa que Altman dijo que se basaba en un sueño, tiene actuaciones extraordinarias de Shelley Duvall, Sissy Spacek y Janice Rule. Un crítico que se refirió al “lirismo sostenido de Altman… con una cámara contemplativa y siempre en movimiento” en Tres Mujeres, comentó que el director “quiere que su público, sobre todo, permanezca inquieto e inestable. Él es el peor enemigo de los finales felices y moralejas de consuelo”. En su mejor momento, Altman convincente y artísticamente transmite su indignación por el estado de las relaciones personales y sociales, un escándalo que provoca al espectador a considerar cómo el mundo debe ser cambiado.
The Player no puede ser considerado como Altman “en su mejor momento”. La deficiencia de las concepciones de Altman, su inconfundible simpatía por Mill no como ejecutivo, sino Mill como un tomador de riesgos, junto con un guión que es demasiado pulcro, inteligente y empachado de si mismo, hacen que The Player sea mucho menos buena que el ataque fulminante que los críticos han reclamado que es. No obstante, la película tiene bastantes momentos de diversión y de subversión, suficiente indignación, suficiente inteligencia para hacer que valga la pena verla. (David Walsh – Wsws.org)
Unforgiven cuenta la historia de William Munny, un pistolero retirado, viudo y padre de familia, que tiene dificultades económicas para sacar adelante a su hijos. Su única salida es hacer un último trabajo. En compañía de un viejo colega y de un joven inexperto, Munny tendrá que matar a dos hombres que cortaron la cara a una prostituta.
Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor Secundario y Mejor Montaje (Premios Oscar 1992)
Mejor Director y Mejor Actor Secundario (Premios Globo de Oro 1992)
A mediados de los años 70 un guionista poco conocido por aquel entonces, David Webb Peoples —años más tarde conocido por el guión de ‘Blade Runner’ (id, Ridley Scott, 1982)—, escribió el guión de Unforgiven influenciado sobre todo por el visionado de una de las obras maestras de Martin Scorsese, ‘Taxi Driver’ (id, 1976) y por la lectura de la novela ‘The Shootist’, obra de Glendon Swarthout, que conocería una adaptación de la mano de Don Siegel protagonizada por John Wayne, (‘The Shootist’, 1976). Hay que apuntar que dicho film guarda no pocos parecidos con el que nos ocupa, por cuanto también narra las últimas andanzas de un viejo pistolero que sólo busca acabar sus días con algo de dignidad. El primero en interesarse por el libreto fue Francis Ford Coppola, que pensó en Gene Hackman para interpretarlo, pero por una razón u otra fue retrasándolo hasta que expiró su opción de compra.
Eso ocurrió en 1983, tras el rodaje de ‘Sudden Impact (Clint Eastwood, 1983), cuando el famoso actor, aconsejado por Sonia Chernus —guionista del mejor western de Eastwood, ‘The Outlaw Josey Wales’, 1976, se fijó en el mismo y enseguida se dio cuenta de que era lo que siempre había estado buscando. Pero en lugar de ponerse rápidamente a filmarlo, hizo algo que muy pocos se atreven a hacer por voluntad propia: esperar durante casi diez años a tener la edad adecuada para interpretar a William Munny. De esta forma el proyecto maduró en la cabeza de Eastwood, e incluso dirigió otro western en el proceso de espera, ‘Pale Rider’ (1985).
La historia nos presenta a William Munny, un antiguo pistolero que ahora vive con sus dos hijos pequeños alejado de todo mal, aunque en condiciones precarias. La relación con su mujer Claudia, fallecida a la temprana edad de 29 años, hizo que Munny se apartase del mal camino que llevaba convirtiéndose en un hombre de bien. Pero la leyenda hace que alguien siempre esté interesado en rescatarla del olvido. Munny recibe la visita de un joven atrevido, Schofield Kid, que quiere pedirle ayuda para matar a dos hombres que rajaron la cara a una prostituta y no recibieron castigo por ello. La recompensa de 1.000 dólares que hay convence a Munny de volver a las andadas, aunque las cosas ya no son tan fáciles como entonces. Con Schofield y un antiguo socio, Ned Logan, partirán a implantar ¿justicia?
