En Black Cat White Cat Grga Pitic, un mafioso gitano que controla los vertederos de basura, y Zarije, el orgulloso propietario de unas obras de cemento, son amigos desde la infancia. Ahora tienen ochenta años, han sobrevivido juntos a todo tipo de aventuras y se profesan un profundo respeto. Estando Zarije en el hospital, su hijo Matka acude a Grga para pedirle dinero. Él y su socio Dada lo necesitan para hacer un gran negocio vendiendo petróleo en el mercado negro. Pero las cosas salen mal y, entonces, Dada amenaza de muerte a Matka si no consigue que su hijo se case con su única hermana soltera. Pero, naturalmente, el chico está enamorado de otra.
León de Plata al Mejor Director en el Festival de Venecia 1998
Considerado “el Fellini de los Balcanes”, Emir Kusturica insiste en practicar un estupendo retrato sobre la comunidad gitana en tono de comedia en su largo Black Cat White Cat.
Toda la picaresca de la trama es un claro homenaje a una cultura que sobrevive con sus modos trágicos y sus maneras de júbilo.
Parece difícil a priori aceptar que un cineasta (y asimismo bajista de una banda de rocanrol) de la estatura intelectual y creativa de Emir Kusturica despliegue toda su sensibilidad, su mirada siempre escrutadora sobre la superficie de la comedia picaresca, esa que no elude el golpe y porrazo, el grotesco y los latigazos satíricos.
Pero Kusturica, el maestro que ha resuelto formidablemente filmes como precisamente Time of the Gypsies y Underground con una avasallante, desmoronadora caligrafía dramática, posee todo el derecho de deslizarse en la territorialidad de la comedia para volver a indagar la cultura gitana: esa comunidad que ha sobrevivido a todas las épocas en condiciones al margen, más allá de sus riquezas y sus pobrezas —esa polaridad—, sus ritualidades y sus modos de vida en este caso a la rivera del Danubio.
Black Cat White Cat refiere, según el refrán, a la suerte. A esa noción de los afortunados y los desafortunados que, de algún modo, marca la línea de gestión del filme con esos personajes que le imprimen al propio relato un calor humanista en sus maneras de relacionarse, de ser y de estar, de andar anímicamente la comarca, la propia geografía de sus realidades y sus ensoñaciones, sus generosidades y sus mezquindades.
El cineasta practicó un casting con 3.500 gitanos y por supuesto seleccionó esos rostros tan extraños como entrañables, tan vivaces como tremendos en su expresividad: Kusturica aprovecha para mostrarlos con esa cámara que más que filmar, habla; más que rodar, incorpora esa escritura en carne viva de esos hombres o sujetos con un trazado utópico limitado, acaso como atado a su sistema de planeta afectivo absolutamente caótico, en franca revuelta y estridencia, pero de una autenticidad a prueba de cualquier catástrofe.
El plan satírico del filme propone, por lo tanto, otra visión o revisión de la cultura gitana. No cambia el contenido ni tampoco esos personajes subidos de revoluciones que parecen devorarse a sí mismos, que se traicionan en su propio código de fidelidades y que vuelven a hermanarse, mientras una banda sonora los envuelve con un entrecruzamiento entre jubiloso y melancólico.
Black Cat White Cat posiblemente sea el filme menos poético de KBlack Cat, White Catusturica o el que quizá menos apela a esa constante de “realismo mágico” que se delataba claramente en sus títulos anteriores. Pero Kusturica en su homenaje a esos gitanos del alma, tan lejanos en su cercanía balcánica, se planteó fundar una especie de diario de costumbres. Y lo logra con la suficiencia de un cineasta ejemplar y ejemplarizante que dejó atrás las crudezas de halo trágico de Underground para construir un mundanal ruido de gitanos que también hacen reír a los espectadores.
Debe verse por el rendimiento de los actores, por la imaginación y la creatividad inagotable de un cineasta que aún desde lo grotesco, aún desde la posición de comediante, literalmente conmueve. (Raúl Forlán Lamarque – OtraParte.org)
En A Simple Plan Hank, su hermano y un amigo encuentran 4.500.000 dólares en una avioneta que ha sufrido un accidente. Enfrentados al dilema de quedarse o no con el dinero, adoptan una solución intermedia: como Hank es el único que tiene un empleo estable y, por tanto, es el menos sospechoso, guardará el dinero durante una temporada. Si, al final, nadie lo reclama, se lo repartirán a partes iguales.
Quien escribe confiesa que removió la filmografía de Sam Raimi en busca de cualquiera de sus bodrios de terror o petardos de Spiderman con que nutrir la tienda de los horrores, sección en la que masacramos las indignidades que hoy en día se ruedan, pero que, al recordar A Simple Plan, cinta de 1998 protagonizada por Bill Paxton, Billy Bob Thronton y Bridget Fonda, con diferencia lo mejor de Raimi tras la cámara, descartó por el momento hacer mofa de sus acostumbrados subproductos y recoger lo mejor de su dedicación a esto del celuloide. Aunque que conste en acta que sólo se trata de un aplazamiento y que volveremos sobre él.
A Simple Plan es una película pequeña de estética televisiva. No destaca por el uso de la cámara, ni por el empleo de efectos visuales o por una fotografía reseñable. Al contrario, lo mismo que sucede con los dramas rodados para televisión que algunos canales españoles insisten en endilgarnos en las sobremesas de los fines de semana, está extraña y casi totalmente desprovista de ese lenguaje audiovisual que entendemos propio del cine. Dicho en plata, Raimi no parece hacer otra cosa que colocar la cámara de manera convencional en un lugar todavía más convencional y dejar que los actores pasen delante de ella, molestándose únicamente en mantener con piloto automático las formas que le permiten narrar una historia en clave de suspense, esto es, con muchos planos de detalle que acompañan las pistas esparcidas aquí y allá, los datos ocultos a los personajes y alguna sorpresa de guión. Eso en apariencia porque, con buen criterio, lo que hace Raimi es diluir su labor de dirección en el interés creciente que va adquiriendo la trama con el paso de los minutos, es decir, pasar desapercibido, no molestar, lo cual viniendo de donde viene y yendo a donde iba, el cine de efectismos y de obscena cacharrería que tanto le gusta, es todo un detalle por su parte.
El guión es el principal acierto deA Simple Plan. Obra de Scott B. Smith y basado en su propia novela, es una historia que recoge buena parte de las motivaciones, situaciones y dilemas que surcan la historia del cine negro, convenientemente actualizadas pero conservando su esencia. Nos encontramos en un pueblo del norte de Estados Unidos, en pleno invierno, un lugar rodeado de bosques y montañas donde abunda la caza y que cuando llegan los fríos se ve sepultado por intensas nevadas hasta el deshielo de la primavera. Hank (Paxton) disfruta de una vida plácida y tranquila: tiene un buen trabajo, vive en un hogar confortable, está felizmente casado (Bridget Fonda) y espera su primer hijo. La vida le sonríe y no le genera complicaciones. Hasta la mañana de caza en que, junto a su hermano (Thornton), un poco lelo, y un amigo de éste, encuentran una avioneta bajo la nieve y, dentro de ella, junto a los restos del piloto, una bolsa de deporte con cuatro millones y medio de dólares. Ahí, tras la esquina de la alegría, empieza el drama.
Porque Hank, hombre recto de reputación intachable y muy considerado en el pueblo, pretende devolverlo, pero su hermano y su amigo no tardan en sentir el aguijón de la avaricia y formular la hipótesis de esconderlo y repartirlo, achacando su aparición a algún negocio sucio ligado al narcotráfico y a la más que improbable reclamación de unos dueños ilegítimos. Sin poder creerse tanta suerte, optan por guardarlo y esperar a que el deshielo haga visible la avioneta para ver qué pasa, y si todo está tranquilo, disfrutar de su hallazgo. Pero, obviamente, donde hay dinero hay ambición, tentaciones, rencillas y desconfianzas, desde quién será el custodio del dinero hasta dónde se guardará, pasando por el tiempo de espera o el necesario pacto de silencio y la sempiterna tentación de violarlo con quienes más próximo se vive.
Raimi maneja adecuadamente el suspense para contarnos la historia de estos tres personajes y sus respectivos entornos durante el periodo de espera hasta echar el guante al dinero definitivamente, recogiendo su evolución a medida que empiezan a asaltarles las dudas, las vacilaciones y las inseguridades, y según va creciendo el número de personas enteradas del hallazgo (las esposas de Hank y del amigo de su hermano) y también de complicaciones en forma de una muerte involuntaria que lo embrollará todo y que levantará el interés de la policía allí donde no había más que ignorancia. Cuando la mujer de Hank empieza a dar ideas sobre cómo sobrellevar la situación entre los tres socios hasta el punto de que envenena la relación entre los hermanos o entre ambos y el amigo y averigua que el dinero procede del pago de un secuestro y no del narcotráfico, el drama comienza a girar lentamente hacia la tragedia bañada en sangre, y la aparición del FBI no hará sino acelerar el proceso.
Crónica del grado de estupidez, inconsciencia y crueldad hacia el que pueden llevarnos la avaricia o la ambición, Raimi no molesta, cosa que se agradece, como decíamos más arriba, pero peca de falta de osadía y desperdicia su oportunidad de apuntarse su primera, y seguramente única, obra maestra. Con un punto de partida más que interesante y un desarrollo potencialmente electrizante e intenso, las opciones visuales escogidas (por ejemplo, las secuencias de transición, casi un publirreportaje de las zonas nevadas de USA) y lo lineal y excesivamente simple de la narración de los distintos episodios sin una elaboración más profunda de personajes, situaciones y caracteres, hacen que, a pesar de tanto ingenio y de la absoluta credibilidad sostenida por unas interpretaciones eficaces, A Simple Plan no pase de ser un excelente y disfrutable producto de intriga, en algunos momentos incluso previsible por más que guarde un puñado de sorpresas, pero que no llegue a resultar redonda, magistral, soberbia, sobre todo porque no termina de desarrollar buena parte de la fenomenal historia que contiene. Raimi intentó ser sencillo allí donde no debía, del mismo modo que se complica la vida en trabajos que no debería. Quizá en otras manos hubiera sido una película capital de los noventa. Pero Fargo ya había sido filmada, y Raimi se «contenta» con emular y renuncia a crear. (39Escalones.wordpress.com)
Your Friends and Neighbors se centra en las relaciones que se suscitan entre seis personajes, tres hombres y tres mujeres, con personalidades muy diferenciadas. Uno de ellos se muestra muy seguro de si mismo, otro confía en la seguridad de su matrimonio y el último es un hombre inteligente pero inseguro. Ellas, por su parte, conforman un trío formado por una mujer insatisfecha, otra con tendencias lésbicas y una tercera que se ve obligada a replantearse su vida.
