American Boy: A Profile of Steven Prince es un documental de 1978 dirigido por Martin Scorsese. Su protagonista es el amigo de Scorsese Steven Prince, más conocido por su pequeño papel de Easy Andy, el vendedor de armas de Taxi Driver. Prince cuenta historias sobre su vida como ex drogadicto y mánager de Neil Diamond. Scorsese intercala películas caseras de Prince de niño mientras habla de su familia.
Martin Scorsese conoció a Steven Prince en el rodaje de Taxi Driver (1976), para la que Prince interpretó al sórdido vendedor de armas, en una de las secuencias más recordadas de la película. Después de aquel encuentro, había vuelto a ser actor suyo en un pequeño rol de New York, New York (1977), y había trabajado como asistente de producción en The Last Waltz (1978), dada su experiencia en el mundo del espectáculo musical. En esos años febriles de trabajo para Scorsese, el cineasta trabó una profunda amistad con Robbie Robertson y con el propio Steven Prince, por quienes se deja arrastrar a una espiral de fiestas y de drogas, a una existencia frenética que terminará por escapársele de las manos, y que casi acaba con su vida. Sin embargo, aún pudo filmar un curioso documental que, si bien no me parece tan redondo como Italianamerican (1974), creo es de obligado visionado para los seguidores del cineasta.
En el documental el lector puede adentrarse en la personalidad, cuanto menos oscura y singular, de Steven Prince, un sujeto que fue adicto a la heroína y cuyo rostro parece esculpido a sangre y fuego por los bajos fondos de cualquier gran ciudad. No es casualidad que Scorsese se interesara en él, pues sin compartir del todo (algo habitual en el realizador) su punto de vista, sí comprende sus motivos y su forma de vida, y le fascina su alteridad para con su propio entorno. Así, construye uno de sus compulsivos y descarnados documentales, alejados, como él mismo, de todo clasicismo narrativo dentro del género, y deudor únicamente de la propia, e insustituible, mirada del propio Scorsese, al que se ve en su salsa. Prince habla y habla, cuenta docenas de anécdotas, y Scorsese «simplemente» se limita a escuchar, con su impenitente y apasionada curiosidad.
Quien vea este documental accederá a un mundo que, si conoce la obra de Scorsese y Tarantino, le resultará familiar. No creo aventurado afirmar que la amistosa pelea entre el gran Michael Madsen y el tristemente fallecido, a los 41 años, Chris Penn en la seminal Reservoir Dogs está sacada, inspirada, directamente, de la feroz presentación de Steven Prince en este documento descarnado. Pero también es imposible no sentirse un poco más cercano del universo que Scorsese describiera con tanta precisión en Mean Streets o Goodfellas, pues el propio Prince, y sus colegas, pertenecen a un universo muy cercano al de Johnny Boy o Tommy DeVito, por citar los dos referentes más violentos e impredecibles de ambas películas.
Pero sin duda el espectador advertirá que el episodio de la chica con sobredosis a la que hay que «despertar» con una inyección de adrenalina, Tarantino la incluyó en un pasaje memorable de Pulp Fiction. Cuando hace seis años Tarantino presentó en Cannes Death Proof, no se perdió una MasterClass que Scorsese impartía en dicho festival, como oyente. La deuda que el director de Tennessee tiene con Scorsese es inmensa, al igual que la gran mayoría de directores del cine mundial que han indagado, con mayor o menor fortuna en los ámbitos del cine negro de las últimas tres décadas, aunque sólo sea para negarle y deconstruirle. Pero muy pocos se acercan con una mirada tan limpia, tan jocosa, a un tipo como Prince, y le regalan tantos minutos de conversación en los que podemos tocar con las manos un ambiente que pocos conocen: lo sórdido como cotidianidad.
Con la cámara de Scorsese sabiamente emplazada en la habitación, no tardamos mucho en sentir que somos nosotros los que estamos hablando con Steven Prince, sintiendo que estamos sentados en esa habitación, testigos privilegiados de sus alucinantes anécdotas vitales. Acabamos sintiendo a este sujeto, a Prince, como a un amigo cercano que, sin ningún motivo especial, nos hace partícipes de su vida. Scorsese se detiene en su expresivo rostro, en su enérgica voz, con paciencia de entomólogo, como si observara a una criatura fuera de toda norma que merece una atención especial. Y, además, Scorsese tiene bastante en común con Prince, quizá por pertenecer a un submundo que ambos conocen muy bien. Se expresan con idéntica verborrea y exceso gestual. Son dos almas mellizas (no gemelas) cuyo destino era conocerse, retroalimentarse y, probablemente, llevar a cabo este documental.
Con este inclasificable American Boy: A Profile of Steven Prince, Scorsese vuelve a indagar, de manera satisfactoria, en un alma contradictoria y a ratos tenebrosa, sin la menor concesión al espectador y con una lucidez que espanta. Insertando imágenes de vídeo procedentes de clips familiares de los Prince, siempre en segundo plano pero muy presente, Scorsese contó con la ayuda de Michael Chapman en la imagen, quien ya había deslumbrado con la fotografía de Taxi Driver y volvería a hacerlo en Raging Bull, de la que hablaremos dentro de poco. Terminaba para el cineasta una década sensacional, con la que se había convertido en director estrella, y empezaba una década llena de vicisitudes, como no podía ser de otra manera en un artista tan apasionado. (Adrián Massanet – Espinof.com)
Boxcar Bertha Thompson es una joven de la era de la Gran Depresión que al perder a su padre se une a un controvertido líder sindical llamado Bill Shelley. Acusados de comunistas por un grupo de conservadores y perseguidos por una corrupta compañía de ferrocarriles que busca venganza contra Shelley, la vida de Bertha se convierte en una permanente huida por el mundo del crimen y un emocionante capítulo de la historia americana.
Los años sesenta son, para el cine americano, un híbrido. Por un lado, son los estertores del antiguo sistema de estudios, con un cine estancado en unos modos y maneras clásicos que ya no responden a la realidad y a las ambiciones de su público. Por otro lado, es un permanente laboratorio de experimentación, transformación y cambio muy influenciado por las corrientes foráneas, preferentemente europeas. Los primeros pasos de John Cassavetes y el resto del New American Cinema eclosionan con el éxito popular de películas que como Bonnie & Clyde o Easy Rider, nacidas de la oportunidad que nuevos productores dan a los talentos emergentes surgidos de los suburbios de Hollywood y de las televisiones y teatros de Nueva York, inician una senda en el cine norteamericano que, de manera intermitente, se mantendrá como hegemónica durante unos diez años, hasta que los nuevos sistemas de producción, distribución y publicidad implantados como resultado de los multimillonarios éxitos de The Godfather, The Exorcist, Jaws y Star Wars transformen para siempre el cine estadounidense hasta convertirlo en su mayor parte en el catálogo de vaciedades que se exhibe impúdicamente en las carteleras de todo el mundo para su vergüenza y nuestra consternación. Uno de los supervivientes de aquella generación que intentó cambiar el cine de Hollywood para bien de entre los que mejor se adaptaron a los nuevos tiempos (no hay más que ver cómo ha disminuido exponencialmente la calidad de sus trabajos a medida que se han ido volviendo más acomodaticios y complacientes) es Martin Scorsese, que tuvo algo más de cuerda que el resto. Su película de 1972, Boxcar Bertha, la segunda de su filmografía, no sólo es ejemplar en cuanto a la presencia de ese nuevo aire fresco del cine americano de los sesenta y setenta, sino que permite comprobar cómo ha evolucionado la carrera de Scorsese, sus temas y sus ambiciones, en cuarenta años de trayectoria.
Boxcar Bertha no podría entenderse sin dos influencias notables: la primera, la de la película de Arthur Penn, de la que Boxcar Bertha parece una versión empequeñecida en lo presupuestario, afeada en lo estético y aligerada en cuanto a estrellas en su reparto, por más que temáticamente contenga un buen puñado de puntos de conexión; la segunda, la de su productor, Roger Corman, alejado durante estos años de su prolongada querencia a las películas de terror de serie B, a las adaptaciones de relatos de Lovecraft o Edgar Allan Poe y a la presencia de Vincent Price, y atraído enormemente por las películas situadas en las décadas veinte y treinta del siglo XX (como sus propios filmes The St. Valentin’s Day Massacre, de 1967, o Bloody Mama, de 1970, en la que un jovencísimo Robert De Niro y un desgarbado Bruce Dern, entre otros, forman un grupo de hijos devotos de su madre, Shelley Winters, además de una banda de violentos y crueles atracadores). A esta doble influencia hay que sumar la subrepticia presencia de la estructura del western, el enfrentamiento entre la ley y los bandidos, los episodios de violencia a él asociados y el entorno rural y de campo abierto donde tiene lugar buena parte de la historia, en localizaciones del viejo sur de Estados Unidos.