Uno de los últimos rótulos de Unforgiven es un conciso “dedicated to Sergio and Don”. Evidentemente se refiere a Sergio Leone, con quien hizo la mítica trilogía del dólar, y Don Siegel, con quien hizo cinco películas —si contamos la ópera prima de Eastwood, seis—, y de quien aprendió prácticamente todo lo que sabe de dirección. Estos dos autores navegan por las imágenes del film, pero menos de lo esperado. Nombres como John Ford —la contenida lírica del relato—, Sam Peckinpah —el héroe crepuscular condenado a un fatal destino—, John Huston —el perdedor—, o William A. Wellman —una vez más (‘The Ox-Bow Incident’, 1943) se vislumbra en su obra— están más presentes que los dos antes mencionados, pero dichas influencias están asimiladas como debe ser. Insertadas inteligentemente en la historia no ahogan ni por un instante el estilo de Eastwood, fusión de clasicismo y modernidad que ningún otro director posee en la actualidad.
Unforgiven parece una continuación de los temas planteados por el propio Eastwood dentro del género del western, de Ford que en los años 60 nos ofreció su visión crepuscular del género con la imprescindible ‘The Man Who Shot Liberty Valance’ (1962), y de Peckinpah, que con su mirada violenta descompuso la épica de un mundo en extinción, el de los viejos pistoleros que deben adaptarse a los nuevos tiempos. William Munny, a quien Eastwood arrastra literalmente por el suelo infinidad de veces, o le hace caer de su caballo, bien podría ser una extensión de Josey Wales, con quien termina de emparejarlo tras el enfrentamiento final en el bar. El biógrafo le pregunta cómo eligió el orden para matar a los cinco hombres que se enfrentaban a él. La respuesta de Munny es una evolución lógica a la respuesta que da Wales en ‘El fuera de la ley’ en una situación parecida.
La figura del biógrafo remite directamente al citado film de John Ford, en el que la leyenda quedaba más bonita que la realidad. W.W. Beauchamp (Saul Rubinek) también busca la leyenda en la historias, por lo que éstas son recordadas, pero su periplo le llevará hasta el mismísimo centro de la realidad, comprobando que ésta es mucho más cruel y triste que todo lo ya no escrito, sino imaginado. Será testigo directo del último acto horrendo de William Munny, el asesino de mujeres y niños, cuya transformación en el relato sigue una lógica interna. Tras once años apartado del alcohol, el principal motivo de su pasado violento, las armas o los caballos —en el film monta una yegua—, volverá a ser el que era antaño cuando le comuniquen la muerte de su amigo Ned y coja una botella de whisky de la que se pondrá a beber.
Unforgiven tiene un estructura casi circular, adornada con la historia paralela de Bob el inglés —sensacional y divertido Richard Harris—, un pistolero que ha acudido al pueblo atraído por la recompensa. Su enfrentamiento con Little Bill Daggett, el sheriff del pueblo, no sólo es un anticipo de lo que le espera a Munny y sus amigos, sino que sirve para vestir el personaje de Daggett, uno de los antagonistas más fascinantes que haya dado el cine en los últimos años. Gene Hackman, que se llevó un merecido Oscar por su interpretación, logra crear un personaje con múltiples aristas que va más allá de ser el típico villano de la función. Daggett es un hombre con un peculiar sentido de la justicia, y puede resultar tan temible —la paliza delante de todo el pueblo a Bob el inglés— como encantador por torpe —la penosa construcción de su casa—. Un rival a la altura de la leyenda de William Munny.
También nos habla de Ned Logan, quizá el único personaje positivo en un relato donde los buenos no son tan buenos ni los malos tan malos. Morgan Freeman, en su primera colaboración con Eastwood, transmite esa humanidad típica en muchos de sus personajes. Un hombre que ayuda a su amigo, pero llegado el momento de la verdad no puede disparar contra un hombre porque realmente él ya se ha reformado, ha dejado atrás de verdad su pasado violento. Schofiled Kid —un convincente Jaimz Woolvett— refleja la juventud, el ímpetu, la fanfarronería, tal vez lo que Logan y Munny fueron en sus tiempos jóvenes. El chico ayudará a Munny hasta que descubre por sí mismo que matar a un hombre puede ser algo fácil de hacer, pero muy duro de asimilar.