Comedia dramática en la que tres parejas intercambian amantes sin saberlo en New York. LaBute cuenta con un presupuesto más abultado, un montaje más dinámico, un reparto más popular que In the Company of Men (1997). Si bien mantiene el mismo tono de misantropía, el resultado final es menos logrado y perturbador. Los seis únicos personajes (Amy Brenneman como la esposa insatisfecha que busca un amante, Aaron Eckhart que se jacta de que él fue su mejor amante, Ben Stiller como profesor de actuación sencillamente insoportable, Catherine Keener que odia que le hablen durante el sexo, Nastassja Kinski como una astuta asistente de una galería de arte a la caza de visitantes y Jason Patric como un médico misógino) no pueden sostener por sí solos el desarrollo del film. Algunos momentos de Your Friends and Neighbors como cuando Amy Brenneman sólo quiere un abrazo, la historia de una violación que cuenta Jason Patric o el final con una única demostración de cariño buscan algo de empatía con los personajes. Pero la crítica a una burguesía intelectual americana sin problemas ni aspiraciones se reduce siempre al sexo. Y la falta de variantes (estatismo de la cámara, ausencia de score) lastran el ritmo y disminuyen el efecto cómico. LaBute se conforma con las buenas actuaciones y las moralinas obvias. El cine de Hollywood sólo está a un paso (CineDame.com.ar)
Gods and Monsters es el relato de los últimos días de vida del realizador James Whale, autor de Frankenstein. En principio su única compañía en esos momentos es su ama de llaves, pero pronto entabla relación con su nuevo jardinero, un apuesto joven al que confía su historia en el Hollywood de los años 30 y por el que se sentirá irresistiblemente atraído.
Mejor Guión Adaptado en los Premios Oscar 1998
Mejor Actriz de Reparto en los Globos de Oro 1998
Mejor Actor y Premio Especial del Jurado en el Festival de San Sebastian 1998
Mejor Pelícual y Mejor Actor 1998 para la National Board of Review (NBR)
Los Ángeles, 1957. James Whale (Ian McKellen), responsable de algunos de los títulos más importantes del cine de terror de los años treinta, vive retirado en su lujosa mansión con la única compañía de su ama de llaves (Lynn Redgrave) hasta la llegada de Clayton Boone (Brendan Fraser), el nuevo jardinero con quien pronto entabla una relación especial.
A veces el mundo del cine nos sorprende regalándonos filmes maravillosos que casi nadie esperaba. Un claro ejemplo de lo que digo es la cinta que ahora nos ocupa: la inspirada y excepcional Gods and Monsters. El hasta entonces desconocido (y decepcionante después) Bill Condon, fue el encargado de filmar y trasladar a la gran pantalla la novela de Christopher Bram El Padre de Frankenstein (1995). La película, que se centra en los últimos días de vida del realizador inglés, supone una triste y desgarradora reflexión acerca del deterioro físico y mental, el implacable paso del tiempo, la soledad, y el peso de una memoria que, cual fantasma atosigador, se posa sobre el presente cuando éste ya carece de sentido.
Ian McKellen interpreta de manera magistral al personaje de Whale, constantemente acuciado por visiones y recuerdos de su infancia, en donde no lo pasó bien debido a que su familia, de clase obrera, jamás entendió sus tendencias artísticas; de su participación en la Primera Guerra Mundial, cuando entre trincheras y muerte conoció a un joven del que se enamoró; y, por supuesto, de su paso por Hollywood, lugar en el que pasó del estrellato al más absoluto de los olvidos: de Dios… a monstruo.
A lo largo de Gods and Monsters se hace referencia a varias de las obras del autor, especialmente a The Bride of Frankenstein, de 1935, el mayor logro de Whale dentro la industria. Los paralelismos entre la relación Whale/Boone y la que mantenían el doctor Frankenstein y su creación, son evidentes, llegándose incluso a enfatizar de manera visual.
Tanto Fraser como Redgrave están espléndidos acompañando a McKellen. El trabajo de los tres contribuye a hacer de Gods and Monsters uno de los títulos esenciales del cine estadounidense de los noventa. (EsculpiendoElTiempo.blogspot.com)
Short Sharp Shock tres amigos crecieron juntos y se hicieron amigos: Gabriel es turco, Bobby, serbio y Costa es griego. Durante un tiempo formaron una pandilla de pequeños delincuentes. Sin embargo, cuando Gabriel fue encarcelado, decidió cambiar de vida y, al salir, empezó a trabajar en la empresa de su hermano. Bobby, en cambio, se relaciona con la mafia albanesa, y Costa continúa robando coches. El sueño de Gabriel es abrir una cafetería, idea que apoya Alice, la novia de Bobby. Los problemas surgen cuando ésta le pide a Bobby que se aleje de los bajos fondos; Gabriel, que también intenta persuadirlo, lo único que consigue es recibir una brutal paliza. Sin embargo, inesperadamente, la situación dará un vuelco.
Un director de cine turco observa con mirada precisa la realidad de los jóvenes alemanes. El joven director Fatih Akin es una de las grandes promesas del cine alemán. El hijo de emigrantes turcos nació el 25 de agosto de 1973 en Hamburgo y estudió cine en la Escuela Superior de Bellas Artes de su ciudad natal. Desde 1993 trabaja como autor, director y actor para la productora de cine Wüste en Hamburgo.
En los inicios de su carrera quiso ser actor, pero los productores solo veían en él el estereotipo del turco criminal. De modo que se decidió a escribir sus propias historias, así surgió el libreto para su primer largometraje Short Sharp Shock, inspirado en la liviandad del relato de uno de sus grandes ídolos: Martin Scorsese.
Short Sharp Shock trata de la amistad entre un turco, un serbio y un griego. Aunque la nacionalidad de sus personajes no es el tema central del film, sirve de vehículo para caracterizar a los tres amigos, que intentan con mayor o menor éxito salir del medio criminal en el que están inmersos. El director demostró gran noción de ritmo y dramaturgia en su debut cinematográfico. Akin filmó su primer largo en el barrio de Hamburgo en el cual se crió, el multicultural Altona. “Patriotismo local y autenticidad le dan intensidad a una película. Muchos cineastas no se atreven a asumir públicamente su propia identidad”, opina Fatih Akin, que como hijo de dos culturas es un claro representante de la generación de “turcos-alemanes” que indiscutiblemente forman parte de la cultura alemana.
Ya habiendo dirigido y escrito los cortometrajes “Sensin – Du bist es!” (1995) y “Getürkt” (1996) fue gracias a Short Sharp Shock que Akin se hizo famoso en toda Alemania. La película independiente, filmada con un presupuesto más que escaso fue aclamada por el público y la crítica. Fatih Akin ganó varios premios, entre otros los renombrados “Adolf Grimme” 2000 y el “Bayerischer Filmpreis” como mejor director. Asimismo estuvo nominado como mejor director para el “Deutscher Filmpreis”, el premio alemán de cine. El gran éxito permitió a Akin emprender su segunda película Im Juli (2000) contando con un presupuesto mucho mayor y con la presencia de dos jóvenes estrellas alemanas: Moritz Bleibtreu y Christiane Paul.
Luego de haber marcado presencia con su primera película quiso cambiar completamente de género, temía ser encasillado como “director turco que retrata la cruda realidad de los extranjeros en las grandes ciudades alemanas”. Fue así que nació una historia de amor clara y liviana. Im Juli es una roadmovie, que trata de un desabrido estudiante que viaja a Istanbúl, siguiendo a quien cree su gran amor. El protagonista se ve inmerso en una serie de aventuras y el viaje a Turquía se vuelve un viaje hacia una nueva vida y un nuevo amor.
“Mientras que Short Sharp Shock fue una película que tenía mucho que ver con la realidad -con muchas influencias del neorrealismo italiano- quise hacer ahora una película juguetona e ingenua, que trabaja mucho con la fantasía, un cuento de hadas. Eso es “Im Juli” para mi”, explica Akin. (DivxClásico.com)
En los asfixiantes pasillos de la Central do Brasil, mas precisamente en Río de Janeiro, una antigua maestra se gana la vida escribiendo las cartas que le dictan los analfabetos. Endurecida por la soledad y por la adversidad, Dora ha ido cayendo en una estoica indiferencia. Sin embargo, cuando una de sus clientes muere atropellada a la salida de la estación, decide hacerse cargo de su hijo y llevarlo a casa de su padre en una remota zona del nordeste de Brasil.
Oso de Oro a la Mejor Película y Oso de Plata a la Mejor Actriz (Festival de Berlín 1998)
Mejor Película de Habla No Inglesa (Premios Globo de Oro 1998)
Mejor Película de Habla No Inglesa (Premios BAFTA 1998)
Mejor Guion (Festival de Sundance 1998)
Mejor Película Extranjera y Mejor Actriz (National Board of Review 1998)
Mejor Actriz (Asociación de Críticos de Los Ángeles 1998)
Premio del Público y Premio de la Juventud (Festival de San Sebastián 1998)
El 39 Festival de Cine de Cartagena sucumbió ante la película brasileña Central do Brasil, del joven director Walter Salles. Digo que sucumbió porque se dejó llevar por su emotiva y a veces complaciente historia, y le otorgó sus principales premios: mejor película, guion, director y premio de la crítica especializada. Claro que es necesario tener en cuenta que se trata de una película llena de innegables cualidades y que los demás filmes en competencia, en su mayoría, no fueron rivales de peso. Por eso, lo de «sucumbir» a ella parece que era inevitable.
Esta película es de esas que gustan a todo mundo, y así lo demuestra el hecho de haber ganado importantes premios en el Sundance Film Festival y en el Festival de Cine de Berlín, al mismo tiempo que fuera nominada al Oscar. Además, parece que la intención de Salles con sus películas siempre ha sido que se vendan en los mercados internacionales, cosa que ha logrado con éxito y que no es nada malo para el cine de estas latitudes, todo lo contrario, pero cualquiera sabe también que esto implica hacer ciertas concesiones, y Walter Salles sin duda las hizo.
