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  • Mato Seco em Chamas (Adirley Queirós y Joana Pimenta – 2022)

    Mato Seco em Chamas (Adirley Queirós y Joana Pimenta – 2022)

    Mato Seco em Chamas sucede en la favela Sol Nascente en las afueras de Brasilia, donde un grupo de mujeres secuestra un oleoducto para vender petróleo a la comunidad. Una mezcla embriagadora de observación documental, cine de atracos y ciencia ficción en la que actores no profesionales interpretan versiones de sí mismos.

    Premio Especial del Jurado en la Competencia Latinoamerica del Festival de Cine de Mar del Plata 2022

    • IMDb Rating: 6,6
    • RottenTomatoes: 100%

    Película  (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)

     

    1. La capacidad de viajar siempre formó parte del corazón del cine. Así nació: como un medio de transporte sin necesidad de desplazamiento físico. Es parte de su encanto, a la vez científico y esotérico. Antes del turismo global, antes de las pantallas en nuestros bolsillos, antes de las imágenes anónimas que se reproducen de a cientos, de a miles, de a millones, como si fueran un experimento genético ensayado en el subsuelo de algún laboratorio clandestino. Antes estuvo el cine. Su poder de registro y de transportación, de documento e imaginación, ofrecía a los espectadores comunes un viaje hacia lo desconocido, la posibilidad de transportarse a tierras escondidas que guardaban secretos. Pienso en el acto ceremonial de Nanook of the North (1922) al llevarnos hasta el Ártico, pero también en otras películas completamente arrancadas de las pretensiones antropológicas como Island of Lost Souls (1932) de Erle C. Kenton o los paisajes imaginados por Joseph von Sternberg en los romances espumosos de Morocco (1930) y Shanghai Express (1932). El cine: capaz de motorizar nuestra percepción, de propulsarnos hacia esa otredad (o hacia ese otro) que parece siempre inalcanzable, inasequible. Y el cine, también: capaz de fijar nuestra mirada, de condenar a esos otros (y a quienes miran) a ser siempre lo mismo. Una imagen tallada en la piedra.

    Mato Seco en Chamas, la última película de Adirley Queirós y la primera codirigida junto a Joana Pimenta (directora de fotografía en su film anterior, Era Uma Vez Brasília), pone en ebullición aquellas pulsiones ancestrales del cine. Toda la filmografía de Queirós orbita en esa dirección. Es una disputa por los modos de registrar el espacio y a los otros, que en este caso toma la forma concreta de ciudades sitiadas, favelas encandiladas y negras vapuleadas por la Historia brasileña. Por eso, Mato Seco en Chamas debe leerse como una piedra arrojada contra el panteón del miserabilismo. En la cronología reciente del cine de Brasil, ese antagonista fue encarnado por Cidade de Deus (2002), una película que aún hoy se sigue pasando en las escuelas secundarias como si fuera un salvavidas que puede rescatar la conciencia de los adolescentes, y que los estudiantes de cine (¡mis estudiantes de cine!) siguen mirando como un faro que los guiará a buen puerto. Todavía hay una estela de fascinación detrás de ese film. Quizás se deba a cómo ostenta una forma vertiginosa (heredera de la peor familia de Hollywood y MTV) y a cómo manosea una temática que tiene el peso de un yunque. Pero lo cierto es que su composición nunca articula esos dos elementos. Basada en una hiperestetización de las favelas que no pueden escapar al tráfico de drogas y tragedias, la violencia cruda de Cidade de Deus está adornada por una vestidura postiza de la imagen. La iluminación vanidosa que contrasta los colores hasta saturar a los personajes; la alta definición, sin matices ni ruidos en el plano; el comportamiento hiperactivo de la cámara, que aprovecha cualquier excusa para seguir adelante y exhibir piruetas dignas de un campeonato de gimnasia (cruzar la favela en el lomo de una bala o girar en 360 grados alrededor de una pelea). En Cidade de Deus no hay transferencia entre mundo y forma, sino un cálculo audiovisual que se preimpone a los personajes, sus dramas y acciones. Es el tipo de imagen plastificada (no plástica ni estilizada) que puede servir de cambio en todos los mercados del mundo. Un acercamiento particular a la otredad: de reojo, al paso, como si nos llevara en algún colectivo desde el cual vemos las imágenes sucederse y mezclarse unas con otras. Turismo global, capitalismo monoteísta y cine formateado a escala mundial: todo confluye. Mato Seco em Chamas ensaya una contraofensiva a ese modelo. Es una disputa en torno a las imágenes de los sectores populares, sí. Pero, además, es una disputa sobre la concepción del cine, bañada en el barro de lo real. El largo sueño baziniano junta aliento.

    2. Mato Seco em Chamas, como los films anteriores de Queirós, recupera ciertos motivos de los géneros clásicos, aunque nunca para reproducirlos a imagen y semejanza de los modelos importados. En parte western, en parte distopía, en parte retrato policial de forajidas, la película trabaja con una estructura épica. Léa acaba de salir de la cárcel y se reúne con su hermana Chitara, que encontró un mapa donde figuran oleoductos secretos. “Mi hermana hizo historia en Sol Nascente”, recuerda Léa mientras escupe humo como un motor sobrecalentado, encima de una cama desértica y en una habitación que estaría vacía si no fuera por la cámara que la filma y el equipo al cual ella mira de reojo. Toda la película consiste en ese relato familiar que estira sus brazos a lo largo de los años. Se mueve hacia adentro y afuera de las celdas de una prisión, narra la lucha por la apropiación de combustibles y observa el cortocircuito entre una banda de gasolineras y una de motoqueros, y entre los habitantes de una favela y la tropa de milicos que vigila cada esquina. El disparador nace bajo la forma de una picardía popular: las hermanas compran la tierra e instalan una refinadora clandestina, manejada por mujeres negras y ex convictas, nacidas y criadas en la ciudad periférica de Ceilândia. Hay una épica, es cierto, pero que curiosamente solo funciona como coraza. En vez de insistir en los grandes sucesos narrativos y en los giros y las causalidades, la atención es reescalada a nivel microscópico.

    El primer movimiento: que un imaginario ficticio, alimentado por la leyenda de Chitara, se infle de realidad. Hay una ficción delirante, pero esculpida sobre la base de actrices no profesionales, que viven en la misma región donde Mato Seco em Chamas tiene lugar. Esa es la razón por la cual la progresión lineal se trunca constantemente y es reemplazada por registros que buscan aspirar las huellas de aquel universo: una cámara no intrusiva, independiente de cualquier montaje ostentoso, atestigua las conversaciones entre Léa y sus amigas. No hay una lógica directiva en aquellas escenas; es decir, no parecen estructurarse alrededor de una función específica, y es eso lo que les otorga su grado de espontánea libertad, como si llegaran con el viento. Lo que hacen es poner en escena el entramado de una memoria afectiva, cuya potencia está en el grado de especificidad que posee. En uno de los pasajes, las gasolineras hacen un asado en la refinería y rememoran las noches que pasaron en la cárcel. Había un boliche a lo lejos, en la colina, y de ahí bajaban los himnos funk que las presas agarraban de rebote y usaban para convertir sus celdas lúgubres en pistas de baile y deseo. Todo el relato está situado con esa precisión punzante que solo podría corresponder a las mujeres que sintieron el encierro y bailaron para exorcizarlo. Pero, además, su potencia se devela por el grado de ambigüedad con que las mujeres evocan aquel tiempo: está la herida ardiente por haber experimentado la asfixia de la cárcel y, al mismo tiempo, la nostalgia por los momentos en que pudieron aferrarse al goce en medio de esa tragedia. Algo similar ocurre cuando Chitara recuerda a su padre: le despierta risas por sus legendarias caravanas en Ceilândia y remordimiento por cómo hizo sufrir a su madre. O cuando Léa habla de su ex pareja: se arrepiente de haberlo ayudado a salir de la cárcel, de dónde descendió hacia una espiral de violencia mortífera, pero se reconforta al saber que le dio su hijo pequeño. “Mi príncipe”, dice con cariño mientras acaricia una pistola. Cada diálogo pone en el centro de la escena el agenciamiento de las protagonistas: sus anhelos, sus historias y sus fantasías forjados en las brasas de la exclusión. Así la ficción toma cuerpo.

    Pero lejos de alimentar una falsa dicotomía (la realidad contra la imagen), Queirós y Pimenta incorporan aquellos elementos vivos dentro de un juego de distanciamientos. El segundo movimiento, entonces: que el registro documental del espacio periférico y sus habitantes atraviese el filtro del extrañamiento. Así como algunos momentos parecen adjudicar el dominio de la forma a las protagonistas, otros se organizan desde un punto de vista más lejano, que tuerce la sensación de inmediatez en torno a aquellas mujeres y al espacio. En los pasajes nocturnos, la imagen adquiere un halo enardecido, como si fuera iluminada por una fogata. Ya la escena inaugural de la refinería expresa aquel procedimiento: casi un eco digital de las fábricas de Metropolis, el registro muestra a las mujeres de Sol Nascente cubiertas por humaredas expresionistas, sombras pesadas y contrapicados que las elevan como heroínas en medio de una maquinaria gigantesca. El fuego se enciende una y otra vez como un motivo visual recurrente: es producto del gasoil que vierten Chitara y sus compañeras; una demostración física del poder que han acumulado en la favela, y también una expresión atmosférica de la calamidad que recorre al país entero. Pero incluso en aquellas secuencias enrarecidas, dislocadas, también hay planos de larga duración y tomados a la distancia, que simplemente describen las acciones de las mujeres. La manera en que llenan los tanques de gasolina o cómo los empujan de un costado de la planta a otro: todo invoca un tono emparentado a lo observacional, con respeto por la veracidad de las acciones dentro del plano. Más adelante, la escena que acontece dentro de una iglesia se organiza de manera inversa. Empieza con una larga cadena de imágenes naturalistas de los vecinos cantando en la capilla y termina como si estuviera arribando el fin del mundo. El registro inicial es transparente y contenido, propio de un cronista que se atiene a transcribir objetivamente el trance espiritual de las personas. Pero de repente aparece un plano exterior de las calles cubiertas por un torrente de lluvia. Y, después, el plano de dos mujeres rezando las recorta encima de la inundación: la iglesia, con los ecos de una prédica sobre el Apocalipsis, se ve envuelta por un río de barro que golpea sus puertas.

    Así, Queirós y Pimenta oscilan de un punto hacia otro: descubren lo documental en lo misterioso y lo extraño en los rincones más ordinarios. Ya no se trata de conquistar una imagen o la realidad, sino de atravesar los vasos comunicantes entre uno y otro.

    3. El paisaje de Mato Seco em Chamas es sensiblemente diferente del resto de la mitología queirosiana. Si antes sus películas habían estado erigidas desde el suelo de las viviendas populares de Ceilândia, entre los pasillos comunes y los balcones que unen a los vecinos mientras miran naves extraterrestres en los cielos, ahora expande los límites de su mapa visual. Nos arrastra por la tierra naranja y las casas solitarias, perdidas en medio del descampado, como si hubiéramos pegado un salto más allá del margen (es la periferia dentro de la periferia). La hipnótica escena en que Léa se reencuentra con su hijo, a quien finalmente abraza después de haber pasado seis años en la cárcel, la muestra caminando confundida por un paraje seco y abandonado. Allí, el plano se abre y proyecta una visión majestuosa de aquel sur salvaje, emparentado al imaginario espacial del western. Esta es una tierra en constante disputa. Pero en vez de ser domada con ferrocarriles como en las arcaicas leyendas del Viejo Oeste, el desierto contemporáneo de Brasil se conquista erigiendo cárceles. El hijo de Léa apunta al horizonte y dice: “Ahora los policías controlan todo”. Ya nada es igual.

    Lo que resulta peculiar del film es la manera en que esa sombra del western se entronca con el cuerpo de la distopía. Cada vez que el mundo tecnológico aparece en la película, se alimenta de las conspiraciones del control y la vigilancia. Hay camiones militares que el gobierno lanza para custodiar el orden desigual de las favelas, con centinelas cuyas cámaras lo ven todo. Y también está el brazalete que lleva Léa en su tobillo, desde el cual pueden saber si tiembla, si huye o si vuelve sobre sus propios pasos. Frente al espacio inmaculado de los westerns clásicos, donde la arena estaba a punto de ser rozada y fundada por primera vez, el western distópico y sureño de Mato Seco en Chamas está cubierto de púas. Incluso con el fantasma omnipresente de las cárceles, lo que el film sugiere es que la coerción de los cuerpos no necesita de muros ni rejas, sino que acontece a cielo abierto. Está plantada en los cimientos mismos de las ciudades, con las zonas destinadas a apartar a los negros y a los pobres que no tienen pase libre por el centro.

    Yendo aún más lejos, la expropiación de los géneros abre nuevos pliegues temporales y la película se desliza en ellos para extremar el desorden que siempre caracterizó al cine de Queirós. Si el western es la fuente predilecta del cine para mirar los mitos del pasado, la distopía es la máquina especulativa que nos lanza hacia el futuro. Los dos géneros se mueven en direcciones opuestas, pero acá confluyen en un punto de encuentro. No es casual, para ese proceso, que el bolsonarismo esté siseando en el cuello de la película todo el tiempo. Hay manifestaciones alérgicas al color rojo, camionetas con altoparlantes que llaman a votar por la ultraderecha y tropas que se preparan para disparar mientras escuchan los mantras de coaching patriótico difundidos por el gobierno. La distopía de Brasil, saboreada por un fascismo que muestra los dientes llenos de espuma, es una regresión a las batallas más primitivas: ¿de quién es la tierra?, ¿quién tiene derecho a habitarla?

    4. La resistencia en Mato Seco em Chamas es una promesa latente, como un canto sin origen que flota en el aire. Nos convoca, con la voz quebrada, a una cita que podría tener lugar. ¿Pero cómo? La película va a parir un espacio negado: una imagen donde las mujeres negras, las habitantes de las favelas y las dueñas de una sexualidad sin rejas podrán ocupar el lugar que les fue quitado. La ciudad las empujó afuera. Los policías les martillaron las caderas. Los partidos les hablaron en idioma extranjero. ¿Y las películas? Las hicieron luz molesta. El pueblo filmado acá no es uno invisibilizado sino, por el contrario, encandilado: ha sido amenazado a punta de faroles, con un cargamento que no puede hacer otra cosa más que borrar los surcos de su piel o los lunares de sus ojos para dejar solo piel y ojos. La respuesta, entonces, no es mostrar lo oculto, sino soltar una jauría de sombras.

    Aquellas resistencias adoptan distintas formas a lo largo de la película, aunque la clave está en su fragilidad. Ya no se trata de la venganza triunfalista de Branco Sai, Preto Fica (2014), donde Queirós mostraba a sus amigos con patas de palo y sillas de ruedas haciendo explotar el Congreso que los traicionó. Por el contrario, las resistencias de Mato Seco en Chamas son apenas muestras efímeras, como una llamarada que se enciende solo por unos segundos. Andreia, una de las trabajadoras de la refinería, funda el Partido del Pueblo Preso y sale por las calles a cantar sus propuestas, mientras la caravana de motoqueros la corea a bocinazos. No hay información certera sobre el resultado de su candidatura, aunque el tono en que lo recuerda Léa sugiere que fue fallida. Lo significativo es que, contra todos los pronósticos, mientras los fascistas gobiernan con balas y hacen sus desfiles macabros, las perdedoras alzan la frente. Montan la ficción de un pueblo que reclama el terreno político: hacen, literalmente, una performance en el espacio público. Y, por unos minutos, lo moldean. También hay otro pasaje donde la fragilidad se trama en un tándem de dos escenas: en ambas Léa está en un colectivo rodeada de mujeres. Pero mientras la primera está marcada por el éxtasis embriagador de la música y de las chicas besándose unas con otras, la segunda las muestra escoltadas por la policía; vestidas de blanco y sumidas en un silencio de duelo. El drama roto de Mato Seco en Chamas está sostenido en la observación de esas fuerzas: el control, que es siempre una sentencia firmada, y la resistencia de los cuerpos, que es la primavera en riesgo. Pero también es lo que puede volver: el pulso que sobrevive a la opresión.

    La familia que ocupa el centro de Mato Seco en Chamas también está educada en una historia sentimental de fragilidades. Padres que se esfuman. Mujeres que subsisten con trabajos de arena movediza. Amantes encarcelados por crímenes que no son suyos. Que el último plan de las hermanas sea apropiarse del petróleo oculto en la favela más grande de Brasil es una provocación: insiste, una vez más, en esa lucha por el territorio, pero, sobre todo, dentro de un país (¡y una región!) donde la riqueza ha sido históricamente arrebatada a las mayorías. Y donde esas mayorías, encima, han sido relocalizadas a la fuerza, acarreadas hasta los bordes de las ciudades para liberar las zonas que pueden multiplicar la renta en pocas manos. La refinería de Chitara la muestra haciéndose de un negocio que es territorio prohibido para su clase. Pero lo más potente de esa fabulación es que esté narrada bajo la forma de una leyenda popular: no es solo épica por su grandilocuencia, sino porque es contada en retrospectiva, como una hazaña que redescubre su fuerza en el relato antes que en los hechos. La película convierte a Chitara en una figura cuyas historias corren de boca en boca por las colinas de Sol Nascente. Como una santa a la que se le prenden velas por la noche. O una bandida que va de pueblo en pueblo confundiendo a la ley, mientras los vecinos cuchichean sobre ella. Una de las escenas más hermosas ocurre sobre el final de Mato Seco em Chamas, a orillas de una fogata, sobre la cual se reúnen los caballos y los motoqueros. Lo que se escucha de fondo son los cánticos de una cumbia, como si fuera un himno que nace de las entrañas de la favela: “Chitara es la reina de la quebrada / Chitara, la que está a cargo / Chitara no está acá para joder”.

    El film trabaja junto a esas mujeres de carne y sentimientos. No solo para explorar los misteriosos conductos que unen lo real y lo imaginario en términos narrativos, sino para hacer de ellas mismas, de esos cuerpos que llevan la marca del castigo, una imagen donde confluyen ícono e índice. Queirós y Pimenta las retratan en medio de la noche, iluminadas por las llamaradas de rabia, mientras escupen nubes de cigarrillo. Las muestran subidas a la torre de su refinería, con camperas de cuero y escopetas que las hacen ver como las heroínas de un tanque de acción. La indexicalidad: un rastro de esas mujeres, impreso en el barro de la imagen. La iconicidad: una cualidad instantáneamente pregnante, como un sueño que no podemos olvidar. La gracia es que ninguna impone su peso sobre la otra. La huella de las mujeres es transformada en algo más, gracias a la iconización. Y el ícono adquiere densidad por el tesoro que fue arrebatado a la realidad. La ensoñación nos afecta de una forma particular porque sabemos que no funciona en un grado cero, sino porque está trastocando las raíces de lo que duele cuando llevamos los ojos abiertos.

    5. El momento más transparente de Mato Seco em Chamas es también el más escalofriante. Sin distanciamiento, sin ningún truco para modular el discurso ni los gestos de las personas, la intervención es casi nula. La cámara se comporta apenas como una infiltrada en una reunión a la cual no recibió invitación. Se desliza en medio de una multitud exultante y escanea los rostros de los hombres y las mujeres que vitorean a su propia leyenda: “El capitán llegó / el capitán llegó / el capitán llegó”, cantan y saltan en lo que podría ser un festejo de cancha, pero que en realidad es la fiesta del fascismo. Lo más impactante es que, por primera vez en todo el cine de Queirós (un cronista de la historia brasileña), la amenaza ya no viene de afuera. No es el Estado que desterró a los negros o los centinelas que los reprimieron, ni tampoco los monstruos que se comieron a Dilma Roussef y la escupieron afuera del gobierno. El peligro está entre nosotros: son los mismos ciudadanos, sin oficinas en el Congreso ni camuflajes de la policía. Pueden estar rozándonos los hombros, en una parada de colectivo o fumando un pucho a la salida de un baile. Mato Seco em Chamas no indaga demasiado en esto, pero aquella escena es un vistazo efímero hacia otra ruta menos transitada, llena de maleza. Por unos minutos, Queirós y Pimenta se despegan de la inclinación a imaginar una contraofensiva popular frente a la maquinaria del Estado. Lo que sugieren en cambio es una distopía más compleja e incómoda, como un molde deforme en el cual no entran las imágenes procesadas del cine político ni tampoco las de nuestros sueños. La violencia está encarnada en el cemento de las ciudades, pero también en los muros de nuestros pensamientos. Y hay personas dispuestas a salir a la calle para defender la muerte. Por eso aquel pasaje vislumbra una posibilidad abierta para el cine de Queirós. Quizás, en el futuro, sus películas observen que hay misas de Ceilândia rezándole a Bolsonaro. (Iván Zgaib – LaVidaÚtil.net)

  • Deprisa Deprisa (Carlos Saura – 1981)

    Deprisa Deprisa (Carlos Saura – 1981)

    En Deprisa Deprisa Pablo, «el Meca», «el Sebas», y Ángela son cuatro muchachos que quieren escapar del ambiente marginal en el que viven. Para ello, necesitan conseguir dinero, aunque no están dispuestos a trabajar durante años para poder ahorrar. Ellos solo piensan en conseguirlo rápidamente y en vivir deprisa.

    Oso de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cine de Berlín 1981

    • IMDb Rating: 7,0
    • RottenTomatoes: 65%

    Película (Calidad 1080p)

     

    Hubo quien dijo que Carlos Saura le debía el Oso de Oro, máximo trofeo del Festival de Berlín, a Tejero, pues Deprisa Deprisa lo ganó apenas veinticuatro horas después del 23-F, y el cineasta que nos dejó hace un año estuvo a punto de pedir asilo político. Pero lo cierto es que, contemplada en todo su esplendor –es decir, restaurada en 4k– cuatro décadas después, la película se mantiene tan joven y libre como los auténticos delincuentes de la periferia de Madrid que aparecen en ella. Y era la mejor película de la competición berlinesa, en la que también concurría Manuel Gutiérrez Aragón con Maravillas, otra película sobre la delincuencia juvenil.

    Eran tiempos en los que el llamado cine quinqui, crudo reflejo de una realidad marginal marcada por la heroína, de Perros Callejeros (José Antonio de la Loma, 1977) a Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), rompía la taquilla. Y Deprisa Deprisa, con su icónico póster diseñado por Cruz Novillo, fue de hecho la película más taquillera de cuantas produjo Elías Querejeta –productor de Saura, de La Caza (1965) a Dulces Horas (1982)–. Pero el interés del director de Cría Cuervos (1976) por aquellos chavales descarriados era genuino, nada explotador.

    Pudo acercarse a ellos gracias a Francisco Querejeta, Fanfis, hermano del productor, que había estado filmando por Villaverde para Marginados, una serie documental que no llegó a completarse. Así conoció a José Antonio Valdelomar, alias El Mini; Jesús Arias Aranzueque; José María Hervás Roldán y a la muy magnética Berta Socuéllamos Zarco, que estaban más o menos, según los casos, en el tránsito de las drogas blandas a las duras. En la película, forman una banda de atracadores no muy distinta a la realidad. Muerto de miedo, Saura les acompañó en sus carreras, y pulió con ellos los diálogos hasta que les salieron naturales, impregnados de su propio lenguaje callejero. De nuevo con la ayuda del director de fotografía Teo Escamilla, Saura los retrató hermosos y vitales: sin desmerecer otros exponentes más tremendistas del cine quinqui, la mirada fascinada de Saura, limpia de juicios morales, destaca por su delicado lirismo y la ternura con la que abraza a estos jóvenes, inevitables figuras trágicas, que se convirtieron en fugaces iconos de nuestro cine.

    Deprisa Deprisa marca además toda una pirueta en su carrera, recolectándole con sus inicios en el cine documental, y rimando con su primera obra de ficción, Los Golfos (1959), también protagonizada por auténticos marginales de la periferia madrileña. Al mismo tiempo, su muy recordada banda sonora puede escucharse como la prefiguración de su trilogía flamenca con Antonio Gades –integrada por Bodas de Sangre (1981), Carmen (1983) y El Amor Brujo (1986)–, y todos los musicales que vinieron después.

    La música es casi omnipresente en la primera parte del metraje, cuando la banda alterna robos y atracos con momentos discoteca, paseos a caballo por descampados contaminados y una escapada hasta una playa de Almería, para que Ángela pueda ver el mar. En los títulos de crédito más sobrios del mundo –fondo negro con letras azul cielo–, ya suena ¡Ay!, qué dolor, la inmortal rumba de Los Chunguitos que sigue sonando cuando arranca la película, con Pablo (Valdelomar) y Meca (Aranzueque) metidos en un coche robado que no acaba de arrancar. Como la balada Me Quedo Contigo, también de Los Chunguitos y muy felizmente recuperada por Rosalía en los Goya 2019, volverá a sonar varias veces en Deprisa Deprisa. Al poco de darse a la fuga en el coche robado, Meca meterá unas pesetas en la gramola de un bar para que suene Lole y Manuel y Pablo le pida salir a Ángela, con la que formará una pareja a lo Bonnie & Clyde. Ángela cobrará un protagonismo inusual en el cine quinqui: si ellos atracan con pasamontañas, ella lo hace a cara descubierta, pero luciendo un equívoco bigote, y siendo todavía más violenta que ellos.

    El ambientillo enrarecido de la Transición se deja notar durante una excursión al Cerro de los Ángeles, donde serán despreciados por un par de señoras franquistas y cacheados por la policía. Ellos, a su vez, tanto en la película como fuera de ella, también despreciaban a los honrados trabajadores, aunque al mismo tiempo Ángela albergaba el sueño de comprarse un piso, como si pudieran tener algún futuro juntos. Hay una escena en la que incluso parecen una parodia de matrimonio burgués, ella cuidando sus plantas y él leyendo Mortadelo y Filemón en la cama, como si fuese el periódico del día. Pero, tal y como le repite proféticamente Pablo cuando Ángela, jugando, le apunta con una pistola, “las armas las carga el diablo”.

    Estaban condenados a vivir Deprisa Deprisa, y a morir todavía más velozmente. Así fue para Valdelomar y Aranzueque, que siguieron entrando y saliendo de la cárcel después de rodar la película. El primero, que nunca más volvió a actuar, murió de sobredosis a los treinta y cuatro años, en la de Carabanchel, donde cumplía condena. Aranzueque, que reapareció en El Bosque Animado (José Luis Cuerda, 1987), falleció ese mismo año, 1992. Pero Ángela, o sea Berta Socuéllamos Zarco, desapareció de la luz pública. Parece ser que se casó con José María Hervás Roldán, y que nunca más volvieron a drogarse, ni a delinquir. De cuatro, se salvaron dos. (Philipp Engel – LaVanguardia.com)

  • Mélodie en Sous-sol (Henri Verneuil – 1963)

    Mélodie en Sous-sol (Henri Verneuil – 1963)

    En Mélodie en Sous-sol Charles acaba de salir de la cárcel. Su mujer le propone que inviertan sus ahorros para montar un bar en la Costa Azul y comenzar una nueva vida. Pero Charles ya no es joven y lo que desea es dar un último y gran golpe que le permita retirarse a lo grande. Tiene un plan perfecto para acceder a la cámara acorazada de un casino en Cannes, que contiene cien millones de francos. Para llevar a cabo el trabajo cuenta con la complicidad de Francis, un joven compañero de prisión.

    Mejor Película de Habla no Inglesa en los Globos de Oro 1963

    • IMDb Rating: 7,3
    • RottenTomatoes: 79%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    En Mélodie en Sous-sol Charles acaba de salir de la trena. Han sido cinco largos años, y cuando vuelve a su casa apenas reconoce el barrio, donde han edificado inmuebles como setas. Llegado al hogar, su esposa le expresa su deseo de aprovechar unos ahorros para montar un bar en la Costa Azul y llevar una vida honrada. Pero Charles, ya con una cierta edad, no se conforma con ir tirando, desea un retiro a lo grande, en un sitio donde nadie sepa quién es. Y para ello debe dar un último y gran golpe. Tiene el plan perfecto, que le permitirá acceder a la cámara acorazada de un casino en Cannes, que alberga cien millones de francos. Cuenta para sacar adelante el “trabajo” con un cómplice, compañero de prisión, el joven Francis. Éste debe abandonar sus aires chulescos y llevar una vida de playboy al que el dinero le sale por las orejas; así se ganará la confianza de la gente, podrá pasear entre bastidores de la zona de las coristas que actúan en el local, y así tener acceso a la azotea, lugar clave para poder asaltar la cámara acorazada con Charles.

    Mélodie en Sous-sol es una estupenda película de robo sofisticado, que funciona como un perfecto mecanismo de relojería. Cautiva no sólo por la inteligencia con que se describe el robo, sino por los tipos humanos que se pintan en el camino: el veterano Charles, como tipo que se las sabe todas, compuesto por un perfecto Jean Gabin; el jovenzuelo, chulo, vanidoso, vulnerable, Francis, al que da vida un jovencísimo Alain Delon, que ya pruebas de su talento, el manejo de su proverbial laconismo; y los otros secundarios, singularmente Henri Birlojeux, el cuñado con un punto de honradez, que se suma al golpe; Viviane Romance, la corista conquistada; e incluso el español José Luis de Villalonga como el elegante dueño del casino.