Hasta el clímax final, Eastwood alterna paisajes abiertos con escenas de una oscuridad casi extrema, en la que apenas pueden verse los rostros de los personajes. Poco a poco, las tinieblas van ganando a la luz en una historia cuyo clímax parece desarrollarse en el mismísimo infierno, fotografiado por un Jack N. Green en plena forma. En la famosa escena del bar, Munny aparecerá cual figura fantasmal, para llevar a cabo su venganza personal y demostrará la eficacia de la historia que instantes antes Daggett ha contado al biógrafo: un hombre tranquilo es el más peligroso en un tiroteo. La fotografía es más tenebrista que nunca, y Munny, que sabe que se verá con Daggett en el infierno, desaparece en medio de la lluvia no sin antes lanzar una advertencia de muerte y destrucción.
Unforgiven está delimitada por dos planos al más puro estilo John Ford —como si, a modo de homenaje, todo lo narrado por Eastwood no sobrepasase al más grande director de westerns que ha habido—. Un texto nos indica el pasado de Munny, y cómo una mujer le cambió la vida. Dicha mujer se llamaba Claudia, y su madre, que viajará hasta el último lugar de descanso de su hija, jamás llegará a entender por qué su única hija se casó con un hombre tan violento. Nadie conoce la verdadera cara de William Munny, sólo Claudia —pocas veces un personaje que no aparece físicamente en una película tuvo tanta presencia en una historia—, y el espectador.
Una obra maestra ya no sólo del western, sino del cine en general. Un Eastwood introspectivo que hizo las delicias de los críticos europeos, mientras que en Estados Unidos tenía un gran éxito de público y se alzaba como la vencedora en los Oscars entregados en 1993, siendo el tercer western en toda la historia que conseguía el premio a la mejor película, tras ‘Cimarrón’ (id, Wesley Ruggles, 1931) y ‘Dances with Wolves’ (Kevin Costner, 1990).
El bello tema a guitarra que puede oírse a lo largo del film, ‘Claudia´s Theme’, fue compuesto por el propio Clint Eastwood. Está interpretado por Laurindo Almeida, excelente músico brasileño que colaboró en film de William A. Wellman —‘Good-bye, my Lady’ (id, 1956)— o Sam Peckinpah (‘The Deadly Companions’, 1961)—, y contiene arreglos de Lennie Nieahus. (Alberto Abuín – espinof.com)
En el año 1890, el joven abogado Jonathan Harker viaja a un castillo perdido de Transilvania, donde conoce al conde Dracula, que en 1462 perdió a su amor Elisabeta. El Conde, fascinado por una fotografía de Mina, la novia de Harker, que le recuerda a su Elisabeta, viaja hasta Londres «cruzando océanos de tiempo» para conocerla.
Mejor Vestuario y Mejor Maquillaje en los Premios Oscar 1993
Mejor Fotografía 1992 para la Asociación de Críticos de Chicago
Probablemente debería empezar con la aclaratoria de que Dracula, de Bram Stoker, fue la primera novela que leí en mi vida, y su influencia ha sido crucial en mí. No a un nivel literario, sino más bien estético. Ese libro, regalo de mi padre, se convirtió para mi en una referencia de todo lo que era oscuro, tétrico y por lo tanto atrayente. Es imposible decir a ciencia cierta lo que significó, pero digamos que el Conde siempre ha sido un personaje que ha revoloteado en mi mente, persiguiéndome durante años. Está claro que no soy el único, ya que por algo este personaje ha sido llevado a la pantalla en tantas ocasiones. Durante mucho tiempo, los nombres de Bela Lugosi y Christopher Lee habían estado irremediablemente ligados a la memoria del señor de todos los vampiros. Estos dos actores hicieron de Dracula su vida, y por lo menos en el caso de Lugosi, hombre y personaje formarían una unidad indivisible.
Por eso es que en 1992, cuando Francis Ford Coppola decidió llevar a la pantalla una nueva versión de Dracula diferente de todas las demás, más de una ceja se levantó ante lo que era uno de los mayores riesgos que podía correr este director. Su productora, American Zootrope, estaba casi en la ruina, por lo que un fracaso de esta película la tiraría por el desfiladero. Afortunadamente, el resultado fue magistral. Dracula (1992) fue no solamente un gran éxito de taquilla, sino también un nuevo techo actoral para sus protagonistas, y una de las películas más singulares y extravagantes de la década de los 90.