Independientemente de todo esto, como ya dije, se trata de una película con innegables cualidades. Aunque también es cierto que se inscribe dentro de una fórmula que ya hemos visto antes (y mucho mejor desarrollada) en filmes como Alicia en las ciudades (1974), de Wim Wenders, o El ladrón de niños (1991), de Gianni Amelio. Esta fórmula es la de una road movie en la que un adulto y un niño, hasta entonces desconocidos entre sí, se embarcan en una búsqueda que sirve de excusa para desarrollar una relación entre ambos y para recrear la evolución que tienen como personajes y el descubrimiento de nuevos sentimientos; en definitiva, una búsqueda que igual tiene lugar en el paisaje exterior, ese que surca la carretera, como en el interior, ese que tienen los personajes dentro.
Es así como esta película une, por la fuerza de as circunstancias, a Josué, un niño huérfano y desamparado, con Dora, una mujer vieja y solitaria y a veces mezquina, que escribe cartas ajenas en la estación central del metro de Río de Janeiro. Después de un hostil tire y afloje entre ambos, ella decide acompañar a Josué a buscar a su padre, y así se inicia su periplo, impulsado por esa eterna búsqueda que tantas historias ha propiciado.
Con el cambio de escenario, del citadino al rural, también cambia la disposición de ambos, aparece entonces una actitud que permitirá esa evolución de la relación y de los personajes mismos, una actitud estimulada por la inseguridad y desconfianza de estar en medio de un territorio extraño, donde, por poco que se conozcan mutuamente, son lo que más conocen, lo único que conocen, sólo se tienen el uno al otro. Por eso este cambio de escenario marca una ruptura en la película, en todo sentido, no sólo en la actitud de un personaje frente al otro, sino también en las imágenes y en el ritmo mismo de la narración. Esta ruptura también se vio en las películas de Wenders y Amelio. Es un elemento inseparable de la fórmula, del esquema de este tipo de historias.
Dentro de esas cualidades innegables de las que hablaba, está el hecho de que es una historia muy bien contada. Su narración se rige por la lógica de la sencillez y por eso resulta muy efectiva en los objetivos que persigue. Aunque a veces esa lógica hace pensar que el ritmo de la narración y el sentido dramático que maneja, son los propios de quien pensó más en la aceptación general del público que de quien se dejaría llevar mejor por la dinámica misma de los personajes. En este aspecto pudimos ver que Walter Salles nada tiene que ver con un Wenders, y que Central do Brasil se acerca más a una película como Luna de papel (1974), de Peter Bogdanovich, una obra más que se inscribe en el mencionado esquema.
Sin embargo, el trabajo de los dos actores protagónicos es sin duda lo más sobresaliente de todo este filme. La veterana y consagrada Fernanda Montenegro, junto con un Vinicius de Oliveira, un niño que de lustrabotas pasó a actor natural con talento, lograron los registros que la historia y sus personajes les exigieron, y con sus interpretaciones se constituyeron en el centro y principal sustento de la película.
Central do Brasil es una película que de latinoamericana propiamente sólo tiene su marco, el contexto en que se desarrolla resulta revelador en este sentido: el sincretismo religioso-cultural, la religiosidad popular, el analfabetismo, la pobreza, etc. Por lo demás, es una historia universal, el desamparo y la soledad son iguales en cualquier parte, las búsquedas son igual de inciertas y desesperanzadoras, y los caminos, los que llevan hacia adentro y hacia fuera, pueden ser igual de desolados. (Oswaldo Osorio – cinefagos.net)
Dark City trata sobre John Murdoch, un hombre que se despierta solo en un extraño hotel y comprueba que ha perdido la memoria y es perseguido como el autor de una serie de sádicos y brutales asesinatos. Mientras intenta juntar las piezas que componen el puzzle de su pasado, descubre un submundo habitado por unos seres conocidos como «los ocultos» que tienen la habilidad de adormecer a las personas y alterar a la ciudad y a sus habitantes.
Premio Mención Especial (National Board of Review 1998)
Roger Ebert la calificó como la mejor producción de 1998. Ahí es nada. Fue un fracaso de taquilla recaudando doscientos mil dólares más que su escueto presupuesto de 27 millones de dólares, pero eso no le impidió adquirir la rápida condición de filme de culto de obligado peregrinaje para los amantes de la ciencia-ficción.
Una condición más que merecida puesto que, si bien este redactor no la calificaría como la mejor que vio la luz durante su año de estreno —ahí estarían para impedirlo la cinta sobre el desembarco de Normandía de Spielberg o esa del «Nota» firmada por los Coen—, sí que la situaría entre las cinco mejores, no ya de 1998, sino de la ciencia-ficción que pudimos ver durante la década de los noventa.
Si ello es así —y lo es, no tengo ninguna duda— es debido a múltiples factores que se conjugan para construir un filme hipnótico, lleno de matices y referencias que enriquecen sobremanera su contenido y que están puestos ahí de forma nada casual para levantar un microcosmos en el que, si algo sobresale por encima de todo, es la fascinante y asombrosa puesta en escena de Alex Proyas.
De las seis producciones en las que hasta ahora se ha implicado el cineasta nacido en Egipto —de padres griegos, para más señas— y por mucho que ‘El cuervo’ (‘The Crow’, 1994) sea espléndida y ‘Yo, Robot’ (‘I, Robot, 2004) tenga sus momentos, ninguna puede compararse a la casi perfecta personalidad que ostenta el trabajo del realizador y la fuerza que imprime a la cinta en los instantes en que esta se dispone a dejar maravillado al espectador que se deje.
Muy evidente resulta que dichos instantes son aquellos en los que la banda sonora de Trevor Jones ofrece su registro más potente con dos de los mejores temas de toda su trayectoria, acompañando a John Murdoch —el personaje que encarna con desigual fortuna Rufus Sewell— en sus enfrentamientos con los extraños o cuando el filme se acerca por primera vez a la «sintonización» que éstos seres oscuros y grises hacen para modelar la ciudad a su antojo.
Huelga decir que, de todos ellos, el que sobresale por espectacularidad es un clímax final en el que Proyas se deja la piel demostrando, entre otras cosas, que claridad narrativa y montaje rápido —un dato curioso es que hay un cambio de plano en el filme más o menos cada dos segundos…y no es que yo los haya contado, cuidado— no son términos antitéticos y que se puede dejar epatado al espectador sin necesidad de dejar de lado una exposición ejemplar de lo que acontece en pantalla.
Por descontado, si tengo a Dark City en tanta estima como la que he apuntado antes, es porque la huella que deja Proyas en el resto del metraje es tan fascinante como aquella que puede rastrearse en sus escenas cumbre. Una huella que discurre a ritmo de letanía y que se impregna sobremanera del ambiente opresivo en el que se desarrolla la acción, esa ciudad siempre en tinieblas y siempre cambiante que es todas y ninguna, que pertenece a muchas épocas pero que está fuera de todo contexto histórico y que sirve de campo de experimentación a los extraños.
Distribuida como ese laberinto circular en el que el espléndido personaje de Kiefer Sutherland encierra a sus ratones —una clarísima pista de lo que nos dejará boquiabiertos en el cierre del segundo acto—, la ciudad oscura que da nombre al filme y ese movimiento en espiral que de ella se deriva es uno de los motivos recurrentes de una cinta que juega con muchas simbologías diferentes para, decía antes, añadir capas de mensaje al mero hecho de ciencia-ficción con el que juega de forma principal.
Quizás una de las analogías más brillantes que hace Dark City —aunque quién sabe si de forma buscada o no— es la que se lleva a cabo con respecto al mito de la caverna de Platón, con la urbe haciendo las veces de ese oscuro lugar poblado de sombras que sirve de prisión a unos ocupantes que desconocen que lo que viven no es la «realidad».
Sumándose a ella las claras influencias que el noir ejerce sobre todo el conjunto —algo que ya se dejaba ver en ‘El cuervo’—, es imprescindible antes de finalizar esta entrada aplaudir el espectacular esfuerzo que el departamento de diseño de producción hace para que la opresión sea la cualidad más destacable de una metrópolis a la que, si con algún otro epíteto puede caracterizarse, es el de «kafkiana».
A que esa opresión traspase las fronteras de los muros de piedra y atenace al público, ayudan las soberbias interpretaciones de todo el elenco —bueno, de todo menos de Sewell, que tiene momentos que rozan el ridículo—, con Jennifer Connelly y William Hurt destacando como los que mejor son capaces de condensar la infinita melancolía que envuelve a los habitantes de la ciudad.
Influenciada e influyente —su huella se deja notar, y mucho, en ‘Matrix’ (‘The Matrix’, Andy & Larry Wachoswi, 1999)—, Dark City es una de esas producciones que, cuanto más la ves, más detalles extraes y mejores sensaciones imprime. Lo dicho, de las cinco mejores cintas de ciencia-ficción que llegaron a estrenarse durante los diez años que separan a 1990 de 1999. (Sergio Benítez – espinof.com)
En Snake Eyes, Ricky Santoro es un turbio agente de policía de Atlantic City que, en la noche en que se disputa el combate de boxeo por el campeonato del mundo de los pesos pesados, debe evitar junto a su amigo Kevin Dunne, comandante de la Marina, el asesinato del Secretario de Defensa de los Estados Unidos. Pronto descubrirá una conspiración en la que está implicada una extraña mujer de traje blanco.
“En los dados, cuando al tirar te sale un uno en cada dado, se le llama ojos de serpiente. Es la tirada perdedora, la más baja de la partida”. Rick Santoro era el rey del mundo en Atlantic City, un detective corrupto que disfrutaba de la gran vida. Todo hasta que un día decidió hacer lo correcto en el momento más inoportuno. Cogió los dados y decidió ir a por la partida. Pero la suerte no estaba de su parte y solo recibió Snake Eyes (Ojos de serpiente).
Snake Eyes surgió gracias al éxito de crítica y público que supuso ‘Misión Imposible’ (1996) para el director Brian De Palma y el guionista principal de aquella, David Koepp. La unión de ambos ya había resultado ganadora en 1993 con la épica cinta de gánsteres ‘Atrapado por su pasado’. Ambos se pusieron aquí manos a la obra para escribir su trilogía conjunta, que acabaría firmando Koepp en solitario como guionista con una aportación de De Palma en la historia.