    Henri Verneuil maneja con pericia la historia, entregando escenas memorables, como la de Charles embaucando al cuñado de Francis, para ver si es un tipo de fiar, o la noche en que discuten Francis y la corista. El director de I… comme Icare da pruebas de manejar bien el mecanismo de las escenas de suspense, no sólo durante el robo como tal, sino en los momentos en que la policía se mueve cerca de los culpables, sobre todo en el memorable final Mélodie en Sous-sol en la piscina. (DeCine21.com)

  • Boxcar Bertha (Martin Scorsese – 1972)

    Boxcar Bertha (Martin Scorsese – 1972)

    Boxcar Bertha Thompson es una joven de la era de la Gran Depresión que al perder a su padre se une a un controvertido líder sindical llamado Bill Shelley. Acusados de comunistas por un grupo de conservadores y perseguidos por una corrupta compañía de ferrocarriles que busca venganza contra Shelley, la vida de Bertha se convierte en una permanente huida por el mundo del crimen y un emocionante capítulo de la historia americana.

    • IMDb Rating: 6,0
    • RottenTomatoes: 53%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Los años sesenta son, para el cine americano, un híbrido. Por un lado, son los estertores del antiguo sistema de estudios, con un cine estancado en unos modos y maneras clásicos que ya no responden a la realidad y a las ambiciones de su público. Por otro lado, es un permanente laboratorio de experimentación, transformación y cambio muy influenciado por las corrientes foráneas, preferentemente europeas. Los primeros pasos de John Cassavetes y el resto del New American Cinema eclosionan con el éxito popular de películas que como Bonnie & Clyde o Easy Rider, nacidas de la oportunidad que nuevos productores dan a los talentos emergentes surgidos de los suburbios de Hollywood y de las televisiones y teatros de Nueva York, inician una senda en el cine norteamericano que, de manera intermitente, se mantendrá como hegemónica durante unos diez años, hasta que los nuevos sistemas de producción, distribución y publicidad implantados como resultado de los multimillonarios éxitos de The Godfather, The Exorcist, Jaws y Star Wars transformen para siempre el cine estadounidense hasta convertirlo en su mayor parte en el catálogo de vaciedades que se exhibe impúdicamente en las carteleras de todo el mundo para su vergüenza y nuestra consternación. Uno de los supervivientes de aquella generación que intentó cambiar el cine de Hollywood para bien de entre los que mejor se adaptaron a los nuevos tiempos (no hay más que ver cómo ha disminuido exponencialmente la calidad de sus trabajos a medida que se han ido volviendo más acomodaticios y complacientes) es Martin Scorsese, que tuvo algo más de cuerda que el resto. Su película de 1972, Boxcar Bertha, la segunda de su filmografía, no sólo es ejemplar en cuanto a la presencia de ese nuevo aire fresco del cine americano de los sesenta y setenta, sino que permite comprobar cómo ha evolucionado la carrera de Scorsese, sus temas y sus ambiciones, en cuarenta años de trayectoria.

    Boxcar Bertha no podría entenderse sin dos influencias notables: la primera, la de la película de Arthur Penn, de la que Boxcar Bertha parece una versión empequeñecida en lo presupuestario, afeada en lo estético y aligerada en cuanto a estrellas en su reparto, por más que temáticamente contenga un buen puñado de puntos de conexión; la segunda, la de su productor, Roger Corman, alejado durante estos años de su prolongada querencia a las películas de terror de serie B, a las adaptaciones de relatos de Lovecraft o Edgar Allan Poe y a la presencia de Vincent Price, y atraído enormemente por las películas situadas en las décadas veinte y treinta del siglo XX (como sus propios filmes The St. Valentin’s Day Massacre, de 1967, o Bloody Mama, de 1970, en la que un jovencísimo Robert De Niro y un desgarbado Bruce Dern, entre otros, forman un grupo de hijos devotos de su madre, Shelley Winters, además de una banda de violentos y crueles atracadores). A esta doble influencia hay que sumar la subrepticia presencia de la estructura del western, el enfrentamiento entre la ley y los bandidos, los episodios de violencia a él asociados y el entorno rural y de campo abierto donde tiene lugar buena parte de la historia, en localizaciones del viejo sur de Estados Unidos.

    Así, Scorsese construye en Boxcar Bertha, con guión de Joyce y J. William Corrington inspirado en hechos reales, la historia de Bertha (una jovencísima Barbara Hershey), una huérfana que en compañía de un joven sindicalista (David Carradine), un fullero y tramposo jugador (Barry Primus) y un músico negro (Bernie Casey), luchan violentamente contra el ferrocarril de un magnate sin escrúpulos (John Carradine), mezclando en su comportamiento el inconsciente idealismo de los jóvenes impresionados por las igualitarias y justicieras ideas de izquierdas y el ansia de dinero «fácil» con el que salir de su estado de pobreza y miseria. La película, erigida sobre la estructura de road movie, de huida permanente, ya sea en coche o en tren, de un grupo de perseguidos por la justicia, a un ritmo vertiginoso, está salpicada de capítulos románticos (escenas de sexo entre Carradine y Hershey rodadas no sin lirismo y sensibilidad) y violentos (atracos, tiroteos, asaltos a trenes, fugas carcelarias, persecuciones), así como de bellas imágenes de los exteriores del sur de Estados Unidos, aunque un poco atolondradas y descuidadas en el mejor estilo Corman. Pero la película no evita la reflexión y una postura abiertamente contestataria propia de aquel nuevo cine cuyo futuro se truncaría pocos años más tarde.

    En primer lugar, sitúa la acción en el sur de Estados Unidos, lo que da pie, a través del personaje de Bernie Casey, a examinar los vestigios de la discriminación racial presentes en su sociedad y que la Guerra de Secesión, terminada apenas sesenta o setenta años antes del periodo en el que se inicia la historia que cuenta la película, no eliminó sino que enraizó. Por otro lado, la policía, las fuerzas de la ley retratadas en la película, no son ni mucho menos personajes positivos, sino seres corruptos, violentos, autoritarios, brazos armados al servicio de unos intereses económicos que chocan con las ansias de supervivencia, dignidad y libertad de las masas campesinas y trabajadoras, o de los jóvenes que no tienen futuro. Por último, utilizando para eso un nuevo guiño al western (el ferrocarril como metáfora de la inminente e inevitable llegada de una modernidad transformadora del mundo conocido a costa de penurias y sacrificios), la película critica el desarrollismo fundamentado en las fortunas particulares, los macroproyectos económicos que no redundan en un beneficio para toda la comunidad, sino para unos pocos. Lejos de justificar la violencia del grupo de atracadores, Scorsese expone las causas de su irrupción, de su fracaso, de la imposibilidad de otro futuro. Los personajes afrontan su destino con resignación (incluso cuando Bertha, con todo el resto de la banda en prisión, asume el ejercicio de la prostitución para sobrevivir), al mismo tiempo que sus antagonistas sólo se rigen por la ambición. Esta imposibilidad de conciliación eclosiona en un impactante final, rodado con maestría, en el que se percibe la alargada sombra de los westerns de Peckinpah, y que encuentra en el final del personaje de Bill, el sindicalista al que da vida David Carradine, la expresión metafórica del contenido ideológico de la cinta.

    Scorsese filma con pericia anunciadora de su enorme capacidad para narrar, se apunta un buen puñado de hallazgos visuales y también unos cuantos aciertos en la composición de planos, aunque los ajustes presupuestarios y la huella de Corman se noten en buena parte del metraje y también del montaje. Especialmente destacan las escenas en las que aparece Bertha-Hershey (ingenua y salvaje, tosca y sensual, violenta y bellísima), el crucial final de la película, con Bertha corriendo junto al tren que se lleva a Bill, y, en el plano metacinematográfico, las secuencias en las que John y David Carradine comparten escenario y planos.

    Una película que avanzaba el enorme talento de Martin Scorsese, que eclosionaría dentro de esa misma década con los títulos más decisivos de su carrera, antes de que (quizá por el abandono de las drogas que durante aquel tiempo fueron parte importante de su inspiración y de su actividad), especialmente por su ansia de supervivencia comercial, su cine se fuera apartando cada vez más de la autoría para abrazar los cánones más comerciales y alimenticios, a través de los cuales, sin embargo, ha obtenido un gran éxito mediático que, no obstante, no es ni comparable al reconocimiento artístico que sus mejores títulos siguen disfrutando hoy en día. (39Escalones.com)

  • Los Delincuentes (Rodrigo Moreno – 2023)

    Los Delincuentes (Rodrigo Moreno – 2023)

    En Los Delincuentes dos empleados de banco en un determinado momento de sus vidas se cuestionan la existencia rutinaria que llevan adelante. Uno de ellos encuentra una solución, cometer un delito. De alguna manera lo logra y compromete su destino al de su compañero.

    • IMDb Rating: 7,0
    • RottenTomatoes: 85%

    Película (Calidad 1080p)

     

    Un saco cuelga de una silla, mientras la luz, matinal y cálida, se hace paso dentro de la habitación a tironcitos de cortina. Un tipo lo agarra, se calza la misma ropa de todos los días y sale para el banco en el que trabaja hace años. La secuencia de introducción de Los delincuentes está dedicada a describir minuciosamente el rutinario comienzo de los días de Morán. Menos de veinte planos alcanzan para dar la idea de un amanecer similar al anterior y calcado, parecería, al siguiente. Ver a Morán salir del subte, caminar por el centro, tomar un café al paso y cruzar las calles de la city porteña, es un acompañamiento gentil. Como una mano que nos guía dentro de las tres horas de película que vendrán. A todo esto, suena Piazzolla. Los Delincuentes podría rodar por el mundo sin documentos; una nostalgia y un carisma rioplatense se certifica en los acentos de su andar. La cámara sigue al hombre en su contexto hasta que un paneo vertical interrumpe la descripción de su marcha. Es un primer sobresalto, una primera pincelada distintiva donde mirada del espectador se eleva hacia la cúpula de uno de los edificios emblemáticos de la Diagonal Norte, hasta que una paloma, veloz, cruza por el cuadro. Corte a: más ciudad, más paredes, más arquitectura, todo sin personas. Un breve ballet urbano se sucede en pantalla hasta que volvemos a ver al hombre en su contexto, pero ahora acompañado con una placa que anuncia el título del film, y otra que nos introduce en la primera de las dos partes que la componen. Esta introducción muestra a la movilidad entre formas como el vehículo elegido para navegar la inmensidad del mundo, ficcional y hermanado con el presente, al que se invita a pasar.

    Otro sobresalto llega enseguida, pero de otro tipo. Una clienta del banco tiene archivada exactamente la misma firma que otro cliente. El asunto, que enciende la preocupación del casting de empleados burocráticos, se eleva desde la caja hasta la gerencia, pasando por la subgerencia y los tesoreros. Hay olor a chanchullo. A que la maquinaria delictiva anunciada en el título se pone en marcha enseguida. De antemano, era sabido que lo nuevo de Rodrigo Moreno tenía algo que ver con Apenas un Delincuente, aquel clásico de Hugo Fregonese en el que Morán, un empleado raso de una empresa (no de un banco, como ahora), roba de su trabajo y luego esconde un dinero equivalente al que ganaría trabajando hasta su jubilación. Pero ahora, ni firmas duplicadas, ni cheques truchados. Moreno usa la vía del ascetismo para filmar un robo seco y sin estridencias. El Morán de 2023 entra al tesoro, toma el dinero y huye. En seguida, antes de viajar a Córdoba para distraer un poco y entregarse, convierte en cómplice a Román (Esteban Bigliardi), un compañero del trabajo bonachón, y le encomienda que cuide el dinero durante su condena. Todo rápido, todo simple. Palo y a la bolsa. Su dilema es el mismo que el de su tocayo de 1949: pagar una pena de un par de años en cárcel o vivir una vida tras las paredes monótonas del trabajo asalariado. La premisa fregoniana muta ahora en sus objetivos. Al Morán moderno no le interesa la vida de lujos, ni la pompa, apenas persigue una una idea, romántica e idealizada, de una libertad modesta.

    Toda la primera parte de Los Delincuentes es el establecimiento de un policial de lenta cadencia que echa por tierra cualquier idea genérica clásica o noción de remake. En Fregonese, los arcos de los personajes conducen generalmente al reafirmamiento de fuertes convicciones originales que son duramente castigadas. Es el caso del Morán del 49 interpretado por Jorge Salcedo, de Edward G. Robinson en Black Tuesday o de Willard Parker en Apache Drums. Allí, el acto de “morir en la suya” puede caer por la pendiente del heroísmo o de la testarudez necia. Destinos que construyen, paso a paso, trazo a trazo, otra especialidad fregoniana: secuencias finales de aguantadero donde el amasijamiento de los bandos sitiados parece siempre inevitable. A Moreno le importa poco y nada el sendero de las heist movie. El director y guionista elige la fuga moderna, derrite las convicciones de sus protagonistas, dos tipos hermanados por mucho más que sus nombres-anagrama, y riega su recorrido con señuelos quizás falsos, quizás verdaderos.

    La gracilidad de la obertura reverbera en la seducción con la que las secuencias y los planos se amalgaman. Todo fluye. Hay una suavidad que subraya las pequeñas obsesiones que guían la composición interior de los planos. Objetos y personas, e incluso caballos y rocas, se ligan entre sí generando una red clandestina de correspondencias simbólicas. Quizás por culpa de esas firmas gemelas abandonadas por la trama, sobrevuela la sospecha de que todo puede tener que ver con todo. Hay un entramado de significantes plantados y abiertos que se desencadena totalmente en la segunda parte del film, cuando el temor por ser descubierto lleva a Román, por indicación de su compañero ya recluido, a esconder el dinero bajo una piedra en particular, en un cerro cordobés ideal. En Los Delincuentes se aprecia una precisión fascinada, propia de un novelista que le dedica páginas enteras la descripción de un movimiento mínimo. Una focalización que convierte a los gestos y objetos en notas con resonancias y vínculos insospechados.

    En la primera parte, luego de anunciar que dejará de fumar, Morán tira un pucho a la vereda y lo pisotea. La acción termina, pero el plano se queda en ese cigarrillo apagado y aplastado sobre las infames baldosas de la Buenos Aires larretista. Si el paneo del inicio no alcanzaba, ese cigarrillo se asemeja a la firma de un contrato íntimo que sacraliza la unión del hombre con la ciudad enferma por el deseo de “llegar demasiado pronto a ningún lugar”, tal como se diagnostica a Buenos Aires en Apenas un delincuente. El cigarrillo es retomado más tarde, también como pluma que firma una unión: gracias a unos planos split screen, Morán y Román pueden fuman juntos a pesar de la distancia y hermanarse, en la primera parte, como insomnes temerosos y, más adelante, como desvelados con la mente tomada por una mujer. En la segunda parte, el idilio veraniego, los pastizales, los ríos, pero fundamentalmente el tiempo del ocio y el encuentro espontáneo con el otro, se imponen como trazos que dibujan algo parecido a la libertad anhelada por Morán. Hay un vaivén simbólico constante en Los delincuentes. Las manos ágiles, casi de crupier o prestidigitador, entrenadas por sus años como tesorero, le sirven a Morán para apurar el conteo de dinero en momentos apremiantes. Pero también, en la segunda parte del film, para hacer gala inocente de su extravagante manera de contar billetes para sacarle una sonrisa a la chica de la que está enamorado. Por más utilitarios narrativamente que resulten los objetos y los gestos, la sospecha de que todo puede tener que ver con todo se fortalece minuto a minuto. En Los delincuentes no hay cosa que no tenga la capacidad de cobrar un sentido poético, de ser otra cosa.

    ¿Qué significa el tiempo que Los Delincuentes le dedica a esas dos firmas calcadas que quedan, en términos narrativos, en la absoluta nada? ¿Qué significa que el idilio veraniego de la vida en las sierras cordobesas esté siempre rodeado por aves carroñeras cuidadosamente filmadas e intercaladas en el montaje? ¿Qué significaba el juego de palabras que Román le escuchó recitar de manera incompleta a unas niñas hace años y que nunca se pudo sacar de la cabeza? ¿Qué significa, para él y para la película, que aún conserve ese recuerdo como un tesoro? ¿Qué significa que casi todos los nombres de la película sean anagramas de las mismas cinco letras? ¿Acaso es posible pensar que, como los miembros de un amor o una amistad, el film teje su propio lenguaje, con sus significantes y signos privados? Lenguajes con algunas señas crípticas para observadores ajenos y otras desentrañables gracias a la percepción de algunas constantes cazadas al vuelo. En Los Delincuentes, ronda una metáfora: el espectador parece estar en un lugar parecido al de Román cuando adivina la lógica del cadáver exquisito de ciudades (Laos, Santiago de Chile, Edimburgo, Osaka, Avellaneda) que su nuevo grupo de amigos juega en el bosque de pinos mientras esperan, todos juntos y resguardados, a que amaine una lluvia pasajera. La metáfora cabe, pero no agota el asunto. Las preguntas de Los Delincuentes son demasiado amplias y a su vez muy simples. En última instancia: ¿Qué significa, cada vez que lo dicen en sus muchas oportunidades, la libertad?

    Son misteriosos los destinos de las películas. En pleno estallido de la pandemia del COVID-19, una de las películas que inauguró el sistema de estrenos online del INCAA fue la comedia romántica Tóxico de Ariel Martínez Herrera, una película que imaginaba una pandemia mortífera que sacudía todo acuerdo social básico. También, hace poco, se estrenó una comedia sobre las desventuras de un grupo de mujeres que pelean contra cirujanos plásticos inescrupulosos que lucran con la salud de personas que pretenden cuerpos de una hegemonía impuesta por los medios. El film se llama No me Rompan, está dirigido por Azul Lombardía y se estrenó veinte días después del fallecimiento de Silvina Luna tras años de padecimiento a causa de malas praxis en cirugías plásticas. Más que casualidad, causalidad; más que poderes adivinatorios, sensibilidad con el tiempo histórico. Un recodo misterioso del arte vibra y vive en estos puntos de encuentro de las obras con las problemáticas latentes de la vida real y los estados anímicos sociales. Los Delincuentes se estrena justo en una época en la que personajes como Javier Milei y sus acólitos corroen el lenguaje, banalizan la historia y acopian los significados de palabras como “libertad». Son la prueba de que la lengua y sus sentidos pueden ser reprimidos, encerrados y enjaulados en significados frívolos y dóciles. Los Delincuentes es una película que mina significantes y los abre, que pone al dinero como centro y guía, pero lo descarta para fugar hacia las bellezas que no se compran con nada. Es una película donde se incuba una autonomía poética puesta al servicio de la interrogación de la idea misma de libertad. Un gesto político de primer orden, ayer, mañana y en especial en este momento en el que le toca salir a la cancha. (Tomás Guarnaccia – ConLosOjosAbiertos.com)

  • Lady in a Cage (Walter Grauman – 1964)

    Lady in a Cage (Walter Grauman – 1964)

    En Lady in a Cage y durante un fin de semana festivo en el que se queda sola, una madura escritora que se está recuperando de una lesión, se queda atrapada en el ascensor de su vivienda. Sin poder salir de allí, la situación alcanza un punto de desesperación mayor cuando la alarma de emergencia atrae a un enjambre de intrusos.

    • IMDb Rating: 6,7
    • RottenTomatoes: 64%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Lady in a Cage, es una joya semi olvidada del cine de género de la década del 60 en general y del psycho-biddy o grande dame guignol o hagsploitation en términos específicos, aquel rubro centrado en señoras mayores un tanto desquiciadas e inaugurado por la denominada Trilogía de la Locura del mítico realizador norteamericano Robert Aldrich, films protagonizados por Bette Davis, Joan Crawford, Olivia de Havilland, Geraldine Page y Ruth Gordon, nos referimos a What Ever Happened to Baby Jane?, Hush Hush, Sweet Charlotte, y What Ever Happened to Aunt Alice, esta última con Aldrich únicamente en el rol de productor; un trío en verdad estupendo que inspiró una infinidad de propuestas semejantes subsiguientes que combinaron elementos del terror, los thrillers y los melodramas rosas e incluyen a epopeyas de variada envergadura como Strait-Jacket, de William Castle y con Crawford, Dead Ringer, de Paul Henreid y con Davis, Fanatic,  de Silvio Narizzano y con Tallulah Bankhead, I Saw What You Did, de Castle y también con Crawford, The Nanny, de Seth Holt y con Davis, Picture Mommy Dead, de Bert I. Gordon y con Zsa Zsa Gabor y Martha Hyer, Berserk, de Jim O’Connolly y con Crawford, The Anniversary, de Roy Ward Baker y con Davis, What’s the Matter with Helen?, de Curtis Harrington y con Debbie Reynolds y Shelley Winters, y Whoever Slew Auntie Roo?, de Harrington y asimismo con Winters, delicioso surtido de veteranas direccionando su odio hacia machos que se pasan de pícaros o hacia otras hembras que constituyen competencia directa, estorbo para el objetivo de turno, testigos de algún chanchullo o víctimas de la estafa o las pasiones reglamentarias, a veces -desde ya- también obedeciendo al viejo rol de martirizadas que deben defenderse de terceros que las acechan bajo la falsa certeza de una indefensión esencial que no es tal.

    A los responsables máximos de la propuesta, el director Walter Grauman y el guionista y productor Luther Davis, se los recuerda prácticamente sólo por la película que nos ocupa porque a pesar de haber sido dos profesionales de amplio bagaje televisivo, lo cierto es que el resto de su producción cinematográfica no llega a la cúspide cualitativa y el desenfado de corte altisonante de Lady in a Cage, basta con recordar los otros opus realizados por Grauman, 633 Squadron, de 1964), A Rage to Live, de 1965, I Deal in Danger, de 1966) y The Last Escape, en 1970, o los trabajos más conocidos como guionista de Davis, léase The Hucksters, en 1947, de Jack Conway, A Lion Is in the Streets, de 1953, de Raoul Walsh, Kismet, en 1955, de Vincente Minnelli, Kiss Them for Me, 1957, de Stanley Donen, y Across 110th Street, 1972, de Barry Shear. En esta oportunidad la señora al borde del ataque de nervios se llama Cornelia Hilyard y está interpretada por una Olivia de Havilland que tuvo un 1964 a puro hagsploitation con la presente aventura y la asimismo legendaria Hush Hush Sweet Charlotte, en esa ocasión compartiendo cámaras con Bette Davis y aquí monopolizándolas casi por completo si no fuera por la presencia de un muy joven James Caan en su debut oficial en el séptimo arte luego de una mínima aparición en Irma la Douce, dirigida por el glorioso Billy Wilder. Ya en la magnífica secuencia inicial de créditos, similar a aquella diseñada por Saul Bass para Psycho, se establece el tono retórico nihilista y despiadado: descubrimos que la casona de la protagonista está ubicada en una avenida de mucho tráfico y vemos cómo una preadolescente molesta a un borracho que duerme, una pareja se besa fogosamente dentro de un auto mientras una locutora cristiana lanza consignas antisatánicas, baldes de pintura caen desde las alturas y tachos de basura explotan, alguien frena de golpe y los bocinazos no tardan en llegar, y un pobre perro yace muerto sobre el asfalto sin que nadie le preste atención más allá de la mirada curiosa de quien lo atropelló y después siguió su camino.

    El catalizador narrativo de Lady in a Cage es muy sencillo y tiene que ver con la necesidad de Hilyard, una poetisa adinerada que se rompió la cadera en un accidente hace unos meses y por ello utiliza bastón, de evitar las escaleras y desplazarse con un flamante ascensor que mandó a instalar en su lujosa mansión de tres pisos, así justo luego de que su hijo Malcolm (William Swan) se marchase de la casona para pasar el fin de semana largo del 4 de Julio con una pareja de amigos la fémina queda atrapada adentro del elevador -semejante a una jaula suspendida, como aclara el título- debido a un corte de la energía eléctrica que a su vez responde a una serie de circunstancias de lo más azarosas o bobaliconas bien vulgares, empezando por un pintor de una casa vecina que apoya una escalera contra la caja de luz/ tablero principal de la morada, siguiendo con un Malcolm que se lleva puesta a la susodicha con su coche de salida y finalizando con una ventisca que termina de desconectar los cables ya pelados y semi desprendidos de turno. La mujer espera la vuelta repentina de la energía pero como esto no sucede recurre a una alarma muy ruidosa con la meta de que alguien la escuche en el exterior de la casa y venga a socorrerla, no obstante el tráfico ensordecedor y la típica indiferencia urbana hacen que el único que verdaderamente les preste atención a los dos timbres o campanas, uno delantero en la avenida y otro trasero en el garaje, sea un vagabundo y borrachín, George L. Brady (Jeff Corey), quien pronto trae a una amiga prostituta, la obesa Sade (Ann Sothern), para que lo ayude a vaciar la residencia -e impida que termine desmayado por el cuantioso vino- aunque no sin antes llamar la atención de un grupo de tres delincuentes que lo fichan cuando vende un tostador robado en una casa de empeños/ depósito de chatarra regentado por el Señor Paul (Charles Seel) y su misterioso asistente (el querido Scatman Crothers). No pasa mucho tiempo hasta que la banda de forajidos, encabezada por Randall Simpson O’Connell (Caan) y compuesta además por Elaine (Jennifer Billingsley) y Essie (Rafael Campos), también ingresan a la mansión de la mujer y empiezan a cargar su automóvil con todas las pertenencias de Hilyard en materia de cubiertos de plata, ropa, ornamentos valiosos y hasta tazas conmemorativas de oro puro.

    Sirviéndose de la paradigmática capacidad de resumen del cine exploitation y de episodios vinculados con el “sálvese quien pueda” en el contexto de cortes de luz prolongados y con ataques a mujeres atrapadas en elevadores, las cuales suelen pasar de pedir auxilio a ser víctimas de una rauda violación, el muy astuto guión de Davis retoma en parte el leitmotiv de Ascenseur pour L’échafaud, de Louis Malle, aunque simplificando el planteo y volcándolo hacia el choque generacional entre los padres conformistas y borrachos de mediados del Siglo XX y sus cada día más libres, drogones y rebeldes vástagos, todo dentro de una metamorfosis histórica e identitaria que arranca con los beatniks y los greasers de los 50 y llega a los hippies, la contracultura, la militancia social y el terrorismo de los 60 y 70: ambos bandos son representados en el desarrollo general -otra curiosidad de la Clase B o indie de semblante popular- mediante diversas acentuaciones que nos hablan de la ausencia de esa típica homogeneidad hollywoodense a la hora de ejemplificar los colectivos en pugna; pensemos para el caso en la afabilidad y el delirio religioso del alcohólico George y en el conservadurismo patológico de la misma Hilyard, las alegorías en lo que respecta a los veteranos, o en el sustrato pacífico/ reprimido del probable gay Malcolm, quien antes de irse le deja a su madre una nota amenazándola con el suicidio si no deja de atosigarlo con su control absoluto símil Complejo de Edipo llevado al incesto, y en el trío de criminales salvajones de Randall, Elaine y Essie, representantes de una versión animalizada de los bípedos que por supuesto se confunde con el propio instinto de supervivencia de una Hilyard que se define a sí misma como un “ser humano” y se coloca moralmente por encima de las dos muchachos y la chica, hipocresía que enmascara su desprecio hacia los pobres (le dice al personaje de Caan que es “uno de los muchos desechos producidos por la asistencia social”, subrayando que sus impuestos le dieron de comer al joven a lo largo de todas las instituciones penitenciarias por las que pasó desde los nueve años) y su oportunismo plutocrático impiadoso (a su hijo le comenta que comprará acciones de armamento para aprovechar los rumores de conflicto en Vietnam).

    A la idea de la “casa ricachona tomada” cual revolución de los marginados más furiosos e imprevisibles, esos que llevan adelante una orgía de robos, destrucción, secuestros y hasta asesinato, con el pobre de Brady cayendo bajo el cuchillo de Essie, se suma una tensión sexual muy bien administrada a través de las insinuaciones de una posible violación de Cornelia a manos de Randall, el hilarante toqueteo del borrachín sobre la anatomía de la corpulenta meretriz y la para nada sutil noción de un ménage à trois entre estos jóvenes profanadores de la propiedad privada y la otrora sacrosanta integridad del domicilio, gran tótem gran de la pequeña, mediana y alta burguesía del campo y las metrópolis populosas de ayer y hoy. La usualmente contenida De Havilland, todo un baluarte del Hollywood Clásico desde Gone with the Wind, en Lady in a Cage se desata a pura histeria símil trash afectado y así contagia al resto del elenco, movida que definitivamente parece involuntaria/ no buscada por un Grauman que “dejó hacer” logrando un pulso interpretativo muy extraño que se ubica a mitad de camino entre las impostaciones acartonadas del clasicismo yanqui y la visceralidad naturalista que sobrevino a posteriori de la mano de Marlon Brando, James Dean y Paul Newman, aunque con un Caan -el representante insignia del quiebre dentro del relato- que no se toma en serio a nada ni nadie. El realizador apuntala un fluir anárquico en el que cualquier cosa puede ocurrir, desde la sugerente y desquiciada escena con Elaine en la bañera o aquella de la llegada de los esbirros del Señor Paul -ladrón que roba a ladrón que roba a ladrón- hasta el extraordinario desenlace en su conjunto, donde se confirman la brutalidad, la abulia y la displicencia que sugería el comienzo ahora mediante una sublime andanada de episodios profundamente dolorosos, hablamos de la caída de Hilyard desde las alturas, su decisión de clavarle a Randall en los ojos dos varillas para cegarlo y el instante en el que la sigue hacia el afuera en pos de que le diga dónde está escondida la caja fuerte, terminando con la cabeza aplastada bajo la rueda de un coche de la avenida. Lejos de toda corrección política, Lady in a Cage explora el canibalismo suburbano y la ausencia total de empatía y respeto mutuo… (Emiliano Fernández – MetaCultura.com.ar) 

  • Point Break (Kathryn Bigelow – 1991)

    Point Break (Kathryn Bigelow – 1991)

    En Point Break Johnny Utah, un joven agente del FBI, se infiltra en los ambientes del surf para desenmascarar a una banda de ladrones que, como sello de identidad, usan caretas de presidentes de los Estados Unidos durante sus golpes. Pero Johnny pronto se encapricha de la guapa Tyler y, además, conoce a Bodhi, el jefe de la banda, un hombre que vive al límite y que acaba ejerciendo una gran influencia sobre el joven policía.