Alejándose de las concepciones tradicionales de Drácula, Coppola crea su película como un period-piece en el que la estética, tanto en vestuarios como en decorado, está por encima de todo. El toque extravagante, suntuoso y desbocado de la cinta está presente desde el prólogo, una impresionante secuencia de cinco minutos que nos relata los orígenes de Drácula desde que era un guerrero rumano luchando contra los turcos. En una batalla narrada a través de un juego de sombras chinescas (con fuertes referencias a Kurosawa) se nos da un primer vistazo al carácter brutal y sanguinario de Vlad el Empalador, un hombre dotado de un salvajismo efectivo que sólo se doblega ante la angelical presencia de su amada Elisabeta. Cuando esta muere víctima del engaño de los enemigos de Drácula, el guerrero renuncia a Dios y hace un pacto con el demonio que le permite vivir para siempre a través de la sangre de los mortales.
La historia de amor es lo que diferencia esta versión Drácula de todas las anteriores. El vampiro se nos muestra como un monstruo (geniales son sus transformaciones tanto en hombre-lobo como en gárgola) pero también como un alma atormentada profundamente humana, un ser redimido por el amor. Su archienemigo el doctor Van Helsing (interpretado por Anthony Hopkins), al contrario, se muestra como un cuasi-demente, un fanático religioso obsesionado con la destrucción del vampiro que ha perseguido toda su vida.
Otro aspecto a destacar de esta película es su fuerte contenido erótico, lo cual causó sus principales vapuleos por parte de la censura. Drácula es, como nunca, una criatura sexual, con el color rojo casi dedicado en exclusividad a su vestuario. Memorable es la escena en la que, convertido en hombre-lobo, atrae a la joven Lucy hacia él, poseyéndola en una escena erótica que parece la versión porno de un conocido cuento infantil. La transformación de los personajes femeninos en vampiros es, asimismo, su despertar sexual, algo que cala perfectamente con la novela de Stoker, si bien en el libro dicho concepto obedecía a los códigos morales victorianos y aquí en la película reciben casi un tratamiento de redención, una maldad apetecible.
Pero quien se luce realmente es Gary Oldman, en lo que es sin lugar a duda uno de sus mejores trabajos hasta la fecha. El actor se vio enfrentado a un reto titánico: Drácula es un personaje que ha calado en el imaginario colectivo de una manera muy sólida, y todos tenemos más o menos la misma idea predeterminada de cómo debe verse y comportarse este ser. El Drácula de Oldman es completamente distinto, un ser poderoso pero al mismo tiempo dotado de una gran sensibilidad. Es el primer Drácula que vemos llorar, el primero que vemos flaquear por su lado humano. Resulta muy interesante ver sus reacciones ante los diferentes personajes de la película, momentos en los que pasa del depredador sediento de sangre al ser atormentado de amor y condenado por Dios a amar sin guardar esperanza (*).
Una película tremendamente estética, operática (a lo que ayuda la excelente banda sonora del polaco Wojciech Kilar), cuidada hasta el extremo. Ha sido duramente criticada por los seguidores más furibundos de Bram Stoker, quienes le reprochan su falta de apego al libro agravada por la presencia del nombre del autor en el título (en realidad el nombre fue incluído porque los derechos del nombre «Drácula» pertenecen a los estudios Universal). Todas estas voces han de ser ignoradas. Drácula de Bram Stoker es, sin duda, una de las más grandes películas de vampiros que se han hecho, una auténtica lección de cine y de historia del cine (las referencias a otras películas de terror son incontables) que no puede dejar de ser vista.
(*) No estoy de acuerdo para nada con aquellos que dicen que el personaje de Mina es la reencarnación de Elisabeta. Para mi esto no tiene ningún sentido. Drácula no pide la inmortalidad para poder «esperar» el regreso de su amada, sino para dedicar la eternidad a luchar contra el Dios que le ha traicionado. Su encuentro con Mina es para él una oportunidad de recuperar el amor porque la joven le recuerda a la mujer que una vez tuvo. Ella, en cambio, se enamora de él no porque sea su amor verdadero, sino porque él representa la liberación de ese estricto estilo de vida victoriano en el que ella está atrapada. (Ricardo Riera – HorasDeOscuridad.blogspot.com.ar)
Twin Peaks: Fire Walk with Me es la precuela de la famosa serie televisiva Twin Peaks en la que recorremos los últimos siete días de Laura Palmer. Durante el día, Laura es una popular estudiante modelo en el instituto. Por la noche se asfixia entre drogas y sexo hasta la adicción. Su carrera hacia la autodestrucción viene provocada por los continuos abusos del malvado ente conocido como Bob, que habita los bosques de Twin Peaks desde tiempos inmemoriales. Pero en un ataque de lucidez, Laura se da cuenta de que está conduciendo a su única amiga Donna por el mismo trágico sendero.