Con Snake Eyes De Palma culmina, junto a David Koepp, lo que llamaremos su “trilogía de la traición” (las dos películas anteriormente citadas y esta). Una serie de films donde el poder de la corrupción humana, la mentira y el engaño hacen acto de presencia. Al mismo tiempo, gracias a la recaudación mundial, el film se puede considerar el último éxito (bastante raspado) de taquilla de su director y la colaboración que marcó (hasta la fecha) el final de su relación laboral con Koepp.
Una vez terminado el libreto, la Paramount adquirió sus derechos por la tremebunda cantidad de once millones de dólares. Esto, de entrada, llevó al film a ser presupuestado en más de 75 millones de $. La mayor parte del presupuesto se fue al bolsillo de Nicolas Cage (Rick Santoro), quién cobraría cerca de 25 millones por esta película. Por esos años, Cage se encontraba en la cima de su carrera y no pisaba un set de rodaje por menos de veinte kilos.
El film se rodó entre agosto y octubre de 1997 en Montreal (Canadá). Su estreno en cines fue el 7 de agosto de 1998, logrando un nº 2 en la primera semana de su lanzamiento. Sólo fue superada por ‘Salvar al soldado Ryan’ de Steven Spielberg. El recorrido comercial en salas de Snake Eyes fue de 103 millones de dólares en todo el mundo.
Los críticos, en el momento de su estreno, de nuevo cargaron duramente contra De Palma. La crítica consideraba ‘Ojos de serpiente’ un mero ejercicio de estilo, lo que vulgarmente llamaban “onanismo cinematográfico”. Este término se ha usado muchas veces para menospreciar la filmografía de su director, por sus claras preferencias hacia el aspecto visual y técnico de sus películas antes que al guión.
En relación a lo anterior, la mayor parte de la atención se la llevó el plano-secuencia que presenta a todos los personajes (algunos de ellos fuera de plano) y que luego será retomado (hasta en tres ocasiones) desde diferentes puntos de vista. Dicho plano secuencia no fue tal, tiene truco. Para conseguirlo tuvieron que rodarlo hasta seis veces y contiene tres cortes imposibles de identificar. Todo esto según afirmó el propio De Palma en el ensayo sobre su obra de Samuel Blumenfeld y Laurent Vachaud: ‘Brian De Palma por Brian De Palma’.
El trabajo de dirección de De Palma en esta cinta, al igual que el de Cage como actor, está puesto al servicio de la historia. Es decir, aunque podría existir una manera más clásica de filmar (y protagonizar) esta película, la manera en la que De Palma resuelve el misterio, y presenta los alicientes que motivarán el engaño, es lo que hacen que el film termine siendo visualmente apabullante, para lo bueno (sus fans, los amantes del cine negro tradicional) y para lo malo (sus detractores y los críticos).
La cinta, como todas las de su cineasta, si uno analiza fríamente tiene un aire entre Alfred Hitchcok y Orson Welles. De éste último toma claramente la imprescindible ‘Ciudadano Kane’ (1941) y, sobre todo, ‘Sed de mal’ (1958). Visualmente, De Palma visita todos los lugares comunes del cine negro para deconstruirlos a los ojos del protagonista. Un protagonista que aspira a presidir una ciudad (Atlantic City) incapaz de mantenerse en pie, una pústula de corrupción, al igual que nuestro “héroe”. Para la historia quedan sus minutos finales, desfigurado, andando casi sin poder mantenerse en pie y en busca de la verdad definitiva. Una verdad que, al mismo tiempo, amenaza con destruir su mundo levantado sobre un castillo de naipes.
Precisamente al “héroe” de la función lo interpreta un inmenso Nicolas Cage perfecto para el rol que le toca. Ojo a su vestuario y a sus ya archiconocidos arranques de sobreactuación, aquí puestos al servicio de la historia. A su lado encontramos a Gary Sinise, que también parece haber nacido para dar vida al Comandante Dunne, un tipo de aspecto impecable, y que creía tener la aprobación y admiración de Santoro en todo lo que hacía, hasta que se dio cuenta que no todo vale con tal de llegar alto.
Mucha importancia también para Carla Gugino, actriz por aquel entonces bastante desconocida para el gran público. En este film tiene a su cargo un papel bastante complicado, ya que debe cargar en sus hombros con el peso de ser el “mcguffin”. De Palma lo sabe y le da una caracterización brillante, vestida de blanco y con una peluca rubia, para que el espectador repare en ella al mismo tiempo que Santoro y Dunne. Esto la hace ser un personaje fácil de situar una vez que se intenta “camuflar” entre el público.
El resto de papeles de relevancia van para John Heard (Powell), Luis Guzman (Cyrus), Stan Shaw (Tyler) y Kevin Dunn (Logan). Destacar, sobre todo, a Stan Shaw en su rol de Tyler, el campeón y máximo favorito del evento. Un gesto suyo durante el combate hará despertar en Santoro todas las sospechas, además de hacerle perder mucho dinero de las apuestas.
Finalizo esta crítica de Snake Eyes, quizá el último gran ejercicio De Palma en lo más alto de Hollywood antes de ‘Misión a Marte’ (2000). Después de estas ya no volvería a trabajar para un gran estudio, buscando financiación extranjera o independiente para sus siguientes películas. Se nota en ella que De Palma todavía tenía mucho que decir, al mismo tiempo que seguía disfrutando al revisar su obra. Snake Eyes quedó para la posteridad como un placer culpable de su director que no engaña a nadie que conozca mínimamente su carrera. (J. Glez – cineycine.com)
Max Fisher, un alumno de Rushmore, una de las escuelas más prestigiosas del país, es el editor del periódico escolar y el capitán y presidente de numerosos clubs y sociedades; pero también es un pésimo estudiante que está siempre al borde de la expulsión. Max se enamora de Miss Cross, una joven y encantadora profesora, pero su cortejo peligra porque el señor Blume, padre de dos compañeros de clase, intenta también conquistarla.
Mejor Director y Mejor Actor Secundario en los Premios Independent Spirit 1998
La primera película de Wes Anderson, Bottle Rocket, sufre de un mal habitual en las óperas primas de los grandes cineastas: una limitación patente que proviene de una enorme falta de presupuesto, y eso hace que no termine de ser una obra puramente suya. En su siguiente trabajo, Rushmore, sin ser un derroche de producción, se notan unas posibilidades económicas más que suficientes para trabajar con el reparto adecuado y desarrollar con comodidad su universo. En ese sentido, creo que podríamos considerar esta película como el verdadero primer Anderson, y como primero que es, quizá sea el más puro. Así que me parece una decisión acertada incluirla en el ciclo de nueva comedia americana del festival de San Sebastián.
Ya tenemos todos los objetos de calculado esnobismo indie, el telón, los uniformes, los objetos pintorescos. La ornamentación que vemos en la película será la que marcará el tono de sus siguientes trabajos. Y por supuesto los personajes. El estirado y casi aristocrático decano Brian Cox, el siempre cínico y resignado Bill Murray en el papel de un exalumno de lujo. El grupo de críos, a veces organizados, que vienen a ser un preludio de los jóvenes de Moonrise Kingdom. Y sobre todo, el complejo y extremadamente excéntrico personaje protagonista de Jason Schwartman. Posee varios de los rasgos claves de los personajes favoritos del director. Se presenta a la vez como un triunfador iluminado (su enorme participación extraescolar) y se descubre al mismo tiempo -casi desde el principio- como un farsante perdedor incapaz de conseguir los objetivos más básicos. En lugar de buscar una transformación gradual de uno a otro extremo, toda la película mantiene esa dualidad, consiguiendo en muchas ocasiones un contraste delicioso entre la realidad y su concepto de sí mismo. Sus acciones son, como en los personajes que vendrán después, absurdamente ambiciosas (el acuario, su superproducción de teatro).
La banda sonora también es puro Anderson, con sus clásicos 60s – 70s, Cat Stevens, John Lenon; y con flirteos ya con la chanson francesa, Yves Montand. En cuanto a la composición en sí, repite con Mark Mothersbaugh con quien seguirá trabajando hasta que llegue Alexandre Desplat.
Aunque todas las piezas ya están ahí, en realidad cuando digo que es la muestra más pura del director, voy algo más allá. Siempre ha tenido una manera de presentar las emociones y los elementos dramáticos de una manera indirecta, subterránea – o subacuática en ocasiones – dejando que sea el espectador interesado el que vaya desentrañando de forma activa los momentos verdaderamente emotivos a partir de lo que se desprende. En cierta manera, este estilo puede dejar fuera a gran parte del público y ser una de las razones de algunos rechazos. Con el tiempo, se ha ido abriendo y colocando escenas más abiertamente emocionales, siendo Moonrise Kingdom, su última película, el ejemplo más claro. En Rushmore, sin embargo, no da un respiro al cinismo y a la distancia de sus personajes. Quizá, la indie más cruda de su filmografía. El Wes Anderson más puro.
Y llegamos al final y lo prometido es deuda, resumen. Hay una secuencia en Rushmore (la que muestra la exagerada lista de actividades extraescolares del protagonista) que contiene prácticamente todos los elementos del cine de Anderson y que por tanto confirma que ya en esta obra temprana había definido su personalidad, después se encargará únicamente de matizarla. Está su estilo de elección musical (Making Time de The Creation). Están sus encuadres artificiales, casi caricaturescos, muchos de ellos con los personajes mirando (o casi) a cámara. Está la excentricidad de su protagonista, absurdamente ambicioso. Los planos cenitales de objetos pintorescos. Su gusto por la caligrafía. El uso de los rótulos. El esnobismo. Está casi todo. (Iñaki Ortiz – PreCríticas.com)
Eternity and a Day trata sobre Alexander, un escritor griego al que le quedan pocos días de vida y necesita resolver un dilema: morir como alguien ajeno a los demás o aprender a amarlos y a comprometerse con ellos. Elegida la segunda vía, lee las cartas de Anna, su esposa fallecida, y cierra su casa en la playa. Un día lluvioso, encuentra a alguien que le ofrece la oportunidad de cumplir su compromiso: un niño albanés al que ayuda a pasar la frontera mientras le cuenta la historia de un poeta griego que vivió en Italia y que, al regresar a Grecia, compraba las palabras olvidadas para escribir poemas en su lengua natal. Entonces el niño juega a buscar palabras para vendérselas.