Así, Scorsese construye en Boxcar Bertha, con guión de Joyce y J. William Corrington inspirado en hechos reales, la historia de Bertha (una jovencísima Barbara Hershey), una huérfana que en compañía de un joven sindicalista (David Carradine), un fullero y tramposo jugador (Barry Primus) y un músico negro (Bernie Casey), luchan violentamente contra el ferrocarril de un magnate sin escrúpulos (John Carradine), mezclando en su comportamiento el inconsciente idealismo de los jóvenes impresionados por las igualitarias y justicieras ideas de izquierdas y el ansia de dinero «fácil» con el que salir de su estado de pobreza y miseria. La película, erigida sobre la estructura de road movie, de huida permanente, ya sea en coche o en tren, de un grupo de perseguidos por la justicia, a un ritmo vertiginoso, está salpicada de capítulos románticos (escenas de sexo entre Carradine y Hershey rodadas no sin lirismo y sensibilidad) y violentos (atracos, tiroteos, asaltos a trenes, fugas carcelarias, persecuciones), así como de bellas imágenes de los exteriores del sur de Estados Unidos, aunque un poco atolondradas y descuidadas en el mejor estilo Corman. Pero la película no evita la reflexión y una postura abiertamente contestataria propia de aquel nuevo cine cuyo futuro se truncaría pocos años más tarde.
En primer lugar, sitúa la acción en el sur de Estados Unidos, lo que da pie, a través del personaje de Bernie Casey, a examinar los vestigios de la discriminación racial presentes en su sociedad y que la Guerra de Secesión, terminada apenas sesenta o setenta años antes del periodo en el que se inicia la historia que cuenta la película, no eliminó sino que enraizó. Por otro lado, la policía, las fuerzas de la ley retratadas en la película, no son ni mucho menos personajes positivos, sino seres corruptos, violentos, autoritarios, brazos armados al servicio de unos intereses económicos que chocan con las ansias de supervivencia, dignidad y libertad de las masas campesinas y trabajadoras, o de los jóvenes que no tienen futuro. Por último, utilizando para eso un nuevo guiño al western (el ferrocarril como metáfora de la inminente e inevitable llegada de una modernidad transformadora del mundo conocido a costa de penurias y sacrificios), la película critica el desarrollismo fundamentado en las fortunas particulares, los macroproyectos económicos que no redundan en un beneficio para toda la comunidad, sino para unos pocos. Lejos de justificar la violencia del grupo de atracadores, Scorsese expone las causas de su irrupción, de su fracaso, de la imposibilidad de otro futuro. Los personajes afrontan su destino con resignación (incluso cuando Bertha, con todo el resto de la banda en prisión, asume el ejercicio de la prostitución para sobrevivir), al mismo tiempo que sus antagonistas sólo se rigen por la ambición. Esta imposibilidad de conciliación eclosiona en un impactante final, rodado con maestría, en el que se percibe la alargada sombra de los westerns de Peckinpah, y que encuentra en el final del personaje de Bill, el sindicalista al que da vida David Carradine, la expresión metafórica del contenido ideológico de la cinta.
Scorsese filma con pericia anunciadora de su enorme capacidad para narrar, se apunta un buen puñado de hallazgos visuales y también unos cuantos aciertos en la composición de planos, aunque los ajustes presupuestarios y la huella de Corman se noten en buena parte del metraje y también del montaje. Especialmente destacan las escenas en las que aparece Bertha-Hershey (ingenua y salvaje, tosca y sensual, violenta y bellísima), el crucial final de la película, con Bertha corriendo junto al tren que se lleva a Bill, y, en el plano metacinematográfico, las secuencias en las que John y David Carradine comparten escenario y planos.
Una película que avanzaba el enorme talento de Martin Scorsese, que eclosionaría dentro de esa misma década con los títulos más decisivos de su carrera, antes de que (quizá por el abandono de las drogas que durante aquel tiempo fueron parte importante de su inspiración y de su actividad), especialmente por su ansia de supervivencia comercial, su cine se fuera apartando cada vez más de la autoría para abrazar los cánones más comerciales y alimenticios, a través de los cuales, sin embargo, ha obtenido un gran éxito mediático que, no obstante, no es ni comparable al reconocimiento artístico que sus mejores títulos siguen disfrutando hoy en día. (39Escalones.com)
Killers of the Flower Moon esta ambientada en la Oklahoma de la década de 1920, y narra los asesinatos en serie de los miembros de la nación indígena Osage, que era muy rica en petróleo; una serie de crímenes brutales que más tarde se conocería como el «Reinado del Terror».
Mejor Película y Mejor Actriz 2023 para el Círculo de Críticos de Nueva York (NYFCC)
Mejor Película, Dirección, Actriz y Fotografía 2023 para la Asociación de Críticos Norteamericanos (NBR)
IMDb Rating: 8,0
RottenTomatoes: 84%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en varios idiomas, entre ellos el español)
En un mundo paralelo al que conocemos hoy los habitantes de un pueblo originario de Oklahoma son millonarios y viven rodeados de lujos mientras los hombres blancos les sirven, les abren las puertas de sus autos y les cuidan a sus niños. Ese «mundo paralelo» existió, durante un periodo de la década de 1920, en Osage County, hasta que se acabó. O, mejor dicho, fue lenta y perversamente finiquitado, destruido, aniquilado. Eso, entre otras cosas, cuenta Killers of the Flower Moon, la nueva, compleja y fascinante película de Martin Scorsese, que funciona a mitad de camino entre la película de gángsters, la épica histórica, el western y la más negra de las comedias.
Todo empieza con una casualidad cósmica. En medio de una reservación indígena en Oklahoma aparece petróleo. Mucho petróleo. Y en pocos años sus habitantes pasan a ser los reyes sino del mundo al menos de ese estado. Cómo si fuera un noticiero de la época, Scorsese resume los acontecimientos en tan solo unos minutos. Y todo lo mencionado en un principio aparece con el ya clásico estilo de los newsreels del cine mudo. Hay algo fascinante en esa descripción un tanto cómica –la película en más de un sentido es una oscurísima comedia– de esa realidad que hoy suena insólita. ¿Cómo sería el mundo hoy si las cosas hubieran seguido así, con los «poderosos» de siempre sirviendo a los eternamente marginados?
No iba a durar, está claro. Para cuando Ernest Burkhart (un notable DiCaprio sacando maxilares para afuera en la escuela Brando/Brad Pitt) llega a la región en la que creció tras pelear en la Primera Guerra Mundial (bueno, de cocinar para los soldados), ese universo, que no existía cuando se fue, está en expansión. Ernest llega y se pone a trabajar a las órdenes de su tío «Bill» Hale (De Niro, un villano monumental pero discreto), dueño de campos y ganado, y uno de los pocos blancos con tanto dinero como los Osage. Además de dólares, «King» (así le gusta que lo llamen) tiene poder y contactos. Y si bien dice amar a los Osage y habla su lengua, planea «poner las cosas en su lugar». Y para eso qué mejor que Ernest, un tipo no muy brillante al que le gustan el dinero y las mujeres, en ese orden.
A lo largo de tres horas y media Scorsese irá mostrando los siniestros –algunos planificados, otros improvisados– planes para liquidar de a poco a los Osage: paso por paso, persona por persona, familia por familia, como si una maldición hubiera caído en la región, algo con lo que los criminales juegan, sabiendo las creencias un tanto más místicas de muchos indígenas. Hay asesinatos violentos pero también envenenamientos y otros formatos del exterminio de la época. El gran enigma de la película es Ernest, un tipo que se enamora realmente de una mujer de la Nación Osage llamada Mollie (Lily Gladstone) pero que de todos modos es parte del plan que incluye matar a toda su familia. Y, si hace falta, quizás también a ella.
Cómo acostumbra en muchos de sus films, Scorsese reserva buena parte de su tiempo para describir el funcionamiento del mundo en el que viven los personajes, quiénes son, qué hacen y, fundamentalmente, cómo se maneja la complicada economía del lugar, de la que todos quieren su tajada, sea como sea. Y como muchos nativos tienen su dinero «controlado» por los bancos y/o los blancos, eso genera muchos casamientos por conveniencia. De a poco, en etapas que se presentan de un modo un tanto llamativo –de vuelta, los apuntes cómicos sorprenden por lo inesperados, casi como si Martin coqueteara con el estilo de los hermanos Coen–, Killers of the Flower Moon nos presenta un panorama negrísimo, ya que nada parece poder evitar el horror de lo que se viene. Ni la justicia ni los petroleros tienen intención de que las cosas sigan así.
La investigación del FBI sobre el caso –de hecho el libro en el que se basa tiene como uno de sus subtítulos «el nacimiento del FBI»– pasa a segundo plano y recién cobra peso cuando aparece Tom White (Jesse Plemons), bien entrada la segunda mitad de la película, a intentar poner un poco de orden y límites a lo que los espectadores ya conocemos. Scorsese no juega con el suspenso o el misterio sobre quiénes son los criminales: lo deja clarísimo de entrada. Su intención a la hora de cambiar los roles protagónicos –originalmente DiCaprio iba a encarnar a este agente– pasaba por quitarle peso a los «federales» y darle más lugar a la Nación Osage y a la compleja relación entre Ernest y Molly, cruenta historia de amor que bien podría ser la metáfora perfecta de la manera en la que los Estados Unidos trata a sus pueblos originarios.
Son más de 210 minutos densos en sucesos e información, que van empezando a cerrarse sobre sí mismos y a ganar en intensidad cuando Molly empieza a enfermar y, a la vez, las matanzas de indígenas se vuelven más brutales. Es cierto que la película podría ser un tanto más breve –hay escenas de diálogos muy largas–, pero a Scorsese parece interesarle más desarrollar a los personajes que ponerse en plan de director de un western clásico o un thriller tradicional. Muchas de las conversaciones entre De Niro y DiCaprio están para verlas repetidas veces una vez que la película esté en la plataforma de Apple TV+, luego de estrenarse en las salas de cine.