En 1992, David Lynch estaba en la cúspide del éxito, un cineasta minoritario que se había convertido en un fenómeno de masas gracias a su serie Twin Peaks junto al cineasta Mark Frost y que revolucionó y cambio el medio televisivo con un serial que fusionó todos los géneros habidos y por haber bajo la excusa del asesinato de una joven en un pueblo ficticio del noroeste americano llamado Twin Peaks. El serial que duró únicamente dos temporadas, cambió las reglas establecidas por las convencionales series televisivas, abriendo el camino a producciones más inteligentes y de mayor envergadura, creando una psicosis colectiva gracias a la pregunta «¿Quién mató a Laura Palmer?» que tuvo en vilo a la audiencia. Una vez descubierto el misterio y debido a la implicación de Lynch en otros proyectos, provocó que la serie perdiera el rumbo por culpa de realizadores y guionistas que no entendieron el concepto creado por Lynch, hasta que este, volvió en el último episodio del serial para cerrarlo de manera precipitada (la serie estaba ya cancelada) pero magistral, con un episodio que más que resolver enigmas, abrió muchos más. Aparte de Twin Peaks, Lynch había ganado en 1990 la prestigiosa Palma de Oro en Cannes, gracias a su película Wild at Heart, una road movie trepidante,que se inspiraba de manera tangencial en El Mago de Oz, y cuyo premio en Cannes fue objeto de polémica debido a sus amores y odios.
Por lo que su llegada en 1992 con Twin Peaks: Fire Walk with Me, era esperado con los cuchillos bien afilados por una crítica y unos seguidores que no perdonaban que su otrora genio independiente y fuera de los circuitos de Hollywood, disfrutara de las mieles del éxito y un respaldo popular ciertamente llamativo. Nadie esperaba la bomba que Lynch llevaba debajo del brazo. La película fue abucheada en su premiere en el festival de Cannes, una reacción tan enfervorecida como la previa anterior a su estreno, donde crítica y público en busca de una butaca libre, eran capaces de vender su alma. La rueda de prensa posterior a la proyección del largometraje no fue precisamente un camino de rosas para Lynch, la cual recuerda el autor como uno de los peores momentos de toda su carrera. La exagerada reacción negativa hacia el largometraje fue debida a algo muy simple: las expectativas. Unas expectativas que Lynch tiró por la borda, dejando pasmados y con la boca abierta a unos aficionados a su serial y no a su obra, y a unos cinéfilos modernillos que solo conocían al autor por su anterior y exitosa película, la menos exigente y muy pop Wild at Heart una obra mucho más facilmente digerible que Twin Peaks: Fire Walk with Me, que devuelve al Lynch más sombrío y hermético de Eraserhead y que sirve de prólogo y pie a su trilogía más abstracta y compleja, formada por Lost Highway, Mulholland Drive e Inland Empire.
Ya desde sus primeros minutos, Lynch juega al despiste y a romper expectativas, en unos créditos que sirven como preámbulo del discurso de Lynch a lo largo de todo el filme. La nieve estática de un televisor sirve como escenario de unos créditos bajo el lánguido y magistral tema principal de la película compuesto por Angelo Badalamenti. Esa calma y apaciguamiento queda rota al terminar los créditos por el estallido del televisor provocado por un hacha y el ensordecedor y terrorífico grito de una mujer asesinada en off. Lynch lo ha dicho todo. Esto no es la serie televisiva que todos queréis y amáis. Esto es una película y no tengo porqué censurarme. La primera media hora de Twin Peaks: Fire Walk with Me nos retrotrae a un caso criminal que se mencionaba pero no se desarrollaba en la serie en su episodio piloto y al que no se le daba más importancia que el hecho de que el crimen de Teresa Banks seguía el mismo modus operandi que el ocurrido a Laura Palmer. En esta media hora, Lynch nos descubre un Twin Peaks en negativo a través de varios aspectos. El primero, el nuevo agente del FBI, Chester Desmond, interpretado por el cantante Chris Isaak, casi un reverso negativo del jovial, amigable y carismático Agente Cooper. Desmond, junto al agente Stanley interpretado por un sorprendente Kiefer Shuterland, una mente privilegiada con escasas habilidades sociales.