Palma de Oro y Premio del Jurado Ecuménico (Festival de Cannes 1998)
En 1998, Angelopoulos logró a los 63 años la Palma de Oro en Cannes con una película de senectud sobre los costes personales del viajero, los errores de vivir en el exilio de uno mismo. Siempre que uno comienza a escribir sobre una película de Theo Angelopoulos tiene la sensación de que la empresa se cobrará mucho más de lo previsto, pues sus films suelen elevarse más allá de dónde se les presupone altura digna y requieren del espectador no sólo el paradigma de la sensibilidad cinematográfica europea, sino también una dosis de existencia humana para alcanzar la enormidad de lo que sus historias terminan invocando a lo largo de sus metrajes. Eternity and a Day no es una excepción, sino más bien una gloriosa ejemplificación de su cine, que en 1998 fue coronada en Cannes con una Palma de Oro asignada bajo la rendida armonía de un jurado que votó con unanimidad y que sancionaría para siempre al cine de este cineasta griego con un éxito para recordar.
Si hay un recurso habitual en el cine de Angelopoulos es el de los viajes, que sus protagonistas experimentan en todas las fases, condiciones y niveles posibles: viajes interiores, autobiográficos, históricos, geográficos, culturales, de vida… y a menudo todos a la vez. Eternity and a Day narra la historia del último día de Alexandre antes de ingresar en un hospital para vivir, presumiblemente, los últimos días de su enfermedad. En ése día singular que sigue a la eternidad de su vida pasada, Alexandre se confiesa a sí mismo haber sido siempre un poeta exiliado de su propia vida, siempre en fuga, siempre viviendo sus viajes y desconectando de su esposa Anna, de su hija y del resto de la familia para encontrar lo que vive más allá de su refugio familiar, entregado a la fe de una promesa de viajero y explorador. En el día que sigue a la eternidad, Alexandre comprende la añoranza vivida por quienes le amaron, el valor de cuanto pudo haber vivido a través de los demás y la desesperación de quiénes se resignaron a verle siempre marchar y estar sin estar.
Desde este punto de vista, Angelopoulos nos propone una historia que condena de partida la vida solitaria del viajero inconformista, de quién construye la esencia de su existencia sumando capa tras capa de vivencias exiliadas, siempre lejos de casa, abocando tal voluntad intrépida al fatalismo último de un innegable arrepentimiento. Alexandre, que dedica su vida a esa búsqueda inabarcable, termina sus días sumergido en la desagradable sensación de que todos sus proyectos han quedado incompletos, comenzando por algunos de sus proyectos poéticos, pero también las grandes historias emocionales de su vida. Para comprobarlo, baste recordar que su esposa murió tiempo atrás, enamorada, anhelando un día más de su compañía; o que su hija le ha suplantado por su insensible esposo y ya no guarda con él una relación de valor. Alexandre siente que esa búsqueda de lo que siempre sigue a lo anterior le alejó en exceso no sólo de su propia casa y de su familia, sino de sí mismo. Puede que una de las ideas más potentes de Eternity and a Day sea la de ese exiliado que tanto caminó que cuando volvió a su país ya no conocía la lengua. De los viajes se dice siempre que pueden tener un efecto transformador y que producen una evolución interior cualitativa que nos devuelve diferentes a los que fuimos, que ya no podemos “bañarnos de nuevo en el mismo río”, ¿y qué sucede cuando la transformación es tan intensa que olvidamos el camino a casa? Alexandre vuelve la mirada atrás “demasiado tarde”, un concepto bien documentado en la película con palabra propia, y ya encuentra dificultad tanto para encontrar el camino, como para reconocer como propio su hogar: Uno en el que su esposa murió ya años atrás, y en donde ya sólo quedan las ruinas de una casa de verano que fue escenario de cuanto realmente aconteció, y que el marido de su hija ha vendido para ser derruida para siempre. El lugar donde Alexandre necesita volver al final de sus días… ya no existe. El sino fatal de un viajero de interiores y exteriores al que Angelopoulos castiga con el arrepentimiento final ajusticiándole con una nostalgia insoportable y el miedo profundo al final de la vida. Película de senectud, desgarradora al mostrar la soledad interior del final, en la que sobrevive una visión adoctrinadora y algo moralista que reconfortará a los estilos de vida más convencionales e indignará o atemorizará a quienes no observen las líneas de la tradición.
La longitud de Eternity and a Day sirve como catalizador silencioso del ingrediente dramático de la historia que, poco a poco, va acercando a Alexandre a las últimas horas de su vida real. Desde que conocemos a Alexandre, su gesto se mueve entre la sonrisa y la nostalgia más terrible, pantalla de proyección de lo gestual que en él funciona a modo de máscara y que le sirve para disfrazar el miedo al final. Alexandre se aferra al último día, y después a “la última noche” con aparente sabiduría y una resignación consciente y responsable que, sin embargo, en un momento preciso… se rompe provocando una de las escenas más emotivas de todo el film: Alexandre ve que incluso el chico huérfano al que ha recogido y cuidado durante el día se dispone a despedirse de él para siempre, y ante el riesgo material de la última soledad de su vida, Alexandre deja caer la máscara y desguaza su gesto nostálgico para dar paso a la desesperación. La sensación le emparenta con el anhelo último que quiénes le amaron a él sintieron otrora, comenzando especialmente por el de su fallecida esposa Anna.
Alexandre completa el regreso que tanto se le solicitaba y vuelve entre lágrimas haciéndose consciente de que sus manos están vacías y que ya no existe el hogar que abandonó para ser más de lo que era. Sus frases, en las que él jamás pensó que se reconocería, retratan su miedo y su desesperación:
Niño – Quería despedirme de ti.
Alexandre – ¿Vas a irte esta tarde? ¿vas a irte en plena noche? Yo que creía… Me habías dado a entender… Tú también te vas. No tendré a nadie más. Sí. Pronto harás el gran viaje, los puertos… el mundo entero.
N – Adiós
A – ¡Quédate conmigo! Tienes dos horas antes de que salga el barco. Sólo tengo esta noche.
“Sólo tengo esta noche”. Resulta complicado abarcar la desesperación de las palabras tranquilas del viajero inconformista al que ya no le van quedando horas a las que aferrarse antes de encarar el final. Hay en la manera cómo Bruno Ganz interpretó esas palabras una traza de desesperación profunda que no se apoya en la intensidad teatral de un grito, sino más bien en la resignación infinita de una frase calmada que se dice con las manos vacías implorando la limosna de quién más tarde o más temprano nos dejará de todos modos. “Sólo tengo esta noche” es un concepto tan potente que merece una película para él solo, y Angelopoulos lo convierte en un rincón común en el que el espectador no puede evitar sentirse involucrado en tanto que muchos podríamos vivir un “sólo tengo esta noche”. Se trata de una interpelación universal humana que sacude al espectador conectándole violentamente con la preocupación irreductible de Alexandre y con una sensación de soledad y temor imposible de ignorar.
No es difícil encontrar una cierta conexión entre el “Alexandre” de Eternity and a Day y el “Jep Gambardella” de “La gran Belleza”, en tanto que ambos personajes, intrépidos y valientes, deciden buscar esa belleza auténtica y genuina que promete transformarles y llevarles hasta un estadio superior en el camino del aprendizaje y la experiencia. Gambardella, como escritor, busca la pulcritud definitiva de un arte universal en el que poder confiar sus anhelos de verdad, los pilares artísticos que le conecten con su propia integridad humana y que le sirvan de pertrechos seguros y fidedignos para cualquier catarsis de vida. Alexandre emprende un viaje en condición de poeta, también en busca de otra forma de belleza, una que ensanche su ser y su experiencia por encima de su presencia inmediata y original. Ambos buscan una forma elevada de belleza que les ilumine y les transforme, y ambos experimentan el elevado coste de tan ambicioso viaje. Gambardella termina alejándose de esa autenticidad como si fuera un asíntota imposible de alcanzar y desperdicia su tiempo siguiendo la estela de brillos baratos, de reflejos de lentejuela entre el más ridículo establishment de la noche romana. Alexandre tampoco alcanza esa belleza cualitativa y además termina perdiendo el camino a casa, pues ésta se deshace en su pasado un poco en la desmemoria y en su desaparición, otro poco porque él mismo termina siendo una pieza diferente a la que encajaba entonces. En ambos casos, se trata de películas inscritas en el género de la senectud cuyos protagonistas, los dos escritores, al final de sus vidas, echan la mirada atrás y hacen recuento de daños y de haberes.
Ya no sorprende citar a Angelopoulos como uno de los grandes demiurgos del imaginario más potente del cine europeo. En sus películas, no es extraño que su “escritura” fílmica, dicha esta expresión desde la jerga propia de la llamada “Teoría del Texto” de González Requena, incluya pasajes en los que sentir el trazo imaginativo, poético y contundente de un cineasta acostumbrado a crear imágenes imposibles de olvidar. En “La mirada de Ulises” (1995) sobresalía con especial vehemencia la imparable imagen de la estatua de Lenin, troceada, desmantelada, siendo transportada por el río frente a los trabajadores que un día creyeron en su ideal (puede que la más terrible metáfora jamás creada para transmitir el fracaso de la Unión Soviética). En Eternity and a Day destaca la poética de la imagen de la frontera con Albania, donde el blanco de la nieve sirve como lienzo pictórico en donde Angelopoulos dispone las figuras desalmadas de un pueblo perdido que auguran la sujeción vital del chico a un modelo autoritario que convierte a sus ciudadanos en “figuras encaramadas” con gestos de horror desprovistos de “grito” por el hastío del tiempo: Una contundente visión que propone una forma de representación del autoritarismo político y del pavor que supone la guerra.
En definitiva, un valioso metraje propio de las reflexiones finales en las que Angelopoulos pondera los costes personales de los viajes y los pesos que también estos tienen para aquéllos que nos aman. Una película de senectud, de balances, de arrepentimientos y vacíos que no esconde un cierto toque moral pero que hace sentir el valor de lo humano como sólo el cine europeo es capaz de hacer, en este caso con uno de sus más aclamados y paradigmáticos cineastas. (Ricardo Sánchez – codigodecine.com)
En Los amantes del Círculo Polar, Ana y Otto cuentan su apasionada y secreta historia de amor que se extiende desde los ocho años hasta los veinticinco. Todo empieza en 1980, cuando dos niños, a la salida de un colegio, echan a correr por distintos motivos. Desde ese día, las vidas de Ana y Otto formarán un círculo que se cerrará en Finlandia, al borde del Círculo Polar.