Killers of the Flower Moon es compleja, además, porque sus dos protagonistas son bastante detestables: uno por cínico, el otro por ambicioso. Y si bien Scorsese acostumbra tener ese tipo de personajes principales, es distinto ser un gángster que mata a una banda rival o un banquero que estafa a alguna gente que ser responsables de crímenes en masa. Pero es Gladstone la que le da a la película la entereza y dignidad que necesita, ese personaje con el que el espectador se conecta, con la que empatiza. Y la relación que Mollie tiene con Ernest es una versión enrarecida de la que muchos protagonistas de Scorsese tienen con sus parejas, en la que aún ante situaciones de tensión y de una siniestra violencia (acá no es declarada sino, digamos, psicológica) se puede notar que existe un amor genuino. O algo que se le parece bastante.
Con un final apoteósico que corre la cuarta pared entre la ficción y el detrás de escena, Scorsese parece apostar a una despedida. No se trata de un adiós emotivo ni melodramático, sino un cierre crítico, lúdico y áspero que es el más apropiado para la historia que se ha contado y la que el realizador de Godfellas ha narrado a lo largo de buena parte de su carrera: la de un grupo de personas que intenta funcionar por fuera de las reglas económicas de los Estados Unidos (pueden ser gángsters, boxeadores, dueños de casinos, estafadores, asesinos o, en este caso, beneficiarios de pozos petroleros) y que son maltratados y castigados por el poder de turno, los que quieren quedarse con todo y pueden imponerse sobre los demás. Al final, en el juego del cine y en el de la supervivencia, la casa siempre gana. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
Mean Streets sucede en Nueva York, en 1972. Charlie es un joven italoamericano de 27 años que trata de ascender en la mafia de Nueva York, pero dicho ascenso se ve obstaculizado por su sentimiento de responsabilidad hacia su imprudente amigo, Johnny Boy
Del cine de Scorsese me interesa todo, pero por épocas se van renovando los intereses, variando. Cuando uno es joven en sus películas puede encontrar la violencia, la celeridad, el carácter intempestivo de muchos de sus personajes que de alguna manera cristalizan una manera de sentir y vivir esos sucesos extraordinarios dentro de cierta cotidianeidad próxima. A través del tiempo no se pierde nunca esa fricción existencialista que sigue seduciendo.
Sus duplas con De Niro, Pesci, Paul Schrader, Thelma Schoonmaker, son mis preferidas y reflejan lo concreto, estrecho y concurrido que es el camino hacia sus ideas. Siempre pone su ojo sobre los grupos, la comunidad; las operaciones de sus protagonistas son el resultado de las acciones del colectivo social que integran y los rodea.
Mean Streets podría funcionar como un prisma para ver en relieve gran parte de sus obsesiones que irán mutando con los años, pero que aún persisten a días del estreno de Silence.
En la secuencia de títulos un proyector de Super 8 exhibe en un efusivo color un prólogo que nos presenta al protagonista, nos ubica geográficamente y muestra a sus amigos, familia y la graciosa escena en las escalinatas de una iglesia saludando al párroco con Be My Baby de las The Ronettes mostrando un trazo seguro y potente.
Scorsese filma Mean Streets, su primera gran película, después de Boxcar Bertha (1972) y parece abandonar sus años de formación para ingresar en lo que sería el cuerpo de buena parte de su obra.
Mean Streets es una película de pequeños personajes que entran y salen, de gente que circunda a los protagonistas, de secundarios y, por supuesto, un momento importante en la vida de Charlie (Harvey Keitel), pero también en la de Johnny Boy (De Niro), un tonto con iniciativa.
Charlie es un chico de Little Italy, contrariado por su fe y por lo que sucede día a día a su alrededor, un personaje que se construye sobre dos líneas a medida avanza el relato: en soledad se muestra reflexivo y consciente de su extravío; en grupo, como un líder con obligaciones familiares, torpe y canchero. Sus elecciones lo irán perfilando sin que se dé cuenta bien hacia donde se dirige, no hay convicciones, es como si todo se enlazara sin remedio. Es un juego de chicos que de un momento a otro se convierte en algo serio, peligroso y concluyente.
Es la clausura de los años de formación de Martin, la idea primaria de un estilo a desarrollar muestra una pulsación firme al manejar ciertas expresiones en la cadencia de su idea narrativa. Comienza a mostrar esos extensos planos, claros y precisos, que distan mucho del virtuosismo ocioso de muchos de sus colegas y que a su vez poseen el nervio que por momentos y aun hoy se siente urgente, tal vez porque copia el carácter de sus obsesiones.
En esta película, sin darse cuenta, Scorsese casi crea el cine posmoderno como hoy lo conocemos, con recursos como el ralenty de cámara con música (diegética o no) y el rock como intérprete de un mecanismo que tiene un rol preciso en la función narrativa. Porque Scorsese elige y le da espacio a The Rolling Stones con dos canciones en diferentes momentos, pero en un mismo espacio y eso es definitivo para crear la idea de narración rock, que no es más que una atmósfera, clima enrarecido, nocturno y resbaladizo. Algo tomado luego por muchos grandes directores como Tarantino y Paul Thomas Anderson (dos que se me vienen rápidamente), que, aunque pueden alejarse del rock, continúan con la idea central de encuadre y montaje canchero si se quiere, bastardeada luego a más no poder por la publicidad. Mucho de lo que hoy son lugares comunes del cine popular se ven en sus primeras tres películas, pero para mí Mean Streets es la vedette de la trilogía.
La entrada de Johnny Boy al bar con las chicas, juega con un subjetiva de Charlie que observa como su amigo se acomoda la ropa en la puerta mientras ellas ríen. El contraplano de ese punto de vista arranca con el primer acorde de Jumpin Jack Flash y un travelling que es también un paneo de la barra del bar en cámara lenta y nos lleva hacia Charlie y su mirada seria. Belleza pura y estilizada. En esa secuencia vemos a un joven que ya maneja todas las herramientas del artificio del cine: cuando De Niro avanza, Jagger canta la primera estrofa que dice algo así como: Nací bajo el fuego cruzado de un huracán y le grité a mi madre bajo la lluvia. Pero todo está bien ahora. De hecho ¡muy bien!
Mientras Johnny Boy alardea y saluda desde un rojo profundo, nosotros oímos dos líneas que podrían ser la sinopsis, en trazos gruesos, de la historia en clave de rock.
Esos diálogos “sin sentido”, donde cada palabra se cubre de intrascendencia para resignificarse casi como obra del espíritu santo y delinear cuidadosamente las características de Charlie y Johnny Boy y todos esos sátrapas que los acompañan. Esos gangsters de pacotilla que Scorsese retrata con amor, por esas calles que son la de su infancia. El ítaloamericano fotografía gente normal, torpe e inseguros, en momentos trascendentes. No hay nada más peligroso que un chico sin mucho que perder. (Hernán Gómez – HacerseLaCrítica.com)
En After Hours y al finalizar su jornada laboral Paul Hackett, un solitario programador de una compañía de informática, se ve envuelto en una serie de extrañas circunstancias que le llevan a uno de los peores barrios de Nueva York. Allí vivirá una interminable y alocada noche intentado regresar a su casa en el Upper East Side
“Esto no es un libro. Es un insulto prolongado. Un escupitajo a la cara del arte. Una patada a la verdad, a la belleza, a Dios… Algo por el estilo”, dicta Scorsese, a través de los labios de Arquette, citando a Henry Miller para marcar con la cita el estatuto que regirá su propia obra: la negrura corrosiva de una comedia encarada como crítica social en la que la risa aflora como efecto de la locura de un viaje a través del infierno.
Como el libro de Miller, After Hours instaura la reflexión sobre el ser humano individual que lucha contra las peripecias de un mundo en crisis, focalizándose en el terreno laboral. Es ahí donde comienza el periplo: en la oficina de procesadores de texto, Paul (Griffin Dunne) aparece adoctrinando, enseñando, insertando a otro en el Sistema (literalmente). El discípulo advierte que ese trabajo no le interesa más que de forma interina hasta que llegue al oficio soñado de editor. Al mismo tiempo, el protagonista contempla el fluir burocrático de la oficina que le toca en suerte; Air Overture Nº3 de Bach contrapone su melodía celestial a ese padecimiento profesional, opresor y automatizante. Es a propósito de esa automatización que el reloj se presenta imperante tanto en el plano visual como en el sonoro, haciendo ostentación con su constante tic-tac.
El falso Paraíso musicalizado con Bach se clausura, hombres en overol cierran un gran enrejado de hierro que oficia de puertas doradas -como las de San Pedro-, omnipotentes dentro del plano que las toma desde abajo, mostrando todo su poderío para encerrar a esos trabajadores que son iguales a los de las grandes fábricas de los 20. Ninguno de los personajes está conforme con su trabajo: el muchacho bailarín que atiende el restaurante, el ingresante a la oficina que quiere ser editor, la moza del bar, la vendedora de helados… Todos pugnan por escapar de sus trabajos. La única que no se queja es la artista. El arte es la forma de acceder a la libertad, e incluso una manera de escapar del infierno, en forma de escultura de hombre sufriente. Es el artista quien plasma el dolor del hombre, representado por la escultura del hombre gritando, ese hombre de papel maché que poco a poco se hace uno con el protagonista, se transmuta en esa obra sufriente. Es en esa obra donde el billete aparece pegado, unificando el dinero con el sufrir.