Twin Peaks: Fire Walk with Me es una película extraña, un tanto agria, tan recargada visualmente que muchos no terminaron de comprender sus arranques de humor negro y turbia sensualidad. Contiene algunas de las escenas más fuertes de Lynch, en particular aquellas en las que se describen, con frescura y violencia, sensaciones vitales elementales: impresión de confusión urbana y de pánico en plena calle o el sentimiento de tener alas cuando una chica te ha sonreído. En el título Twin Peaks: Fire Walk with Me, hay al menos una palabra que inspiró especialmente a Lynch, que es walk. (…) Es la idea de la película, la de ir con Laura Palmer hasta el fin, hasta el fin de su noche.
Un pueblo habitado por freaks, un teatro revelado en sueños, el despacho de quién sabe quién. Todos los caminos parecen guiados por un mapa imposible hacia el Black Lodge, el borde entre este mundo y la habitación roja. Parecía al principio que este viaje era en la geografía física que separa lo siniestro de lo extraño: del barrio residencial al burdel de las afueras, de Washington a Twin Peaks. Lo Otro siempre se situaba en la periferia de la normalidad. Luego descubrimos que todos aquellos lugares habían estado siempre en el mismo sitio, porque no hay centro y periferia, no hay sueño ni realidad. No hay banda. Aunque el viaje es una constante, es a partir del Black Lodge de los bosques de Twin Peaks cuando se comprende que existe una zona de corte en este imaginario. Un dispositivo que en la narración toma forma de círculo blanco en el bosque, de pasillo oscuro, de caja azul o de pañuelo quemado.
Glengarry Glen Ross narra las ajetreadas vidas de unos agentes inmobiliarios de Chicago que intentan sobrevivir en un mundo altamente competitivo y un mercado en plena depresión. A pesar de la situación, reaccionan siempre con unos escrúpulos y una solidaridad admirables.
“Los grandes polvos que has echado… ¿que recuerdas de ellos? Pues no se, en mi caso, yo diría que seguramente no es el orgasmo… es el brazo de una tia en tu nuca, algún gesto de sus ojos, aquel gemido que soltó o quizás yo en la… ¡en serio! yo en la cama al dia siguiente. Ella me trae café Olé, me enciende un pitillo y tengo los huevos como de cemento, eh?… En fin, ¿que es la vida? La vida es mirar hacia delante, o mirar hacia atrás, y ya esta. Eso es la vida… ¿Dónde esta el momento? ¿Y qué nos da tanto miedo?…” -Ricky Roma (Al Pacino).
A: Atención.
Fundido a negro, oímos la lluvia, un coche, y empiezan los créditos. Una frenética pieza de jazz nos dibuja la gran ciudad, la noche, el frenesí, la melancolía, la soledad, la lluvia. Hay algo hermoso y a la vez trágico en la lluvia.
Vemos una cabina de teléfono frente una pared roja, no sabemos por qué pero hay algo sórdido y triste en el ambiente. Un hombre trajeado, cuyas líneas de expresión dibujan el cansancio, el peso de una vida, hace una llamada y se pone en marcha la función.
I: Interés.
Glengarry Glen Ross es como un bourbon, una película lenta, seca e intensa, que destila olores y sabores. Es cine negro llevado a la contemporaneidad, respetando sus bases y actualizando sus ramificaciones, pues aquí ya no hablamos de asesinatos, ni detectives, aunque seguimos hablando de personajes de suburbio, antihéroes con código propio, un código gris. Personajes que han conocido el triunfo y ahora lidian con la imperecedera caída.
El guión es el alma y la cara de la película, prácticamente el 80% de la película sucede entre cuatro paredes y toda la intensidad narrativa (que no es poca) reposa en sus silencios, sus gestos, sus palabras. David Mamet firma lo que es toda una lección de guión, un estudio sobre esos “personajes” defenestrados por todos, charlatanes, artistas de la retórica, comerciales, vendedores. Y lo hace sin señalar a nadie, ni juzgar sus más que dudosas técnicas de ventas, porque al fin y al cabo de lo que nos habla esta película es de las personas, sus anhelos y esperanzas.