Mejor Música Original y Mejor Montaje (Premios Goya 1998)
“El amor comienza donde termina”. Los amantes del Círculo Polar, cuarta placa de este célebre director español culpable de dirigir también “Vacas”, “La Ardilla Roja” y “Tierra”. Médem nos lleva hacia un drama ensimismado, lleno de romanticismo destructivo, subyugante y, por cierto, muy atractivo; cosa que hace que sigamos preguntándonos cuándo llegará y dónde se encuentra aquel ser ideal con que pasaremos el resto de nuestras vidas.
Los amantes del Círculo Polar narra el romance metafísico entre Ana (Najwa Nimri) y Otto (Fele Martínez), dos almas gemelas destinadas a vivir una larga y compleja historia de amor, marcada constantemente por las coincidencias del destino. Se conocen a los ocho años, Ana, quien es huérfana de padre, está convencida de que el espíritu de él ha reencarnado en Otto, mientras que Otto, a raíz del divorcio de los suyos, busca y encuentra refugio en Ana como el ideal del amor eterno. Así desarrollan una relación simbiótica y secreta que se ve más marcada por el destino cuando el padre de Otto y la madre de Ana se enamoran y forman un hogar siendo ellos adolescentes, convirtiéndose de la noche a la mañana en hermanastros.
Cuando la madre de Otto muere, éste sintiéndose culpable de ello, e intentando superarlo, decide hacer cambios drásticos, se olvida de todo (incluso de Ana) dedicándose a rodar por la vida hasta que decide convertirse en mensajero aéreo. Por su parte, Ana reprende la suya comenzando un romance con un antiguo profesor de su escuela; sin embargo, como buena creyente en las coincidencias y el destino, vive convencida de que sus vidas están entrelazadas en el más allá. Finalmente, como la fábula romántica que es, los dos protagonistas se reúnen, aunque no de la típica manera como se predice una historia de amor.
Con un guion perfectamente estructurado, hábilmente narrado e inteligentemente confuso, Médem nos lleva con Los amantes del Círculo Polar hacia un romance imposible basado en la idea del círculo. El tiempo, la casualidad y el enlace del azar con la fatalidad (cerrando la circunferencia), son manejados con gran habilidad. Quizás contenga diálogos intrascendentes y símbolos obvios, pero mantiene momentos e imágenes de auténtico preciosismo donde destaca infinitamente la interpretación de Najwa Nimri.
Los amantes del Círculo Polar desafía los conceptos tradicionales de una historia de amor; Médem, de manera exquisita, nos comunica su concepto de amor eterno y nos lleva a ser seducidos y cómplices de esta historia que más de alguno quisiera vivir; por lo menos, eso sucede conmigo. (Pablo Font – elotrocine.cl)
En American History X, Derek, un joven «skin head» californiano de ideología neonazi, es encarcelado por asesinar a un negro que pretendía robarle su furgoneta. Cuando sale de prisión y regresa a su barrio dispuesto a alejarse del mundo de la violencia, se encuentra con que su hermano pequeño, para quien Derek es el modelo a seguir, sigue el mismo camino que a él lo condujo a la cárcel.
Asumir el riesgo de introducir al espectador en el submundo de los grupos racistas radicales americanos, los miembros de las bandas supremacistas blancas, skinheads y neonazis varios, resulta ya de por sí meritorio. Si, además, se hace superando los prejuicios irracionales y hasta banales que han hecho del tema un tópico, para ahondar en sus raíces sociales, familiares y reales, hay que quitarse el sombrero (con cuidado de no mostrar el cráneo rasurado).
Tony Kaye y el guionista David McKenna se han empeñado en evitar esos tópicos que bordean el ridículo, cuando no caen de lleno en él. Siguiendo el ejemplo de unos cuantos documentales americanos que han indagado en el origen de la subcultura skinhead, lo que American History X nos muestra es, simplemente, otro ejemplo más de la desesperación que la pobreza y la violencia racial, ambas inseparables, generan en las junglas de suburbia. Los protagonistas de esta historia no son más que chicos blancos pobres encerrados en un callejón sin salida, que encuentran en las respuestas simples y brutales del racismo y el nacionalismo una forma de liberar su furia. En ello, las bandas neonazis no se diferencian de otras bandas, simplemente reciclan la pseudofilosofía y la parafernalia nazi, sirviendo a veces involuntariamente a intereses políticos (ese perverso Stacy Keach) que, en realidad, les ignoran.
American History X es una película de actores, montada con inteligencia y aire arfy (cambios de texturas, paso del blanco y negro al color, etc.), servida por dos actores jóvenes de tamaño ya casi colosal como son el tierno Edward Furlong, víctima anunciada del sacrificio retributivo final, y Edward Norton, que es ya Robert De Niro en lugar de Robert De Niro. Historia de violencia a ritmo mesurado y semidocumental, con secunda ríos de lujo (mata, malísima y calentísima Fairuza Balk) y escena de violación en las duchas incluida, solo cabe reprocharle un defecto relativo a esta lección de historia americana; su previsibilidad y excesiva familiaridad, que a veces ablanda el tono realista y documental aproximándola a la típica película de bandas juveniles bienintencionada (tipo Mentes peligrosas) o a la clásica true storyfamiliar de sobremesa. Lo que, bien mirado, tampoco es tan malo. (Jesús Palacios –fotogramas.es)
En Following, un joven escritor sin trabajo y en plena sequía creativa decide seguir a la gente por la calle para ver si así encuentra inspiración. Pero convertirse en un voyeur tiene sus riesgos…
Todo director que se precie tiene sus comienzos. Ninguno por amor al arte nace directamente en la cúspide, por eso es interesante, de vez en cuando, echar la mirada atrás y descubrir los cimientos sobre los que se basa su filmografía. Christopher Nolan no sería la excepción.
Es curioso como el público tiende a recordar y de esta forma a encumbrar o a desterrar la carrera de un director por sus últimas obras sin valorar el peso de toda su filmografía. Los casos de Tim Burton y M. Night Shyamalan son dos buenos ejemplos de ello. En el caso del británico Christopher Nolan, con tan sólo ocho películas en su haber, el hype o fascinación por este director ha sobrepasado cualquier límite conocido. La culpa de este efecto la tiene la trilogía de The Dark Knight, tres grandes películas pero que de alguna forma ensombrecen de manera injusta el resto de su carrera. Para entender el cine de Nolan casi por obligación se deben visionar Memento (2000) y sobre todo su opera prima, Following (1998).
Rodada en blanco y negro en su Londres natal, con un irrisorio presupuesto de poco más de seis mil dólares y un grupo actoral prácticamente desconocido y semiprofesional, Christopher Nolan firma el guión de la extraña historia de Cobb, un escritor en crisis creativa que se aficiona casi de forma terapéutica a seguir por la calle a gente desconocida, nunca seguirá dos veces al mismo individuo y nunca contactará con él. Pero la excepción confirma la regla, y al verse atraído por un misterioso tipo entrará en su juego con consecuencias muy arriesgadas.
Nolan, en este film de poco más de una hora, ya deje entrever lo que a la larga formará parte de su estilo y se convertirá en marca de la casa, la autodestrucción de sus personajes, de ahí que el protagonista tengo numerosos nexos en común con el desarrollo de los principales personajes de su filmografía, todos ellos caracterizados por oscuras obsesiones, profundas batallas interiores y esa sensación de culpabilidad que hacen imposible su existencia. Narrada con saltos en el tiempo haciendo un brillante uso del montaje, recurso que exprimiría al máximo en la genial Memento (2000), y un uso de la cámara en mano muy efectivo y apropiado para la historia, el cual dudo si fue casual debido al bajo presupuesto, convierten a Following en un excelente ejercicio cinematográfico y demuestran que el talento de su director no era fruto de la casualidad.
Con Following, el cual durante el visionado me recordaba continuamente a Inception (2010), no tanto en las formas pero sí muchísimo en el fondo, Christopher Nolan colocó la primera joya de su particular corona. Una película brillante y fresca que, lógicamente, contiene errores de novato pero donde se camuflan de forma perfecta por la gran cantidad de acierto que posee. Una película desconocida para el gran público pero necesaria descubrir.
A modo de curiosidad Following contiene dos sutiles “guiños” premonitorios en la carrera de Nolan. El primero es el nombre de Cobb al que años después Nolan volvería a utilizar para el papel de Leonardo Dicaprio en Origen (2010) y el segundo, y más certero para que el friki se lleve las manos a la cabeza y comience a meditar, es la pegatina del logo de Batman en el plano de una puerta. Aquí os dejo la muestra. Valorar vosotros mismos. (Antonio Clemente – OjoCrítico.com)
The Thin Red Line sucede en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial en la Isla de Guadalcanal, en el Pacífico. Un grupo de hombres de la compañía de fusileros del ejército americano «C de Charlie» combate contra el ejército japonés por la conquista de una estratégica colina. Este grupo forma parte de las tropas enviadas para relevar a las unidades de infantería de la Marina, agotadas por el combate.
Oso de Oro a la Mejor Película y Mención a la Fotografía en el Festival de Cine de Berlín 1999
Mejor Director y Mejor Fotografía para el Círculo de Críticos de Nueva York 1998
Mejor Película y Mejor Fotografía para la Asociación de Críticos de Chicago 1998
Terrence Malick forma parte del selecto grupo de cineastas que han sabido ascender y mantener sus películas en el cartel cine mainstream a pesar de ofrecer al espectador propuestas muy personales servidas con un estilo inconfundible y radicalmente alejado de los cánones. Su independencia y sus maneras cinematográficas pueden entenderse mejor si tomamos en consideración algunos de sus datos biográficos, como la formación filosófica que atesora, pues se licenció summa cum laude en la prestigiosa Universidad de Harvard, fue traductor de Heidegger y profesor universitario antes de dar sus primeros pasos en el cine, como guionista.
De hecho, Malick se puso tras las cámaras por primera vez como reacción a un conflicto con la Paramount, que consideró irrealizable uno de sus primeros libretos (el de Deadhead Miles), lo que le llevó a saltar a la dirección bajo auspicio independiente a modo reactivo, como única vía para poder ver materializados sus relatos cinematográficos. Obtuvo un formidable éxito con su opera prima, Badlands (1973), y apuntaló su prestigio con Days of Heaven, (1978). Sin embargo, las dos décadas largas que siguieron al estreno de Days of Heaven sin que el cineasta pudiera materializar ningún proyecto hasta The Thin Red Line, su tercer largometraje, no hacen otra cosa que remarcar esa condición de cineasta a la contra de las previsiones, convenios, oportunidades, obligaciones y demás canjes onerosos que caracterizan el juego de la industria, máxime si tenemos en cuenta que su regreso lo fue por la puerta grande sin necesidad de sacrificar un ápice su marcada, visualmente tan exultante, personalidad cinematográfica.