    • IMDb Rating: 7,2
    • RottenTomatoes: 79%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Hace uno años se estrenó entre nosotros, sin hacer demasiado ruido, Point Break, de Ericson Core, la enésima muestra de ejercicio nostálgico que, procedente de Hollywood, invade las pantallas de medio mundo. En este caso un remake de uno de los thrillers de acción más vibrantes y enérgicos jamás filmados hace ya dos décadas. Point Break, la original, la de 1991, supuso el primer gran éxito de su directora, Kathryn Bigelow, la primera mujer que ha ganado un Oscar a la mejor dirección, cuando años después a la Academia le dio por reconocer su labor en la magistral The Hurt Locker, de 2008. Un reconocimiento que sirve para recordar a algunas de las directoras más ejemplares del cine, siempre olvidadas o relegadas, en un arte que parece destinado a hombres.

    Curiosamente lo que Bigelow ha demostrado a lo largo de su filmografía es conocer el mundo masculino, al menos el retratado en las películas de acción, mucho mejor que sus compañeros coetáneos. A la directora natural de San Carlos, California, le vino muy bien el material escrito por Rick King y W. Peter Iliff, al heredar el proyecto que iba destinado a ser dirigido por Ridley Scott e interpretado Matthew Broderick y James Garner, puesto que el tema recurrente en su obra, la adicción, está perfectamente plasmado en el film, a la par que logra hacer que toda la filosofía de andar por casa, con temas espirituales, dignos de libros de autoayuda para mentes débiles, sea de lo más convincente. La magia del cine que se le llama. El poder de convicción de una buena imagen.

    Y buenas imágenes es lo que posee Point Break, con ellas logra trascender un guión lleno de tópicos, aunque con muy buenos detalles —la versión final del mismo es obra de Bigelow, y el productor James Cameron, pareja de la directora por aquel entonces; no pudieron salir acreditados porque iba contra las normas de la WGA—. Keanu Reeves da vida a Johnny Utah, agente del FBI que se estrena con un caso importante, una serie de robos a bancos, realizados en cuestión de segundos y sin que los delincuentes dejen pistas, en apariencia. Pero su compañero asignado, Pappas (Gary Busey), tiene una loca teoría al respecto: los atracadores son surfistas.

    De esta forma, Utah —un Reeves con su eterna cara de palo, pero que en este caso no importa, aun siendo lo peor de la cinta— se introduce en el mundo del surf, donde conoce al Bodhi, una especie de líder místico, con conceptos muy claros sobre lo que es justicia y no. Una filosofía que le lleva a vivir la vida siempre en la cresta de la ola, tentando a la suerte, al mal llamado destino. El personaje encuentra en Patrick Swayze al intérprete perfecto, sobre todo físicamente, tanto por la excelente forma en la que se encontraba el actor por aquel entonces, como por ese pelo teñido de rubio, que le dota de cierta aureola de misterio. Su feeling con Reeves es perfecto. Los idóneos antagonistas tantas veces vistos en el cine.

    La película es toda una explosión de adrenalina, por cuanto el personaje de Reeves va entendiendo cada vez más y más al grupo de atracadores, sobre todo a Bodhi, en quien ve a alguien más allá de un delincuente al que tiene que detener. Esa inesperada clase de amistad incipiente va in crescendo, acorde con las secuencias de acción, cada vez más explosivas y frenéticas. Actos arriesgados a través de secuencias cada vez más osadas —atención al primer atraco y al último, cuando las cosas empiezan a torcerse—, con una culminación a través de una de las set pieces más deslumbrantes jamás vistas en el género. Me refiero, cómo no, a ese salto al vacío de Utah desde el avión, sin paracaídas, algo que sobre el papel suena ridículo, pero en imágenes es creíble.

    Pero antes de llegar a ese impactante momento catártico, Bigelow une a los dos personajes desde el inicio, desde los títulos de crédito, con ese montaje en paralelo de un surfista, al que no llegamos a verle la cara, y Utah practicando tiro mientras llueve. Con el ralentí muy bien utilizado en ese momento —volverá a repetirlo en dos instantes cruciales, antes de una persecución a pie, y en el último atraco, con la cámara filmando a ras de suelo—, la directora logra trascender el pobre texto del film, creando un impacto emocional muy superior a mucho del cine de acción coetáneo, y ya no digamos actual.

    Con poderosas imágenes de una belleza casi sobrecogedora, y el apoyo de la música de un Mark Isham enormemente inspirado, pocas veces el mar ha estado tan impecablemente filmado. Uno casi tiene la sensación de estar dentro del film, embriagado con todo ese misticismo tan bien reflejado; una aventura física que extiende su brazo hacia las ya comentadas secuencias de acción, en las que la labor de James Muro con la steadycam logra instantes tan emocionantes como la persecución a pie de Utah a Bodhi, tras un atraco, a través de laberínticos patios de casas, en los que la cámara jamás deja de moverse. Muro innovó ciertos aspectos con la cámara, para tener referencias de lo que filmaba mientras perseguía a los actores a gran velocidad.

    El epílogo del film, que concluye con la misma lluvia que bañaba el entrenamiento de Johnny al inicio, se filmó seis meses después de concluir el rodaje. El film podría haber terminado tras el impresionante salto al vacío, con Utah recuperando a su chica —una efectiva Lory Petty—, y Bodhi diciéndole que se verán en la otra vida. Pero la frase de diálogo más recordable del film —“no hay nada de malo en morir haciendo lo que uno ama”— tiene su sentido en el épico final en el que Bigelow además se permite un homenaje a senda obras de Fred Zinnemann y Don Siegel. Un gesto que da a entender que justicia y ley no siempre son lo mismo. En Point Break va quedando muy claro según avanza el relato, una ficción que emula sarcásticamente a la realidad cuando cuatro atracadores llevan los rostros de determinados presidentes estadounidenses. (Alberto Abuín – Espinof.com)

  • Mannen från Mallorca (Bo Widerberg – 1984)

    Mannen från Mallorca (Bo Widerberg – 1984)

    Mannen från Mallorca sucede en Estocolmo, el día de la fiesta de Santa Lucía, cuando un bandido roba audazmente una oficina de correos llena de gente. Después de dos semanas, dos testigos están muertos. Dos policías de la brigada antivicio, Johansson y Jarnebring, que fueron los primeros en la escena del crimen, siguen todas las pistas e identifican a un sospechoso, un miembro de la arrogante élite de la policía secreta, un hombre asignado para proteger al ministro de Justicia.

    Mejor Actor en los Premios Guldbagge 1984

    • IMDb Rating: 6,9 

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Lamentablemente Bo Widerberg dirigió apenas dos thrillers en una carrera en el séptimo arte de más de tres décadas que se extiende entre los años 60 y los años 90, hablamos de Man on the Roof (Mannen på Taket, 1976) y Mannen från Mallorca, de 1984, dos de las mejores y más inteligentes e implacables películas de aquel cine de género de los 70 y 80, trabajos que por cierto llegaron en medio de dos oleadas de propuestas con alguna que otra excepción que quebraba en parte la uniformidad estilística o el excelente nivel cualitativo general: la primera etapa de la trayectoria del cineasta sueco está caracterizada por dramas de ribetes autobiográficos como Barnvagnen (1963), Kvarteret Korpen, (1963) y Kärlek 65 (1965), siendo la anomalía cómica Heja Roland! (1966) y la mejor realización del lote primigenio la recordada Kvarteret Korpen, sin embargo su período de reconocimiento y éxito internacional se corresponde a una serie bastante ambiciosa de faenas de época -tanto crudas como preciosistas- que se subdividen entre el romance de Elvira Madigan (1967), gesta hiper trágica de amor clandestino entre una equilibrista de circo y un teniente del ejército sueco, y All Things Fair (1995), bildungsroman o historia de aprendizaje de clara cadencia pederasta, y aquellas luchas sociales de izquierda de Ådalen 31 (1969), sobre el asesinato de cinco obreros de una fábrica de pasta de celulosa durante una protesta de 1931 por parte del cerco represivo castrense, Joe Hill (1971), genial biopic sobre el mítico sindicalista Joel Emmanuel Hägglund alias Joe Hill, quien recorrió Estados Unidos, popularizó allí las canciones de protesta y fue ejecutado luego de un juicio farsesco, y El Camino de la Serpiente (Ormens Väg på Hälleberget, 1986), odisea acerca de la “costumbre” en la Suecia del Siglo XIX de pagar las deudas con favores sexuales que por supuesto siempre eran de las familias de campesinos pobres hacia los terratenientes y/ o comerciantes, una colección estupenda en la que no entran Fimpen (1974), fábula familiar mediocre sobre el niño futbolista del título, y Victoria (1979), película hoy completamente desaparecida que forma parte del grupo de diversas adaptaciones de la novela original de 1898 de Knut Hamsun, nada menos que el ganador del Premio Nobel de Literatura de 1920.

    Mannen från Mallorca inspirada en The French Connection (1971), la odisea neoyorquina de William Friedkin, al igual que Man on the Roof, fue escrita por el propio Widerberg a partir de una novela hoy clásica del noir nórdico, La Fiesta de los Cerdos (Grisfesten, 1978), primer trabajo literario de Leif G.W. Persson y suerte de retrato tácito del Affaire Geijer, un escándalo político que sacudió la estructura de poder en la Suecia de los 70 y supo girar alrededor del burdel en Estocolmo de la madama Doris Hopp, quien terminó arrestada en 1976 bajo cargos de proxenetismo después de una larga investigación policial que descubrió que muchísimos miembros del Estado concurrían a las instalaciones y sobre todo el Ministro de Justicia en funciones, Lennart Geijer, lo que hizo que el mandamás policial vernáculo, Carl Persson, alertase del asunto al Primer Ministro de turno, el socialdemócrata Olof Palme, vía un memorándum secreto que instaba al máximo jerarca gubernamental a profundizar la pesquisa ya que Geijer solía fraternizar en orgías del lupanar de Hopp con personal diplomático de distintas embajadas y con furcias del Bloque del Este que podrían ser espías o ello se sospechaba, amén del hecho de que había menores de edad involucradas y del detalle de que la “imagen pública” de la administración se veía más que afectada. Leif en la época trabajaba como asesor de la Junta Nacional de Policía y fue quien le comunicó a Peter Bratt, un periodista del periódico sueco de generoso tiraje Noticias del Día (Dagens Nyheter), sobre la existencia del mentado memo de Persson a Palme, los cuales por supuesto negaron todo e hicieron lobby para que el futuro escritor -y futura personalidad mediática experta en asuntos criminales- sea despedido de inmediato, algo que efectivamente ocurrió y llevó a un cuasi suicidio a un Leif que evidentemente se vengó de la fauna dirigente ficcionalizando los entretelones del escándalo en su novela de 1978, asimismo el debut de dos de sus protagonistas favoritos, Bo Jarnebring y Lars Martin “Johan” Johansson, inspectores que en el film de Widerberg son interpretados por unos magníficos Sven Wollter y Tomas von Brömssen, actores con una química y camaradería innegables que calzan a la perfección en la condición bipartita de colegas y amigos de los antihéroes, a su vez emblemas de un humanismo curiosamente pícaro y descontracturado.

    La historia de Mannen från Mallorca comienza el 13 de diciembre de 1983, en el Día de Santa Lucía, cuando un criminal enmascarado roba una oficina postal, la denominada Estocolmo 6, con una frialdad y un profesionalismo más que llamativos, suceso que es interrumpido por una procesión infantil en honor a Lucía de Siracusa y una alarma activada por un empleado del lugar, así las cosas Jarnebring y Johansson reciben la alerta, dejan de vigilar un prostíbulo de alta alcurnia y salen al encuentro con el ladrón, a quien el segundo persigue hasta una escuela de las inmediaciones sin conseguir atraparlo. Si bien el caso cae bajo la órbita del jefazo M. Dahlgren (Ernst Günther), el cual tiene bajo su mando a otros oficiales como por ejemplo Andersson (Håkan Serner) y Rundberg (Tommy Johnson), eventualmente se le permite al dúo de oficiales de la División Vicio sumarse a la investigación por haber sido los primeros en llegar a la sede del asalto, no obstante la pesquisa pronto cae en punto muerto a raíz de la imposibilidad de identificar al avisado malhechor hasta que aparecen los cadáveres de dos palurdos vinculados al caso que reconocieron en secreto al ladrón por un viaje turístico compartido de 1978 a Mallorca, la isla más grande de España, hablamos de Roger “Rogge” Jansson (Niels Jensen), estudiante secundario y aspirante a extorsionador que es atropellado en plena calle por un Mercedes-Benz, y Erik Harald Olsson (Sten Lonnert), un alcohólico y periodista deportivo que una noche aparece sin vida en un féretro de un cementerio. Entre una foto coral hallada en la casa de Olsson, donde se lee una referencia a una “fiesta de los cerdos”, y el detalle de haber perseguido incansablemente al responsable del atraco en Estocolmo 6, registrando su espalda y tics varios, Johansson con el tiempo reconoce a un miembro ultra soberbio del Servicio de Seguridad Sueco, un tal Kjell Göran Hedberg (Rico Rönnbäck) que suele visitar el lupanar en cuestión y trabajar con Öst (Gert Fylking), un compañero también misterioso, sin embargo el propio Ministro de Justicia (Hans Villius) ofrece una coartada para Hedberg y así Dahlgren insta a la dupla de inspectores a detener la investigación. Jarnebring y Johansson hacen caso omiso de la “recomendación” y vigilan primero a Hedberg y después a su amigo, el Ministro de Justicia, quien suele intimar con una meretriz del jet set a la que le regala una correa canina, Eva Zetterberg (Nina Gunke).

    Widerberg crea un relato glorioso basado en tres pilares, primero la comida como sinónimo de los tiempos muertos, de allí que los personajes coman y coman cuando no avanzan en la pesquisa, segundo el patrullaje como efigie de dinamismo y de sorpresas metropolitanas, especie de trofeo que el azar le concede a la paciencia por soportar las extensas esperas en pos de alguna novedad, y tercero la dialéctica del poder en las sombras mediante la figura de un burócrata maquiavélico de alto rango del Servicio de Seguridad Sueco, Berg (Thomas Hellberg), que entra en contacto con un tercero, Fors (Ingvar Hirdwall), para que vigile no sólo las coartadas cruzadas del Ministro de Justicia y Hedberg, el primero aparentemente envuelto en prácticas sadomasoquistas como indica esa correa de perro en el departamento de Zetterberg para un animal que no existe, sino asimismo el rumbo de la investigación de Dahlgren y la dupla protagónica, lo que incluye sabotearla robando el negativo de una foto del funcionario con la bella puta y un memo que un guardia de seguridad presentó a las autoridades indicando que Olsson estaba de hecho buscando a Hedberg en la sede misma de Estocolmo del Servicio de Seguridad. La gracia de Mannen från Mallorca, mérito del que muy pocos thrillers pueden presumir en todo el globo, no radica en las maravillosas escenas de acción, esas que nada tienen que envidiarle al acervo hollywoodense, sino en el choque de voluntades de fondo, léase esta pugna entre la necesidad de verdad de los protagonistas, el afán del psicopático Hedberg por tapar su hobby criminal, la ayuda que recibe de parte del ridículo Ministro de Justicia y la intención corporativista más macro de Berg de lavarle los “trapitos sucios” al mandatario -y su brazo ejecutor- para eventualmente extorsionarlo a la hora de la asignación del presupuesto para el área de seguridad y sobre todo el despliegue de efectivos en Alemania, bajo el contexto de la Guerra Fría y en calidad de aprendices de una supuesta unidad antiterrorista. Así como el personaje enigmático del título, Hedberg, termina siendo un pelele dentro de la trituradora del poder y la misma casualidad, por su parte, oficia de principal aliada de la pesquisa, la idea de la eterna impunidad sobrevuela el relato entre testigos que se desdicen, pruebas que desaparecen, algún micrófono plantado, borrachos a montones y vidas privadas patéticas que subrayan la hipocresía institucional… (Emiliano Fernández – MetaCultura.com)

  • The Italian Job (Peter Collinson – 1969)

    The Italian Job (Peter Collinson – 1969)

    En The Italian Job y tras salir de la cárcel, Charlie Croker se dispone a ejecutar un plan minuciosamente organizado: robar un cargamento de oro en las calles de Turín por medio de un gigantesco atasco de tráfico. Cuenta para ello con la ayuda del brillante criminal Mister Bridger y de una banda de criminales. Una vez realizado el atraco, lo difícil es sacar el botín del país, porque la policía y la mafia le pisan los talones.

    • IMDb Rating: 7,2
    • RottenTomatoes: 85%

    Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

     

    Al hilo del estreno de Fast&Furious 5, y como parece que últimamente la saga habla de todo menos de coches, me decidí a ver una película que trata realmente de coches, conducción extrema, y ladrones de buen corazón. Y aquí tenemos la tenemos: The Italian Job, una fantástica película que cualquier aficionado a los coches debería ver.

    El argumento gira en torno al robo de un cargamento de lingotes de oro por una banda de ladrones ingleses, en Turín, durante la final Inglaterra-Italia de un Mundial. El líder, Charlie Croker (Michael Caine), es un elegante ladrón que acaba de salir de la cárcel, aficionado a los buenos coches, las buenas chicas, y la buena vida. Al salir, descubre que uno de sus compañeros de profesión ha sido asesinado por la mafia italiana, que se ha percatado de sus intenciones, pero él recoge el testigo y monta una banda de ladrones con los que intentará robar el cargamento de oro. ¿Lo conseguirá?

    A pesar de que se trata de una película de ladrones, su principal atractivo son los coches. En concreto, la brillante y espectacular persecución que se desarrolla por todo Turín con tres minis a lanzados a la fuga por todas las zonas posibles de la ciudad, mientras la policía intenta detenerlos. Es una persecución soberbia, digna de Steve McQueen y Bullit. Además, hay un despliegue de coches de lujo (hoy auténticos clásicos), que hacen las delicias de los amantes de los coches. Por ejemplo, la escena inicial, por los Alpes, a gran velocidad, y protagonizada por un Lamborguini Miura, es sencillamente espectacular, y muy bonita. Si a eso le unimos la laaaarga persecución en coche, y una narración divertidísima, hilarante, repleta de humor muy británico, creo que tenemos una de las mejores películas de coches que se ha visto en mucho tiempo.

    The Italian Job se estrenó en 1969, se ha convertido en una película de culto, y, como no podía ser de otra manera, en Hollywood hicieron un remake, con el mismo nombre pero en el 2003, ambientada en Los Ángeles, y con un argumento bastante diferente: La banda de ladrones ya está formada al inicio de la película, y cometen el robo con éxito, pero uno de ellos roba al resto, matando a otro de sus compañeros. El resto busca venganza, y deciden que quien roba a un ladrón

    Esta segunda película es muy distinta. Aunque hay una/otra persecución con minis por un circuito urbano, definitivamente Los Ángeles no tiene la misma gracia que Italia. Además, a pesar de ser un reparto repleto de caras conocidas (Donald Sutherland, Charlize Theron, Edward Norton, Jason Statham, Mark Wahlberg), sólo el primero está al nivel de Michael Caine, protagonista absoluto de la primera cinta. Se trata de una película entretenida, cierto, y de ladrones, también, pero le falta el encanto de la primera, y mostrar una variedad automovilística más interesante. Una lástima, pues con el presupuesto de que disponían (60 millones de dólares), podrían haber sido algo más fieles a la original. Es una película entretenida, pero, si te gustan los coches y las persecuciones, The Italian Job de 1969 es lo que buscas.

    Que aproveche (Manuel M. – NoEsCineTodoLoQueReluce.com)

  • Heist (David Mamet – 2001)

    Heist (David Mamet – 2001)

    En Heist, al jefe de una banda de atracadores de joyerías Joe Moore, un mafioso amigo suyo le encarga un gran golpe a una joyería. A pesar de su larga amistad, el mafioso envía a su sobrino para supervisar el plan, que ha sido meticulosamente preparado, y para evitar que alguien se escape con el botín.

    • IMDb Rating: 6,5
    • RottenTomatoes: 67%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Consecuencia de la anormal situación que atraviesa el mercado cinematográfico argentino –actualmente es más posible perder plata que ganar con un estreno– el video se jerarquiza, al estrenarse en ese formato películas importantes que las distribuidoras cinematográficas dejan pasar. Hace un par de meses fue la última de John Sayles (Tierra del sol) y en poco tiempo más llegarán la nueva de Alan Parker (con Russell Crowe en el protagónico) y no una sino las dos más recientes de Steven Soderbergh: Full Frontal y la remake de Solaris. Es también el caso de Heist, última película hasta la fecha de David Mamet, quien en su carácter de realizador, dramaturgo y guionista es, desde hace varios lustros, uno de los nombres más respetados de la industria hollywoodense. Posterior a State and Maine –a la que en la Argentina no le fue precisamente bien cuando se estrenó, el año pasado, con el título Cuéntame tu historia– y presentada en Estados Unidos a fines del 2001, el sello AVH lanza Heist por estos días, como Un plan perfecto.

    No es que le falten nombres conocidos a Heist: allí está nada menos que Gene Hackman –a quien el título de “Mejor Actor de los últimos 35 años” no le queda grande– encabezando el elenco. Junto a él, el gran Danny DeVito, Sam Rockwell (protagonista de la recién estrenada Confesiones de una mente peligrosa), el morochón Delroy Lindo, el siempre resbaloso Ricky Jay (actor fetiche de Mamet) y Rebecca Pidgeon, que si actúa en casi todas las películas del realizador de House of Games es por la sencilla razón de que es su esposa. Heist quiere decir “robo a mano armada”, por eso la última de Mamet representa una nueva entrega de esa larga tradición cinematográfica que va de The Asphalt Jungle y Rififí hasta Reservoir Dogs: la película de atracos perfectos, esa en la que una banda capitaneada por un cerebro del crimen prepara y da el trabajo de su vida. Por una vez, el título de distribución local da en el clavo: al realizador de Homicide y The Spanish Prisoner le encantan las películas sobre planes perfectos, como bien lo demuestran las nombradas y ahora ésta.

    De hecho, Heist no es otra cosa que una variación de House of Games, ópera prima de Mamet de 1987. Si aquélla era una batalla entre genios de la estafa, aquí las maquinaciones vuelven a estar a la orden del día. Se trata de ver quién engaña a quién, y quién se queda finalmente con todo el oro. Tras el robo de una joyería, un “contratista” llamado Bergman (DeVito) impone al veterano Joe Moore (Hackman) y su gente una última operación, consistente en alzarse con un cargamento del dorado metal, transportado en una aerolínea suiza. Como parte de la pulseada entre ambos, Bergman exige que al equipo de Moore se le sume su hombre de confianza, Jimmy Silk (Rockwell), y serán finalmente éste y el personaje de Hackman (el jovencito ambicioso y el veterano a punto de retirarse) quienes libren, como curtidos jugadores de poker, su guerra de engaños y subterfugios.

    Dada la condición genial de los contrincantes, Heist es la clase de film en la que, a partir del momento en que aquéllos empiezan a levantar la apuesta, el espectador corre serio riesgo de quedarse afuera y perder la partida. Durante la segunda parte de la película (donde se narra la preparación y ejecución del robo del oro suizo) proliferan hasta tal punto los dobles juegos, traiciones y mascaradas, que llega un momento en que a todo aquel que no sea un cerebro de la maquinación no le quedará más remedio que relajarse y gozar. ¿Gozar de qué, una vez que se ha perdido la posibilidad de seguir jugando? De todo aquello que es proverbial en las películas de Mamet: la acerada estructura del guión, pensado como un tablero de ajedrez; el pulido y tenso profesionalismo del relato, equivalente al de sus protagonistas; las notables actuaciones (“uno pagaría hasta para ver a Gene Hackman durmiendo una siesta de tres horas”,dijo con total acierto el crítico de The New York Times) y esos diálogos epigramáticos, elípticos e iluminatorios que son la marca al agua más inconfundible del autor.

    “El tipo es tan cool que cuando se va a dormir, las ovejas lo cuentan a él”, comenta alguien, refiriéndose al personaje de Hackman. “Todo el mundo lo busca”, dice éste en otro momento. “¿Qué cosa, el amor?” “No, el oro”, responde el ladrón. Al final de la película, el personaje de Rebecca Pidgeon confirmará el aserto. En las películas de Mamet, los personajes femeninos no suelen salir beneficiados por el guión, y Heist no es la excepción. (Horacio Bernades – Página12.com)

  • Thief (Michael Mann – 1981)

    Thief (Michael Mann – 1981)

    En Thief Frank es un ladrón de joyas experto en el negocio de diamantes. Sin embargo, tras haber pasado algunos años en la cárcel, llega a la conclusión de que lo que realmente desea es abandonar su profesión y tener una agradable vida familiar. Pero antes tendrá que resolver ciertos problemas. Para acelerar el proceso interviene en un gran negocio en el que participa un gángster muy poderoso.

    • IMDb Rating: 7,4
    • RottenTomatoes: 81%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Hay algo que siempre me fascina de la configuración narrativa de Thief y que desafía, de alguna manera, las convenciones clásicas tanto de la recepción del espectador como de la propia estructura de guion. Una suerte de punto ciego afectivo, de desmesura, de exceso que desborda la película y que hace que —tomemos aire— la recordemos justamente como una obra monumental. Por un lado, es evidente que Thief emerge y chapotea en un cierto lodazal dado por la convención y por la propia Historia del Cine: a los veinte minutos de película ya se han trazado con tanta claridad y con tanta sencillez todas las líneas de fuerza, los conflictos y los personajes principales que hasta el espectador menos avispado sabe perfectamente lo que va a ocurrir a continuación. Se podría pensar que no es sino un tic heredado, un guiño, un mal sueño de aquellas propuestas menos estimulantes del Modo de Representación Institucional de Hollywood que Michael Mann —repito, aparentemente— adapta acríticamente como si fuera una especie de mal ebanista postmoderno: claridad, concisión, placer del re-conocimiento. Thief se escribe, en apariencia, así: como una película de sobra paladeada, una golosina sin matices en las que un croupier aburrido arroja las mismas cartas de siempre sobre el tapete. Antihéroe, padre simbólico, padre monstruoso, ascenso y caída, rabia y traición.

    Por otro lado, en el momento en el que realizo el desglose de la estructura para preparar la crítica, me sorprende la sequedad, casi la rudeza con la que Mann ha dispuesto prácticamente todos y cada uno de los materiales: quizá con la excepción de la ingenua celebración en la playa, no hay ni una única escena en toda la película que no sirva en línea recta y con una fuerza pasmosa a ofrecer información clave o hacer avanzar el relato. No hay atajos, ni florituras, ni eso que Roland Barthes llamaba las catálisis. Arranca una escena concreta de la película y toda ella se deshará como un castillo de naipes. Arranca un plano concreto y toda la secuencia quedará coja, vaciada, huérfana. Ni siquiera las dos monumentales descripciones de los dos golpes principales de Thief son puramente «decorativas». Como si fuera el interior de una caja fuerte, la película está perfectamente ensamblada hasta el punto de que, sobre el papel, se muestra extrañamente rígida, imperturbable.

    Ahora bien, la cosa se modifica en el momento en el que me planteo la manera en la que Thief me golpea como espectador. Que los materiales de Mann son sobradamente conocidos por todos es una característica que podría suponer un demérito para la película, cuando en realidad el verdadero misterio que nos ocupa es cómo Mann hace de ellos un esquema de partida, un punto de partida sobre el que levantar un estremecedor castillo de naipes. Ahí está su labor portentosa como narrador, en cada uno de los escalofríos y los asombros que, sin salirse del corsé de la tradición, consigue ir disparando milimétricamente a lo largo de la narración. Y es que, digámoslo claramente, Thief es al mismo tiempo un perfecto mecanismo cerebral y una experiencia profundamente estremecedora.

    Ahí está, en primer lugar, el enigma que se encarna en Frank (James Cann), el protagonista sobre el que pivota toda la cinta y en el que Mann deja caer todo el peso del punto de vista. En efecto, asistimos pacientemente a los acontecimientos a partir de su piel, a partir de su mirada —véase, por ejemplo, el magistral plano de su mirada inicial, en el que con un estilema muy querido del director, se utiliza un zoom como una manera de encarar un imposible plano subjetivo.

    Vemos aquello que Frank observa, pero a su vez el personaje hace reverberar también la presencia de la enunciación: el agujero de la cámara blindada es también el propio objetivo de la cámara, y los diamantes secretos son esos pedazos desarraigados de la tradición que Mann «saquea» para ir haciendo avanzar el relato.

    Frank roba, golpea, asesina, y sin embargo, no lo hace desde una lógica puramente malvada —no es, por así decirlo, uno de los gánsteres monstruosos de la serie negra de Hollywood—, sino que su periplo por la destrucción responde más bien a una suerte de acontecimientos que tocan lo más profundo, lo más humano, lo más concreto de la experiencia universal. De ahí, sin duda, que Frank sea algo más que un simple títere o un trasunto recalentado de la tragedia griega. Sin duda, su tránsito por esas noches húmedas, agotadas, fotografiadas en salvajes verdes y azules, nos convoca por lo que toca a lo más subjetivo que imaginarse pueda: la pregunta por la reconstrucción de una vida truncada.