En un intento por escapar a la monotonía y la soledad asentada por la vida de oficina, Paul se embarca en un viaje al que el Destino hará circular, un infierno del que no podrá salir, y en el que se maneja en un sistema cerrado: todos los personajes se relacionan formando una estructura concéntrica que contribuye a una sensación envolvente de la que no hay escapatoria. Agoreramente, la escena del encuentro en el restaurante con la rubia está teñida de un rojo titilante. Un viaje iniciado para escapar de la vida laboral primero (“¡Soy sólo un procesador de datos!”), luego de la ciudad y de sus habitantes, por último de la sociedad toda que lo oprime. En dicho sistema de relaciones existe un autoritarismo que le es impuesto desde cada uno de los esos individuos que constituyen la sociedad que lo circunda. En una actitud de alienación constante, Paul nunca puede imponer su voluntad: “Solo quiero irme a casa.” Ese viaje que, en principio, fue hecho con la esperanza de obtener sexo, repentinamente se ve frustrado. Esa impotencia sexual se traduce en la imagen de la caricatura que Paul encuentra en el baño. En ningún momento le es posible acceder a ese deseo, puesto que constantemente existe una represión de la pulsión sexual, porque tanto el goce como la pulsión de vida no tienen cabida en el universo retratado.
Paul ha estado, según su anécdota, con los ojos vendados, y ahora que ha decidido salir al mundo no puede soportar ver las cicatrices. Es el personaje que lo inicia en el viaje, el de Arquette, el que está constantemente relacionado con esas cicatrices, con el fuego -pasión-, y sobre todo con las coloraciones rojas en la escena. Lo que se abre como una herida es la ciudad misma, donde las luces de neón reflejan rayos coloridos en los rostros de las víctimas, atrapadas en su corrupción: donde no hay más que robos, suicidios, asesinatos…y de la que la autoridad policial como ente ordenador se mantiene al margen. Con asiduidad se encuentran tapices cuadriculados en blanco y negro, desde almohadones, acolchados, hasta paredes (la del bar Berlín). El blanco y negro, como un tablero de ajedrez propio de la masonería, es donde combaten iconográficamente el Bien y el Mal. En medio de esa batalla, el héroe está completamente indefenso. Apenas iniciada su marcha, queda desprotegido: todo su dinero vuela al son de una sevillana que lo lanza a través de la ventanilla del taxi, quedando sin refugio, acorralado en medio de un campo de batalla, pugnando a los gritos “sólo quiero vivir”. En ese viaje que se ha vuelto procesión, el personaje carga la escultura -el peso del hombre sufriente- como una cruz, para luego ser comparado con dos ladrones y, más tarde, perseguido por una multitud frenética. Paul es tratado por Scorsese como el más grande mártir del catolicismo: Jesucristo.
Finalmente, a Paul lo moldean y luego lo roban cual mercancía, para revolearlo a la puerta del trabajo donde todo comenzó. “¿Por qué Bridges está tachado?”, pregunta el protagonista a su anfitriona al ver tachado el apellido del portero. El nombre se tacha porque el puente (“bridge”) iniciático jamás será cruzado, siendo esta perpetuidad la sentencia condenatoria mayor. (Romina Quevedo – HacerseLaCrítica.com)
En Raging Bull, Jake la Motta es un joven boxeador que se entrena duramente con la ayuda de su hermano y mánager Joey. Su sueño es convertirse en el campeón de los pesos medios. Pero Jake es un paranoico muy violento que descarga su agresividad tanto dentro como fuera del ring. Incluso su hermano es víctima de su enfermizo carácter. Cuando, por fin, alcanza el éxito, su vida se convierte en una pesadilla. Por un lado, su matrimonio marcha cada vez peor debido a sus contantes salidas nocturnas con otras mujeres; por otro, la mafia lo presiona para que amañe combates.
Mejor Actor y Mejor Montaje en los Premios Oscar 1980
Mejor Actor Drama en los Globos de Oro 1980
Mejor Actor y Mejor Actor Secundarioa 1980 para el Círculo de Críticos de Nueva York
Mejor Película y Mejor Actor 1980 para la Asociación de Críticos de Los Angeles
Decía Joyce Carol Oates en su inteligente ensayo deportivo que “el boxeo, como la imagen de un sueño o una pesadilla, opone un yo contra un yo, un gemelo contra un gemelo idéntico, como en el útero, donde la dominación, el más misterioso de los apetitos humanos, se expresa por primera vez”. Yo no entiendo mucho de boxeo, pero sé que Jake LaMotta pegaba con todo, con el alma, con su vida. Era lo que los especialistas denominan un fajador, sinónimo de un duelo descarnado, acaso un kamikaze que salía al ring sabiendo que durante el primer round recibiría un severo castigo por parte de su oponente. Su compleja personalidad le impidió convertirse en un estratega –al fin y al cabo lo que debe ser todo buen boxeador– sobre la lona, y su capacidad para encajar golpes era francamente demencial: convencía a sus rivales para que lo despertaran de ese cruel letargo que era su vida, y entonces, sólo entonces, implosionaba con todo. 83 victorias (30 de ellas por K.O.) y 10 derrotas avalan una carrera repleta de altibajos que hacen de Jake LaMotta no sólo una leyenda del boxeo sino una figura impagable cuya historia personal es una verdadera bicoca para los espectadores.
El Toro del Bronx solía bajar la guardia durante los primeros compases. Invitaba a sus oponentes a curtir su rostro (marcado gracias a un terrible e inelegante estilo) y su plexo solar, para desentumecer los músculos. Y salvo que te llamaras Sugar Ray Robinson (aquella Némesis de raza negra que neutralizó al valiente Jack en cuatro de sus seis enfrentamientos, logrando que éste declarara con no poco sarcasmo: “He peleado tantas veces contra Sugar Ray, que no sé cómo no tengo diabetes”), podías darte por muerto. Replegaba su dura cabeza a la altura del pecho, el cogote señalando al contrario como si tuviera cuernos, y se cubría la zona hepática con los antebrazos. No conocía más defensa que el ataque. Tampoco esa agridulce máxima de “una retirada a tiempo es una victoria”. No era un fino estilista a lo Cassius Clay o Sugar Ray Leonard, más bien al contrario. Era un peso medio de reverso impredecible. Lento de piernas y descompasado en sus movimientos, su principal virtud radicaba en la fuerza explosiva, como un ser primitivo cuya única meta es sobrevivir; pero residía también en cierta habilidad para esquivar golpes (o preverlos) y mucho apetito de victoria.
Así con todo, LaMotta prosperó en el circuito profesional en la década de los 40, tiempos convulsos en los que el pugilismo era un divertimento para la plebe y un filón para los gánsters que movían a su antojo las apuestas. O sea, como hoy. Poco ha cambiado el contexto de este deporte cruelmente estigmatizado por ciertos medios de comunicación y otras almas sensibles que, de manera casi automática, condenan (muy respetable) la simple acción de ver a dos hombres “pegándose”. Y, sin embargo, lo que allí arriba hacen los boxeadores dista mucho de la pelea que nosotros conocemos, en la que dos personas lanzan golpes indiscriminadamente sin ápice de técnica ni conocimiento de la anatomía. Tampoco soy un defensor a ultranza del ventajista y poco ilustrativo sentimiento que reza: “Es un deporte de caballeros inteligentes, como el ajedrez”. Mucho me temo que si Mike Tyson hubiera de enfrentarse a Bobby Fischer en un torneo de ajedrez, las probabilidades de supervivencia de este segundo serían mínimas. El jaque mate de Tyson (oriundo del Bronx, por cierto) era un directo a la mandíbula revestido de hormigón. Sea como sea, debe prevalecer el sacrificio del deporte, la certeza de un mundo turbio pero insólitamente atractivo. Baste como ejemplo el propio Jake LaMotta.
El 24 de septiembre de 1941, durante el décimo asalto de su combate con Jimmy Reeves, LaMotta conectó un croché de izquierda que tatuó la palabra knockout en la mandíbula del boxeador de Cleveland, Ohio. Aturdido, ya en el piso a causa del fuerte shock, Reeves tardó cuatro segundos en reincorporarse. Pero LaMotta le propinó un nuevo croché de izquierda, aunque esta vez tardaría seis segundos en llenar de oxígeno sus pulmones. Con todo, besó la lona luego de recibir una lluvia de ganchos que le hicieron papilla la zona abdominal. Había llegado a su fin aquella noche. El árbitro comenzó a contar, justo cuando sonó la campana. Y, por supuesto, a pesar del claro repaso que había recibido a manos de Jake LaMotta, los untados jueces dieron la victoria a un Reeves que veía estrellas en el techo del pabellón. El público no daba crédito. De repente comenzaron a llover sillas, invadieron el cuadrilátero y hubo numerosos heridos a causa de tan violenta reacción. La policía era incapaz de reducir a esos camorristas que reclamaban justamente su dinero. Para nada, ya que este oscuro veredicto fue irrevocable. Son episodios que, pese a quien pese, forman parte de la idiosincrasia del boxeo. Obviamente, hoy día apenas suceden este tipo de altercados, menos aún con profesionales de élite. Los grandes combates se retransmiten en modalidad ppv (pay–per–view o “pago por visión”) a través de HBO u otros prestigiosos canales, y púgiles de alto calibre como Manny Pacquiao o Mayweather cobran fácilmente diez millones de dólares por velada.