Calificada en su día por el famoso crítico Gene Siskel como “la mejor película de guerra del cine contemporáneo”, The Thin Red Line (1998) es una adaptación muy libre de la novela homónima escrita en 1962 por el especialista en narrativa bélica James Jones, centrado en la campaña de Guadalcanal (7 de agosto de 1942 – 9 de febrero de 1943). Como en el resto de sus películas (especialmente The New World (2005) y la tan discutida Tree of Life), Malick aboga en The Thin Red Line por una clase de espectacularidad que intenta fascinar al espectador, influir en su aparato emotivo antes que en el intelectual, mediante imágenes como mareas, de corte eminentemente contemplativo, y que ilustran reflexiones de corte antropológico.
Concretamente viene a escenificar el conflicto entre lo edénico y los actos atroces de los hombres. En lo dramático se sirve de las reflexiones (en voz over) de diversos personajes, especialmente el soldado Witt, encarnado por Jim Caveziel, pero todo viene orquestado por métodos de puesta en escena –radicalmente a contracorriente de arquetipos y convenciones del género bélico-, que ponen en una balanza de equilibrio el sino del ejército –de los hombres- con quietas y bellas imágenes del entorno natural virgen en el que se mueven y aún otras que escenifican por la vía de breves flashbacks los recuerdos de los encuentros con la mujer amada por parte de otro de los soldados (interpretado por Ben Chaplin).
En las preciosistas imágenes de The Thin Red Line existe algo que se impone a la trama, algo que le preocupa a la cámara más que el sino de los personajes que desfilan por el relato. Un aparato que presta mucha atención a lo psicológico, pero que más bien deberíamos cualificar de espiritual, que impone sus propias reglas y despliega sus intenciones de forma armónica del primer al último minuto de la película. Lo intuitivo siempre se impone a lo concreto, razón por la que en ningún caso podemos predicar de la película exponente alguno de realismo. No, el virtuosismo formal de Malick -indudablemente uno de los creadores de imágenes más magnéticas y poderosas del cine actual- nos dirige hacia lo ascético. Por ello da la sensación de que, a pesar de la infinidad de iniquidades y muestras de barbarie que desfilan ante nuestros ojos constante el metraje, The Thin Red Line es una película dolorosa, pero no violenta, porque su punto de vista permanece incontaminado, en un estadio espiritual (que no moralista) ubicado muy por encima de los actos que nos muestra, sin otra intención que la de buscar la reflexión sobre los mismos –a un nivel filosófico y abstracto, no ideológico– y levantar acta cinematográfica de la existencia de una virtud posible, que cabe hallar incluso en un entorno tan enajenado y mortífero como es la guerra. (Sergi Grau – Cinemanet.info)
Train de Vie transcurre durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Con el objetivo de huir de los nazis y evitar el exterminio, un grupo de judíos de un pueblo de Europa del Este organiza un convoy simulando que se trata de un tren de prisioneros. Algunos de ellos no tendrán más remedio que hacerse pasar por soldados nazis.
Mejor Ópera Prima y Premio de la Crítica (Festival de Venecia 1999)
Premio del Público (Festival de Sundance 1999)
Mejor Film Extranjero (Premios David di Donatello 1998)
IMDB Rating: 7,7
Rottentomatoes: 64%
Película (Contiene subtítulos en español en el mismo enlace de descarga)
https://www.youtube.com/watch?v=7WalUOZV6Fc
La supuesta historia del pueblecito ruso que escapó del Holocausto cruzando las líneas alemanas a bordo de un tren de deportados en el que la mitad de los habitantes interpretaban el papel de nazis inspira Train de Vie, la película del exiliado rumano Radu Mihaileanu. El hecho jamás sucedió en la realidad pero resulta perfecto para proporcionar el tono propio de una fábula en la que los personajes juegan con las apariencias y la moraleja resulta diáfana.
Desde la música de inspiración klezmer aportada por el compositor habitual de Emir Kusturica hasta el humor y la tipología de los personajes que viajan en busca de la supervivencia y la identidad, Train de Vie es profundamente judía en sus raíces. Aborda el espinoso tema del Holocausto desde una perspectiva menos rigurosa que el documental Shoah pero también mucho más honesta que «La lista de Schindler», y si alguien encuentra paralelismos con La vida es bella no es pura coincidencia. Mihaileanu le envió el guión a Roberto Benigni para que interpretase a uno de los personajes, el cómico italiano denegó la proposición y, poco después, se descolgó con la película ganadora del Oscar.
Dentro de la aparente amabilidad en la que se mueve Train de Vie, el personaje del loco aporta el punto de lucidez necesario para que la farsa de la ficción no contradiga la tragedia de la historia. Reírse de uno mismo es el mejor instrumento para exorcizar los fantasmas de la autocomplacencia y si alguien creía hallarse ante una secuela de «La gran juerga», la pirueta final lo desmiente rotundamente. Filmar el Holocausto puede admitir la fábula poética pero nunca la manipulación de la historia en nombre de los buenos sentimientos. (Fotogramas)
Velvet Goldmine sucede en Londres durante los años setenta. Brian Slade es un joven que rompe con el movimiento hippy y se convierte en el principal exponente de lo que se dio en llamar el glam rock.
Premio Especial a la Contribución Artística Festival de Cannes 1998
Mejor Vestuario en los Premios BAFTA 1998
Mejor Fotografía en los Premios Independent Spirit 1998
Todd Haynes se toma muy en serio la preparación de Velvet Goldmine y lee cuanto libro se haya publicado sobre el movimiento glam, su condición contracultural, las vidas de exponentes como David Bowie, Marc Bolan o Iggy Pop, y establece una conexión no tan impensada: la figura de Oscar Wilde emerge como padre espiritual y disparador de una potencialidad extraña, alienígena, que adquirirá celebración en los años ’70 y tendrá a la sofisticada e intelectual Londres como epicentro. Más allá de apropiarse de la estructura narrativa de El ciudadano, de poner en escena ese fructífero romance entre el tardío swinging London y la explosión pop estadounidense, de conectar el sarcasmo intelectual con la explícita carnalidad, Velvet Goldmine resulta fascinante por el riesgo que asume al desmembrar su relato al mismo tiempo que compromete al espectador en su construcción. El hilo conductor de la historia es Arthur (Christian Bale), un joven periodista inglés que en sus años adolescentes se sentía fascinado por el glam rock, las tapas de los discos, los vestuarios de plumas y los rostros andróginos como expresión de su propia alteridad, la misma que emanaba de la irónica prosa de Wilde. Haynes construye la película desde el ambiguo punto de vista del fan, curioso protagonista capaz de encontrar eco en la obra que admira y de la que también se siente parte. Todo el universo de Velvet Goldmine se construye según ese recorrido incierto del que indaga quién es y qué lo representa, y la misma película devela el lugar que ocupa la música, el cine y la cultura en general en la construcción de las identidades.
Velvet Goldmine es también el nombre de una canción de Bowie escrita en 1971, presentada en una reedición de Space Oddity del ’75 y objeto de culto que, si bien no aparece en la película porque el mismo Bowie no quiso que se utilizara su música, ofrece una identidad visual concreta: aquella que emana del documental Ziggy Stardust and the Spiders from Mars de D. A. Pennebaker, y que también condensa los recuerdos del joven Haynes que en su adolescencia se sentía atraído por esa condición alienígena y enigmática de la cultura glam. La figura de Brian Slade (Jonathan Rhys Mayers) va más allá del mero alter ego de Bowie: su capacidad camaleónica que evoca a la del Kane de Welles no ofrece aquella voracidad destructiva sino que se despliega en múltiples formas. Tan variadas como ecléctico es el estilo que elige Haynes a lo largo de su obra, resistente a cualquier encasillamiento y cuestionador de su propia impostura. Para Haynes no hay nada definitivo, esa reescritura permanente que ensaya es la que le da vitalidad al mito, la que lo enriquece y torna imperecedero.
Más allá de las apariencias Velvet Goldmine no es una película sobre el glam rock, no quiere reconstruir aquella época desde el vívido recuerdo ni quiere celebrarla desde la nostalgia. Esos retazos que forman el relato, como pinceladas de rimmel y purpurina dispersa, son parte de ese disfraz que fabricó el glam como complemento de su música en tanto era también una performance de osadía y bisexualidad, de provocación y deseo. Haynes distancia su mirada diez años y sitúa el presente en los ’80, cuando su personaje ha abandonado la adolescencia y esa admiración que ostentaba como fanático se cruza con la crítica y el desencanto del investigador: mentira y verdad se condicionan y enlazan en esa oda ficticia a la alteridad que constituye la esencia de la obra de Haynes. Así como en Safe el refugio del espacio alejado resultaba infructuoso y esa incomodidad condensada en la “enfermedad” expresaba la genuina condición humana, aquí el devenir de los tiempos y las máscaras en el nuevo presente del pop de MTV y la mercadotecnia, ya no son expresión de la alteridad sino la fórmula de la pertenencia. La inquietud por nunca terminar de pertenecer a ese mundo donde se es extraño ha sido reemplazada por la peor imitación, esa imitación de la vida de la que hablaba Douglas Sirk en sus melodramas de los ’50.
Para mas información: Extrañas escenas, por David Fricke (Rolling Stone Magazine)
En The Bird People in China, dos japoneses son enviados por motivos laborales a un remoto pueblo de China. En este pueblo los habitantes se rigen por una cultura casi primitiva y tienen ciertos hábitos poco comunes. Creen que pueden volar. Fascinados, los japoneses deciden quedarse a estudiar al pueblo que sin que se den cuenta cambiará radicalmente sus vidas.
En 1998 Takashi Miike haría un impasse en su carrera para regalarnos la joya de sus primeros años como director: The Bird People in China. Si hasta ahora todo lo que habíamos visto era acción, violencia, yakuza-eiga, cine negro y comedia, el director iba a volver a sacar su cámara fuera de Japón para demostrar que podía estar a la altura con el reto que significaba la obra de Makoto Shiina.