    Sin duda, Frank cifra su proyecto de futuro en esa fotografía absurda, ese collage de retazos que ha ido arrancando a su biografía a partir de los recuerdos, los sueños y las aspiraciones con las que se ha ido autoconvenciendo del ser humano que pretender ser.

    Idea, por lo demás, descabellada, ya que ese proyecto de vida, esa suerte de encapsulamiento de los sueños que recubren el Ideal-del-yo está plasmado ahí, precisamente, para ser destruido con rabia en el tramo final de la cinta.

    Y merece la pena señalar, además, la manera en la que Mann hace que esos dos planos (la presentación del sueño, su destrucción) se realice mediante dos planos semisubjetivos que corresponden a dos miradas: la de Jessie (Tuesday Weld) y la del propio Frank. Al comienzo de la película, el protagonista comienza realizando el acto más osado que imaginarse pueda: legar a la mujer amada esa imagen, confiar en ella sus propios planes y, lo que sin duda resulta más resbaladizo, incorporarla en ese tapiz complejo de ideales, máscaras y deudas en las que Frank hace colapsar su propia naturaleza.

    Ahí mismo, en esa posición concreta, podrías estar. Es decir, ella puede encajar en el complicado puzle con el que Frank acuna sus miedos cada noche, en esa clepsidra que va agotando una vida que se dirige a toda velocidad hacia el abismo. «Nadie puede impedir que cumpla mi sueño», afirma Frank, frase que a estas bajuras del partido todos sabemos que pertenece a la más absoluta incoherencia y que disparará de manera inevitable todo el engranaje dramático. En primer lugar porque, como bien saben, nada más absurdo que ese mantra de la autoayuda contemporánea que nos invita a pelear por los sueños y nos promete la infalibilidad por el mero hecho de formularlos (Si puedes imaginarlo, puedes conseguirlo, y zarandajas similares). En segundo lugar, porque nada les parece gustar más a los pequeños dioses del relato que un protagonista que desafía al destino con su voluntad.

    Frank, por supuesto, es voluntad, aunque haya errado absolutamente todo su camino. Poco menos que secuestra y encarcela a la mujer que ama. Como no puede tener un hijo, lo compra. La verdad, por supuesto —y aquí se encierra el germen de lo que años más tarde desembocará en esa obra maestra total que será Heat (Michael Mann, 1995)—, es que Frank no es ni marido, ni padre, ni nada que no dependa estrictamente de ese significante amo con el que la propia enunciación lo designa:

    Thief. Ladrón. No es nada más —ni nada menos que eso—, y de esa única palabra tendrá que dejar caer todas sus acciones. De hecho, la película está diseñada como un aparente triángulo de padres que hacen rebotar al protagonista en una endemoniada máquina de Pinball existencial: un padre simbólico que le enseñó a robar y con el que ha contraído una deuda emocional inconsolable, un padre satánico que le permite seguir robando y con el que contrae una segunda deuda económica incapaz de saldar y, finalmente, su propia posición con respecto al pequeño David, niño robado y sin palabra por el que, en fin, Frank tampoco parece sentir gran aprecio más allá de un plan de planos más o menos forzados.

    Frank es ladrón, y cualquier mecanismo que escape a esa verdad tan sencilla —ese «un último golpe y nos retiramos» tan querido a la tradición del género—, es recibido por la enunciación con tremendas carcajadas irónicas. El final, por supuesto, es ambiguo: sabemos que los últimos quince minutos son una inevitable espiral de destrucción y de quema ritual en el que el protagonista podría redimirse —¿de quién?, ¿de sí mismo y de sus malas acciones?—, pero lo cierto es que no terminamos de entender qué es lo que puede surgir de todo aquello. Muertos ambos padres (simbólico/satánico), quizá se abriría ante él un espacio de libertad más o menos vinculados a la tradición del western, tal y cómo sugiere el movimiento de grúa final con el que cierra la cinta. Sin embargo, allí es precisamente donde Mann clausura, en ese horizonte abierto que parece un happy end pero que parece dominado por una suerte de sombra imposible de dominar. En efecto, Frank ha arrancado su libertad de un montón de cadáveres, si bien no sabemos muy bien qué hará con ella ahora que su proyecto de vida ha sido convertido en, como hemos visto, una fotografía arrugada y arrojada a la calzada.

    Este pequeño rodeo nos permite regresar a lo planteado en los párrafos iniciales con una mirada ligeramente escorada. Si señalaba que Thief tiene una doble naturaleza mecánica/afectiva, es porque su drama es exactamente el mismo que sufre su protagonista. La escritura se confunde con el vagar mismo del personaje —y, por ende, con la propia mirada deslumbrada del espectador. Mann comienza a rodar bajo el peso aplastante de una tradición que arranca en el Precode de Hays —de hecho, mucho antes, con Underworld (Josef von Sternberg, 1927)—, y que se compone de no pocos padres simbólicos que se han preguntado por la naturaleza del criminal. Ellos han trazado, como en la foto de Frank, toda una colección, una amalgama de imágenes y posiciones que le marcan a nuestro protagonista su propio trayecto: Tu podrías estar aquí. La verdadera dificultad, el truco de magia asombroso, es la capacidad de Frank/Mann para hacer que todo eso salte por los aires y dirigir de nuevo al cine a un territorio extrañamente nuevo, complejo, en el que habrían de florecer la ya mentada Heat pero también las dalias oscurísimas de Collateral (2004) o Miami Vice, 2006. Todas ellas tienen tics televisivos —ya estaban en Thief, por ejemplo en ese incomprensible reencuadre de las olas del mar tras la estampa familiar—, pero también están enclavadas en territorios narrativos y visuales que no hemos terminado de digerir y que nos siguen pareciendo, hoy en día, extraordinariamente sinuosos, actuales e incluso proféticos. Son trozos de noche, de neón y de cuerpo, elementos que ya estaban en la película de 1981.

    Por lo demás, sin duda, qué complejo resulta seguir reuniendo los pedazos de estos hombres rotos para configurar ese viejo truco de magia: la pantalla de cine como espejo, el espejo como espacio para la mirada de la cámara/personaje y, por lo tanto, la necesaria y nunca abandonada necesidad de hacer del cine un espacio para la verdad.

    Espejo en el que golpearse, dicho sea de paso. (Aarón Rodríguez Serrano – ElAntenpenúltimoMohicano.com)

  • Gideon of Scotland Yard (John Ford – 1958)

    Gideon of Scotland Yard (John Ford – 1958)

    En Gideon of Scotland Yard, el inspector Gideon tiene un día de lo más apurado. Debe hacer frente a los recados de su señora esposa, amén de llegar pronto al concierto de su hija. Y en medio, antes y después de ello, debe hacer frente hasta a cuatro casos distintos, algunos de ellos verdaderamente peligrosos.

    • IMDb Rating: 6,6
    • RottenTomatoes: 54%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Leer la primera novela del superintendente Gideon y saber de su increíble autor hubiera sido satisfacción bastante, aunque no hubiera llevado aparejada la de haber descubierto una película de John Ford que era para mi totalmente desconocida. Porque Ford, que también disfrutaba con las novelas de Gideon, rodó una película basada en Gideon´s day, que en España se tituló Un Crimen por Hora:

    Se suele considerar esta película como una obra menor de Ford. Una especie de divertimento que realizó precisamente por la simpatía que sentía hacia el personaje del superintendente Gideon, en el que encontraba muchos de los valores de sus más míticos personajes. Pero lo cierto es que la película, sin alcanzar la excelencia de sus títulos más señalados, tiene mucho de lo mejor de Ford, especialmente de su mítica trilogía de la caballería.

    Es muy de Ford el humor que hay en Gideon of Scotland Yard y que no existe en la novela, gracias sobre todo a la presencia de un policía novato -interpretado por Andrew Ray- que tampoco aparece en el libro. Esa contraposición novato-veterano, tan propia de muchas de las películas de Ford, le sirve al director como cauce de humor y también de romance entre el novato y la hija de Gideon -el debut en el cine de Anna Massey, la hija de Raymond Masssey-. La otra vía de humor que introdujo Ford en la historia -y que tampoco está en la novela- es la que muestra las dificultades -con un salmón por medio- de Gideon para hacer compatible su vida familiar y profesional.

    En la película, la personalidad de la esposa de Gideon -la actriz Anna Lee, una de las habituales de Ford- es muy similar a la de la esposa del colono o del soldado, apoyo fiel del marido en su dura vida, de las películas más clásicas de Ford. Las miradas con las que la señora Gideon y su hija Sally despiden a Gideon y al novato, que han tenido que abandonar su cena para acudir a una intempestiva llamada de servicio, podrían muy bien ser las de aquellas mujeres de la frontera que ven como sus hombres parten a combatir con los indios, resignadas y a la vez orgullosas.

    En la novela, sobre Gideon pesan problemas conyugales que no aparecen en la película, nacidos fundamentalmente del momento del rechazo -bastante comprensible- de su esposa hacia un séptimo embarazo. En Gideon of Scotland Yard, la familia Gideon está hecha, más bien, a imagen y semejanza de la típica familia de la American way of life de los años cincuenta: una hija mayor y dos niños pequeños.

    En la película están también la agilidad de diálogos y acción típicas de Ford y, especialmente, están presentes los mismos valores que en algunas de las más grandes películas de Ford: la lucha contra el enemigo que pone en peligro al grupo social -aquí los delincuentes urbanos, en lugar de los indios– y la camaradería entre los compañeros de armas -los miembros de Scotland Yard- y, sobre todo, el cumplimiento del deber por encima de la comodidad y los intereses personales… En realidad, bien se podría trazar un claro paralelismo entre la caballería y Scotland Yard: organizaciones de hombres unidos por el deber y las relaciones de jerarquía. Cambia la ambientación, por supuesto, pero el tratamiento que Ford da a las calles de Londres es tan cuidado como el que le dedicó a los relieves del Monument Valley.

    Gideon, muy bien interpretado por el británico Jack Hawkins, tiene la dignidad y el sentido del deber de uno de los típicos héroes fordianos; es, claramente uno de esos hombres cuya individualidad y personalidad sobresalen en el grupo humano -Scotland Yard- al que pertenecen y a cuyos intereses saben subordinar esa individualidad. A pesar de la distancia temporal y geográfica, se puede considerar el equivalente de uno de los oficiales de caballería interpretados por John Wayne, y su relación con el sargento Golightly -que tampoco figura en la novela- es similar a las que los personajes interpretados por Wayne tenían con los interpretados por el gran Víctor McLaglen; aunque el papel del sargento Golightly es una mezcla de sargento militar y tópico mayordomo inglés, una especie de adaptación, según la visión de Ford, de un sargento de caballería a la idiosincrasia británica.

    La película cuenta, además, con un buen guion que condensa y fusiona los casos presentados en la novela, manteniendo el suspense en los momentos adecuados y combinándolos con dramatismo y comicidad cuando conviene. Gideon of Scotland Yard, fue una colaboración entre la filial británica de la Columbia y John Ford Production. Se rodó en 1957, pero la Columbia no la distribuyó hasta 1958 y además en dos versiones: una en blanco y negro y de metraje más reducido para Estados Unidos y otra más larga y en technicolor para Europa. En Estados Unidos fue un fracaso, en parte porque chocaba ver una película de Ford dedicada a la policía británica -Ford contribuyó habitualmente a financiar al IRA y no ocultó nunca su simpatía por esa causa como queda claro en The Quiet Man.

    En definitiva, no es una de las grandes películas de John Ford, pero es una buena película de John Ford. Y eso es decir mucho. (TotalNoir.wordpress.com)

  • Blue Collar (Paul Schrader – 1978)

    Blue Collar (Paul Schrader – 1978)

    En Blue Collar, tres obreros de la industria del automóvil deciden atracar la sede de su sindicato. Pero en la caja fuerte, en lugar de dinero, encuentran documentos comprometedores para la organización, que no dudará en usar todo su poder para recuperarlos.

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 98%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Debut como director del guionista de Taxi Driver, con una película igual de pesimista y malrrollera. No sorprende viniendo de alguien como Paul Schrader, marcado por una infancia traumática gracias a sus padres, cristianos ultraortodoxos que pensaban que el cine, la radio y la TV eran cosa del demonio. El joven Schrader acabaría revelándose contra aquel ambiente opresivo marchando a California para estudiar… cine, se convertiría en un prestigioso critico amadrinado por Pauline Kael y finalmente en guionista de éxito, lo que le permitiría aspirar a su anhelo de dirigir una película. Cumplir el sueño no le resultaría fácil: Schrader tuvo que vencer múltiples dificultades empezando con el guión, luego con la financiación, mas tarde con la búsqueda de actores y localizaciones y finalmente con el rodaje en si, un averno del que el neófito realizador saldría física y psicológicamente tocado.

    Para el guión, Paul hizo lo que solía hacer siempre y pidió ayuda a su hermano Leonard, que era el verdadero artífice de sus guiones: Leonard los escribía y luego Paul los pulía… y se quedaba con la fama y la mayor parte de los beneficios, una costumbre de la que tampoco prescindiría esta vez y provocó la ruptura definitiva entre ambos. Blue Collar hacía referencia al apodo por el que se conoce a los operarios fabriles con menor cualificación, sueldo y, por tanto, también menores derechos, habituales en las cadenas de montaje. La película se basa muy vagamente en hechos reales de la vida de Paul y Leonard, que vivieron cerca de una planta automovilística en la que los obreros organizaron una huelga para protestar… contra el sindicato que teóricamente les defendía contra los abusos de la empresa, aún mas trapacero y corrupto que esta última.

    Pese a requerir muy poco dinero, costó bastante encontrar a alguien dispuesto a aflojar la mosca para filmar un guión tan crudo y más cuando el protagonismo recaía en dos negros y un blanco en vez de al revés. Localizar exteriores tampoco fue sencillo: todos los fabricantes de coches de Detroit se negaban en redondo a ceder sus instalaciones hasta que finalmente Checker, el constructor de los míticos taxis de Nueva York, aceptó. Paul Schrader tuvo que apearse del burro en su alocada intención de contratar a Steve McQueen, que no quería tocar eso ni con un palo, y conformarse con Harvey Keitel (lo que tampoco es moco de pavo) en compañía de Yaphet Kotto y Richard Pryor, que vivía en la cúspide de su carrera artística y deseaba probar con algo diametralmente opuesto al rol de comediante que le había hecho célebre. Llegados a este punto parecía que las dificultades se habían terminado, pero nada más lejos.

    El calendario de rodaje fue de solo 35 días, pero bastaron para crear un verdadero pandenomiun. Por entonces Richard Pryor ya era un drogata consumado y sus excesos no ayudaban precisamente a crear buen ambiente. Los protagonistas discutían a todas horas, en ocasiones a puñetazo limpio, y estos se encaraban con el director, nada acostumbrado a lidiar con una situación semejante y que a punto estuvo de mandar todo al carajo afectado por una crisis nerviosa (según se dice, después de que Pryor llegase a apuntarle con un arma durante un ataque de furia, aunque es un extremo sin confirmar). Para colmo Blue Collar sufrió una distribución ultrajante y no recaudó un céntimo en taquilla, lo que llevó a Schrader a replantearse su futuro en el mundo del cine mientras ahogaba las penas en cocaina. Sin embargo Blue Collar recibió muy buenas críticas, y a pesar de ser desconocida incluso para muchos aficionados al fenomeno del Nuevo Hollywood en el que se encuadra, hoy está considerada como una peli a revindicar.

    Una peli de culto con todas las letras, en el mejor sentido del término. Los actores están magníficos y el guión que interpretan es de esos que ya no se ruedan, sombrío, chungo y muy crítico con la situación de un colectivo que a finales de los setenta ya lo estaba pasando mal, pero que lo pasaría aún peor tras la ascensión al poder de Ronald Reagan, el hombre que destruyó la economía productiva de Estados Unidos para hacer más ricos que nunca a sus amiguetes liberales de Wall Street. Blue Collar es una verdadera rareza, sobre todo comparándola con el grueso de la producción cinematográfica actual, dominada por la autocomplacencia y la más absoluta mediocridad. Resultado: Aplausos. Y más motivos para extrañar los clásicos taxis de Nueva York. (Leo Rojo – ElCineMioDeCadaDía.es)

  • The Criminal (Joseph Losey -1960)

    The Criminal (Joseph Losey -1960)

    En The Criminal Johnny Bannion se ha pasado los tres últimos años en prisión tramando el robo más importante de su carrera. Cuando sale de la cárcel, lleva a cabo su plan. Entierra el botín en el campo, pero es arrestado antes de poder revelarle el escondrijo a su banda

    • IMDb Rating: 6,9
    • RottenTomatoes: 86%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

    https://www.youtube.com/watch?v=dggj09TY_pY&ab_channel=UnseenTrailers

     

    En la frontera de su definitiva consagración como uno de los realizadores más reputados del cine europeo –algo que sorprendentemente contrasta con el olvido actual tan injusto hacia su figura-, Joseph Losey realiza en 1960 una película que cierra su periodo –podríamos definirlo así- “de género”, para adentrarse en el territorio más ligado al cine de “autor”. Detesto abiertamente esa división, en la medida que algunos de los títulos previos del realizador norteamericano son tan interesantes o más que otros de los definidos en ese marco de prestigio, y creo que el paso del tiempo ha permitido por un lado determinar la verdadera valía del cineasta de Winconsin, posteriormente exiliado a Gran Bretaña. Esa frontera que existe entre lo mejor y lo peor de su cine, bascula de una puesta en escena precisa, la hondura psicológica de sus mejores títulos, la fisicidad y dureza de su cine, evolucionando hacia un manierismo y una senda descendiente, que a mi juicio ya es ostensible en el que fue uno de sus títulos más aclamados, Accident, de 1967. Pese a todos estos vaivenes y oscilaciones, creo que hemos pasado de una entronización en su momento quizá desmesurada, a un olvido tanto o más inmerecido que el mostrado en sentido contrario en sus años de mayor esplendor.

    En medio de ese contexto, The Criminal queda como uno de los últimos exponentes del primer periodo del cine de Losey, que ya había introducido en la inmediatamente precedente Blint Date. Creo que con ella comparte virtudes y ciertos defectos; un relato duro y sórdido dominado por una trama policiaca e introduciendo en ella una notable fisicidad, la fuerza de una dirección de actores muy intensa, rasgos sociales que penetran en la realidad de la Inglaterra de aquel tiempo de despegue económico, que seguía sin embargo manteniendo idénticos prejuicios de clase bajo una aparente patina de progreso. Unos relatos ambos dominados por la espesura de su cortante atmósfera fotográfica, y que en el título que nos ocupa queda definido por una sensación opresiva acorde con el relato carcelario que establece, pero que intenta –y logra en bastantes ocasiones-, expresar como una metáfora de la propia existencia. Johnny Bannon (Stanley Baker) es un preso que está a punto de salir a la calle. Personaje respetado en el recinto –incluso por los propios responsables penitenciarios-, ya desde los últimos días en su celda planea el asalto de una oficina de apuestas de caballos. Será algo que pondrá en práctica cuando sea recogido por Mike Carter (un magnífico Sam Wanamaker, que parece hermano gemelo del joven De Niro). Junto a este explica al reducido equipo los pormenores de un atraco sin mayor contingencia. Sin embargo, un chivatazo llevará de nuevo a nuestro protagonista a prisión. Allí tendrá que sortear numerosas presiones que reclaman el botín de cuarenta mil libras que ha enterrado y solo él conoce. Esa circunstancia, y la incipiente relación amorosa que ha encontrado en Suzanne –cosa que Carter aprovechará astutamente al retenerla-, forzarán a este a pedir salir de la prisión mediante las argucias de Fran Saffron (excelente Grégoire Aslan). Un motín provocado y una falsa colaboración de Bannon harán realidad sus deseos –aunque ello le lleve a haber prometido a Saffron el botín íntegro-. Lo primero que realizará será rescatar a esa mujer que le ha despertado en el sentimiento amoroso, en una refriega con Carter y su lugarteniente. A continuación, todo concluirá en una huída a ninguna parte –que prefigura con mayor fortuna, la génesis de la mediocre y muy posterior Figures in a Landscape, de 1970, en una conclusión demoledora en la que ni los perseguidores lograrán su objetivo –uno de ellos perderá la vida-, ni Bannion logrará más privilegio que implorar su entrada en el otro mundo con esa sensación de libertad que no ha albergado en su vida en la tierra.

    Esa conclusión que comentamos, y que bien pudiera haber proporcionado un alcance moralista a The Criminal –tal y como sucedía en Detective Story, de William Wyler – no es más que la conclusión casi metafísica a un relato dominado por lo opresivo, por una visión casi existencial de la vida cotidiana de la prisión, y que se extiende en aquellos fragmentos desarrollados fuera de ella. Todo en The Criminal transmite esa pesadumbre, ese sinsentido de la andadura humana, ese rasgo de agobio cuasi cotidiano, expuesto además con sequedad y concisión. Hay que destacar a este respecto que Losey no se detiene en el relato de aquellos elementos que serían propios de un film policíaco –el asalto prácticamente está resuelto de manera elíptica-. Por el contrario, apuesta de nuevo por la inclusión de las relaciones de dominio y el clasismo imperante en la sociedad inglesa, aún siendo una historia desarrollada en un marco muy concreto. Para ello el realizar apuesta decididamente por una magnífica tipología de personajes secundarios –el cast de la película es realmente espléndido-, que proporcionan a sus imágenes una sensación de veracidad asombrosa. A ello, obviamente, hay que sumar la fuerza de su blanco y negro fotográfico –aportación de Robert Krasker-, y la ocasional intensidad que proporciona la banda sonora de ecos jazzísticos de John Dankworth –que en algunos momentos, no obstante, se tornan excesivos-, y esos apuntes que la película va dejando sin perfilar en exceso, y que si bien en algún momento pueden inducir a pensar en un cierto desaliño, en realidad están insertados de manera deliberada –la relación que en el pasado mantuvieron Johnny y Maggie (Jill Bennett); por que el vapuleado Kelly (Kenneth Cope) ha sido repudiado por sus compañeros-. Es evidente que a Losey le interesaba más el retrato y el matíz puramente psicológico, dejando de lado cualquier incidencia en rasgos más o menos convencionales. No es un elemento que pueda esgrimirse ni a favor ni en contra del resultado –brillante y por momentos apasionante, pero que acusa un cierto envejecimiento en algunos momentos-, aunque sí es cierto que le aporta un plus de personalidad.

    Y es que en un periodo donde aún se podían encontrar muestras de un cine noir tardío –un ejemplo de ello podría ser The Rise and Falla of Legs Diamong, de Budd Boetticher-, Joseph Losey incidió una vez más en una película que conserva elementos heredados de la tradición policiaca del cine norteamericano –que él mismo había puesto en práctica en sus primeros títulos en USA-, adaptándolos al contexto social británico e incluso integrándolos dentro de las corrientes de vanguardia que por aquel entonces se adueñaban de los cines europeos –y que en Inglaterra tuvieron su esplendor con el Free Cinema-. La combinación resultó notablemente adecuada, y The Criminal queda como un título muy atractivo, dentro de un periodo de extraordinaria vitalidad para el cine británico. (TheCinema.Blogia.com)

  • Charley Varrick (Don Siegel – 1973)

    Charley Varrick (Don Siegel – 1973)

    En Charley Varrick, un ladrón, con la colaboración de su mujer y de un amigo, roba un banco sin saber que la Mafia guarda allí su dinero. A partir de ese momento, el criminal deberá huir de los gángsters al mismo tiempo que trata de esquivar a la policía.

    Mejor Actor en los Premios BAFTA

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 83%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Walter Matthau existe mucho más allá de la comedia. Si sus primeros pinitos tuvieron lugar en el western en compañía de Burt Lancaster o Kirk Douglas, con el tiempo logró componer un buen puñado de personajes tirando a canallas, cínicos, duros, violentos, a los que sabía dotar del registro adecuado en interpretaciones inmensas, magníficas. Una de ellas es la del atracador de bancos Charley Varrick en la película del mismo título, muy superior a las que, con el mismo nombre (y con Richard Gere teñido o con el añadido “americano” en el título y diseñadas para premio) han sido estrenadas por estos lares en los últimos años. La denominación original de la película nos indica ya que trata primordialmente de un personaje, el protagonista, un tipo que debe hacer ingeniería delictiva para salvar la peligrosa situación en la que un atraco como otro cualquiera, pero que en el fondo no lo es, le pone por pura casualidad.

    Amanece en Tres Cruces, un pueblo de Nuevo México: sale el sol, pasa el lechero y el repartidor de periódicos, empieza a hacer calor, la gente desayuna, sale a pasear al perro, a tender la ropa, a hacer la compra, camino del colegio o del trabajo… La vida tranquila y paciente de cualquier pequeña localidad rural del Oeste americano civilizado. Un coche se detiene ante el banco del pueblo. Lo conduce una mujer madura llamada Nadine (Jacqueline Scott), que lleva a su marido, un venerable anciano con aspecto de profesor universitario y que tiene una pierna rota (Walter Matthau), a hacer un cobro. Lo que ocurre es que el cobro es más bien un desvalijamiento, labor en la que le ayudan otros dos clientes del banco previamente introducidos en él. La cosa se complica porque la policía se huele lo que pasa, hay disparos y muertos, y Charley y sus compinches tienen que huir. Los contratiempos no terminan ahí, porque Varrick (ya desprovisto de su disfraz) y su compañero Harman (Andrew Robinson, que un par de años antes dio vida a Scorpio en Dirty Harry, el asesino que perseguía por San Francisco el detective Harry Callahan que Clint Eastwood interpretó también para Don Siegel) descubren que, mientras que su botín supera los setecientos cincuenta mil dólares, el banco sólo ha declarado el robo de apenas mil trescientos pavos. ¿Y el resto? Pues como bien sospecha Varrick, se trata de dinero del crimen organizado, camuflado en un banco cualquiera, listo para ser blanqueado, disimulado. Así, Varrick y Harman no sólo deberán escapar de la policía, sino también de Maynard Boyle (John Vernon, poderosa presencia de ojos azules y aspecto duro y sin escrúpulos en el cine criminal y el western de aquellos años), el responsable de ese dinero sucio, y de su enviado, Molly (Joe Don Baker), un matón profesional.

    Charley Varrick transita en sus 111 minutos por las maniobras de Varrick para lograr su huida, en parelelo a la persecución que Molly emprende tras sus huellas, extorsionando, violentando o torturando a todo aquel que pueda dar alguna razón de su paradero, las gestiones de Boyle para averiguar si el ladrón estaba de acuerdo con el director del banco para robar a la Mafia entre ambos, y también, en menor medida, con menos protagonismo, la investigación policial sobre el atraco. En lo que a Varrick se refiere, Siegel juega oportunamente la carta de la elipsis y la anticipación. Mientras que en los otros tres aspectos de la trama Siegel hace una narración lineal, lógica, mostrando cada paso y cada razonamiento de los personajes, en el caso de Charley Varrick-Walter Matthau algunos de sus comportamientos no terminan de comprenderse en su totalidad a priori (la magnífica secuencia en el dentista, por ejemplo, cuando abre los cajones de los historiales y cambia los resultados de las radiografías entre dos de ellos: el público no sabe lo que el personaje tiene en la cabeza, pero él sí, y actúa con antelación porque Siegel contempla el guión en su totalidad, no como mera sucesión de viñetas de acción) pero resultan congruentes y necesarios en buena medida para comprender tanto el desarrollo posterior de Charley Varrick como el pensamiento del personaje en las secuencias previas, lo que le da un matiz más oscuro, menos ambiguo y complaciente, nada heroico. En este punto resulta capital la grandiosa interpretación de Matthau, un tipo vulnerable (estupenda la imagen de su doble despedida de Nadine…) pero muy contenido, nada explosivo, metódico, hierático, reflexivo y, de manera un tanto sorprendente e increíble, seductor cuando se lo propone de jóvenes rubias y apetitosas. Joe Don Baker ofrece un estupendo contrapunto, en su línea interpretativa habitual, en este caso un esbirro no carente de humor e ironía, práctico y concienzudo, y con demasiada autonomía propia para el gusto de sus jefes. John Vernon, siempre con su sólida presencia, y la belleza de Felicia Farr (esposa de Jack Lemmon), terminan de completar el reparto (con cameo del propio Siegel) de una historia que, si bien no destaca especialmente en el tratamiento visual (fotografía de Michael C. Butler típica de los setenta, casi podría decirse que hasta televisiva), quizá porque Siegel intenta transmitir en la forma esa misma desnudez de lo superfluo que presenta Varrick, sí lo hace en el musical (partitura del argentino Lalo Schifrin, tan de moda entonces).