Años más tarde, LaMotta experimentaría un descenso a los infiernos que, de alguna manera, cumplió el vaticinio de sus más allegados: asaltado constantemente por unos demonios que le han perseguido a lo largo de toda su vida (todavía vive a sus 91 palos), el 14 de Noviembre de 1947 se dejó ganar vergonzosamente ante Billy Fox, un peleador bastante correoso que, a priori, no tenía ninguna posibilidad. En el cuarto round, el árbitro paró el combate dando como ganador por K.O. técnico a un incrédulo Billy Fox, quien casi desfallece por culpa de un directo de LaMotta, que le golpeó, como diría el clásico mexicano, “sin querer queriendo”. Las apuestas favorecían claramente al púgil neoyorquino, pero según palabras del propio Jake, la Mafia le instó a que se tirara para dejarle competir por el campeonato mundial de los pesos medios (aunque hubo ligeros cambios en la “representación” debido a su orgullo y, por lo tanto, lo que medio país contempló fue a un sonámbulo con la guardia baja contra las cuerdas y sin ánimo de boxear, o al menos ponérselo difícil al otro). Cosa que materializó en Detroit dos años más tarde, venciendo al francés Marcel Cerdan, apodado El Bombardero de Marruecos.
Entretanto, LaMotta estaba inmerso en un continuo ir y venir de inseguridades, miedos y celos provocados –quizá sin motivos– por su mujer, Vickie, a quien controlaba enfermizamente. Esta cuestión le volvía loco y hacía crecer de manera alarmante sus complejos: la brutalidad que exhibía en los cuadriláteros era inversamente proporcional al tamaño de su autoestima. ¿Resultado? La sometía a maltratos continuos. A su propio cuerpo, también. Porque esa estricta dieta que debía seguir –y que nunca llevó a cabo– le agotaba psicológicamente: sin entrenar a diario, su cuerpo ganaba peso con facilidad. Y a nadie le extraña que tras abandonar el circuito profesional, engordara hasta convertirse en un obeso amante de los puros y el alcohol.
Si todavía alguien duda del filón dramático de una figura como Jake LaMotta, no se preocupen. En 1980, un tal Martin Scorsese utilizó el guión de Paul Scharder y Mardik Martin –basado en la autobiografía homónima de Jake LaMotta– para construir una de las más brutales y bellas historias que ha dado el cine: Raging Bull. El director venía de dirigir su ópera prima Who’s that Knocking at my Door (1967), Boxcar Bertha (1972) y Mean Streets (1973), una sobre gánsters de baja estofa afincados en Nueva York (su ciudad natal). La película exponía visceralmente un mundo perverso, agotado en inocencia y buenas intenciones, para elevar la violencia al Olimpo de la cinematografía no sólo americana sino mundial. Al ritmo de los acordes rockeros de los Rolling Stones, el joven Scorsese diseccionaba los sombríos recovecos del Bronx donde antaño creciera Jake LaMotta, una minúscula porción del GPS (mental) de un taxista insomne y perturbado llamado Travis Bickle que tras su regreso de Vietnam nos contaba que las calles habían muerto contaminadas de putas, proxenetas, travestis, maricones, yonquis, camellos, negros, inmigrantes, asesinos, pederastas, vagabundos, freaks… Almas tóxicas. Corría el año 1976 cuando Taxi Driver mostró a la cinefilia en general y a la crítica en concreto que existía una forma de hacer cine sin concesiones, sin hacer uso de narrativas tediosas o vacuos ejercicios de estilo. Scorsese había recogido lo mejor de los maestros neorrealistas – Rossellini, Fellini, Visconti, De Sica– y el noir francés heredero de los relatos de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, para alumbrar un nuevo modelo que seguía de cerca a contemporáneos suyos como Francis Ford Coppola y Steven Spielberg (aunque el sentido lúdico de éste siempre ha ido unido al blockbuster). A mediados de los 70, el cine norteamericano vivía su enésima edad dorada.
Por ello, después de habernos acostumbrado a la excelencia tocaba pensar que las expectativas serían difícilmente superables. Y, sin embargo, ese ítaloamericano (hablo de Marty, por supuesto) de cejas pobladas y discurso meteórico nos regaló una obra titulada Raging Bull, una radiografía del boxeador más controvertido (por encima de Muhammad Alí) de la historia. Y si no el más controvertido, sí el más complejo: hay en LaMotta muchas personalidades encontradas que hacen de él un hombre tan despreciable como humano. Y en Raging Bullo esas personalidades están adheridas al metódico Robert De Niro, el actor fetiche de un Scorsese al que visitaban las musas. El actor supura credibilidad en cada fotograma. Podemos oler la catarsis emocional que subyace en un relato bañado por el blanco y negro de la fotografía de Michael Chapman. Un blanco y negro que nos transporta a los años 40, que endurece los castigados rasgos del boxeador, que hace del claroscuro (prodigioso cuando LaMotta grita desconsoladamente: “¡Soy un imbécil!”, mientras aporrea con las manos desnudas las paredes de su celda) una herramienta visual tan efectiva como dramática. No quieres apartar la mirada de ese hombre abyecto y deprimido que no cesa en su empeño de amargar la existencia a su fiel hermano. Un Joe Pesci que ya apuntaba maneras en el infame arte de propinar palizas (sin embargo, habría que esperar once años para verle interpretando al mejor sociópata del cine en Godfellas). Siempre enérgico y machista, aconsejando a su hermano –también maltratador a tiempo parcial– que, o bien le da unas cuantas hostias a su mujer, o ésta le amargará la existencia.
Raging Bull es magistral en todos los aspectos: el básico binomio de forma y contenido es aquí una cuestión de ciencia infusa que, sin embargo, resulta poderosamente natural. Los personajes y su arquitectura envuelven la trama –surgida, no nos olvidemos, de un libro– en una virtuosa quietud estética que se alterna con momentos de tensión. El ritmo, gracias a un ejemplar uso de la elipsis, anula toda aparición de fatiga y, además, certifica el virtuosismo del montaje: está todo, no falta nada. Thelma Schoonmaker, editora habitual de Scorsese, imparte magisterio con un relato superlativo, cuyas articulaciones abrazan una suerte de montaña rusa. Todo discurre melódicamente en esa exploración de la psique. Y nos da igual que tras recibir ocho nominaciones a los Oscar, tan sólo se hiciera con dos premios (mejor actor para Robert De Niro y mejor montaje). Poco importa que su ambición cayera ante la simpatía de Ordinary People, de Robert Redford. Importa el recuerdo, que se mantiene intacto. Importa la transformación de un boxeador que soñaba con la gloria y acabó ofreciendo monólogos en locales de dudosa etiqueta. Y allí, en el camerino de cualquier sucio antro, empezaba un recital eterno, puro cine. (Juan José Ontiveros – ElAntepenúltimoMohicano.com)
“Aquellos aplausos aún resuenan en mis oídos. Durante años, seguirán en mi memoria. Una vez, me quité el albornoz y no llevaba los calzones. Recuerdo cada caída, cada gancho y cada golpe, como el peor sistema de deshacerme de la grasa. Como ya saben, mi vida no fue maravillosa, aunque me gustaría oírles vibrar cuando recito a Shakespeare. ‘Mi caballo, mi caballo. Mi reino por un caballo’. Llevo meses sin ganar. No soy un (Laurence) Olivier, pero no se trata del ring sino de la obra. Dadme un escenario donde pueda mostrar mi bravura. Aunque lo mío es boxear, prefiero recitar. Esto es espectáculo”.
En The Irishman, Frank Sheeran fue un veterano de la Segunda Guerra Mundial, estafador y sicario que trabajó con algunas de las figuras más destacadas del s. XX. Crónica de uno de los grandes misterios sin resolver del país: la desaparición del legendario sindicalista Jimmy Hoffa; un gran viaje por los turbios entresijos del crimen organizado: sus mecanismos internos, rivalidades y su conexión con la política
Uno podría decir que toda película fue hecha para ser disfrutada preferentemente en pantalla grande, pero no es lo mismo una historia austera y de cámara con dos personajes que transcurre en una sola locación que un film de 150 millones de dólares de presupuesto ambientado durante las décadas de 1950, 1960 y 1970 con las prodigiosas dimensiones narrativas, visuales, sonoras y musicales de The Irishman
Lamentablemente, producto de la extensa batalla (sin visos de tregua por el momento) entre los exhibidores y Netflix por el sistema de “ventanas” (período de exclusividad para la explotación en las salas), apenas dos salas la exhibirán en CABA y GBA. En el resto del mundo el gigante del streaming alquiló (y en algunos casos hasta compró) históricos y gigantescos teatros que se llenaron de decenas de miles de cinéfilos ávidos por ver los 210 minutos mágicos de Scorsese y su banda de amigos en las mejores condiciones. En un mercado minúsculo y degradado como el argentino solo hubo chances de verla dos veces en el Auditorium de Mar del Plata y apenas 58 pantallas (la inmensa mayoría del interior) están confirmadas para su estreno comercial.