De lo primero que se da cuenta uno viendo Glengarry Glen Ross es de su enorme influencia teatral. La película esta dividida en dos actos, claramente separados, y que retratan el antes y el después de un acontecimiento que cambiará el devenir de sus personajes. Nos encontramos ante una película coral. Por un lado tenemos a Shelley Levine (Jack Lemmon), el comercial con más experiencia, atormentado y nostálgico, pasando por una muy mala racha. Podriamos decir que es el eje central de la película, aunque es particularmente difícil definir un claro protagonista. Por otro lado, tenemos a Ricky Roma (Al Pacino) que sería la otra cara de la moneda, el triunfador, lo que Shelley fue en su día, y que acapara para el que esto suscribe, las mejores frases de la película, que parece estar por encima de todos. También tenemos a Moss (Ed Harris), el charlatán quejica, y Alan Arkin, el sumiso, el eco de las palabras de Moss, dos personajes que forman una de esas “extrañas parejas”. Y por último al joven e inexperimentado jefe John Wiliamson (Kevin Spacey).
D: Decisión.
Una película así requería de un director de la talla de James Foley, es decir, un director menor, un mercenario sin ínfulas de artista. Yo lo tengo claro, afrontar este tipo de proyectos con humildad solo esta en mano de algunos de los mejores directores y/o de directores menores, como es el caso (que no significa necesariamente malos), personas que afrontan su trabajo con profesionalidad, respeto y rigor sin aspavientos ni barroquismos visuales. La única pega es que un director de segunda como Foley nunca será capaz de imprimir una personalidad a la altura del guión, y nos encontramos con una dirección, en ocasiones, algo desganada y muy de manual. Pero solo son detalles en un esquema donde los personajes se comen literalmente la pantalla.
La música, por otro lado, tiene una participación minúscula, únicamente marcando las transiciones de escena y algún momento aislado. No hay lugar para el lucimiento en esta película. El acompañamiento perfecto para una gélida puesta en escena, donde el humo, la lluvia, las luces de neón y el asfalto dibujan un paisaje viciado.
Por si no había quedado claro: Jack Lemmon, Ed Harris, Al Pacino, Kevin Spacey, Alan Arkin y Alec Baldwin. ¿No son ya suficientes razones para ver una película?
A: Acción.
“A, B, C. A: Siempre, B: Estar, C: Vendiendo. Siempre estar vendiendo, ¡Siempre estar vendiendo!. A, I, D, A. Atención, Interés, Decisión, Acción. Atención: ¿he conseguido su atención?, Interés: ¿Están interesados? Yo se que si, porque así funcionan sus alzas, vendes o te vas a la calle. Decisión: ¿Por qué no se deciden de una puñetera vez, joder? Y Acción…” -(Alec Baldwin).
Con Glengarry Glen Ross pasa aquello que si te coge desprevenido te ata a la silla, es mordaz, incisiva, frenética. Y como ejemplo tenemos el monólogo de Alec Baldwin (uno de sus mejores trabajos para quien esto suscribe), un personaje sin nombre, que entra y sale de escena como una sombra, pero no deja titere con cabeza.
Acotando el texto, estamos ante una película mayúscula, de esas pequeñas joyas que huyen de la majestuosidad, que relucen tímidas pero orgullosas. Con un elenco de actores en estado de gracia y un guión impecable, no podemos más que redimirnos ante una más de esas injustamente “olvidadas” y grandes del cine. (Cinéfagos – es.paperblog.com)
En Braindead, un científico descubre en Skull Island un ejemplar muy extraño de mono rata al que acompaña una terrible maldición. El ejemplar es trasladado a Nueva Zelanda para su estudio. Por otra parte, Lionel es un joven que vive con su insoportable madre, que no aprueba la relación que acaba de comenzar con Paquita.
Mejores Efectos Especiales en el Festival de Cine Fantástico de Sitges 1992
Aunque habitualmente se asocia el cine de terror con la habilidad de una película para provocar sustos, los verdaderos fans del género saben que hay mucho más bajo la superficie. De hecho, es la comedia de terror desenfrenada, gore, violenta y con rasgos de serie B la que más pasiones levanta. La que no se toma en serio a sí misma, y por eso es tan terriblemente divertida. Es, en definitiva, la que consigue desde hace medio siglo levantar las mayores ovaciones en el Festival de Sitges.
Braindead es un claro ejemplo de esta tendencia. Su sentido del humor, sus referencias, su gusto descontrolado por la sangre, su uso de las figuras tradicionales del género y sus reflexiones sobre el amor, la familia e incluso la sociedad neozelandesa de los años 50 la convierten en un clásico de culto que todo buen ‘freak’ tiene entre sus títulos de cabecera. Peter Jackson dirigió en 1992 este relato delirante en el que un mono rata desata el terror y la sangre se cuenta por decenas de litros. Un relato cuyos elementos centrales son la muerte, el amor y un cortacésped.