    El mayor mérito de Charley Varrick, dejando aparte la ambigua y poliédrica composición de Matthau, consiste en el guión, como ya se ha dicho, y en el brío de la dirección de Siegel, que logra combinar acción, suspense, intriga y cierto romanticismo, sentimental y nada sensiblero, con un estilo narrativo seco, preciso, lacónico, económico, sin florituras visuales ni recovecos dramáticos ni impostaciones narrativas, pero tremendamente efectivo. Así es en las persecuciones y los tiroteos, por ejemplo, pero también en los diálogos y los duelos interpretativos directos entre los personajes (el encuentro de Molly con Harman, por ejemplo, o las distintas visitas de Molly a cada personaje), en el sentido del humor (muy fino en el caso de Varrick, muy simpático en el de su vecina de caravana, la anciana sorda a la que “acosan” los hombres…) o en la construcción del desenlace, la persecución entre el biplano de fumigación (reminiscencia hitchcockiana, quizás) y el coche de Molly, espectacular en su modestia, imperfecta en su concepción, casi apresurada y chapucera, pero tremendamente eficaz en el encaje de las piezas previamente mostradas. Con todo, lo que supone el acierto fundamental es la capacidad de Siegel de dotar a su protagonista de una mentalidad propia y diferenciada que, aparentemente al margen de la película (parece funcionar fuera de los fotogramas), juega con los elementos dramáticos y cinematográficos para construir un plan de fuga que se revela preciso como un reloj suizo, lleno de riesgos y peligros, pero que, puesto en práctica minuciosamente, sólo puede conducir a un único resultado. La matemática del crimen. (39Escalones)

  • No Sudden Move (Steven Soderbergh – 2021)

    No Sudden Move (Steven Soderbergh – 2021)

    No Sudden Move transcurre en Detroit, en el año 1954. Unos delincuentes de poca monta son contratados para robar lo que creen que es un simple documento. Cuando su plan no sale como ellos esperaban, emprenden la búsqueda de quien los contrató y del propósito final.

    • IMDb Rating: 6,5
    • Rotten Tomatoes: 90%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

    https://www.youtube.com/watch?v=xDRgBGIInVU

     

    Dentro de su prolífica y ecléctica carrera como director de cine y series de televisión, la película de criminales ha sido lo más parecido que Steven Soderbergh ha tenido a una rutina, una tradición, hasta un estilo. En medio de ejercicios de todo tipo (de época, de suspenso, dramas, comedias, films políticos y de ciencia ficción), los relatos de ladrones, los ejercicios de cine negro y las distintas versiones de tramas ligadas a engaños, estafas y trampas sobre trampas son casi su alimento imperecedero. No Sudden Move se incluye en el medio de esa tradición y marca el retorno del director de The Limey a esas películas elegantes, lujosas, refinadas y con grandes elencos que parecía haber dejado de hacer cuando, hace ya unos años, anunció un tanto engañosamente que se retiraba del cine.

    Pegando un giro de 180 grados respecto a su última producción para la compañía –la comedia dramática Let Them Talk, con Meryl Streep, caracterizada por una fuerte impronta femenina y un estilo cinematográfico casual, casi improvisado–, el nuevo film que estrena HBO Max hoy lo mete de lleno en un universo masculino y en un prolijamente clásico formato narrativo. Es un film noir hecho y derecho, que transcurre en los años ’50 en Detroit, y que se centra en las peligrosas derivaciones de un robo que no sale como estaba planeado. O bueno, acaso sí.

    Con puntos en común con Un Romance Peligroso –otro melodrama negro suyo que transcurría en Detroit– y con reminiscencias de las películas que recuperaron ese estilo en los años ’90, como El Demonio Vestido de Azul o la similarmente titulada Un Paso en Falso, ambas de Carl Franklin, además de LA Confidential o Miller’s Crossing –por citar algunas de las que apostaron por volver al crime film más desde el homenaje respetuoso que desde la ironía tarantinesca–, lo nuevo de Soderbergh empieza como una historia de tres ladronzuelos que no se conocen entre sí y que son contratados para cumplir con un trabajo aparentemente sencillo.

    Don Cheadle encarna a Curt, un ex-presidiario al que un tal Mr. Jones (Brendan Fraser) contrata para un trabajo que debe hacer con otros dos sujetos. Uno de ellos es Russo (Benicio del Toro), que deja en claro que no le gusta nada trabajar con un afroamericano y el otro es Charley (Kieran Culkin, en la misma vibra nerviosa y parlanchina de Succession), que parece el menos preparado de los tres. El trío es contratado para entrar, enmascarado, a la casa de Matt, un ejecutivo de General Motors (David Harbour, de Stranger Things), tomar de rehén a su familia y forzarlo a robar unos papeles de su compañía y entregárselos a ellos.

    Lo cierto es que los papeles que buscan no están ahí, Matt intenta una trampa, hay un llamado telefónico instando a liquidar violentamente el asunto allí y, en pleno pánico de la familia, suenan disparos y hay víctimas. Llega, claro, la policía –comandada por Jon Hamm–, Curt y Russo se fugan y empieza allí una mezcla de persecución y de investigación tanto para atrapar a los culpables como para saber en qué trampa los metieron a los un tanto torpes ladrones, que se creen más capaces de lo que son. No será nada sencillo ya que, fiel a los parámetros del cine negro, la trama se complica y mucho, pero de a poco va quedando en claro que lo que tenían que robar era algo bastante importante.

    No Sudden Move va aclarando sus temas de a poco. Es evidente, por la ciudad en la que transcurre y las empresas relacionadas a este «espionaje de documentos», que tiene algo que ver con la industria automotriz, pero para Curt y Russo lo importante de allí en adelante es conseguir el dinero que le deben. O, si tienen algo de suerte, ir a por más. Mucho más. En una serie de idas y vueltas en las que aparecerán mafiosos (Ray Liotta, Bill Duke), poderosos empresarios (un muy famoso actor que no figura en los créditos), amantes que juegan a dos puntas (Julia Fox) y otros personajes del mundo de la ley y el hampa, la película se irá volviendo cada vez más una desesperada –y por momentos un tanto cómica– carrera por el dinero, por ese «sueño americano» que para algunos pocos es accesible con un chasquido de dedos y para otros implica poner en riesgo la vida y, de ser necesario, matar a algunos en el camino.

    Quizás lo que le falte a No Sudden Move para ser una gran película sea una dosis mayor de compromiso emocional con los personajes. Entre trampas y más trampas, traiciones y más traiciones, da la impresión que al guión le falta cierta potencia por ese lado. Son personajes turbios y desesperados, en muchos casos, pero lo único que parece motivarlos es el dinero y la supervivencia. De todos modos, la película es bastante más que un ejercicio de estilo vacuo, ya que formalmente respeta y responde a los cánones del cine de la época sin hacer guiños estilísticos para audiencias modernas.

    En su largo desenlace, cuando los puntos empiezan a traducirse un poco mejor, Soderbergh pone en primer plano –como en muchas de sus películas– un costado crítico respecto a las políticas y arreglos de las grandes corporaciones empresarias de los Estados Unidos, la manera en la que manejan dinero y poder a costa del sacrificio y el esfuerzo de «some poor shmucks» («unos pobres idiotas», digamos) y sus conexiones con otras instituciones. Que No Sudden Move sea el primer lanzamiento fuerte del conglomerado WarnerMedia a través de su promocionada plataforma HBO Max no deja de ser una de esas ironías que el propio realizador reconocería como propias de la industria en la que trabaja. Y se reiría, claro, mientras acredita el cheque en su cuenta bancaria. (Diego Lerer – micropsiacine.com)

  • The Killers (Robert Siodmak- 1946)

    The Killers (Robert Siodmak- 1946)

    En The Killers un soldado veterano y boxeador en declive llamado ‘El sueco’, encuentra dificultades para reincorporarse a la vida civil. Un día conoce a la novia de un gángster, la irresistible y misteriosa Kitty Collins.

    • IMDb Rating: 7,8
    • RottenTomatoes: 89%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Dos tipos muy mal encarados llegan una noche cualquiera a un solitario pueblo del este de Estados Unidos. Apenas hay movimiento en las calles; sólo las luces de un café dan alguna muestra de actividad en el lugar. Allí se dirigen y se acodan en la barra mientras encargan la cena. Y esperan. Sus modales son rudos, su actitud autoritaria, sus preguntas, intimidatorias. Y esperan. Se hacen con el local y encierran a los empleados y a un cliente en la cocina. Y esperan. Pero esperan a alguien que no llegará, que, a su vez, les está esperando a ellos. Tumbado en la cama, los barrotes del cabecero haciendo sombra en la pared, como si se tratara de un preso del corredor de la muerte aguardando a que el verdugo lo conduzca a la silla eléctrica. Y, pese a los esfuerzos de un joven por llegar a casa de El Sueco (Burt Lancaster) y advertirle de que van a matarlo, nada cambia. Ni se inmuta. Él sigue esperando su hora y, finalmente, escucha el abrir y cerrar de una puerta y los pasos por la escalera, ve las siluetas por la puerta entreabierta y, finalmente, los fogonazos, al tiempo que escucha las detonaciones que rompen esa noche en un pueblecito perdido del este de Estados Unidos. Descubierto el crimen, un investigador de una compañía de seguros (Edmond O’Brien) comienza a indagar en la vida del asesinado sobre todo para saber por qué ha legado la indemnización por su muerte a una persona a la que parecía no conocer. Eso le lleva a introducirse en el pasado de El Sueco: sus inicios como boxeador, la derrota que le retiró, la mujer a la que abandonó, la morena que lo volvió loco, sus malas asociaciones con tipos dudosos y su final trágico, su condición de pelele en un juego que le venía grande, en el que no fue más que un instrumento para otros, un pobre iluso que de héroe pasó a espantapájaros…

    Así, con tanta simpleza, puede resumirse el argumento de una película rica, compleja, caleidoscópica, magistral. Como tan a menudo ocurre con el cine, o al menos ocurría con el buen cine, la simplicidad es engañosa, oculta capas, estratos, detalles, recovecos, que la enriquecen, completan, construyen, embellecen. Que la convierten en una arquitectura sólida, equilibrada, de personajes auténticos, creíbles, verosímiles, de perdedores predestinados, de situaciones al límite, a vida o muerte, a todo o nada, grandes historias en las que se dan cita la ambición, el deseo, el amor, el riesgo, el odio, la avaricia y la huida, por supuesto, con la muerte como la mayor y más definitiva de sus encarnaciones. La muerte observada, estudiada, diseccionada, entendida como un proceso natural e inevitable pero cuya llegada con antelación y de forma violenta está sujeta a condicionantes de tiempo y lugar que nosotros mismos podemos mutar, incluso provocar, a menudo sin saberlo, entrando en una espiral de acontecimientos sucesivos y consecuentes que, incluso hasta de la mano de la criatura más dulce, nos conducen engañados, ilusos, felices, embriagados por el deseo o la ambición, al final que alguien ha escrito previamente para nosotros conforme a un plan en el que la felicidad de la víctima nunca estuvo contemplada salvo como instrumento egoísta de avaricia, odio y crueldad.

    El alemán Robert Siodmak, huido de su país con la llegada del nazismo, asímismo posteriormente perseguido por los anticomunistas norteamericanos durante la Caza de Brujas, momento en el que regresó temporalmente a Alemania, adaptó, prolongó y enriqueció el relato de Ernest Hemingway The Killers para crear una obra maestra del cine negro y también de todos los tiempos, un prodigio narrativo y visual al que hoy en día todavía se sigue “homenajeando” (eufemismo para la palabra “copiar” muy en boga en la actualidad), con muchos y diversos puntos de interés que bien valdrían un visionado de la cinta o, mejor, hacerse con un ejemplar para visitarlo de vez en cuando.

    En cuanto a interpretaciones, The Killers es sobresaliente. Burt Lancaster está perfecto como El Sueco en su combinación de hombre duro y sensible, de víctima y verdugo, de enamorado atormentado y de hombre común con un pasado que prefiere olvidar, de ser devorado por el deseo que se deja arrastrar a una dinámica autodestructiva que es capaz de prever pero a la que no logra resistirse. Ava Gardner hace aquí gala de su condición de animal más bello del mundo en su momento (cuando uno compara con las bellezas oficiales de hoy no puede evitar que le entre la risa floja), como la mujer fatal que atrapa el corazón de El Sueco, que lo maneja como una marioneta, que lo hace respirar, amar, sentir, únicamente a través de ella. Un títere manipulado al servicio de otras ambiciones y otros deseos. Ava irrumpe en la pantalla con toda la fuerza de la que es capaz un ser humano hermoso y magnético, de pie, junto al piano, en una fiesta a la que El Sueco, instantáneamente embobado nada más contemplarla, es invitado (véase la foto superior, el juego de miradas, muy ilustrativo del propio devenir del filme). Sólo hay una aparición sobrevenida tan brillante, tan impresionante: Rita Hayworth en Gilda, sacudiéndose el cabello y sonriendo al papanatas de Glenn Ford. Edmond O’Brien es la apoteosis del sabueso, del investigador que combina talento, inteligencia, olfato profesional y mucha psicología para analizar los asuntos en que se ocupa, que atesora un gran instinto y que, más importante todavía, consigue empatizar con la parte débil del caso que se trae entre manos, quizá porque no le cuesta nada identificarse con él. Sus pesquisas, ordenadas, precisas, tenaces y apasionadas, casi más producto de su propio orgullo profesional que de su condición de asalariado de una compañía de seguros, articulan el magnífico guión, dirigen la narración a la que asistimos. A esta tripleta protagonista se une una legión de eficaces intérpretes como reparto de lujo: Albert Dekker, Sam Levene, Vince Barnett, Virginia Christine…

    El guión de The Killers es una pieza de relojero, un mecanismo preciso, exacto, perfectamente engrasado. Complejo, construido en forma de continuos flashbacks que van ilustrando el pasado de El Sueco a medida que el detective se interna en él, constituye por sí mismo una obra maestra de la escritura cinematográfica (obra de Anthony Veiller), no sólo por lo excelso del material de origen que da pie a la adaptación, sino por la extraordinaria forma en la que es desarrollado, introducido y conectado con una narración mayor, más ambiciosa. Un ejemplo que algunos “grandes” de la actualidad (nos referimos una vez más a Tarantino) han diseccionado y adaptado a sus propias películas, al menos a las mejores de ellas, gracias a las cuales se han hecho un nombre que ahora tiran por tierra toda vez que abandonan las fuentes de “inspiración” que escogieron sabiamente y se lanzan a apologías de la serie B. Un guión calculado, medido hasta el último extremo, sólido, coherente, con un sabio manejo de la tensión y con las notas adecuadas de suspense, emoción y el punto justo de insinuación que permite al espectador ir muy por delante en algunos aspectos (conoce el final de El Sueco nada más empezar) pero que consigue reservarse un clímax inolvidable y un buen puñado de momentos irrepetibles con su dosis justa de sorpresa para enganchar al espectador.

    Tanto la fotografía (de Elwood Bredell) como la puesta en escena de The Killers son ejemplares respecto a lo que significan ambos aspectos en el cine negro clásico, de la carga simbólica con que acompañan la trama principal, de la recreación de ambientes sórdidos, oscuros, en los que se desenvuelven los personajes, con una amenaza en cada esquina, con la sombra del fracaso siempre pendiendo sobre sus cabezas. Sin duda, el pasado de Siodmak en el cine alemán le ayuda a explotar adecuadamente toda aquella riqueza visual del expresionismo en esta historia. Igualmente, la histriónica, estridente música de Miklos Rozsa acompaña adecuadamente cada aspecto diferente de la trama, subrayando el tono cada momento o telegrafiando cambios o interpretaciones diversas a la aparente: disipa la sombra de tranquilidad que domina el pueblo a la llegada de los forasteros, como advirtiéndonos de que algo terrible va a ocurrir, sirve de marco a los momentos más íntimos y románticos de la pareja fatal, aunque al mismo tiempo mantiene cierto halo de inquietud que hace que no nos llevemos del todo a engaño sobre lo que vemos, eclosiona apoteósicamente con cada zarpazo de violencia, en el momento del clímax final…

    Una obra maestra, en suma, versionada e imitada hasta la saciedad sin que, excepto quizá en The Killers, de Don Siegel (1964), con Lee Marvin, Angie Dickinson y John Casavettes como triángulo protagonista (en una escena inicial que Tarantino fusila en Pulp Fiction, créditos incluidos), se haya llegado jamás a sus cotas de excelencia y de perfección. Película imprescindible, de manual, debiera servir de vehículo para enseñar a los espectadores qué es el cine, cómo se hace, de qué va. Y, sobre todo, qué tiene forma de cine pero no lo es. Una película, en fondo y forma, inagotable. (39Escalones.Wordpress.com)

  • City on Fire (Ringo Lam – 1987)

    City on Fire (Ringo Lam – 1987)

    En City on Fire un policía encubierto se infiltra en una banda de ladrones para organizar un robo a una joyería.

    • IMDb Rating: 7,1
    • RottenTomatoes: 92%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Se ha hablado largo y tendido de un film como Reservoir Dogs, la magistral película que dio a conocer mundialmente a Quentin Tarantino, ahora noticia en nuestro país gracias al estreno de su última tomadura de pelo. Y si bien ya a estas alturas habréis deducido muy fácilmente que no soy ningún fan de este señor, rompo una lanza en su favor (que ya sé que no lo necesita) y defiendo a muerte su ópera prima, sobre la cual algunos no se cansaban de repetirme una y otra vez que no era más que un plagio de un film hongkonés titulado City on Fire y que había dirigido el «prestigioso» Ringo Lam.

    Una vez vista la película, se puede ver una clarísima influencia de esta película sobre la primera que dirigió el señor Tarantino. Pero de ahí a decir que es un plagio entero, creo que hay un camino muy largo. Tal vez algunas escenas, curiosamente las más esenciales, son demasiado parecidas, y aquí no quiero dar más detalles por eso de no fastidiar al personal que aún no ha tenido oportunidad de ver City on Fire. Que tal vez si no existiese el film oriental no se habría hecho el otro, vale, puede ser. Pero sinceramente creo que el film norteamericano es infinitamente superior al que nos ocupa.

    La película narra cómo un policía se infiltra en una peligrosa banda de ladrones a los que nunca dan pillado. Desde dentro intentará desbaratar todos los planes de los ladrones, algo que se irá haciendo cada vez más difícil, ya que ocurrirán cosas imprevisibles para nuestro protagonista, quien estrechará lazos de amistad con uno de los integrantes de la banda.

    City on Fire se mueve a caballo entre la comedia y el cine de acción, y si bien en lo primero logra con creces su cometido, realmente la película se centra en lo segundo, que para un servidor es lo que más flojea en todo el conjunto. La culpa indudablemente es de Ringo Lam, quien filma unas escenas de acción realmente torpes, algunas de las cuales provocan risa por lo mal expuestas que están, o simplemente porque lo que vemos en pantalla no nos resulta creíble en ningún momento. Afortunadamente, Lam, acierta en una cosa al respecto de estas escenas, y es que no satura al film con ellas.

    Es en el resto de cosas donde esta película gana enteros para sorpresa y deleite de los aficionados. Y particularmente me quedo con su sentido del humor, el cual hay que atribuírselo en gran medida a su protagonista principal, Chow Yun-Fat, quien se marca un verdadero recital con su personaje, un policía que está harto de ser policía, porque él lo que quiere es vivir la vida sin preocupaciones de ningún tipo. El actor le infiere al personaje tantos matices, que éste no termina de sorprender durante toda la proyección, logrando que nos caiga mal, luego bien y viceversa. Cito por ejemplo, las veces que el personaje se acerca a mujeres, las cuales reaccionan según las circunstancias, y él se comporta de forma estrafalaria. Sus gestos y posturas son todo un cachondeo, llegando a comportarse casi como un payaso, algo que combina muy bien cuando el personaje se pone serio o dramático, y el actor simplemente lo borda.

    Lam logra un film muy entretenido, aunque lamentablemente no juega todas su bazas con éxito. Sin ir más lejos el antagonismo de dos de su personajes podría estar mucho más exprimido, jugando con el tópico de la amistad traicionada. En lugar de centrarse en ello con más fuerza, sólo le da un par de pinceladas en su parte final, logrando que echemos en falta un poco más de entrega en ese aspecto.

    Para los que hayáis visto City on Fire, coincidiréis conmigo en que cierta escena de pistolas cruzadas fue literalmente copiada por don Quentin en el film antes comentado. Ciertamente el parecido es descarado, tanto en el contexto como en la situación, aunque los caminos recorridos sean distintos. Aquí la escena me resulta más directa, quizá menos efectista, y tal vez más dramática. No obstante, sería un juego bastante divertido el poner las dos escenas de las películas en dos televisores e ir viéndolas a la par, para ver sus grandes semejanzas y sus pocas diferencias.

    Una correcta película, que de no ser por las bochornosas secuencias de acción, estaríamos hablando de un título imprescindible. Aún así, uno se lo pasa relativamente bien mientras la ve, sobre todo con su personaje central, una auténtica delicia de personaje, que levanta él solo la función logrando que le cojamos un cariño especial. (Alberto Abuín – Espinof.com)

  • Quick Change (Howard Franklin y Bill Murray – 1990)

    Quick Change (Howard Franklin y Bill Murray – 1990)

    Quick Change trata sobre Grimm, un urbanista neoyorquino que, harto del caos y la corrupción reinante, decide abandonar la ciudad. Con la ayuda de su novia Phyllis y del simplón de su hermano Loomis, elabora un meticuloso plan para huir en avión después de atracar un banco. Disfrazado de payaso, Grimm será el encargado de entrar y hacerse con el botín. Hasta aquí todo resultará muy fácil; el problema consiste en llegar al aeropuerto en medio de un tráfico infernal.

    • IMDb Rating: 6,8
    • Rotten Tomatoes: 82%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Pocas son las comedias que nos vienen a la cabeza cuando pensamos en películas de culto, seguramente por prejuicios arraigados muy a nuestro pesar, y que son perpetuados año tras año por la academia de Hollywood. Los 90 fueron buenos años para el siempre denostado género, hecho al que contribuyó en no poca medida la carismática figura de Bill Murray, sin duda uno de sus más populares representantes. Tras varios años de sequía producidos por una mala asimilación del éxito de ‘Cazafantasmas’ (Ghostbusters: Ivan Reitman, 1984), el cómico retomó el ritmo con una cadena de comedias que hoy podríamos considerar como clásicas, siendo ‘Groundhog Day’ (Harold Ramis, 1993) su título mas emblemático y redondo de este periodo.

    Sin embargo, la carrera de Murray en los 90 esconde algunas gemas que merecen la pena ser (re)descubiertas. A bote pronto podríamos citar ‘¿Qué pasa con Bob?’ (Whats About Bob; Frank Oz, 1991), ‘El hombre que no sabía nada’ (The Man Who Knew Too Little, 1997)  o su incursión dramática en la también de culto ‘Mad Dog and Glory’ (John McNaughton, 1993), entre otras. Quick Change, estrenada en 1990 (en España fue directamente al mercado de vídeo doméstico con el lamentable título de ‘Con la poli en las talones’), supuso para Murray un proyecto en el que se implicó mucho más de lo habitual, suponiendo su primera -y hasta la fecha, última- incursión en la dirección.

    Junto a su amigo Howard Franklin, aquí acreditado como guionista y  director, Murray dirige con un ritmo narrativo y timing cómico envidiable esta nueva adaptación de la novela homónima de Jay Cronley, que ya fuera llevada al cine a mediados de los ochenta con ‘Asalto al banco de Montreal’ (Hold Up; Alexandre Arcady, 1985), protagonizada por Jean Paul Belmondo.

    Lo que comienza como una heist movie protagonizada por un memorable e icónico Murray vestido de payaso, deriva en la segunda parte de la película en una odisea moderna en la que el trío protagonista (acompañando a Murray tenemos a Geena Davis y a Randy Quaid) ha de salir de la ciudad de Nueva York y escapar de sus perseguidores: un sicario de la mafia y la policía, comandada por un incansable Jason Robards. En esta huida a través de los barrios de extrarradio de la ciudad, nuestros protagonistas se enfrentarán a una serie de desafíos urbanos que tendrán que superar si quieren llegar a su meta: el aeropuerto donde les espera el vuelo que les llevará a su paraíso en las islas Fiji. Es en esta segunda parte donde el film adquiere una atmósfera única, en especial gracias a su ramillete de bizarros personajes; roles secundarios interpretados todos ellos por grandes actores que otorgan a sus breves apariciones una gran densidad. Para el recuerdo quedan ese taxista de nacionalidad indeterminada interpretada por el gran Tony Shaloub o el estricto conductor de autobús encarnado por Phillip Bosco, sin olvidar a Phil Hartman o a Stanley Tucci.

    Además de ser una inteligente puesta al día de la obra magna de Homero, Quick Change es una mirada cínica a la ciudad de Nueva York -que aquí ofrece una imagen muy alejada de la capital turística y de postal-, pero también una despedida melancólica a una ciudad que desaparece para siempre ante los nuevos e impersonales planes urbanísticos. Todo ello sin renunciar a un ápice de diversión, ya que todos los implicados en la película dominan a la perfección los resortes de la comedia.

    El fracaso comercial de Quick Change (tuvieron la mala idea de estrenarla en USA el mismo fin de semana que ‘Ghost’) supuso un gran varapalo tanto para el propio actor protagonista como para Howard Franklin, quien venía de dirigir la estimable ‘El ojo público’ (The Public Eye, 1992)  y terminaría dirigiendo ‘Larger than Life’ (1996), otra comedia con Bill Murray. Ambas fracasaron también en taquilla y acabarían relegando a Franklin al ostracismo como director, si bien ha seguido trabajando como guionista. La película pasó rápidamente al olvido, debido también a su mala distribución y a que permanece inédita en Blu-Ray. Sin embargo, Quick Change no solo nos devuelve a un Bill Murray en plena forma, sino que nos regala una comedia con una personalidad arrolladora y unas imperfecciones que la hacen mucho más atractiva que otros títulos mucho más populares en la filmografía de sus protagonistas. (Juanjo Ramos – criticascine.com)

  • The Silent Partner (Daryl Duke – 1978)

    The Silent Partner (Daryl Duke – 1978)

    En The Silent Partner, días antes de navidad, un ladrón disfrazado de Papá Noel ve frustrado su asalto a un banco. Un humilde contable se queda parte del dinero sin que nadie se percate, excepto el atracador. Al verlo, éste le persigue para que le dé su botín.

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 85%

    Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

     

    Obra maestra del suspenso tan sexy como tenebroso y película fundamental en el desarrollo posterior del cine canadiense de género, amén de ser uno de sus exponentes más conocidos y reverenciados a nivel internacional, The Silent Partner, en términos prácticos adquiere la forma de un “manual de instrucciones” sobre cómo robar un banco, tanto desde el interior de la execrable institución usurera como desde el mismo exterior social: el opus, dirigido por Daryl Duke y escrito por un joven Curtis Hanson a partir de la novela Piensa en un Número (Tænk på et tal, 1968) del danés Anders Bodelsen, analiza la compleja y peligrosa relación que se establece entre dos hombres que se vuelven cómplices tácitos en un atraco y luego compiten entre ellos para llevarse el máximo galardón, el dinero del banco, y hasta para quedarse con el premio consuelo, una mujer que también gusta de coquetear con ambos señores. Enmarcada en un clasicismo de izquierda que obvia toda corrección política y se sumerge en un nihilismo que jamás pide perdón por la deliciosa escalada criminal de los protagonistas, la obra asimismo retrata la cultura actual del paradójico ventajismo recíproco de una manera muy cerebral aunque al mismo tiempo sin perder de vista cierto sustrato de comedia negra que sin duda está presente a lo largo de la progresión dramática, como indicando que nos movemos en una tablero de ajedrez donde cada jugada es decisiva porque puede llegar a ser mortal para todos los involucrados y/ o para los anhelos o sueños en función de los cuales han edificado cuidadosamente su mundo.

    The Silent Partner arranca centrándose en Miles Cullen (Elliott Gould), un cajero aburrido y gris de una sucursal en un shopping del Primer Banco de Toronto que colecciona peces raros y está enamorado secretamente de la oficial de operaciones de la entidad, Julie Carver (Susannah York, vista en Images un par de años antes), quien a su vez está teniendo un affaire con el gerente casado del lugar, el estúpido y pedante Charles Packard (Michael Kirby). En un buen día de diciembre descubre en un carbónico institucional la frase “tengo un arma en el bolsillo, deme todo el dinero en efectivo”, lo que parece ser el ensayo de un robo que fue abortado, circunstancia que deriva en Miles deduciendo la identidad del ladrón cuando se topa con una pancarta navideña de un Santa Claus/ Papá Noel/ San Nicolás invitando a la donación para los desahuciados con una G muy similar a la de aquel escrito. En vez de dar aviso a la policía o a los jerarcas del banco, Cullen decide aprovechar el asunto y así cuando llega el momento del asalto sólo le entrega al señor con el traje rojo y la barba blanca una mínima parte del generoso dinero disponible en caja, quedándose él con el resto. La contraparte resulta ser el espeluznante Harry Reikle (Christopher Plummer), un psicópata misógino e hiper violento que se fuga de la sucursal a los tiros y descubre por los noticieros que el monto supuestamente sustraído es de 48.350 dólares canadienses, lo que provoca que de inmediato se desquite golpeando y violando salvajemente en un sauna a una pobre prostituta adolescente (Nancy Simmonds) y después comience un acoso porfiado contra Cullen en pos de obtener todo el dinero robado.