The Bird People in China cuenta como Wada, un joven ejecutivo, y Ujīe, un yakuza se ven forzados a viajar juntos a una zona rural de China con la intención de encontrar una mina de jade. La experiencia, sin embargo, les cambiará la vida y deberán tomar dos decisiones cruciales: la de volver a Japón o quedarse para siempre y la de dar a conocer o no sus hallazgos en la aldea.
El montaje nos ofrece tres partes claras. En primer lugar, un montaje más radical típico de Miike, referido por muchos críticos como montaje outrage al que ya estamos más acostumbrados. Un primer plano en zoom gradual a un pictograma en una cueva de una figura humana con alas acompañado de una música misteriosa —acorde con el misterio de la vida humana— y unos latidos de corazón —que simbolizan la pulsión de la civilización—. Seguidamente un plano corto de un hombre pájaro en traje de ejecutivo en la azotea de un rascacielos. Luego un plano de un cielo nublado, el medio natural en el que conviven los hombres pájaro, ya sean con alas prefabricadas o con aviones. Este plano sintetiza perfectamente esa idea, las alas del hombre pájaro surcando el cielo con la música extradiegética de un avión, y en el siguiente plano el avión de Wada aterrizando en China.
Pasamos al fundido en negro, para permitir al espectador que respire y tome aire y pueda asimilar el montaje posterior. La voz en off de Wada (Masahiro Motoki) narra: «Desde que nací, he dormido más de 10.000 veces. Pero nunca he soñado con ser capaz de volar como un pájaro». El siguiente plano que seguirá es un asombroso plano de las montañas de Yunnan con el sonido de los pájaros, sobre el que se superpone el título de la película: The Bird People in China. La siguiente escena nos revelará mucho sobre Wada. El plano de inserto de su grabadora nos indica lo importante que es para él, que viaja en un tren de camino a la ciudad a las entrañas de China vestido con su traje mientras graba sus experiencias en su diario. Un hombre mecánico, ordenado, que piensa en todo, preocupado por su salud al extremo de grabar que la comida china contiene muchas grasas. Wada nos contará como ha acabado en este tren y los planos sosegados de él nadando o en el gimnasio —el tiempo que dedica a sí mismo— y las fotos de la China rural, contrastarán con las escenas en su trabajo, o en el taxi, o por las ciudades con el tráfico y las luces, todo escenas en cámara rápida. Aquí ya tenemos la primera reflexión, la alienación que se produce por el ritmo rápido de las grandes ciudades que hace que incluso el protagonista desee que el avión vuele más despacio. Los pasajeros del tren que le agasajan con una canción japonesa y el surrealismo en el que se torna la escena son lo antagónico a su estilo de vida.
La segunda parte de la película es la que describe el viaje de Wada y Ujīe (Renji Ishibashi) a la aldea en lo profundo de las montañas de Yunnan. Aquí el montaje confía más en planos largos y cámaras de mano que se vuelven inestables e incómodas o en las cámaras fijas de la furgoneta que se va desintegrando progresivamente y que dan al espectador cuenta de los baches del camino. El engorroso viaje no sólo sirve como metáfora de las vicisitudes físicas y espirituales que debe vivir el ser humano para hacer un viaje introspectivo, sino para forjar una camaradería entre los dos personajes que no podrían ser más diferentes, aunque a ambos los hayan escogido por gustarles la comida china. Mientras el ejecutivo duerme con un dosel para ahuyentar los mosquitos, el yakuza tiene violentas pesadillas. Sin embargo, y a pesar de la actitud de matón del yakuza, mientras Ujīe defeca en mitad del campo bajo la lluvia, Wada le refugiará con un paraguas cursi. A Miike le encantan este tipo de metáforas de la vida: escenas profundamente cotidianas que descubren las relaciones entre los personajes. Mucho más adelante, una vez ya en la aldea de jade —que sirve de macguffin—, Wada y Ujīe defecarán juntos en perfecta comunión.
Cuando hacen noche en la ciudad de Dali, oyen de manos de otro viajero japonés que las leyendas como la de Hagoromo también se oyen en las montañas de Yunnan, un lugar a donde los extranjeros no pueden llegar y donde los ancianos ni siquiera han oído a hablar de Mao Zedong ni entienden mandarín. Aquí el diálogo de los personajes nos presentan la aldea de jade como un lugar místico, que ha evitado el contacto con el exterior al punto que ni siquiera ha llegado la revolución de Mao. La verdadera cuna de la civilización —puesto que en Yunnan se encuentran los restos más antiguos de la civilización humana— en estado puro, inmaculado, al que tendrán que llegar con una balsa arrastrada por tortugas gigantes, detalle que automáticamente nos conecta con el mundo mágico en las profundidades del mar de la leyenda de Urashima Tarō. La parte baja del río es una zona especialmente ascético, tal y como advierte el monje: «arriba del río es donde las cosas nacen, abajo del río es donde las cosas mueren». Durante el viaje, Yamamoto se deleitará con planos de las etnias minoritarias chinas, con el largo y tortuoso camino, con el imponente paisaje, pero también con una de las temibles realidades de la China rural: el río Nujiang desbordado por las lluvias torrenciales.
En el viaje, Shen (Mako) no sólo se revelará como un perfecto guía turístico, sino como un verdadero intérprete entre las diferentes dualidades: la cultura china y la cultura japonesa, el yakuza y el ejecutivo, la modernidad y la tradición. Miike usará la arquitectura visual durante el trayecto para mostrarnos la distancia entre los personajes, figuras triangulares que ya usaba en Rainy Dog (1997) que poco a poco Shen irá rompiendo con su «love and peace». Sus setas psicotrópicas acabarán de afianzar los lazos de amistad entre los dos hombres y abrirá sus mentes para lo que están a punto de vivir en la aldea.
Al tener el accidente Shen, la película entrará en la tercera fase con un montaje diferente al de las partes anteriores. Un ritmo mucho más pausado, a veces incluso un montaje rítmico al son de la canción escocesa “Annie Laurie”, planos más largos que hacen hincapié en la naturaleza, y una paleta de colores diferente a causa del filtro amarillo que usa Yamamoto. El filtro no sólo le da un toque mágico al paisaje sino que enfatiza el verde de la naturaleza, revelando el verdadero tesoro de jade (MES, 2006).
No puedo dejar de sentir dos claras influencias en la novela de Shiina: por un lado, la Literatura de las Raíces china de los ochenta con su ruralismo y su realismo mágico; y por otro lado, la novela Meiji japonesa de los edokko, en concreto de Izumi Kyōka. Cada una de estas influencias está encarnada por cada uno de los dos protagonistas. Ujīe hará un viaje en busca de sus raíces y Wada hará un viaje simbólico al estilo de Kyōka.
La literatura de las Raíces es un movimiento temático chino muy potente que además ha estado muy vinculado al cine chino. No es un movimiento literario per se ya que son diferentes escritores de diferentes estilos los que incorporan reflexiones identitarias a sus obras; autores que retornan a la tradición cultural, a las costumbres locales, a las minorías étnicas, a la vida rural para buscar su propia identidad, siempre priorizando la estética en sus obras. En este sentido la obra de Shiina encaja perfectamente, ya que el viaje de Wada y Ujīe a Yunnan no es sólo un viaje a las raíces de la cultural japonesa sino a las raíces de la civilización. La estética es realmente importante en esta tercera parte, por eso la cámara se recrea en las escenas de la naturaleza y en las costumbres de la aldea, invitando al espectador a reflexionar sobre la ecología, la modernidad, la tradición, etc. «La ciudad pronto tendrá un aeropuerto, y eso significa más turistas y más trajes étnicos», dice Shen. ¿A eso se reducen nuestras raíces? ¿El precio de la modernidad es nuestra naturaleza, nuestra tradición? En la aldea de jade, el yakuza encontrará su paz de espíritu. El romántico Ujīe que desea al viajero japonés que encuentre a la mujer del cielo pero que lleva una pistola siempre encima, encontrará en las gentes de la aldea y en la armonía de la naturaleza otro yo más consciente de los peligros de la modernidad y decidirá dedicar su vida a proteger la aldea de jade del avance inexorable de los nuevos tiempos.
Este viaje, transformará sus vidas y ahí es donde se nota la clara influencia de la estructura de Kyōka: un joven inexperto que entra en una espacio sobrenatural en el que entra en contacto con una misteriosa figura femenina, y después de la experiencia retorna al mundo cotidiano transformado emocionalmente por la experiencia. Este es el viaje de Wada. Un joven ejecutivo tan apegado a su mundo urbanita que viaja a la china rural con un grabadora y un traductor automático. El conocer a Yan le cambia la vida, no sólo porque se enamora por primera vez sino porque es capaz de aprender a valorar la vida de otra manera y de dedicar su tiempo y sus habilidades por el bien de otra persona de forma altruista. Ver, sin embargo, a Yan con el chico sordomudo cantando, le hará entender que la aldea no es su sitio y que debe volver a su mundo y atesorar lo que ha aprendido; por eso intenta capturar ese instante con su grabadora. Pero las cosas mágicas no pueden capturarse con la modernidad.
Tanto en el caso de Wada como en el de Ujīe, es un viaje mágico. Shiina establece los márgenes entre el mundo real y el mundo sobrenatural a través de la geografía del paisaje igual que lo hiciera Kyōka, con un viaje tortuoso, un lugar de difícil acceso que implica un viaje psicológico. Miike nos hace partícipes de la espiritualidad de la zona en varias ocasiones, con los planos del avión del abuelo de Yan en forma de cruz que indican que es un lugar santo, con la escena del yakuza en la cima de una montaña iluminado por un exagerado trueno y después una tormenta torrencial, con la epifanía que lleva a Ujīe a un hipotético futuro mediante un falso raccord… Todo para adentrarnos en este mundo de la ensoñación poco a poco, aunque siempre manteniendo la duda razonable de si el hombre puede o no volar hasta el final.
La voz en off de Wada cerrará The Bird People in China con sus conclusiones. El joven ejecutivo volverá a Tokio y olvidará cómo volar, pero no olvidará lo aprendido. Ujīe, por el contrario, volverá a la aldea a cambio de cortarse un dedo como un verdadero yakuza y ocupará el puesto del anciano de la aldea. Dos caminos y muchas reflexiones para una maravillosa fabula con una puesta en escena que invita a volar. (Sabrina Vaquerizo)