Los acontecimientos de Braindead se desencadenan a partir de la llegada a territorio neozelandés de un mono rata extremadamente feo, y que transmite a través de sus mordiscos algo que podríamos calificar de «virus zombie». El animal sólo habita en la Isla Calavera (el mismo nombre de la isla en la que años después Jackson contaría su historia sobre King Kong) y unos exploradores lo capturan para instalarlo en un zoológico. Por otro lado tenemos a Lionel (Timothy Balme), un joven que vive con su dictatorial madre y que se enamora de la dependienta del supermercado, Paquita (Diana Peñalver). Los celos de la matriarca la llevarán a perseguirles hasta el zoo, donde será mordida por el mono rata y desencadenará la plaga de muertos vivientes.
Antes de que la cosa se ponga sangrienta, es esa compleja relación madre-hijo la que ocupa el grueso del film. Y no podemos dejar de pensar en Psycho, y no sólo por la presencia de una madre autoritaria: Jackson hace referencias explícitas al film de Hitchcock desde el momento en que elige la mansión en un terreno elevado y nos la muestra con un imponente plano contrapicado. Es como si nos dijese, igual que ocurría en casa de los Bates, que ahí dentro ocurren y ocurrirán cosas malignas. Más allá de la residencia familiar, las similitudes físicas del protagonista con Anthony Perkins son más que evidentes, y también los celos maternales ante los deseos sexuales del hijo. En su conjunto, el film no deja de ser un proceso de desconexión entre la progenitora y su hijo, un violento corte del cordón umbilical sin ni siquiera haber contado hasta tres.
‘Psicosis’ no es la única película que impregna la esencia de Braindead. De hecho, toda la historia en su conjunto parece una suerte de tributo a los grandes títulos y las tradiciones más cercanas al género. Peter Jackson es, evidentemente, un gran fan del terror, y las influencias del cine de zombies de George A. Romero, Evil Dead de Sam Raimi o el mundo de las resurrecciones de Stuart Gordon están presentes en cada escena.
Otros detalles podrían ser más circunstanciales: es el caso de la escena del carrito, cuando Lionel decide llevar de paseo al bebé-zombie nacido de las relaciones post-mortem del cura y la enfermera. Cuesta no ver en ese cochecito de bebé la sombra de Rosemary’s Baby (Roman Polanski, 1968), dado que la criatura que se esconde dentro es, precisamente, un ser diabólico. Y lo más curioso de todo es que esta escena se rodó con el dinero que sobró del presupuesto inicial, pero no estaba prevista por los guionistas Stephen Sinclair, Frances Walsh y el propio Jackson. Un tiempo después, el director reconoció que, pese a todo, esta se había convertido en su escena favorita.
Esta fue la primera película con actores profesionales que firmó Peter Jackson, quien una década después sería el creador de una de las trilogías más célebres de todos los tiempos, Lord of the Rings. Lo cierto es que el debut en el largometraje de Jackson sólo había sido cinco años antes con Bad Taste, una aventura de ciencia ficción con alienígenas en busca de carne para sus hamburguesas, y que continuó tres años después con una sátira narrada exclusivamente con marionetas, Meet the Feebles (1990). Así que, con estos precedentes tan poco convencionales, llegó la también poco convencional Braindead, con la que ganó el premio a los Mejores Efectos Especiales en el Festival de Sitges y con la que empezó su andadura en la industria del cine.
Es probable que esta película, que cumple 25 años, sea la más sangrienta jamás rodada en la historia del cine. Un título más que merecido tras utilizar cerca de 300 litros de sangre falsa durante el rodaje, una cantidad indecente que se acumuló -como todos estaréis pensando- en la escena final con el cortacésped. Braindead es una de esas películas que no queremos olvidar. De esas que nos hacen sentir una combinación de diversión y asco, y que convierte la falta de recursos en una virtud más de su producción. Y es que, ¿tendría el mismo encanto sin ese aura de artesanía y esa pasión por una historia que apenas se sostiene? No, porque cuando muere la lógica o el realismo, aparece algo mucho más interesante: una brillante imaginación. (Mireia Mullor – Fotogramas.es)