    La sociedad muda -y de lo más incómoda- entre ambos a la que apunta el título se da desde el inicio, con Miles callándose cuando reconoce a Reikle en los prontuarios policiales y Harry también por supuesto no diciendo nada acerca de la “mexicaneada” colateral de Cullen, planteo que los deja atrapados en un sutil juego del gato y el ratón -turnándose en cada rol/ posición de manera intermitente- que comienza con los seguimientos callejeros, las amenazas telefónicas y las invasiones al domicilio del cajero en busca de los billetitos por parte del criminal de profesión, sin saber que los susodichos están en una de las cajas de seguridad del banco y que las llaves de la misma se ocultan en un frasco de mermelada de grosella negra en la heladera del departamento de Miles. Eventualmente Cullen se cansa y decide contraatacar siguiendo a Reikle hasta su casa e inculpándolo ante la policía del robo de una camioneta, a la que sustrae de sopetón y deja en la puerta de la vivienda del hombre con el objetivo de a posteriori hacer una llamada anónima trasladando la culpa a un Harry que termina preso -además- por la golpiza y la violación. Justo cuando las cosas parecen irle mejor porque comienza un acercamiento hacia Julie y hasta conoce en el funeral de su padre a la también hermosa Elaine Muriel (Céline Lomez), una señorita que afirma haber trabajado en el asilo donde se hospedaba el anciano progenitor de Miles, el cajero se queda sin las llaves de la caja fuerte porque la Señora Evanchuk (Aino Pirskanen), una mujer que limpia su hogar, le tira a la basura el frasco de mermelada en cuestión. El reencuentro final entre ambos protagonistas obedecerá a la salida de prisión de Reikle, el cual consigue que la chica retire la acusación, y a la estratagema de Cullen, quien termina descubriendo que Elaine es cómplice/ novia/ meretriz de Harry, para recuperar el acceso a la caja fuerte con el dinero, haciendo pasar a Muriel como una clienta y convirtiéndola en su secuaz en eso de llamar a un cerrajero para abrir la cerradura evitando la intervención de Carver y Packard.

    The Silent Partner es un verdadero oasis dentro de una comarca bastante lineal como el suspenso ya que permite múltiples lecturas de acuerdo al interés de cada espectador, demostrando la mano maestra del norteamericano Hanson en el armado de la sucesión de escenas y el profesionalismo del canadiense Duke, un realizador artesanal con una larga carrera en la televisión y algunas otras incursiones en la gran pantalla, ninguna superando a la presente: más allá de ser la principal responsable de lo que a futuro sería el fetiche del cine -y sobre todo de los thrillers y las epopeyas de acción- con erigir una gesta de bandidos en épocas navideñas, The Silent Partner nos ofrece en primera instancia un prodigioso relato de hostigamiento entre dos adalides a priori muy distintos que incluso incorporan un factor de promoción social gracias a la actividad delictiva (en esencia Cullen se transforma en un “ganador” con las mujeres y cambia su temple apático debido al inefable atraco y al vuelco de su intelecto hacia las estrategias de defensa y la embestida contra Reikle), en segundo lugar un trasfondo romántico picaresco insólito tratándose de una obra mainstream (todos en el banco son o unos payasos bien ridículos o unos maniáticos sexuales, y además del conventillo sentimental entre los dos protagonistas, las dos mujeres y el gerente del banco también hay que sumar -primero- a la esposa de este último, esa Señora Packard en la piel de Charlotte Blunt que coquetea con Miles, y -segundo- al triángulo entre la rubia tonta de Louise, el regordete Simonsen y el zorro de Berg, todos empleados interpretados por Gail Dahms-Bonine, John Candy y Micheal Donaghue), y finalmente un villano muy realista que le debe mucho al sadismo del Robert Mitchum de The Night of the Hunter y Cape Fear, dos opus capitales del subgénero del acoso paulatino (aquí incluso se obvia por completo la figura de la víctima indefensa porque el cajero es un rival a temer y no un simple mártir que esconde secretos de antaño).

    Otro elemento poco habitual dentro del formato y que diferencia a The Silent Partner de otros convites semejantes, además desde ya de su precisión de relojería en lo que atañe al andamiaje dramático, es la legendaria escena del asesinato de Elaine en el departamento de Cullen a manos de un Harry recién salido del presidio que no se toma muy bien que digamos el hecho de enterarse que la mujer prefiere a Miles y que todavía no consiguió el dinero: el psicópata le da una paliza, intenta ahogarla en la pecera y después la decapita a puro gore usando de sierra el cristal roto del acuario, detalle que desencadena que el cajero tenga que desechar el cuerpo en una obra en construcción del banco, pacte una última reunión en la sucursal para la entrega de los dólares y todo estalle por los aires en el magnífico desenlace con Reikle ahora travestido y una Julie que descubre lo que está sucediendo pero aun así opta por no decir nada. De hecho, esa fantasía compartida por Cullen y Carver que termina haciéndose realidad, la de dejar sus respectivos trabajos en la usura y utilizar los billetes para “comprarse” una nueva oportunidad en la vida lejos de la mediocridad del enclave repetitivo y abúlico que mata al espíritu, constituye el gran marco narrativo de la faena porque propone una utopía factible en la que la avaricia autodestructiva -simbolizada tanto en la figura de Reikle como en la idiotez y el egoísmo banal de su jefe y sus compañeros laborales- es reemplazada por una amoralidad anarquista erótica por fuera de la resignación hueca de las mayorías o la connivencia entusiasta de los lelos lobotomizados para con ese entramado cultural capitalista que despersonaliza y cosifica a los individuos cual engranajes sin valor dentro de una sociedad con características kafkianas/ orwellianas/ foucaultianas. La pequeña inmensa película del dúo conformado por Duke y Hanson consigue también un desempeño muy parejo y maravilloso por parte de todo el elenco, con los brillantes Gould y Plummer en los mejores papeles de sus respectivas carreras y poniéndose al servicio de una semblanza exquisita en torno a la vulnerabilidad de todos los sujetos y su orilla existencial opuesta, esa capacidad redentora que nos invita a violar la ley de los cerdos en el poder y sus esbirros y lambiscones varios para cobrarnos la tajada que nos corresponde en el reparto desigual de la riqueza social, suerte de gloriosa justicia criminal que se lleva puesta a todos los tontitos obedientes que pululan arrastrándose por ahí bajo las piedras institucionales… (Emiliano Fernández – Metacultura.com.ar)

  • Pizza, Birra, Faso (Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro – 1997)

    Pizza, Birra, Faso (Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro – 1997)

    Pizza, Birra, Faso trata sobre el Cordobés, quien vive con sus tres amigos y su mujer embarazada, Sandra, en la misma casa. Los cuatro forman una banda de adolescentes marginales, que pulula por las calles de Buenos Aires, y vive del robo, pero no actúan por cuenta propia, siempre cumplen órdenes de alguien que les quita la mayor parte del botín. La filosofía de vida del Cordobés y los suyos consiste en que mientras no les falte cerveza, pizza y cigarrillos, todo es soportable.

    Mejor Película, Mejor Ópera Prima, Mejor Guion y Revelación Masculina (Premios Cóndor de Plata 1997)

    Premio FIPRESCI a la Mejor Película (Competencia Latinoamericana – Festival de Mar del Plata 1997)

    • IMDb Rating: 7,1

    Película (Calidad 1080p)

     

    Adrián Caetano y Bruno Stagnaro se conocieron en junio del ’95, a caballo de la primera edición del compilado Historias Breves. Allí estaba Guarisove, de Stagnaro, probablemente el corto más comercial (no en el peor sentido) de los ocho, y Cuesta abajo, de Caetano, indudablemente el mejor de todos. Los unieron una pizza y una birra, cuentan ellos, cuando estaban en un bar del centro y se les ocurrió apurar los detalles de un guion conjunto para competir en un concurso convocado por el INCAA. En apenas dos semanas bocetaron Pizza, Birra, Faso que filmaron con escuetos 400 mil dólares y se convirtió en la gran sorpresa de la temporada. Lo que los unió, en el fondo, es una concepción del cine por la que rara vez apuestan las producciones criollas. O mejor: el espanto ante ese paquete de convencionalismos al que se alude como «típico cine argentino» cada vez que se quiere descalificar, rápido pero fundadamente, a tantas películas locales. Stagnaro y Caetano se propusieron concretar un film sin recurrir a «mensajes» edificantes injertados a la fuerza, y nutrirlo de gente que hable como la gente y no, precisamente, como los personajes del «típico cine argentino». Puede decirse que lo lograron.

    Ahí están el Cordobés, Pablo, Sandra, Frula y Megabom, los cinco marginales que ocupan el centro de la narración. La decisión de hacer convivir a los actores, no profesionales ellos, durante tres meses antes del rodaje se tradujo en un argot naturalista (tal vez algo excedido en el uso del «boludo»). Las acciones, más que los diálogos, van mostrando a estos chicos como lo que son: delincuentes de pequeña monta a la pesca de botines magros, instalados en el centro de una urbe hostil. Victimarios del ingenuo pasajero al que le arrebatan la billetera en connivencia con el taxista (una modalidad muy presente en las crónicas policiales), y hasta del cantor tullido al que le sustraen la modesta recaudación del día. Pero víctimas del patrón de turno, al que reverencian como «jefe», y que se queda con la mayor parte del botín. Y del hospital público, que no los atiende si no es mediante el pago de «bonos solidarios». Y del policía aquel que, en la mejor secuencia del relato, hace la vista gorda ante la falta de papeles de un automotor (y ante los chumbos) para quedarse con 50 pesos… del asalto a un restorán. Pizza, Birra, Faso hace asco de condenas y condescendencias fáciles. Está filmada a ras del suelo, literal y metafóricamente. Con la cámara vagabundeando, como si fuera un integrante más, junto a la banda por una Buenos Aires igualmente marginal, con autos reventados, fachadas que se caen a pedazos y todas las facciones que suelen quedar fuera de los encuadres.

    Los protagonistas cultivan una especie de amoralidad ingenua. Comparten una casa tomada, paran al pie del Obelisco, roban para subsistir (esto es: Pizza, Birra, Faso) y, después de cada afano, quedan tan desposeídos como antes. El film extrae buena parte de su fuerza de esa rigurosa puesta en escena que sugiere que en cada marginal hay un muchacho como cualquier otro… sometido a un devenir salvaje. Ni el Cordobés (impulsivo y algo más protagónico que el resto), ni Pablo (el único medianamente reflexivo), ni Megabom y Frula (los más inexpertos) son completamente responsables de sus actos. Pizza, Birra, Faso muestra de qué modo los asfixia doblemente –en tanto jóvenes y expropiados– el «modo de vida» actual (¿puedo decir «capitalismo»?): sufren las penurias de la desocupación sumadas a un hambre de aventuras que jamás podría saciarse dentro del circuito laboral.

    Por imperio de las circunstancias –no de flojos artilugios de guion– lo que tienen por delante es un panorama trágico. Por eso cuando deciden emanciparse de los «jefes» se asoman a un abismo, a un final que no se duda abrupto aunque no se sabe en qué momento los alcanzará. Hasta entonces, una subtrama sentimental (algo menos consistente que la trama callejera) convertirá a Sandra en la militante de una vida distinta. Está embarazada del Cordobés y sueña con un trabajo y un hogar «decentes» para ellos. Sus ilusiones la apartarán del grupo para llevarla a la casa de su padre, cuya condición de bruta bestia parece la mejor excusa para retornar a la intemperie. Las lealtades internas, en tanto, crecerán hasta ponerse a prueba en el raro, intenso clímax, un sangriento tiroteo en un ambiente de bailantas. Con la alegría tropical sonando a todo trapo, y esos trágicos destinos jugándose los últimos cartuchos en un combate desigual. (Guillermo Ravaschino – cineismo.com)

  • Killing Them Softly (Andrew Dominik – 2012)

    Killing Them Softly (Andrew Dominik – 2012)

    En Killing Them Softly, dos ex-convictos no demasiado brillantes son contratados para asaltar una lucrativa partida ilegal de poker. Las culpas recaerán sobre el organizador del juego y los ladrones podrán empezar una nueva vida. Por desgracia, el dinero robado pertenece a la mafia, que se pone en contacto con el investigador y asesino Jackie Cogan para encontrar a los culpables.

    Mejor Actor Revelación (Festival Internacional de Hamptons 2012)

    Premio Especial a la Fotografía (Asociación de Críticos de San Diego 2012)

    • IMDb Rating: 6,2
    • Killing Them SoftlyRotten Tomatoes: 73%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    La sociedad Brad Pitt/Andrew Dominik vuelve a funcionar. El realizador neocelandés, que a los 45 años cuenta con sólo tres largos en su haber (incluyendo éste), había macerado, en su anterior El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), un post western más que crepuscular, con Pitt luciéndose como un James triste, solitario y final. Un clima semejante tiene ahora, aunque con menos pompa y más liviandad, Killing Them Softly, donde Brad –rodeado de un coro de ases– hace de asesino más dado a la preparación que a la ejecución de sus encargos. Basada en una novela policial de los ’70, sobre el opus 3 de Dominik (que hizo su presentación en sociedad en el 2000, con Chopper, retrato de un asesino) planea, sin duda, la sombra de Quentin Tarantino. Pero no el Tarantino más transitado (el del pop, el cinismo y la sangre), sino el otro, el más interesante: ése capaz de posponer indefinidamente el momento de “ir a los bifes”, en beneficio de maratónicas conversaciones entre killers impensablemente verborrágicos, que generan un estado de hipnótica suspensión temporal.

    Fiscal de la nación y autor de una veintena de policiales, hasta ahora el cine había adaptado a George V. Higgins en una única ocasión. En 1973, el británico Peter Yates, realizador de Bullit, convocó a un Robert Mitchum más cansado que nunca para dar vida al gastado hampón de Los amigos de Eddie Coyle. Había allí una visión crepuscular del género y del hampa, que habrá tocado una cuerda sensible en el realizador de El asesinato de Jesse James… Luego de verla en televisión, Dominik se puso a leer todo lo que encontró del oscuro Higgins. A la hora de trasponerlo terminó eligiendo Cogan’s Trade, trasladando la acción de Boston a Nueva Orleáns y de los años ’70 al 2008, justo cuando el capitalismo financiero sufre el primero de sus colapsos recientes. Momento que es también el de la campaña presidencial que pondría fin a la era Bush, inaugurando la de Obama. Contra ese fondo de quebranto económico y caída política, Dominik recorta su historia de hampones de segunda, echando mano del no muy sutil recurso de los informativos de radio y noticieros de televisión en off.

    La acción en sí se reduce a un simple mecanismo de dominó. Un gangster de segunda contrata a un par de chorritos de cuarta para robarle a un ladrón. Pero el robo pone nerviosos a los dueños del dinero, que contactan a un killer, que a su vez contacta a otro… Un doble fuera de campo dispara dos interesantes sugerencias. Por un lado, lo que se ve son los peones del hampa. Nunca los reyes, que, como en la realidad, manejan los hilos desde el fuera de escena. La segunda sugerencia es la del juego infinito, con esa serie de contactos que termina perdiéndose allí donde el encuadre no llega. Killing Them Softly es una de esas películas de género en las que el género (el policial, en este caso) provee la mera armazón, el esqueleto donde encajar las piezas. Piezas que son tanto los personajes como los actores que los interpretan, y aquello a lo que los personajes se dedican. Que es básicamente a hablar. Lo cual es paradójico, tratándose de tipos que, si no fuera porque no paran de hablar, serían parcos hasta el hermetismo.

    Organizada sobre la base de largas escenas de diálogo, la (a)puesta de Dominik descansa sobre actores capaces de hacer música con palabras. Una música pausada, cadenciosa, pastosa. Equivalente verbal de los arreglos de vientos de Gerry Mulligan, con solos, dúos y tuttis. Todos los ejecutantes están inmejorables. No sólo los de nombre (Pitt como el hit man Cogan; Ray Liotta como el dueño de garito al que le roban; James Gandolfini como desagradable killer alcohólico y putañero; Richard Jenkins como trajeado representante de la alta esfera mafiosa), sino los hasta aquí desconocidos, por más que tengan una larga foja de servicios. Básicamente, los dos chorritos junkies (uno más que el otro) que ponen el mecanismo en funcionamiento, ambos excelentes: Scout McNairy y Ben Mendelsohn. Un desperdicio gigante, eso sí, subutilizar a Sam Shepard en un papelito de un par de minutos.

    Como en Tarantino, los mejores momentos son aquellos en los que alguien cuenta algo que parecería no venir a cuento y sin embargo “chupa” toda la atención, por la capacidad de seducción (oral y visual) con que se lo narra. Toda la historia del garitero de Liotta robándose a sí mismo y la de cierta quemazón de un auto que se complica, por ejemplo. Si los diálogos son jazzeros, los éxtasis mortuorios son tan operísticos como los de El Padrino. Ver sobre todo cierta ejecución de auto a auto, en ralentis de una lentitud y grandeur que sólo el digital permite. La otra deuda para con el director de Jackie Brown es la exquisita banda de sonido, capaz de cruzar a Johnny Cash con Nico y a The Velvet Underground con Cliff Edwards y Petula Clark. (Horacio Bernades – pagina12.com.ar)

  • Marnie (Alfred Hitchcock – 1964)

    Marnie (Alfred Hitchcock – 1964)

    Marnie embustera y ladrona compulsiva, se sirve de su trabajo como secretaria para robar. Cuando Mark Rutland la contrata, no sólo no abandona sus delictivos hábitos, sino que, además, se comporta de manera absolutamente desquiciada. A pesar de todo, Mark, cediendo a un impulso inexplicable, decide casarse con ella y averiguar las razones de su obsesivo comportamiento. Cuando un terrible accidente lleva a Marnie a una situación límite, Mark la obliga a enfrentarse a sus terrores cuyas raíces se hunden en el pasado.

    • IMDb Rating: 7,2
    • RottenTomatoes: 83%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Marnie sería la segunda y última obra que realizaría Alfred Hitchcock junto a Tippi Hedren, también protagonista de The Birds, y con ello, la última vez que una “rubia hitchcockiana» tendría un papel central en una de sus películas. Pero también sería su última colaboración con otros miembros clave de su equipo: el director de fotografía Robert Burks (en su decimosegunda película para Hitchcock), el editor George Tomasini (quien moriría poco después del estreno) y el compositor Bernard Herrmann.

    El músico neoyorquino, quien ya había tenido una exitosa colaboración con Orson Wells en War of the Worlds, 1938, Citizen Kane, y había ganado un Premio Oscar por la música de The Devil and Daniel Webster, desde 1951 inició junto a Alfred Hitchcock una exitosa relación, que aportó una sonoridad altamente elogiada en filmes como Vertigo, North by Northwest, Psycho, además de Marnie, entre otros.

    Aunque el realizador británico afirmaba explícitamente que la técnica cinematográfica le importaba mucho más que el guion o las actuaciones, en este filme aborda -como había ocurrido en Shadow of a Doubt, o Spellbund, el tema del psicoanálisis en la construcción de sus personajes. Sin embargo, en casi toda su filmografía está presente la influencia de Freud: relaciones edípicas, sexualidad reprimida o violenta, sueños perturbadores, cuya interpretación revela traumas infantiles y diversos actos fallidos.

    La primera escena de Marnie, que inicia con un plano detalle de un bolso amarillo, nos muestra a una mujer de cabello negro que camina de espaldas a la cámara por un andén. Ya allí hay algo misterioso: no le vemos el rostro a la mujer ni sabemos qué hay en su bolso, pero quisiéramos saberlo. Pronto el director nos revelará que la mujer morena, en realidad, es rubia y en su bolso lleva los 9997 dólares sustraídos, mientras huye a otra ciudad, con otro nombre y apariencia. Su nombre es Marnie Edgar y se dedica a robar.

    Hitchcock quiere que seamos plenamente conscientes de su culpabilidad, porque no es allí donde reside el misterio. Los robos que, compulsivamente, realiza esta fría y distante mujer no son su verdadero problema, sino los síntomas que hablan de lo que ocurre más profundamente en su psiquismo. Robar es una manera de transgredir, de poseer, de entrar en la intimidad de lo más preciado por los hombres: su dinero, símbolo de su poder. Al hacerlo es como si ella misma los violara. En la escena donde Marnie se dispone a robar el dinero de su propio marido y es descubierta e incitada por él a tomarlo, ella comienza a sudar y le tiembla la mano, avanza y retrocede, con los ojos clavados en ese objeto tan deseado, mientras él, justo detrás de ella, insiste y le grita que lo agarre, que lo toque, que ese dinero es suyo. Nosotros no podemos evitar sentir la tensión sexual de la escena, como si esa mano femenina al tocar el dinero, en realidad fuera a tocarlo a él, a su cuerpo, que clama por ser poseído.

    Otro indicio de la psiquis del personaje es su aspecto pudoroso. Una acción que se muestra en la reiterada tendencia de Marnie a estirar su falda para asegurarse de tapar sus rodillas. Ella necesita mostrarse recatada. “Sí, me has hecho decente, pero también ladrona y mentirosa”, le dirá en una escena culmen del filme a su propia madre. La necesidad de mostrarse decente, que en realidad es una forma de represión de su sexualidad, encuentra cauces compensatorios en otras actitudes. Además de robar y mentir, lo cual la conecta con lo bajo y oscuro de su humanidad, está su relación especial con los caballos –símbolo de vigor sexual- que le producen gran placer, especialmente el suyo, Forio, el único ser con quien establece un vínculo cercano, casi íntimo. En un revelador diálogo con el cuidador de Forio -mal traducido al español como “Forio, no quiero que estés por nadie más que por mí”– escuchamos lo siguiente:

    Mr. Garrod: “Tried to bite me twice already this morning”.

    Marnie: “Forio, if you want to bite somebody, bite me”.

    En realidad, lo que le está diciendo al caballo, mientras lo acaricia con evidente placer, es: “Si quieres morder a alguien, muérdeme a mí”. To bite, además de significar morder, puede significar también penetrar. La evidencia de lo físico y la oralidad implícitas en estas palabras en tono de reclamo celoso hacia el brioso animal, también remiten a la relación de Marnie con su madre: el amor infantil empieza como succión, mordisco, apropiación del pecho materno. En el marco de un vínculo caracterizado por la actitud sumisa y demandante de afecto de la hija frente a la fría distancia materna, aparecen los celos hacia Jesse, la niña que su madre cuida, y con quien sí se muestra afectuosa. Cuando Marnie llega a la casa materna, es Jesse quien abre la puerta y, a la pregunta de “¿Dónde está mi madre?”, la pequeña responde: “Está preparando un pastel para mí”. Pastel que será Jesse quien muerda, y no Marnie.

    El personaje de Sean Connery (The Anderson Tapes, Dr. No), Mark Rutland, apuesto heredero y uno de los tantos hombres a quien Marnie ignora, roba, y luego huye, es un hombre de quien poseemos suficientes datos como para hacer un perfil. Es viudo y vive en la mansión de su adinerado padre -quien es una figura importante para él, y cuya aprobación busca- y, sobre todo, actúa como un cazador avezado: observa a su presa, la persigue y, finalmente, la atrapa. Pero no es un mero depredador; la complejidad de su personalidad reside en que no es solo un cazador, pues además de empeñarse en casarse con Marnie, a sabiendas de sus actos, insiste, cual psicoanalista, en tratar de curarla.

    ¿Qué necesita curar en sí mismo? Probablemente su “inmaculada y perfecta” vida de crianza adinerada, la ausencia de madre -quien no aparece ni es mencionada- y la muerte de su esposa encierran más secretos de lo que sabemos. Quizá él y Marnie, aunque lo parezca, no son tan diferentes.

    La narración transcurre entre el presente de la protagonista y su pasado, que inevitablemente se cuela entre sus fobias, sueños y actos fallidos –elementos todos abordados en los tratamientos psicoanalíticos clásicos. Una de sus principales fobias son las tormentas. Le producen un pánico inmediato y la dejan extremadamente frágil y vulnerable. Estado que Mark aprovecha para darle el primer beso; sí, exactamente en medio de un ataque de pánico. Primero, y a la distancia, la observa descontrolarse; luego, lentamente, se acerca, la abraza, empieza a recorrer con sus labios el tembloroso rostro de la chica hasta, finalmente, llegar a su boca. Marnie no lo rechaza. Y todo lo vemos en un calculado plano detalle de la boca de Connery. ¿Qué besa, en realidad, Mark cuando acerca sus labios a los de Marnie? ¿Qué le resulta tan irresistible? De nuevo, el psicoanálisis aparece en la noción de transferencia: en la fragilidad de la chica, en su necesidad de ser protegida, en los asuntos sin resolver de su infancia, Mark se reconoce y le ofrece a ella la protección, el amparo y la cura que él mismo necesita.

    Hitchcock nos transmite el nivel de angustia de la mujer asociado a los truenos, insertando un filtro de color rojo sangre, una y otra vez, en las tomas de primeros planos de su afligido rostro; y ya a nosotros -a la manera pavloviana- al ver la pantalla teñida de rojo también se nos acelera el pulso. Nos revela, además, algunos de sus actos fallidos (el inconsciente habla alto y claro, Freud dixit). En una de las mejores escenas de suspenso de todo el filme, la del robo a la empresa de Rutland, vemos en un plano abierto a Marnie, que entra en la oficina, donde se encuentra la gran caja fuerte color verde dólar, mientras simultáneamente, y gracias a la adecuada profundidad de campo, vemos entrar a la mujer encargada de la limpieza. Marnie, que aún no lo sabe, duda unos instantes y luego se decide a dejar abierta la puerta del lugar donde, de nuevo, va a hurtar. Luego, cuando ya con el dinero en su bolso se dispone a huir, y se percata de la presencia de la empleada, se descalza. Coloca descuidadamente sus zapatos en los bolsillos de su abrigo. Uno de ellos, claro, cae al piso con un ruido seco. Y nosotros ya estamos al borde de la butaca a punto de gritar ¡la van a descubrir!, pues hasta ese momento en toda la escena solo ha reinado el silencio.

    ¿Marnie quiere ser descubierta y va dejando pistas? Hitchcock, qué duda cabe, se ríe de nosotros y nos deja saber que, en realidad, no había peligro, pues la intrusa que estaba a punto de descubrir a Marnie, en realidad, ¡es medio sorda! Y lo sabemos porque el director se empeña en alargar aún más la tensión que sentimos, y agrega una tercera fuente de amenaza sobre la chica.

    Los sueños de la protagonista, como recurso narrativo, reflejan sus traumas reprimidos, que su inconsciente insiste en revelar. La angustiada mujer dice con voz aniñada, durante sus pesadillas, “no le hagas daño a mi mami” y “tengo frío”. Mark no se amilana ante la agresividad de su esposa-paciente, quien hasta le espeta “¿Acaso crees que eres Freud?”, cuando él insiste en aplicar el repertorio de técnicas psicoanalíticas que va adquiriendo en el transcurso de su propia transformación, de cazador a analista.

    La atracción inicial de Rutland hacia esta mujer misteriosa, de origen desconocido, que confiesa abiertamente no haber tenido relaciones con ningún hombre, se va tornando interés detectivesco por desentrañar tantos secretos; luego curiosidad casi científica –él posee una marcada fascinación hacia la zoología, particularmente hacia las aves de rapiña-, para finalmente terminar en un extraño amor –queda atrapado en las redes que él mismo tendió sobre su presa, y termina amando, puede que por primera vez, a su peculiar esposa.

    Lo que quizás el inconsciente de Mark intuyó al conocerla, fue que frente a tanta anomalía subyacente en este animal herido, él mismo podría sanar sus propias heridas. Mark no había hecho nada para obtener la riqueza de su padre; él era un simple heredero, sin mérito propio, sin poder real. Ahora, tras esta gesta, se ha hecho hombre, ha conquistado la enfermedad y ha sanado, sanando. Posee su propia riqueza. Y una esposa que, al parecer, está dispuesta a quedarse a su lado.

    En Marnie, la ladrona la sutileza y maestría de su realizador tejen una historia de suficiente complejidad humana para que nos queden algunas dudas sobre el futuro de sus protagonistas. Lo que sí queda clarísimo, es que Hitchcock logra sumergirnos durante una hora y media en una trama de suspenso, intriga policíaca y drama amoroso, con el psicoanálisis como conector entre los amantes. Pero no es la profundidad psicoanalítica su principal mérito; por el contrario, las reiteradas referencias a Freud y a sus técnicas, pueden lucir simples, superficiales y hasta demasiado obvias.

    Lo que resulta extraordinario es el dominio de una cámara que parece poseer una mirada humana, que se acerca sin pudor hasta convertirnos un poco en voyeristas; de los encuadres diseñados para producir los niveles de ansiedad deseados; de la fotografía que aporta las atmósferas precisas al servicio de la trama. Sin duda, la maestría del montaje, que él prefería llamar ensamblaje, aludiendo al arte de unir trozos de filme, de manera que el ojo humano pueda crear un todo significativo. Estos elementos, junto a la música como protagonista, están enlazados de tal manera que producen la intensidad emocional de una cinematografía de la cual nosotros, a pesar de conocer algunos de sus oscuros secretos, como Mark de Marnie, no podemos apartarnos. (Elizabeth Rojas – ElEspectadorImaginario.com)

  • The Anderson Tapes (Sidney Lumet – 1971)

    The Anderson Tapes (Sidney Lumet – 1971)

    En The Anderson Tapes, Duke Anderson es un ladrón que acaba de cumplir una pena de diez años de cárcel. Se reúne con su antigua novia Ingrid en su apartamento para preparar el robo de un edificio entero. Lo que ignora es que, aunque no es objeto de vigilancia policial, todos sus movimientos están siendo grabados.