Pero basta de lamentos (cada una de las partes del conflicto comercial tiene sus argumentos y razones que son atendibles y hay que respetar) y vayamos a la película, que se ubica entre los mejores trabajos de un director que tiene 25 largometrajes de ficción y un puñado de también notables documentales. Y eso que estamos hablando de alguien que filmó nada menos que Calles salvajes, Taxi Driver, Raging Bull, Goodfellas, The Age of Innocence, Casino, Gangs of New York, The Departed y The Wolf of Wall Street, solo por nombrar algunos de sus títulos más recordados (podrán agregar varias otras joyas a esta arcón de tesoros, claro).
A partir del guion que el cotizado Steven Zaillian (Schindler’s List, Misión: Imposible) escribió sobre el bestseller I Heard You Paint Houses que Charles Brandt publicó en 2004, Scorsese construyó un film que sintoniza con varios temas (obsesiones) que lo acompañan desde siempre como los códigos de los gangsters, los límites que impone el poder, la lealtad, la amistad a través del tiempo, las contradicciones familiares, la culpa y la búsqueda de la redención.
El libro de Brandt, el guión de Zaillan y el relato de Scorsese se centran en la figura de Frank “The Irishman” Sheeran (De Niro), veterano de la Segunda Guerra Mundial y camionero desde 1947 devenido en asesino a sueldo de la mafia de Filadelfia que durante muchos años fue algo asi como la mano derecha de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el despótico líder del poderosísimo sindicato de los Teamsters (camioneros) que desapareció de forma misteriosa en 1975. Ese lugar esencial de Sheeran en esta fascinante historia de confabulaciones políticas y negociados multimillonarios resultó toda una novedad, ya que The Irishman ni siquiera figura en la biopic Hoffa, que Danny DeVito estrenó en 1992.
Tras un largo y bello plano secuencia inicial descubrimos a un Sheeran anciano y postrado en un asilo. Será desde esa silla de ruedas y con la inconfundible voz en off de De Niro que nos contará durante las siguientes tres horas y pico los atrapantes hechos de esta saga de crímenes, alianzas y traiciones, peleas sindicales, procesos judiciales y desencuentros familiares. Esta “El Padrino” de Scorsese fue concebida como una sucesión de auténticas coreografías fílmicas en las que se lucen no solo su portentoso virtuosismo narrativo sino también la fotografía de Rodrigo Prieto, la edición de Thelma Schoonmaker, el diseño de arte de Bob Shaw y las decenas de temas de blues, de rock, de jazz, de mambo o de la canción italian que van de Fats Domino a Muddy Waters, pasando por Jerry Vale, la orquesta de Pérez Prado o Van Morrison con Robbie Robertson (este último autor también de la música incidental). Y mención especial para los efectos visuales liderados por el argentino Pablo Helman que permitieron “rejuvenecer” a los personajes para narrar desde su juventud hasta su vejez.
En su reencuentro con Robert De Niro luego de Casino (hace… ¡casi un cuarto de siglo!) y en su primera colaboración con Al Pacino, Scorsese consigue algo muy difícil en el cine contemporáneo: ser épico e intimista, desgarrador y sutil a la vez, mostrando el costado hiperviolento, pero también las facetas vulnerables de sus criaturas, que conviven con su ambición y sus traumas, con su sadismo y sus miedos. Una típica historia de surgimiento, apogeo y derrumbe, pero sin dejar de lado sus múltiples facetas, lecturas y derivaciones (con notables irrupciones de humor negro). Así, mientras en el trasfondo vemos grandes hitos de la Historia (desde la elección y posterior asesinato de JFK hasta los sucesivos conflictos con Cuba), Scorsese nunca pierde el foco en la relación entre el Sheeran de De Niro, el Hoffa de Pacino y el mafioso Russell Bufalino, brillantemente encarnado por Joe Pesci. Un descomunal trío actoral en estado de gracia, a la medida de y en sintonía con las ambiciones, búsquedas y logros de ese auténtico e incombustible maestro del cine del último medio siglo que es Martin Scorsese. Gracias por tanto (Diego Batlle – OtrosCines.com)
En Alice Doesn’t Live Here Anymore, una mujer casada y madre de un rebelde hijo de once años, lleva una vida mediocre en Socorro, Nuevo México. Un día, conversando con su confidente y vecina, recibe la noticia de que su marido ha fallecido en un accidente de tráfico. A partir de ese instante se plantea cambiar totalmente de vida y, tras vender sus escasas pertenencias, ella y su hijo se dirigen a Monterrey, su ciudad natal y el único lugar donde Alice cree que podrá hacer realidad el sueño de su vida: cantar.
Mejor Actriz en los Premios Oscars 1974
Mejor Película, Mejor Actriz, Mejor Guión y Mejor Actriz Secundaria en los Premios BAFTA 1974
Una de las cosas que más me gustan de estos «especiales» es la posibilidad de reencontrarme con películas que he olvidado, o que quizás no he visto, y que además ponen en perspectiva a todos los involucrados en ellas y a la evolución de sus miradas. Pero también nos ponen en perspectiva a nosotros en tanto espectadores, porque es difícil apartarse de una mirada del presente a la hora de leer o mirar estos textos que hablan del pasado.
Cuenta la leyenda que más o menos a mediados de los 70 Ellen Burstyn buscaba un joven director con una mirada fresca e ideas novedosas y personales para su proyecto: el guion de Robert Getchell del que tenía la certeza de que sería una buena película. Fue entonces que Francis Ford Coppola la convenció de que Martin Scorsese tenía el perfil del cineasta que ella buscaba, y así se produjo el encuentro. El resultado fue Alice Doesn’t Live Here Anymore, una película que claramente se desmarca de lo que el mismo Scorsese había filmado y filmaría después, y es, también, una obra injustamente infravalorada con una riqueza argumental que permite analizarla desde varios aspectos.
I. Desde los títulos con que inicia el film Scorsese homenajea, lúdicamente, a los clásicos del cine de Hollywood (Vidor, Flemming, Kazan, Hawks, entre otros). La tela sedosa en la que se apoyan los créditos en una inevitable cursiva inglesa opera como una marca, y después el prólogo que nos muestra la infancia de Alicia, la granja familiar, la silueta de los padres en armoniosa y doméstica cotidianidad, todo teñido de rojo y filmado en formato 1:1:33 (que se ve como un cuadrado) es casi una declaración de principios que remite inmediatamente a El mago de Oz (Víctor Fleming, 1939) y también al cine de Vincente Minnelli, autor confesamente admirado por el director. Pero los homenajes no son solo declaraciones de amor sino que, a medida que avanza el relato, el contraste parece decir que el cine ha cambiado y que, a pesar de la nostalgia, ya no es posible -y eso es saludable- filmar así.
II. De la niña en la granja que se promete cantar “You´ll Never Know” mejor que Alice Faye nos vamos al tórrido presente doméstico de Alicia casada y madre de Tommy (el debutante Alfred Lutter) de 12 años, viviendo en Socorro, Nuevo México, una ciudad a la que, literalmente, odia. Mientras fantasea con su amiga y vecina sobre la posibilidad de vivir (¿sobrevivir?) sin un hombre, como una profecía autocumplida Alice enviuda y con cierta candidez se lanza a buscar su vida allí donde la dejó. El viaje a Monterrey, donde volverá a ganarse la vida como cantante, es la posibilidad de recuperar un pasado suavemente glorioso en el que, esencialmente, fue feliz.
Hacia allí parte nuestra heroína con su hijo y así el relato se convierte en una especie de road movie que, en sus paradas, pinta un retrato de la América profunda, pueblos desérticos, pequeñas ciudades y sus habitantes. Pero el camino al sueño tiene sus contratiempos: hay que conseguir dinero para vivir durante la travesía y parece que el resto del paisaje no es muy diferente a Socorro, aunque con voluntad inquebrantable Alicia se reinventa (o al menos lo intenta con dedicación) y consigue trabajo de cantante. También aparece un hombre (Harvey Keitel) y los halagos, el romance, los problemas y la violencia, y todo se desvanece. Sin embargo, estamos en la ruta y volvemos a ella. Otro pueblo en el que ya no hay trabajo de cantante así que, con cierta tristeza, encuentra un trabajo de camarera (la realidad, esa maldita bruja, siempre imponiendo sus condiciones). Llegan los reclamos de un hijo pequeño que se aburre y que parece no comprender del todo qué es este viaje, y se rebela. Y aparece otro hombre (Kris Kristofferson), uno bueno y hasta una nueva amiga (Diane Ladd), y el tiempo pasa y Monterrey no está más cerca y ya no es cantante pero aún la sostiene la fuga hacia el futuro (aunque ese futuro se encuentre en el pasado). Pero a pesar de las búsquedas serán los hombres los que marquen los tiempos y las decisiones de Alicia que, al fin y al cabo, es un producto de su tiempo.
III. Ellen Burstyn construye un personaje maravilloso. Su Alice Hyatt es, quizás, la mejor interpretación de toda su carrera (de hecho en 1975 ganó el Oscar a la mejor actriz por este papel) y es, también, en el contexto de la filmografía de Scorsese uno de los personajes femeninos más complejos y luminosos, apoyado en gran medida en la presencia de Alfred Lutter, ese hijo a veces exasperante con una gran personalidad que completa y hace brillar aún más a la protagonista. El resto del elenco no destaca con la misma intensidad a pesar de que, en algunos casos como el de Diane Ladd protagonice junto a la Burstyn una de las escenas más hermosas de la película en la que Alicia confesará que parte de su cansancio nace de tratar de conformar a su marido, ese hombre que la sedujo por su firmeza, que le brindó la sensación de sentirse «protegida», al que «le tenía tanto miedo». En este rubro Scorsese se afirma como un gran director de actores (fama que sigue cultivando hasta el presente) y el total compromiso con la historia lo muestra como un exhaustivo lector de guiones.
IV. Podemos pensar a Alice Doesn’t Live Here Anymore como una película de caminos, sin ser estrictamente una road movie. Y también como un melodrama que, en cierto modo, rinde un cariñoso homenaje al cine de los años cuarenta y cincuenta en los que en director, lejos de repetir los códigos del género, les da una vuelta de tuerca sin llegar a una ruptura en lo formal, esencialmente porque desde el prólogo deja bien en claro que es una concepción del cine que ya no tiene sentido en el escenario actual ya que no sólo el cine ha cambiado sino que los Estados Unidos que retrata también. Esto se traduce en la forma en la que evita caer en los lugares comunes del género. La fluidez de las imágenes, el uso de la cámara como una herramienta expresiva al servicio de las miradas, los silencios, los gestos y una amplia gama de tensiones y reacciones internas y externas de los personajes, sumado a una puesta en escena sumamente original dan a la película una personalidad propia. Y, como siempre en el universo Scorsese, se hace evidente el uso de la música (la otra gran protagonista) con un repertorio variadísimo que va desde clásicos del cine como «Cuddle Up A Little Closer, Lovey Mine» de la película Coney Island (Walter Lang, 1943), interpretada por Betty Grable, hasta la contemporánea «Daniel» de Elton John, que aparecen como fuera de contexto y que no hacen otra cosa que resignificar las imágenes.
Martin Scorsese se apoya en la concepción del cine como un medio dinámico, histórico y en constante evolución (es, de hecho, uno de los realizadores responsables del crecimiento narrativo del cine estadounidense) y, producto de esa historicidad, es imposible realizar narraciones cinematográficas como las de la «época de oro» de Hollywood, como tampoco son posibles los finales felices en los que todos los sueños se concretan.
Y es así como Alice Doesn’t Live Here Anymore cierra el relato, sin tristeza pero con mucha ironía. Alicia y su hijo llegan a Monterrey, al restaurant Monterrey de Tucson, porque a esta altura «para cantar lo mismo da una ciudad que otra»… (Gabriela Lopez Zubiría – HacerseLaCrítica.com)
Silence transcurre en la segunda mitad del siglo XVII. Dos jesuitas portugueses viajan a Japón en busca de un misionero que, tras ser perseguido y torturado, ha renunciado a su fe. Ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que los japoneses reciben a los cristianos. Adaptación de la novela de Shusaku Endo
A esta altura de una carrera cinematográfica que se extiende por casi 50 años es innegable la versatilidad formal de Martin Scorsese como así también sus obsesiones, que pueden tomar distintas formas cinematográficas. Después de una película ácida, cómica, moderna y veloz como The Wolf of Wall Street, el realizador de Taxi Driver hace un giro formal de 180 grados para entregar una película que, en ese aspecto, parece ser su completo opuesto: calma, épica, sosegada, clásica en su formato. Ese antagonismo, sin embargo, se termina ahí. Finalmente, los personajes de sus películas son siempre tipos obsesivos y martirizados que viven en el límite entre la fidelidad y la traición, tratando de encontrar justificaciones éticas, morales o religiosas que les permitan tomar decisiones que van en contra de sus convicciones.
No hay personaje, casi, en la carrera de Scorsese, que no se haya planteado lo mismo que se plantea el Padre Rodrigues a lo largo de Silence: “¿qué es una traición?”, “¿hay un causa mayor que la justifique?”. En este relato de aventuras y de conflictos religiosos, los personajes se debaten qué hacer ante la persecución de los japoneses hacia los cristianos en el siglo XVII. ¿Ser fiel a sus creencias y morir –y dejar morir a miles– por ella? ¿Entregarse al enemigo para salvar a los fieles pero con eso traicionarse y abandonar su credo? ¿O existe alguna otra opción? Como en muchas de las películas de Scorsese, allí están los personajes que dudan antes de tomar esa decisión. En este caso, le preguntan a Dios qué es lo que deben hacer. Y la respuesta, bueno, suele ser la que le da título al filme.
Basado en una premiada y controvertida novela de Shusaku Endo de 1966 que ya fue llevada al cine por Masahiro Shinoda en 1971, Silence arranca con una escena terrible y cruenta en la que se ve al Padre Ferreira (Liam Neeson) siendo testigo de las crueles torturas seguidas de muerte que sufren los cristianos que se niegan a apostatar, a renunciar a su religión, prohibida entonces en Japón. Del Padre Ferreira no se sabe más que lo que se lee en esa carta suya –en la que se relatan esos hechos–, la que llega años después a Macao, donde dos jesuitas –el Padre Rodrigues y el Padre Garupe–, fieles seguidores suyos, se niegan a creer lo que se rumorea: que Ferreira renunció a la religión cristiana y que hoy vive como un japonés más. Sin noticias suyas y con la ayuda del único japonés que encuentran allí (un alcohólico que parece no tener más deseos de vivir que revelará, con el correr del filme, ser un personaje extraordinariamente complejo) emprenden un peligroso viaje a buscarlo.
Al llegar allí se topan con los habitantes cristianos de la aldea de Tomogi que viven escondidos, temiendo ser hallados y asesinados si no renuncian a su religión. Se establecen allí durante un tiempo pero luego deben esconderse y fugarse cuando el pequeño grupo de cristianos es encontrado y forzado a apostatar o ser torturados hasta morir. Rodrigues y Garupe parecen diferenciarse en cuanto a cómo actuar ante esta terrible situación: el primero puede entender de parte de los habitantes la necesidad de apostatar (al menos, de la boca para afuera) para evitar ser asesinados junto a sus familias mientras que el segundo no concibe la idea de traicionar sus creencias. Los caminos los separarán y será Rodrigues el que, de a poco, se vaya acercando no solo físicamente a Ferreira, sino –como el protagonista de Apocalipse Now en la búsqueda del mítico Coronel Kurtz– a atravesar su misma experiencia, entender lo que le sucedió y conocer más en profundidad los conflictos entre los jesuitas cristianos y los locales, budistas.
Silence tiene dos partes muy diferenciadas y una larga coda. La primera es el relato más o menos “aventurero” de las peripecias de Rodrigues (Andrew Garfield, a quien el papel le queda un tanto grande) y Garupe (Adam Driver, extraño como siempre) tratando de mantener vivas las tradiciones de las ocultas comunidades cristianas en Japón a riesgo de muerte. La segunda empezará cuando el Inquisidor (Issey Ogata) descubra y detenga a Rodrigues y, con la ayuda de un traductor (el gran Tadanobu Asano), intente convencerlo, por el debate de ideas primero y, si no funciona, por métodos más cruentos, de que renuncie a una religión que, según él, jamás podrá hacer pie en el budista Japón, una tierra que, dice, no es fértil a esas ideas.
El filme se estructura a través de tres cartas que se leen en off. La primera, de Ferreira, dispara la acción. La segunda, que va escribiendo Rodrigues, es la que relata la acción central. La tercera es de un comerciante holandés que contará lo que pasa después y que no adelantaremos aquí. En su segunda mitad, Silence abandona la peripecia para centrarse más concretamente en cuestiones religiosas y dilemas éticos: ¿los cristianos japoneses comprenden realmente los conceptos de dicha religión o hay acaso una confusión idiomática al respecto? ¿Qué es una “verdad” cuando de religiones se habla? ¿La debilidad, la rendición a las creencias, pueden ser vistas también como lógicas respuestas ante una batalla perdida, algo capaz de salvar vidas?
Rodrigues se desgarra ante estas cuestiones y espera de Dios algún tipo de respuesta a sus rezos y ruegos por ayuda, por piedad, por acompañamiento. Pero nada parece llegar. Scorsese pone a Rodrigues, como a muchos otros personajes de su filmografía, ante una batalla interna agonizante. En sus películas religiosas (The Last Temptation of Christ) en las de gangsters (Goodfellas, Casino), en The Departed, en The Wolf of Wall Street, a sus protagonistas se los pone ante situaciones similares, en estas últimas con el FBI en el rol que aquí tienen los japoneses. Solo que acá la salvación toma características un tanto más filosóficas, además de físicas. ¿Habrá lugar en el Paraíso para un apóstata?
Silence, como su título lo indica, tiene el marco estético de una película épica de esas que Hollywood suele sacar para la época de los Oscars, pero Scorsese pronto subvierte el relato, dejando la peripecia afuera del la centralidad de la trama y reemplazándola por los debates filosóficos/religiosos. Utiliza además una música que, haciendo honor al título del filme, apenas se escucha, sonidos mezclados entre el ruido de las hojas, el viento y la furia del mar que se lleva los cuerpos de los que se resisten a hacer lo que las autoridades le piden: pisar la figura de Jesús en el llamado fumi-e.