    • IMDb Rating: 6,4
    • RottenTomatoes: 70%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080)

     

    Dentro del cine de robos y atracos, rico en tópicos y lugares comunes, destaca la variante del especialista recién salido de la cárcel que desde el primer minuto de su recuperada libertad piensa ya en dar un nuevo golpe, si cabe más osado, mejor preparado y más lucrativo que aquellos que le han llevado a prisión, en una especie de resentida venganza contra el mundo que le persigue y acosa. Esta es la premisa inicial de este sencillo y divertido (a ratos) entretenimiento, The Anderson Tapes, dirigido por el (en otros momentos) gran Sidney Lumet en 1971, protagonizado por un Sean Connery (ambos habían trabajado ya juntos en la excepcional The Hill, en 1965) por entonces deseoso de huir de todo aquello que sonara a 007 (aunque el mismo año volvería a meterse en la piel del famoso agente británico, su anterior encarnación era ya de 1967).

    Connery es, por supuesto, el Anderson del título, un célebre ladrón famoso por sus rocambolescos golpes que acaba de ser puesto en libertad tras diez años de condena en los que no ha dejado de hacer planes para proseguir su carrera criminal con vistas, como indica el tópico, a su retirada definitiva. En su primera visita a Ingrid (Dyan Cannon, lejos del careto recauchutado que se puso años después), cuya actividad principal consiste en acostarse con tipos acaudalados que costeen su forma de vida, concibe un proyecto revolucionario: desvalijar el edificio en que vive su novia, una casoplón de la mejor zona de Nueva York con enormes pisos y apartamentos llenos de joyas, antigüedades, obras de arte y otros objetos valiosos, tecnología, cajas fuertes y dinero en efectivo. De inmediato, recluta una banda de lo más variopinta, en la que se citan antiguos compinches venidos a menos, el excéntrico anticuario y decorador de interiores Tommy Haskins (magnífico Martin Balsam, una vez más), un joven compañero de celda, conocido como The Kid (Christopher Walken, años antes de The Deer Hunter), y, por necesidades de financiación, un miembro de la delincuencia organizada de lo más bajo de la ciudad (Dick Anthony Williams), el conductor, y un matón de la mafia, Angelo (Alan King), que los italianos exigen incluir en la operación para que controle su inversión y haga que las cosas no se vayan de madre. Lo que ocurre es que el tal Angelo es de gatillo fácil y de puños aún más fáciles, por lo que el riesgo de estallido, contra sus compañeros y hacia los rehenes, será constante. No es el único peligro al que se enfrenta Anderson: desde que abandona la cárcel sus pasos son seguidos y sus conversaciones grabadas (de ahí el título original) por alguien desconocido cuyo propósito el espectador ignora…

    El divertimendo de Lumet peca, de entrada, de indefinición. Mientras que durante dos tercios del metraje la película se mueve en un tono irónico-humorístico (extremo que el cartel y el título españoles parecen pretender explotar), algunos de los temas apuntados y, sobre todo, el final, transitan abruptamente hacia lo dramático y lo violento. En cuanto al primer aspecto, destaca fundamentalmente la composición que Martin Balsam hace de su personaje, de manual del perfecto decorador de interiores gay (la vestimenta, la forma de andar, el uso de las manos llenas de anillos, el tupé que luce el actor, su actitud y sus reacciones…), que proporciona unos cuantos momentos hilarantes. Ciertos diálogos (la vena británica de Connery, el contraste cultural y generacional entre los integrantes de la banda, la aportación italiana, en especial) y alguna que otra chocante situación, rubrican ese aire de comedia de robos que se respira durante buena parte del metraje. Este tono general es abandonado en cuanto la policía entra en situación (con el gran Ralph Meeker a la cabeza, prototipo del comisario lenguaraz, tosco, bruto y enérgico), cuando la película adquiere un fondo y una forma más cercanos al thriller, incluso de acción (tiroteos, agentes apostados, comandos policiales de asalto, un amago de persecución…), que rompe con la tónica anterior y acerca más la película a la posterior (y parcialmente inspirada por esta) Dog Day Afternoon,  de 1975. Esta mezcla un tanto anárquica de modos y maneras se une a ciertos descuidos en la realización, fallos de ráccord, inconsistencias, gazapos (varios miembros del equipo de filmación son claramente visibles, reflejados en puertas y ventanas, en determinados momentos) y alguna que otra chapuza visual, que revelan una dirección rutinaria, alimenticia, una relajación de Lumet al otro lado de la cámara como síntoma de una vocación de la producción estrictamente comercial. Tampoco es una historia que destaque por la elaboración del golpe en cuestión, ni que brille por las escenas de acción.

    Con todo, el mayor defecto de The Anderson Tapes consiste en el nulo intento de ensamblar la personalidad de Anderson, su profesión, sus objetivos, con la subtrama de las escuchas, que tienen otorgado el papel principal en el título del film, y que por tanto deberían resultar relevantes, cruciales, y sin embargo quedan arrinconadas sin miramientos como algo subsidiario y, finalmente, banal, sin llegar a aportar algo efectivo ni mucho menos a condicionar el desarrollo de la cinta. Por ello, un puñado de momentos divertidos, la capacidad de Lumet para intriga y el manejo del ritmo, el gusto de ver unas cuantas caras conocidas divirtiéndose de lo lindo con el rodaje, y la música de Quincy Jones, son los alicientes para acercarse a una película tremendamente convencional e imperfecta, desajustada y algo caótica, pero que resulta un apreciable entretenimiento pasivo. (39Escalones.Wordpress.com)

  • Le Cercle Rouge (Jean-Pierre Melville – 1970)

    Le Cercle Rouge (Jean-Pierre Melville – 1970)

    En Le Cercle Rouge, Corey sale de prisión tras cumplir condena a la vez que Vogel, un criminal custodiado por el temible comisario Mattei, escapa del tren en el que viajan. Después de robar a un antiguo socio, Corey se encuentra con Vogel y le propone formar equipo para realizar un meticuloso robo de joyas.

    • IMDb Rating: 8,0
    • RottenTomatoes: 95%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    “Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente, serán reunidos en el círculo rojo”.

    Tras cinco años en prisión, Corey (Alain Delon) sale dispuesto a dar el golpe de su vida atracando una exclusiva joyería parisina. Para ello contará con la ayuda de Vogel (Gian Maria Volonté), un fugitivo escapado, y Jansen (Yves Montand), un ex policía alcohólico.

    En su obra De divinatione (año 44 a. C.), Cicerón define al destino como “la causa eterna de las cosas, en virtud de la cual llegaron a ser los hechos del pasado, son los hechos del presente y serán los del futuro”. Este destino, Moira para los griegos y fatum para los romanos, entendido en su sentido más trágico y fatalista, es el principal tema de Le cercle rouge, obra maestra de Jean-Pierre Melville y principal cumbre del subgénero de robos y atracos junto a Rififi, de Jules Dassin.

    Durante la primera media hora de metraje, dos tramas transcurren de manera paralela con la ciudad de Marsella como punto de origen. Por un lado, el reputadísimo y eficiente comisario Mattei (André Bourvil) escolta al arrestado Vogel, que es trasladado en un vagón de tren con destino a París. Pese a la vigilancia, este consigue escapar, organizándose a continuación una multitudinaria batida en el bosque para encontrarlo. Por el otro, Corey, después de salir de prisión, realiza una visita a Rico (André Ekyan), un antiguo socio suyo que no ha querido saber nada de él durante su estancia en la cárcel, y que, para más inri, le ha quitado a la que era su novia. Corey le roba dinero, se compra un automóvil y marcha en dirección París con los matones de Rico detrás de él. Ambas tramas confluyen cuando Vogel, huyendo de la policía, se mete en el maletero del coche de Corey, que almuerza en un restaurante de carretera. Uno y otro terminan haciéndose socios, colaborando en el robo de una lujosa joyería parisina junto con Jansen, un ex policía que sufre de un terrible síndrome de abstinencia por su adicción al alcohol. Mientras tanto, el comisario Mattei continúa con sus pesquisas para atrapar de una vez por todas a Vogel.

    Melville, también autor del guión, da una lección de cine en términos de saber narrativo, configuración de personajes, tensión dramática y puesta en escena (elegantísima sobriedad), elevando el género negro como ningún otro cineasta a la categoría de expresión artística. Resulta magistral la larga secuencia del atraco a la joyería, que remite a la de la citada Rififi, y en la que no hay diálogos de ningún tipo durante más de media hora.

    En el apartado actoral, subrayar las espléndidas interpretaciones de Montand, Bourvil y un Delon que vuelve a ser Le Samouraï. Memorable de principio a fin. (Ricardo Pérez Quiñones – EsculpiendoElTiempo.com)

  • Bob le Flambeur (Jean-Pierre Melville – 1956)

    Bob le Flambeur (Jean-Pierre Melville – 1956)

    Bob le Flambeur es un viejo gánster y un jugador empedernido que está casi a punto de arruinarse. Entonces, a pesar de las advertencias de sus amigos, decide atracar el casino de Dauville. Todo está planeado a la perfección, pero la policía está informada del atraco.

    • IMDb Rating: 7,7
    • RottenTomatoes: 97%

    Película / Subtítulo (Calidad 1080p)

     

    Unos años antes del Ocean’s Eleven de Lewis Milestone (1960) que tanto ha dado de sí, y a una década de una de sus obras más conocidas y representativas, Le SamouraïJean-Pierre Melville dirigía Bob le Flambeur. Su cuarta película como director fue algo ignorada durante años, eclipsada por el desarrollo de un estilo que comienza precisamente con esta obra. Melville redacta esta “carta de amor a París”, según sus propias palabras, con tinta de cine noir. La historia de Robert Montagné, jugador empedernido y ex convicto, que intentará dar el golpe de su vida, sirve para retratar el Montmartre del denominado “demi monde”: las criaturas de los clubs, la calle, las luces y sobre todo las sombras. Roger Duchesne interpreta a Bob. Un hombre que huyó de un origen humilde y una madre soltera que se pasaba el día limpiando el suelo de rodillas, para convertirse en un hombre respetado y admirado por muchos. Actor clásico, Duchesne retrata a la perfección esa mezcla de hombre inalcanzable y a la vez cercano, de espíritu libre y amigo de sus amigos. En el tráiler oficial de la película se define a Bob como un tipo “al que todo el mundo conoce, ’duro’, simpático, ‘ladronzuelo’, leal”. Un hombre atractivo en todos los sentidos.

    Bob vive en su propio hábitat. Un lugar por el que desfilan diversos personajes entre los que no podía faltar la femme fatale. Esa chica misteriosa que desde el comienzo de la película queda retratada como una buscavidas –o quizás mejor decir superviviente- que hipnotiza a los hombres y se va con el mejor postor, y en la que no se puede confiar. Isabelle Corey interpreta a Anne. Primer papel para la actriz francesa que desarrolló la mayor parte de su carrera en Italia y casi al mismo tiempo aparecía en el que seguramente en su papel más conocido: como Lucienne en Et Dieu… créa la femme, de Roger Vadim. Si bien para Duchesne, actor experimentado, ésta fue su penúltima película, cuenta la historia que Melville descubrió a Corey mientras paseaba por el Barrio Latino de París donde la actriz, entonces modelo, vivía junto a sus padres. Anne: Boina, chubasquero, misterio y pommes frites. El personaje de Anne es uno de los más intrigantes. El ejemplo más claro de “carpe diem” en un mundo en el que se intenta olvidar el pasado y apenas se piensa en el futuro. Bob se encuentra con Anne una mañana que vuelve a casa tras una noche en las mesas de juego y la acaba incluyendo en su círculo de amigos, en su rutina y su propia casa. Sin embargo, prefiere adoptar el papel de padre en lugar del de amante.

    Bob Montagné es la personificación de cool. Se ha trabajado el respeto de los habitantes de la zona de la plaza Pigalle, el corazón de ese Montmartre parisino de los años 50, del que se esconde tras las luces de neón. Melville rodó en las localizaciones reales, moviendo la cámara con motocicletas y avanzándose a la Nueva Ola de Truffaut y Godard. París es el verdadero protagonista de Bob le Flambeur. Pese a centrarse en los pasos de Bob, esta es una película coral en la que la ciudad es un personaje más. Los hombres y mujeres que muestra Melville son hijos de la noche parisina y a su vez son los protagonistas de esa otra vida de los bajos fondos que se encuentra “entre la noche y el día, entre el cielo y el infierno”. La película, sin embargo, se aleja de los dramatismos. Personajes como Paolo, el protegido de Bob, su rutina (vemos a este anti héroe en pijama, algo poco habitual en los tipos duros) o incluso a nivel técnico con el uso constante de cortinillas, hace que el tono sea distendido y que por momentos parezca más un filme costumbrista que una historia del hampa. Bob simplemente es un jugador que no tiene suerte en el juego. Ha conseguido pasar los últimos 20 años alejado del mundo de los ladrones de guante blanco pero no puede dejar de hacer lo que más le gusta: jugar. Y aunque le moleste perder, acepta la derrota y los caprichos del azar como parte inevitable del juego.

    Da igual si son los dados, las tragaperras, la ruleta, el póquer o simplemente echar una moneda al aire, lo importante es jugar. Sin embargo, hasta con buenas cartas acaba perdiendo –Bob ilustra su mala suerte explicando a Paolo como su trío de ases, una muy buena mano, cae ante un “full” de tréboles. Con el pelo cano recordándole el paso del tiempo y cansado de la mala suerte, la llegada a sus oídos de que el casino de Deauville guarda 800 millones de francos, hace que Bob se atreva a salir de su área de control y a desafiar al azar con un plan para robar la caja fuerte. Forma un equipo con amigos de confianza entre los que destaca el personaje de Paolo: el joven “lazarillo” que quiere ser como Bob pero al que le queda mucho que aprender. Entre humo de cigarrillos se intenta llevar a cabo un plan para el que se aplican algunas reglas del juego: quien no arriesga no gana. Pese a la organización, es tan difícil huir de uno mismo como intentar controlar todo lo que nos rodea. Al final la suerte le llega a Bob aunque no de la manera esperada.Antes de que Melville pudiese contar con actores más conocidos y mayores presupuestos, el maestro del cine negro firmó esta modesta obra maestra que ya lleva todas sus señas de identidad, incluidas las reconocidas influencias formales del cine americano. A su vez, como en todo el cine de Melville, Bob el jugador ha tenido una gran influencia en sus sucesores. Se dice que Truffaut, cuando vio la película, dijo: “¡Esto es lo que queremos hacer!”. Neil Jordan aprovechó el guión de Melville y Auguste Le Breton para hacer un remake que se estrenó en 2002 sin pena ni gloria pese a que The Good Thief contaba con un elenco de lujo: Nick Nolte, Tchéky Karyo, Emir Kusturica y Ralph Fiennes. Más allá del legado concreto de Bob le Flambeur, lo más relevante es la semilla que planta. Melville lanzó la moneda al aire y resultó que cayó de cara. (ElAntepenúltimoMohicano.com)

  • Un Flic (Jean-Pierre Melville – 1972)

    Un Flic (Jean-Pierre Melville – 1972)

    En Un Flic, un grupo de ladrones roba los fondos que una rica heredera tiene depositados en un banco. Pero, durante el atraco, uno de ellos resulta herido. El cabecilla de la banda debe enfrentarse al comisario Colemane, que es uno de sus mejores amigos.

    • IMDb Rating: 7,1
    • RottenTomatoes: 80%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Un Flic arrastra el sambenito de suponer un molesto corpúsculo en la filmografía de Jean-Pierre Melville. Título incluso denostado por admiradores del cine del francés, tiene además en su contra el hecho de suponer el involuntario testamento de su realizador. Parece en este último aspecto, que dentro del terreno de los cineastas de relieve, además de poder sobrellevar una obra de interés, pudieran asumir poderes sobrenaturales para adivinar cuando llegaba el fin de su obra artística, y encima no admitiendo en sus películas una irregularidad que sí asumen el resto de los mortales en cualquiera de sus manifestaciones. Dicho esto, y con el ánimo de disentir de manera razonable de este enunciado, lo cierto es que la última película de Melville mantiene a mi modo de ver dos rasgos que no solo impiden que nos encontremos ante un título plenamente logrado. Por un lado hay momentos en donde la propia formulación de Un Flic adquiere la sensación de deja vu, en la que se reiteran sin especial inspiración una serie de formulismos habituales en el cine del francés. De otra –y este es para mi su principal defecto-, no se puede obviar que nos encontramos con un título que mantiene demasiados elementos de guión que se encuentran mal ensartados y dosificados, especialmente en su tercio inicial, donde un cierto confusionismo domina la narración. Sin embargo, y aún reconociendo de antemano estos inconvenientes, no voy con ello a renunciar al placer que proporciona esta nueva –y última- apuesta de Melville para encontrarse con un mundo propio, un estilo inconfundible, una propuesta en la que parece que el mero interés narrativo y argumental carece de importancia y, en definitiva, nos encontramos ante un casi ritual reencuentro con esa manera de entender la vida que definió hasta entonces el cine de su artífice.

    En una zona costera francesa dominada por tonalidades lívidas y bajo el dominio de una molesta lluvia, cuatro atracadores asaltan un banco, logrando escapar del acoso policial aunque uno de ellos resulte herido en el atraco. El cerebro del mismo es Simon (Richard Crenna), dueño de un night club de tinte nostálgico, cuya amante es la joven Cathy (Catherine Deneuve). Esta al mismo tiempo mantiene una relación con el comisario Edouard Coleman (Alain Delon), quien se encargará de sobrellevar la investigación del caso, a la que se sumará poco después un reincidente asalto por parte de los hombres de Simon, a un cargamento de droga que se trasporta en pleno viaje de tren. La interacción de ambos personajes será a fin de cuentas el elemento de mayor interés argumental de Un Flic que renuncia abiertamente el soporte habitual del guión, para adentrarse de manera manifiesta en la expresión visual de un estado existencial en el que la apuesta por la abstracción cinematográfica adquiere una importancia notable. Es probable que en dicha vertiente se insertara ese aparente descuido argumental que proporciona la película de manera constante, dejando muchos elementos al servicio de la elipsis narrativa o el propio sobreentendido que marcan esas miradas de unos intérpretes aparentemente hieráticos, pero que a través de sus máscaras –especialmente en el caso de Alain Delon-, saben transmitir un pathos bajo el que se esconde la amistad, la semejanza que define trayectorias vitales aparentemente enfrentadas en los dos polos de la ley, o la latente rivalidad existente entre los dos hombres que aman a una misma mujer. Ese elemento femenino que en todo momento oscila en su devenir entre ambos filos de la navaja, y que en un momento dado no dudará en asesinar a ese cómplice del asalto, al ver en su propia existencia un peligro potencial de cara a descubrirse los culpables del robo.

    Así pues, entre un conjunto dominado por la lívida iluminación revestida de tintes azulados –especialmente magnífica en los exteriores de la secuencia de apertura-,ofrecida por Walter Wottitz –en la que no resulta difícil observar ecos del cine de Tati-, nos encontramos ante una película quizá defectuosa en la manera con la que se hace progresar un guión que aparece reducido a una mínima expresión. En su lugar dejarán detalles, impresiones y elementos, que van desde la certera descripción de ese desahuciado empleado de banca que se ve forzado a aceptar intervenir en un atraco para poder asegurar su incierto futuro, los lacónicos comentarios de ese compañero herido quien señala lívido en el coche “una hora más de viaje y me va a quedar menos sangre que a un pollo”, o los instintos sádicos de Coleman, encubiertos bajo sus aparentes modos civilizados, que confluirán en los momentos finales, en los que su aparente triunfo sobre el caso concluirá finalmente con una derrota moral, en una de las conclusiones más severas y pesimistas del cine de Melville.

    Resulta evidente por otra parte, que a la hora de la destacar el cómputo de cualidades de Un Flic, hagamos mención a la larga secuencia que describe el robo de Simon de las maletas que contienen un cargamento de droga, y que alcanzará tras introducirse en el interior de un tren en marcha, merced a la utilización de un helicóptero. Prolongando con ello el asalto que se desarrollaba con admirable tensión en la inmediatamente precedente –y superior- Le Cercle Rouge, e intentando abstraernos de algún momento en el que las maquetas tienen un excesivo protagonismo, lo cierto es que nos encontramos con una magnífica set pièce que sorprendentemente abandona cualquier tentación de espectacularidad, para erigirse en un episodio dominado por una admirable tensión, precisión y fisicidad, carente prácticamente de diálogos, y caracterizado por presentar la operación casi en tiempo real.

    Serán todos ellos elementos de un estilo forjado en el seno de una andadura cinematográfica no demasiado amplia pero si definida de una impronta personal y absolutamente desesperanzada en su expresión física. Un universo personal revestido de honestidad en la exteriorización de los comportamientos que definen una ética, y que en Un Flic quizá no alcanzaran una absoluta coherencia, pero que sí definen un relato tan reconocible como, en buena medida, plausible. Lo único que cabe lamentar es que su artífice no pudiera asomarse de nuevo a esta privilegiada ventana de transmisión de una manera tan coherente e inconfundible de entender la existencia. (thecinema.blogia.com)

  • Le Doulos (Jean-Pierre Melville – 1963)

    Le Doulos (Jean-Pierre Melville – 1963)

    En Le Doulos, tras salir de la cárcel, Maurice Faugel asesina a su amigo Gilbert Varnove. A continuación prepara un atraco para el que necesita una serie de herramientas que le proporcionará Silien, un individuo sospechoso de ser confidente de la policia. El robo sale mal, y Maurice, que sospecha que Silien lo ha traicionado, decide ajustar cuentas con él.

    • IMDb Rating: 7,8
    • RottenTomatoes: 97%

    Película / Subtítulos (Calidad 720p)

     

    “Hay que elegir: mentir o morir”

    Tras salir de la cárcel, el hastiado Maurice Faugel (Serge Reggiani) prepara un robo fácil para el que Silien (Jean-Paul Belmondo), un viejo amigo, le proporciona las herramientas necesarias. Como el robo sale mal, Maurice sospecha que Silien lo ha delatado.

    Soberbio ejercicio de cine negro con el que Jean-Pierre Melville, a partir de una novela menor de Pierre Lesou, se sitúa a la altura de sus admirados clásicos estadounidenses del género (yo diría que incluso los supera), alumbrando una oscura, ambigua y compleja fábula sobre la mentira y la traición con sabor a tragedia clásica en su fatalista desenlace. El título original de la película, Le Doulos, refuerza precisamente esa ambivalencia del relato, al poder referirse tanto al sombrero que porta el personaje de Silien, un doulos, como a su posible condición de confidente de la policía, puesto que en el argot del gremio policial/criminal, el término doulos también se utiliza para designar al chivato o soplón. Magníficas interpretaciones de Serge Reggiani y un impecable Jean-Paul Belmondo en su arquetípica encarnación del impávido antihéroe melvilliano.

    El autor de Le Samouraï, se movía como pez en el agua en ese ambiente turbio de hampones, policías, clubes nocturnos y fulanas que tan bien refleja Le Doulos, donde vuelve a optar por una realización sobria, al estilo Bresson (Melville, al que algún necio de la época acusó de plagiar a su compatriota, respondía, ni corto ni perezoso, que era este quien lo copiaba a él), aunque plagada de claroscuros que remiten a la imaginería sombría del cine expresionista (gran fotografía de Nicholas Hayer). La trama de Le doulos es bastante compleja, debido, principalmente, a que nunca sabemos a ciencia cierta si lo que cuentan los personajes de la historia es verdad o mentira, pero sin llegar nunca a los niveles de ininteligibilidad argumental de otro clásico del género como The Big Sleep, de Howard Hawks. Aquí, todos tienen sus motivos para engañar, traicionar y desconfiar de los demás; constituyendo el mejor ejemplo de esa ambigüedad moral el personaje de Belmondo: ¿es o no es un confidente de la policía? ¿De verdad es amigo de Maurice? ¿Y del inspector de policía Salignari (Daniel Crohem)? ¿Siente algo o no por la guapa Fabienne (Fabienne Dali)? ¿Debemos fiarnos de ese flashback final con el que justifica todas sus acciones anteriores? Que cada espectador saque sus propias conclusiones.

    La dirección de Melville es siempre estupenda, cuando no directamente brillante, como en ese plano secuencia de más de nueve minutos de duración que tiene lugar en el interior de las oficinas de la policía, donde Silien es interrogado por el comisario Clain (Jean Desailly) y otros dos agentes de rango inferior. Sin duda, un buen ejemplo del ubérrimo talento de su hacedor.

    En definitiva, uno de los mejores thrillers de Melville, y, por extensión, del polar francés. (Ricardo Pérez Quiñones – EscupiendoElTiempo.com)

  • Laissez Bronzer les Cadavres! (Hélène Cattet y Bruno Forzani – 2017)

    Laissez Bronzer les Cadavres! (Hélène Cattet y Bruno Forzani – 2017)

    En Laissez Bronzer les Cadavres!, Luce, una pintora excéntrica de unos 50 años, se va a su pequeño caserío aislado, en ruinas, en el sur de Francia, junto con Max Bernier, un antiguo amante, escritor y alcohólico; Brisorgueil, su amante actual, abogado; y tres amigos de este que no conocía todavía: Rhino, Gros y Alex. Tras haber hecho la compra en la ciudad, estos tres últimos asaltan un furgón blindado y se hacen con 250 kilos de oro. Vuelven enseguida a casa de Luce, con la idea de esconderse allí tranquilamente hasta el final del verano, pero algunos sucesos van a obstruir sus planes y el caserío se va a convertir en un campo de batalla durante un día largo y muy agitado que vamos a seguir prácticamente minuto a minuto.

    • IMDb Rating: 6,2
    • RottenTomatoes: 75%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    El Mediterráneo en verano: un mar azul, un sol de plomo… y 250 kilos de oro robados por Rhino y su banda. Han encontrado la madriguera ideal: un pueblo abandonado, apartado de todo, invertido por un artista al que le falta inspiración. Sin embargo, algunos invitados sorpresa y dos policías pondrán en jaque su plan: este lugar paradisíaco, antiguo teatro de orgías y encuentros salvajes, va a transformarse en todo un campo de batalla despiadado y alucinante.

    Hélène Cattet y Bruno Forzani se han labrado con el paso de sus películas una sólida reputación internacional entre el público del cine de género. Amer y después L’étrange Couleur des Larmes de ton Corps, rindieron un homenaje erudito y virtuoso al cine de terror característico de Mario Bava y Dario Argento, nacido en la Italia de los años 70. Mientras que sus dos primeros largometrajes exploraban las alambicadas psiques de sus protagonistas, Laissez Bronzer les Cadavres!, proyectada en la Piazza Grande de Locarno, presenta una narración más frontal. De hecho, no podía ser más sencilla: un puñado de lingotes de oro suscita la codicia de todo un grupo de artistas, hombres de ley y malhechores de toda calaña. En la sombra, la policía acecha: no hay que permitir que el botín desaparezca bajo el sol de Córcega. Aderecen el conjunto con algunas notas de Ennio Morricone al alba, misteriosas reminiscencias orgiásticas y algunos invitados sorpresa (la mujer, el bebé y la niñera) y agiten. La cinta es una adaptación de la novela homónima de Jean-Patrick Manchette y Jean-Pierre Bastid, publicada en la colección de Série Noire en 1971.

    Cattet y Forzani salen así del camino hollado y se dan el lujo de hacer una persecución siguiendo el manual, con carreteras de montaña sinuosas y una vieja furgoneta. Se divierten con los códigos, difuminan géneros y se permiten desvíos, amalgamas y zarandeos. Sumergen policías y ladrones en un estado de sitio, un clásico de la gran pantalla, e inundan todo con una salsa de terror psicodélico. Se nota su gozo de chicos malos cinéfilos cuando sacan a relucir las drogas, el cuero, las motos y las conversaciones críptico-absurdas entre malhechores drogados.

    Los cineastas orquestan en Laissez Bronzer les Cadavres! una increíble sinfonía sensorial, los hallazgos sonoros y visuales llueven como los casquillos de las balas sobre las piedras que calienta el sol de Córcega y la banda sonora magnifica su fetichismo por el cuero, la ropa y los cilindros. Las escenas de antología se suceden, aunque destaca una escena alrededor de una mesa magistralmente puesta en escena, en la que el tono va subiendo entre Elina Löwensohn y Bernie Bonvoisin.

    El casting es a imagen y semejanza de esta galaxia heterogénea. Vemos, en efecto, a una Elina Löwensohn alucinada y alucinante, que dirige con mano de hierro su grupo sobrecargado de testosterona. Frente a ella, vemos toda una colección de rostros arrugados: Bernie Bonvoisin, visto recientemente en Sonar, Marc Barbé, Hervé Sognes, Pierre Nisse, Stéphane Ferrara y Michelangelo Marchese. (Aurore Engelen – CinEuropa.org)

  • The Ladykillers (Alexander Mackendrick – 1955)

    The Ladykillers (Alexander Mackendrick – 1955)

    En The Ladykillers, en una casa aislada y próxima a las vías del tren vive la señora Wilberforce, una venerable anciana que alquila dos habitaciones al misterioso profesor Marcus y a los cuatro miembros de su siniestra banda de música.

    Mejor Guión y Mejor Actriz en los Premios BAFTA 1955

    • IMDb Rating: 7,7
    • RottenTomaotes: 87%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Quinto y último largometraje de Alexander Mackendrick para los prolíficos estudios Ealing antes de partir a los Estados Unidos, en donde apenas firmaría cuatro largometrajes para dedicarse posteriormente a la docencia (de los cuales cabe destacar muy por encima de los otros dos la memorable Sweet Smell of Success y la que es para mí su indudable obra maestra, A High Wind in Jamaica), The Ladykillers supone la culminación en clave de comedia (como lo es A High Wind in Jamaica en el género de aventuras) del gran tema que encontramos a lo largo de la corta filmografía del director: el del poder destructivo de la inocencia. Un poder representado en la película por la entrañable Sra. Wilberforce (Katie Johnson), auténtica pesadilla de la banda de atracadores que se hospedará en su pequeña vivienda para cometer un golpe en la estación de tren de la zona.