Es una película compleja porque ofrece más dudas que certezas. Ante los momentos más duros que debe atravesar Rodrigues, Scorsese pone en primer plano la misma pregunta que miles de creyentes deben hacerse muchas veces: ¿cómo seguir creyendo en Dios ante las cotidianas masacres, injusticias, muerte y crueldad que nos toca vivir? No hay respuesta, claro. Jamás la habrá. El silencio ante los grandes misterios de la existencia seguirá siendo siempre eso. Silencio. (Diego Lerer)
The King of Comedy es una amarga comedia que narra la historia de Rupert Pupkin, un cómico obsesionado con convertirse en el mejor en su campo. Un día Rupert conoce a su ídolo, Jerry Langford, y le suplica la oportunidad de aparecer en su show, pero éste se la niega. Sin embargo no cesará en su empeño, acechando a Jerry hasta que consiga lo que quiere. Finalmente y con la ayuda de su amiga Masha secuestrarán a Langford para poder conseguir sus propósitos.
Esta especie de reverso oscuro y satírico de All About Eve, (Joseph L. Mankiewicz, 1950), es muy posible que The King of Comedy sea una de las comedias preferidas de los hermanos Coen. Y es posible porque pocas veces nos han contado una historia de imbéciles, y de bochornosas barrabasadas, tan moralmente resbaladiza y visualmente ingeniosa como esta. Un prodigioso Robert De Niro, en una de sus más brillantes y olvidadas interpretaciones, da vida a Rupert Pupkin, aspirante a cómico capaz de cualquier cosa para que le den una oportunidad. Su ídolo, por supuesto, es Jerry Langford, el presentador de un famoso show televisivo en el cual Pupkin estaría más que encantado de demostrar sus (cuestionables) dotes cómicas. En su carácter obsesivo y en sus egoístas impulsos radica gran parte del ideario que ha convertido a los personajes scorsesianos en algo tan identificable. Pupkin es un ser patético cuya miserable vida le lleva a imaginar un mundo que no es real, y en virtud del cual hará lo impensable para que sus sueños se conviertan en realidad.
En la búsqueda de la confirmación de una verdad alternativa por parte de Pupkin, Scorsese indaga además en algunos de los fantasmas de la América actual y en muchos de los defectos de la cultura de masas, sobre todo la televisiva. Y lo hace con singular lucidez. Personajes grotescos que se hacen famosos de la noche a la mañana y cuya mayor virtud consiste en ser despreciables, vulgares, sin el menor talento artístico y ávidos de esa tenebrosa felicidad que debe otorgar la idolatría basada en la ignorancia, en el aburrimiento, en la estulticia. En el momento de su estreno, no fueron pocas las voces críticas, sobre todo en norteamérica, que expresaron su desagrado o su incomprensión del espejo que proponía The King of Comedy. Ahora dudo mucho que esos críticos no sean capaces de constatar la feroz y despiadada metáfora de un mundo en el que triunfan los idiotas, en el que las tragedias íntimas son tomadas a broma, en el que hacer público las miserias cotidianas es motivo de celebración y de chanza. Scorsese no muestra compasión, ni por unos showman capaces de vender su alma al diablo, ni por un público ávido de sensaciones fuertes, ni por una sociedad que primero te alaba para luego echársete al cuello.
Suele considerarse la puesta en escena de The King of Comedy como una de las más ortodoxas y convencionales de su director, en aras de una mayor penetración psicológica de los diversos idiotas que pueblan la historia. Aunque en apariencia la planificación, el marcaje de los actores y el uso de la cámara pueden ser calificados de clásicos, se esconde en cada plano, en cada gesto de los personajes, en cada línea de diálogo, muchas y muy potentes cargas de profundidad que erosionan el tejido supuestamente clásico de la narración. No lo vemos, pero sentimos que esta historia no podía haberse contado antes así. Hasta un convencional plano-contraplano está dotado de algún detalle extraño, tenso o decididamente gamberro. Es impresionante la cantidad de ideas ingeniosas que podemos rastrear con un poco de atención. Es cierto que la cámara es más invisible que en otros títulos de su autor, pero secuencias como las de las fantasías de un chalado Pupkin están resueltas con una ambiguedad en el montaje y en la mera representación visual, que no dejan lugar a dudas de la sutileza y la brillantez de la propuesta.
Vinyl es un viaje a través de la industria de la música, en una Nueva York en los 70 espoleada por la droga y el sexo. En pleno amanecer del punk, el hip hop y la música disco, Richie Finestra, presidente de un gran sello discográfico, intenta salvar su compañía y su alma sin destruir a nadie en su camino. Serie producida por Martin Scorsese y Mick Jagger, entre otros.
HBO lleva unos años teniendo algunos problemas a la hora de entregar un drama redondo, de esos memorables que la ayuden a perpetuar su imagen –tan merecida como discutible– de gigante dentro de la industria televisiva. Las ilusiones puestas tanto por sus directivos como por los propios espectadores de que Vinyl fuera ese nuevo e indiscutible tanto para sus marcadores han quedado finalmente en agua de borrajas. La serie no es mala ni se acerca, y a muchas les gustaría tener problemas de la índole de esta notable producción, pero de algo que viene avalado por la celebérrima cadena, en base a una idea de Martin Scorsese y Mick Jagger y desarrollada por el mayúsculo guionista Terence Winter se debe pedir más. No puede tener tramas que parecen descarado relleno, personajes fijos unidimensionales o tantos problemas de interés. No puede empezar tan arriba (el casi perfecto arranque que dirige Scorsese y que dura casi dos vibrantes horas) y desbarrar tanto en el medio, por muy en vanguardia que vuelva a acabar. Como contrapunto está la gloriosa música y la decidida y conocida apuesta de HBO por rodar como cine, algo que aquí se potencia con la elección de más de un director del medio o incluso con experiencia en el mundo del videoclip. Bastar con seguir la pauta que el italoamericano y su director de fotografía Rodrigo Prieto establecen en el piloto, y tener el margen suficiente para la ocasional demostración de músculo fílmico –el accidente de coche–.
Vinyl cuenta la historia de Richie Finnestra (un estupendo y enérgico Bobby Cannavale), presidente de una compañía discográfica en pleno 1972, que decide abortar la misión de vender su imperio tras una intensa noche de fiesta. Sus compañeros de trabajo, su mujer y parte de su entorno no entienden su súbito cambio de parecer, que tiene que ver tanto con volver a amar la música como con no perder su vida de excesos, drogas incluidas. Flashbacks nos mostrarán el camino que llevaron a Richie y su mujer Devon a estar en esa situación, para más tarde ser abandonado el recurso para centrarse en las múltiples subtramas, sirviendo a doce personajes fijos –a algunos mal, como ya hemos dicho– y otros tantos recurrentes, con la intención de componer una panorámica sobre el Nueva York de la época y el negocio de la música, ya preocupado por equilibrar el arte con lo comercial. Ejecutivos, publicitarios, cazatalentos y la fauna y flora del negocio, con figuras reales y ficticias interactuando en la escena musical del momento, y muchísimos guiños que hacen las delicias del entendido.
Así, David Bowie, Alice Cooper o Elvis Presley (en una escena magnífica entre el Rey y Richie) cantan junto a Hannibal, The Nasty Beats o Xavier, trasuntos de personas de verdad que se ficcionalizan para sacarles un mayor jugo dramático, sobre todo la banda que lidera en la serie James Jagger, de talento limitado pero look y parentesco apropiado. Es una estrategia clásica de muchos productos que miran al pasado, y que aquí da resultados muy interesantes. Mención especial merece el director y actor John Cameron Mitchell dando vida maravillosamente a Andy Warhol en varios episodios, y logrando un equilibrio perfecto entre la inteligencia y fragilidad del artista. La parte musical de Vinyl no da por tanto ningún problema, pero su mezcla de historias de mafia, amistades traicionadas, relaciones rotas y problemas familiares en el contexto que describe es demasiado volátil como para funcionar de manera compacta. En el cine de Scorsese sale bien, pero este cóctel de Mean Streets (1973), No Direction Home (1978), Goodfellas (1990) y The Wolf of Wall Street (2013) debe arraigar su desmesura para que no sea tan dispersa.
La base emocional es efectiva (el impresionante derrumbe de Devon ante la cámara de Warhol o la toma de conciencia de Zak sobre el engaño en Las Vegas), pero el resto funciona a rachas, con solo Cannavale, Olivia Wilde, Juno Temple y Annie Parisse siendo capaces de darles alma a sus personajes. El resto son arquetipos o están desaprovechados –Lester e Ingrid–, sin tener mucho que hacer más allá de ocasionales escenas de lucimiento. Y así avanza la temporada, a trompicones de ritmo e interés, puntuando el camino con estupendos montajes musicales o actuaciones pero con tramas que no siguen a la zaga, que en algunos casos producen déjà-vu (el eterno personaje mafioso) y en otros necesitan más información para enganchar (la relación de Jamie con su madre). Si estuviera en otra cadena o su equipo creativo fuera distinto, Vinyl podría parecer mejor serie de lo que es, pero muchas de sus partes son un reciclaje del trabajo previo de Winter o Scorsese, y de una empresa como HBO se espera un mayor rigor. Las audiencias no han acompañado mucho tampoco, de ahí que de cara a la segunda temporada, concedida tras la emisión del piloto como demostración de fe en un proyecto tan caro, Winter haya dejado de ser el showrunner y un nuevo dúo (Scott Z. Burns y Max Borenstein) haya sido contratado para tratar de hacer un drama más atractivo. Hay mucho potencial aquí, y la serie es más que buena, pero para brillar como puede necesita más concreción. La salida del talentoso Winter quizá no sea la mejor solución, pero habrá que ver qué nos depara la nueva tanda antes de juzgarlo. Que la música no pare, aunque sea una melodía irregular