    Ya en el mismo arranque de la película, Mackendick nos depara un gag (extraordinario por su modernidad y subversión) que no puede ser más elocuente respecto a la propuesta temática del film: de camino a la comisaría del barrio (a la que la anciana se dirige para despachar con las autoridades acerca de un improbable ataque extraterrestre), la Sra. Wilberforce se detiene a contemplar con una dulce sonrisa a un bebé en el interior de un cochecito, provocando instantáneamente el llanto desconsolado del pequeño (que parece advertir con un sexto sentido las funestas consecuencias que deberá lamentar todo aquél que se cruce con la inocente viejecita ).

    A partir de este brillante inicio, cualquier supuesta amenaza que pudieran representar el Profesor Marcus (Alec Guinnes, el Obi-Wan Kenobi de la Star Wars original) y sus secuaces, entre los que se encuentra un muy jovencisimo Peter Sellers (The Party, Dr. Strangelove), queda completamente desactivada: Mackendrick predispone al espectador a decodificar todas las imágenes en clave de comedia y así, la inquietante sombra del Profesor Marcus tras los cristales de la puerta de entrada de la pequeña vivienda de la Sra. Wilberforce es percibida antes como un mal augurio para el infortunado jefe de la banda que como un verdadero peligro para la vieja solterona.

    Toda la primera parte de The Ladykillers juega con el intercambio de roles de los personajes, presentando a los forajidos como posibles víctimas de la amenazante anciana. De este modo, cuando el profesor Marcus se instala en la vivienda de la Sra. Wilberforce con la excusa de utilizarla como sala de ensayo de su grotesco quinteto de cuerda, y gracias a la eficaz utilización del punto de vista que propone Mackendrick, el espectador sufrirá junto con los malhechores cada vez que su anfitriona esté a punto de dar al traste con el golpe. Tal como lo explica el propio director: “si ves una historia de un hombre que quiere matar, descuartizar y hacer un estofado de niños, si ves toda la historia desde su punto de vista, te acabas identificando con él”.

    Este intercambio de roles tiene su momento culminante en la secuencia posterior al golpe, en la que, cuando están a punto de huir con el botín, los malhechores son literalmente retenidos por un grupo de vecinas que acuden a la vivienda de la Sra. Wilberforce con la idea de escuchar una audición del supuesto quinteto de cuerda: la imagen de los miembros de la banda bajo el yugo de las venerables ancianas (forzados a compartir el tan británico ritual del té con pastas) no puede provocar de nuevo sino la empatía del espectador hacia los desdichados forajidos, erigiéndose además como uno de los momentos más hilarantes e irónicos de la película.

    Finalizada la velada, y conscientes de haber sido descubiertos por su anfitriona, los miembros de la banda deciden a suertes quién deberá hacerse cargo de eliminar a la Sra. Wilberforce.  Pero lo que sigue es un juego de engaños y traiciones para huir con el dinero en el que los malhechores irán eliminándose entre ellos (en un alarde de guion y puesta en escena en clave de comedia negra) hasta dejar finalmente el botín en manos de la afable e inocente anciana. (David Vericat – CinemaEsencial.com) 

  • Ruben Brandt Collector (Milorad Krstic – 2018)

    Ruben Brandt Collector (Milorad Krstic – 2018)

    En Ruben Brandt Collector, un psicoterapeuta sufre pesadillas violentas inspiradas en 13 obras de arte famosas. Cuatro de sus pacientes, que son ladrones expertos, se ofrecen para robar todas esas obras maestras, ya que creen que una vez que las posea desaparecerán las pesadillas. Brandt acepta el plan y ellos se cuelan en museos y galerías de arte de todo el mundo. Brandt se convierte en «el colecionista”, uno de los delincuentes más buscados. Gangsters y cazarrecompensas le buscan para ganar los 100 millones de dólares que se pagan por su captura. Al mismo tiempo, un grupo de compañías de seguros contrata a Mike Kowalski, un detective privado y experto en robos de arte, para resolver el caso.

    Mejor Guión y Mejor Ópera Prima en el Festival de Sevilla 2018

    • IMDb Rating: 7,5
    • RottenTomatoes: 85&

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    La infanta Margarita vestida de azul tal y como la inmortalizó Diego Velázquez pide ayuda desde el exterior de la ventanilla de un tren en marcha. Cuando Ruben Brandt acude a socorrerla, la niña se lanza sobre su brazo e intenta arrancárselo de un mordisco al tiempo que lo arrastra fuera del vagón. Mientras, el chico que silba pintado por Frank Duveneck contempla la escena aferrado a un caracol.

    “El arte es la clave a los problemas de la mente”, asegura el protagonista de esta singular maravilla del cine de animación europeo. Ruben Brandt es un psicoanalista que sufre constantes pesadillas en las que es víctima de ataques por parte de los personajes de algunas piezas maestras de la historia del arte occidental. Brandt encuentra la solución a su malestar de la mano de una de las pacientes que atiende en su lujosa clínica perdida en algún rincón privilegiado de la Europa central. Mimi, acróbata aquejada de cleptomanía, le sugiere el robo de estas obras que le atormentan. Poseer los problemas como forma de desactivarlos.

    Así, Ruben Brandt Collector se despliega en parte como una versión animada de uno de esos apetecibles ‘thrillers’ en torno a los sofisticados robos a escala internacional de un grupo variopinto de especialistas. Mimi y su equipo, el guardaespaldas Bye-Bye Joe, el ‘hacker’ Fernando y el experto bidimensional en atracos a bancos Membrano Bruno, todos pacientes de Ruben Brandt, sustraen de los museos y pinacotecas más famosos del mundo obras como las ya citadas y la ‘Olympia’ de Édouard Manet, el ‘Retrato del Cartero Joseph Roulin’ de Vicent van Gogh, ‘El Nacimiento de Venus’ de Sandro Botticelli, ‘Nighthawks’ de Edward Hopper, el ‘Retrato de Pierre-Auguste Renoir’ de Frédéric Bazille o el ‘Doble Elvis’ de Andy Warhol. Sus golpes despiertan la atención de dos grupos muy diferentes. Por un lado, una panda de mafiosos descubre en el mundo del arte un campo para enriquecerse más provechoso que la delincuencia tradicional. Por el otro, el detective Mike Kowalski, también un obseso del coleccionismo en otros ámbitos, le sigue la pista a Mimi desde hace tiempo…

    La relación entre artes plásticas y animación cinematográfica parte de la época de las primeras vanguardias, y Ruben Brandt Collector rinde homenaje en su concepción a este vínculo primigenio. Porque el primer largometraje firmado por el esloveno afincado en Hungría Milorad Krstic no se limita a homenajear el arte a partir de la inclusión del robo de cuadros en el argumento o trufando de referencias cultas la película. En un panorama global como el del cine de animación dominado por dos frentes, los Blockbuster estadounidenses y la industria del anime japonés, Krstic reivindica una animación europea con personalidad propia a base de sacar el brillo a las tradiciones plásticas autóctonas.

    Porque en Ruben Brandt Collector los rostros de los protagonistas están marcados por una asimetría facial propiamente cubista con todas las influencias que este movimiento convocó, desde los perfiles egipcios a las máscaras africanas. Mientras que la anarquía de la configuración y el inserto de los ojos recuerda a los ‘collages’ dadá de Hannah Höch. Si las figuras humanas de la película escapan vía vanguardias históricas de las tendencias hegemónicas en la animación global, el perfil de paisajes y de fondos entronca en su limpia y bella precisión con la maestría de tantos dibujantes europeos de historietas de línea clara. Algo que se hace patente sobre todo en el segmento parisino, donde se plasma con todo detalle el imaginario de esa ciudad en el momento en que alumbró esas revoluciones artísticas.

    Ruben Brandt Collector no es solo un festín de citas al mundo del arte reimaginado a través de la animación. El film se desarrolla como una relectura del cine de atracos en su vertiente más gozosa, sexy, ágil y sofisticada. Un género que arrancaría con Les Vampires (1915), el serial de Louis Feuillade cuya protagonista, la Irma Vep a quien encarnó Musidora, es la primera inspiración para el talento felino, nocturno y acrobático del personaje de Mimi. Y al mismo tiempo, la película recupera la obsesión por el psicoanálisis que marcó la cultura europea de principios del siglo XX e influenció también buena parte de la historia del cine aquí convocada, de Marnie (Hitchcock tiene su particular forma de ir apareciendo a lo largo del film) a Peeping Tom de Michael Powell, pasando por el expresionismo alemán.

    Llega un momento en que uno de los méritos de Ruben Brandt, Collector consiste en no acabar engullida por el remolino de referencias que pone en marcha. El film también resulta un tanto insatisfactorio en algunas de sus resoluciones (como ya les sucedía a varios de los títulos de corte psicoanalítico a los que alude). Pero estos pequeños inconvenientes no ensombrecen el gusto de encontrarse ante una película que reivindica la animación en todo su esplendor como el recurso perfecto a la hora de cumplir el sueño surrealista de propiciar la convivencia en un mismo plano de distintas realidades, de lo físico y de lo onírico, de la arquitectura espectral de Giorgio de Chirico y de los bares nocturnos de Edward Hopper, de la plasmación del tormento pesadillesco a la degustación de los pequeños y grandes placeres que procura el amor al arte. (Eulália Iglesias – ElConfidencial.com)

  • Pickpocket (Robert Bresson – 1959)

    Pickpocket (Robert Bresson – 1959)

    En Pickpocket, Michel es un carterista que no roba por necesidad como tampoco lo hace por vicio; no es cleptómano, roba para darse a sí mismo un valor, porque el robo es el medio de expresar sus sentimientos.

    • IMDb Rating: 7,7
    • RottenTomatoes: 97%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Pickcpocket significa carterista, y creo sinceramente que no había un título más adecuado para esta gran obra del reconocidísimo Robert Bresson, director francés con una filmografía poco extensa, si tenemos en cuenta que en 50 años hizo 16 películas, algunas de las cuales tienen su puesto entre las películas más destacadas de la cinematografía francesa, y también de cualquier cinematografía. Yo tenía esta cuenta pendiente con Pickpocket, indudablemente el film más famoso de Bresson junto con los dos inmediatamente anteriores, todos en la década de los 50, y el pasado viernes por fin me he quitado esa espinita que tenía clavada. El resultado del visionado de la película fue una de las experiencias cinematográficas más sentidas que he tenido últimamente. Y lo de «sentido» es un término que a Bresson le queda muy bien, por lo menos en lo que respecta a esta película.

    El argumento es bien sencillo, que no simple. Michel es un hombre en el paro, aburrido de la vida y cansado de todo, con una extraña relación con su madre. Tiene un hobby muy particular, es carterista, algo que de vez en cuando le reporta algún dinero extra. A partir de un momento clave en su vida, decide tomar clases de un verdadero profesional y se dedica de lleno a robar carteras, ya que es lo único en el mundo con lo que puede expresarse realmente y con lo que sentirse realizado.

    Pickpocket es una película de silencios, de emociones calladas, de sentimientos ocultos. Y Bresson acierta de lleno en algo que a priori resulta arriesgadísimo: la elección de actores no profesionales. Cabe decir que en ciertos momentos se les nota esa inexperiencia, ya que algunos no logran ser lo expresivos que se debiera, y más en una película de la intensidad dramática de ésta. Sin embargo, Bresson sabe muy bien lo que se hace, y convierte toda esa inexperiencia actoral en una de las mejores bazas de la película, al querer reflejar en todo momento la incomunicación de los personajes. El apatismo de algunos de ellos contribuyen positivamente a que el director refleje perfectamente lo que quiere reflejar.

    Pickpocket es por un lado una película realista en algunos de sus aspectos, los personajes nos resultan cercanos, podrían ser tranquilamente nuestros vecinos. Y por otro lado es un film como irreal, con una atmósfera extraña y un sugestivo poder de fascinación que ahonda profundamente en los personajes principales, en sus almas. Bresson se deja llevar por la fluidez de la historia para contarnos algo más que lo que a simple vista estamos viendo. Es maravilloso comprobar que los detalles más insignificantes tiene toda su importancia en la historia, y aquí me refiero a lo que la película cuenta en su totalidad, y no sólo a la parte del carterista. Parte, por cierto, realizada con un enorme sentido del ritmo y el montaje. Citar al respecto, la extraordinaria secuencia de aprendizaje del personaje principal, donde vemos en primerísimo plano verdaderas lecciones de cómo robar una cartera. También son destacables todos los momentos en los que nuestro protagonista se pone manos a la obra e intenta robar una cartera, algunos de ellos de una tensión increíble, tanto que parece que estamos viendo un film de suspense.

    Una película magnífica en todos los aspectos, prácticamente única en su especie, capaz de sintetizar en 72 minutos muchas cosas, y ser capaz de transmitir fuertes sensaciones, a la par que estar disfrutando enormemente de un gran film. Un film hecho con el alma, para hablar sobre el alma y destinado a nuestra alma, por muy redundante que sea todo esto. Pickpocket es así, es inútil hablar más sobre ella, hay que sentirla. (Alberto Abuín – Espinof.com)

  • Reservoir Dogs (Quentin Tarantino – 1992)

    Reservoir Dogs (Quentin Tarantino – 1992)

    En Reservoir Dogs, una banda organizada es contratada para atracar una empresa y llevarse unos diamantes. Sin embargo, antes de que suene la alarma, la policía ya está allí. Algunos miembros de la banda mueren en el enfrentamiento con las fuerzas del orden, y los demás se reúnen en el lugar convenido

    Mejor Director y Mejor Guión en el Festival de Cine de Sitges 1992
    Premio FIPRESCI en el Festival de Toronto 1992
    • IMDb Rating: 8,3
    • RottenTomatoes: 91%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Hoy se cumplen 25 años del estreno mundial de Reservoir Dogs el 21 de enero de 1992 durante el Festival de Sundance. Ya entonces fue el título más comentado del certamen, pero finalmente se fue de vacío para casa, dándose la curiosidad de que Steve Buscemi también participaba en In the Soup, la gran triunfadora. Sin embargo, todos le recordamos más por su paso por la brutal ópera prima de Quentin Tarantino.

    Con motivo de la celebración de dicho aniversario hemos querido repasar el proceso por el que se llevó a cabo la película y la multitud de anécdotas que hay sobre ella. Todo ello sin olvidarnos tampoco de sus méritos y de su importancia a la hora de definir el cine de su realizador y su particular universo cnematográfico. La idea inicial que tenía Tarantino era la de realizar Reservoir Dogs con un ajustadísimo presupuesto de 30.000 dólares, con una cámara de 16 MM y contando con amigos suyos. Por ejemplo, el productor Lawrence Bender iba a interpretar a Eddie, rol que acabó yendo a manos de Chris Penn, pero una copia del guion acabó en manos de Harvey Keitel gracias a la esposa de Bender y éste se involucró personalmente, logrando que el presupuesto se elevase hasta el millón y medio de dólares. Eso sí, no faltaron ofertas absurdas durante esa fase, desde un productor que ofreció aportar 1,6 millones de dólares a cambio de cambiar el final para que todo el mundo estuviera en realidad vivo y todo fuera una gran estafa hasta otro que aceptaba poner 500.000 dólares si a cambio su novia de por aquel entonces interpretaba al señor rubio.

    Con el proyecto ya cambiado, había que definir quién iba a interpretar a quién, otra gran fuente de anécdotas. Por ejemplo, Tim Roth se negó a hacer una prueba tradicional, proponiendo irse de copas con Tarantino y Keitel para mostrar su talento cuando estuvieran borrachos. Debió irle bien, que acabó siendo el señor naranja, el mismo personaje que se rumorea que quería dar el director a James Woods, al que su agente nunca le hizo llegar la oferta. ¿Qué sucedió al enterarse tiempo después? Exacto, se buscó un nuevo agente. Por su parte, el propio Tarantino aparece en Reservoir Dogs dando vida al señor marrón, pero lo cierto es que él tenía decidido interpretar al señor rosa, pero aceptó dar la oportunidad al resto de hacer una prueba. Tan impresionado quedó con lo que hizo Steve Buscemi que acabó aceptando cederle el papel, y eso que el actor o que quería en principio era meterse en la piel del señor blanco o de Eddie. Buscemi no fue el único que acabó en un papel diferente al que quería, ya que Michael Madsen quiso ser el señor rosa, mientras que Roth iba con la idea de ser el señor rubio. Tampoco está nada mal la lista de actores que pudieron participar: George Clooney hizo la prueba para dar vida al señor rubio, Samuel L. Jackson al señor naranja -lo curioso es que impresionó lo suficiente a Tarantino para que escribiera luego al Jules de Pulp Fiction pensando en él para el papel-, mientras que Robert Forster y Timothy Carey quisieron ser Joe.

    Además, antes de rodar Tarantino visitó el taller de trabajo de Sundance, donde obtuvo comentarios de todo tipo, pero el más decisivo fue el dado por Terry Gilliam, quien le dijo que lo más importante que tenía que hacer era aprender a delegar, es decir, saber encontrar a los técnicos adecuados a los que explicar qué era exactamente lo que quería. De ahí su mención durante los agradecimientos finales.

    Tarantino contó con un presupuesto mucho más elevado del previsto, pero eso no impidió que tuviera que hacer frente a una serie de notables limitaciones. Uno de los detalles más curiosos es la especie de trueque a la que llegó con Robert Kurtzman, quien aceptó encargarse del maquillaje a cambio de que él metiese mano en el guion que años después serviría como base para From Dusk Till Dawn. Además, varios de los actores lucieron su propia ropa para ahorrar costes -Chis Penn su chaqueta o Steve Buscemi sus pantalones negros-, mientras que los míticos trajes que lucen los protagonistas fueron cedidos por un diseñador tan fan del cine de atracos que solamente con eso ya le bastó. Además, Michael Madsen cedió el Cadillac que utiliza su personaje y se redecoró la parte superior del almacén -un depósito de cadáveres en desuso- en el que transcurre la mayor parte del relato para hacerlo pasar por el apartamento del señor naranja. En otros casos no quedó más remedio que adaptarse a la situación. Un buen ejemplo de ello es la escena en la que el señor rosa roba un coche, ya que no les quedaba dinero para conseguir los permisos necesarios para cortar el tráfico y tuvieron que rodarla cuando los semáforos estaban en verde. Eso sí, el dinero no fue problema para que en todo momento hubiera un médico presente cuya principal misión era que la cantidad de sangre que iba perdiendo el señor naranja fuera lo más ajustada posible a la realidad.

    Otra buena muestra de que Tarantino sabía exactamente a qué tenía que dedicar el dinero estuvo en el hecho de que había aceptado prescindir de banda sonora a cambio de conseguir los derechos del tema ‘Stuck in the Middle with you’ que suena en la escena más recordada de la película. Por suerte, se cerró un acuerdo para vender la banda sonora que le permitió utilizar más canciones, entre ellas ‘Little Green Bag’ para los créditos iniciales, aunque en principio estaba previsto que ahí escucháramos ‘Money’ de Pink Floyd. Por cierto, la célebre escena de la tortura estuvo a punto de ser eliminada por deseo expreso de Harvey Weinstein, pero seguro que ahora se alegra mucho de que Tarantino le convenciera de no hacerlo. Otro que no disfrutó de ella fue Madsen, quien sentía una aversión a la violencia y estuvo muy incómodo durante el rodaje, sobre todo cuando el policía menciona que tiene un hijo, ya que el actor había sido padre poco antes. Tampoco ayudó mucho que Tarantino buscase el mayor realismo posible y el actor que sufría la agresión estuvo dos horas atado en la silla para meterse en el personaje.

    Al comienzo de Reservoir Dogs se habla de ‘Like a Virgin’, ofreciendo una visión muy personal del significado de la popular canción. A Madonna le gustó mucho la película, pero no dudó en enviarle una copia firma de su álbum ‘Erotica’ a Tarantino diciéndole que iba sobre el amor y no sobre penes. Con todo, tampoco sorprende que viera algo así en una película en la que se pronuncia la palabra joder hasta en 272 ocasiones. ¿Recordáis que se cuidó al detalle la cantidad de sangre que perdía el protagonista? Pues bien, eso dio pie a que Tim Roth se quedase literalmente pegado al suelo cuando se secó la sangre de pega, tardando varios minutos en conseguir que recuperase su libertad.

    Lo cierto es que Reservoir Dogs estuvo lejos de ser un bombazo en Estados Unidos, en parte porque no hubo dinero para hacer una campaña promocional adecuada. A cambio arrasó en Reino Unido y también logró un enorme éxito crítico, siendo aún hoy la segunda película de Tarantino con un mayor porcentaje de críticas positivas en Rotten Tomatoes solamente por detrás de Pulp Fiction. Por mi parte, sigue siendo uno de mis títulos favoritos suyos y en él ya pueden verse todas las señas de identidad que definen su cine, desde detalles más generales como la cuidada selección musical -es increíble la cantidad de temazos que suenan y lo bien utilizados que están- hasta aspectos más concretos como ese característico contrapicado desde el interior del maletero de un coche.

    No falta tampoco su particular verborrea -ojo, que se menciona a Pam Grier en cierto momento, la cual lideraría años después la infravalorada Jackie Brown-, que mantiene toda su frescura, o su predilección por romper la narrativa tradicional, incluyendo multitud de flashbacks y ocultando de forma muy astuta el propio atraco. Él mismo se enorgullece de ello, pero siempre me quedará la duda de si lo hubiera incluido de contar con más dinero. También es cierto que en algunos detalles formales -pienso por ejemplo en los planos en los que vemos a Steve Buscemi huyendo tras el robo- se nota que es su primera experiencia profesional, aunque ahí igual tuvo también influyeron las limitaciones presupuestarias. Más allá de eso el casting es sencillamente perfecto, hasta el propio Tarantino, quien en alguna ocasión posterior -especialmente en Django Unchained- no estuvo tan inspirado en esa faceta.

    Por lo demás, llama la atención lo bien que funciona también su tratamiento de violencia, muy comentado en su momento -hasta impactó al mismísimo Wes Craven- y que a día de hoy ha sido ampliamente superado. A la hora de la verdad todo encaja en su sitio, tanto lo más visceral y directo como la mítica escena en la que es obvio que hay un claro regodeo, pero es que esa actitud es la que requería el personaje y dentro de la misma hasta hay cierta contención para las barbaridades que se mostrarían en la actualidad. Por todo ello, Reservoir Dogs sigue siendo una gran película 25 años después de su estreno y una magnífica carta de presentación de lo que luego nos ha ido dando Tarantino. Esperemos que no cumpla su promesa de retirarse tras hacer diez largometrajes, que son muchos los que han intentado hacer lo mismo que él, pero ninguno ha logrado estar a su altura. (Mikel Zorilla – Espinof.com)

  • The Asphalt Jungle (John Huston – 1950)

    The Asphalt Jungle (John Huston – 1950)

    En The Asphalt Jungle, un ladrón famoso sale de la cárcel con el plan de formar una banda y robar $500 mil dólares en joyas. Todo va bien hasta que unos incidentes y la codicia de cada uno de los miembros amenazan con arruinar todo el plan.

    • IMDb Rating: 7,9
    • RottenTomatoes: 97%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Con un guión del propio Huston y Ben Maddow, basado en la novela homónima de W. R. Burnett y con un magnífico reparto; esta cinta concentra la mayoría de ingredientes propios del cine negro. A los que se añade el de el atraco –en este caso de una joyería–, como eje narrativo. Representado no sólo como un acto criminal, sino como un proyecto ejecutado gracias a la suma de capacidades de un equipo de profesionales del particular sector del delito. Este es uno de los mayores atractivos de la película, junto a la aproximación humana de unos personajes que, cual tragedia griega, están irremediablemente abocados al fracaso.

    La historia parte, como mencionaba, de una novela de William Riley Burnett, con el que Huston trabajó en el guión de la magnífica High Sierra, Raoul Walsh (1941) comentada por mi compañero Juan Luis. Su admiración por el escritor –también autor del guión de The Great Escape, John Sturges (1963) – y las tramas fatalistas, están presentes en casi toda la obra del director. En el film de Raoul Walsh ya encontramos los elementos esenciales que conforman el discurso de The Asphalt Jungle, como son el robo y la presencia ineludible de un destino fatal. En la película que nos ocupa estos componentes se enfatizan y se recalcan, sobretodo a través del diálogo. Como ya hiciera Huston con The Maltese Falcon, John Huston (1941), considerada por muchos la cinta que inaugura el género noir, convierte sus ingredientes en arquetípicos. Otras películas posteriores, entre las que destaca especialmente The Killing, Stanley Kubrick (1956) –con la que guarda no pocas similitudes–, muestran esta visión fatídica del acto criminal en la que el espectador se sitúa del lado del delincuente.

    En su estreno, The Asphalt Jungle fue tachado de inmoral pues era evidente la intención del director de hacernos simpatizar con los criminales, en detrimento del cuerpo policial o de una profesión a priori respetable como la de abogado. A pesar de la, tal vez forzada, auto justificación final por parte del comisario de policía; esta cinta trata de profundizar sobre unos personajes que, hasta el momento, habían sido mostrados y denunciados como simples malhechores. Comprenderlos e incluso identificarse con ellos, despertó ampollas en la sociedad del momento. Sin embargo, es este punto de vista el que sigue fascinando y atrayendo a los aficionados a este género tan complejo como sugestivo.

    The Asphalt Jungle es una película de personajes, de profusión de personajes. El protagonismo del colectivo está por encima del individual. Una característica común en el cine negro, especialmente en este subgénero de atracos. La humanización de sus intérpretes es uno de los aspectos que me sigue maravillando. Uno de los personajes, el experto en cajas fuertes Ciavelli, se nos muestra como un hombre de familia, con una mujer y un bebé al que alimentar. El conductor y camarero llamado Gus –interpretado por un fantástico James Whitmore–, es un individuo amable con la espalda encorvada y con un desaforado afecto por los gatos. Éstos son dos ejemplos de personajes con los que uno empatiza desde el principio, de delincuentes que resultan realistas y cotidianos.

    Durante toda la cinta somos partícipes de sus debilidades, sus vicios, del autoengaño del que son presos y que les lleva a su propia perdición. Cada uno de ellos tiene su particular talón de Aquiles. Las apuestas en carreras de caballos para el pistolero Dix Handley, intepretado por Sterling Hayden, las mujeres para el Dr. Riedenschneider –Sam Jaffe– o el poder y el deseo de permanecer joven para el corrupto abogado Emerich, personificado en Louis Calhern; son algunos ejemplos de su perdición.

    Un reparto excepcional, en el que destacan Sterling Hayden –también actor en The Killing–, Louis Calhern, James Whitmore, Sam Jaffe –que recibió una nominación al Oscar por esta película– y John McIntire, entre muchos otros geniales secundarios. En plena era del mccarthismo, varios actores –Sam Jaffe y Sterling Hayden sobretodo– e incluso John Huston, fueron investigados por el Comité de Actividades Antiamericanas bajo sospecha de comunismo. El casting femenino está encabezado por la extraordinaria Jean Hagen –que también actuó en Singing in the Rain, de Gene Kelly & Stanley Donen (1952)– y, en sus primeros papeles, la explosiva Marilyn Monroe. Dos actrices que manejaban drama y comedia a la perfección.

    Otro de los ejes fundamentales de la trama y, en general en el cine negro, es la presencia de la ciudad como escenario maligno y corrompido. En ella se concentran los peores aspectos de la sociedad, la hipocresía, la perversión, el egoísmo, la vulgaridad y, en última instancia, el mal. En directa oposición con el campo, la metrópolis representa un ambiente desencantado y sórdido en el que cualquiera se ve forzado al delito. La mayoría de secuencias de la película tienen lugar en ambientes cerrados, nocturnos. No aparece ni un solo escenario urbano en el que se represente tranquilidad o cotidianidad. La película empieza y acaba con la contraposición de estos dos decorados. El comienzo, las angustiosas calles desiertas de la ciudad y como conclusión, un prado abierto en el que reina el sosiego. El asfalto corrompe, la tierra fortalece.

    La importancia de la fotografía y el encuadre son vitales en este género, heredero de la influencia del expresionismo alemán y el realismo poético francés. La cinta está compuesta, prácticamente en su totalidad, a partir de primeros planos en los que la cámara se sitúa en contrapicado. Las estancias se estrechan, los techos se sostienen cual losas encima de los personajes, como el cielo que está a punto de caer sobre sus cabezas. La sensación de opresión, de aprisionamiento de unos actores que parecen enjaulados, se consigue a través de estos elementos.

    Es destacable la labor de Harold Rosson, director de fotografía en esta cinta y también de Johnny Eager, Mervyn LeRoy (1941) o Duel in the Sun, King Vidor (1946). La banda sonora o más bien, la ausencia de ella –apenas escuchamos la melodía compuesta por Miklós Rózsa en sus primeros minutos–, es fundamental también para crear la atmósfera de la película. The Asphalt Jungle supone, en definitiva, una producción inusual para la Metro Goldwyn Mayer, mucho más conocida por sus fastuosos musicales y la elegancia de sus dramas y comedias.

    Resulta imposible condensar todos los rasgos que constituyen el atractivo de esta cinta, al menos para mí. A pesar del clasicismo que se le ha achacado a este film, fruto de una etapa de la carrera de John Huston marcada por las adaptaciones literarias y su labor como guionista; este director sabía como pocos hablarnos del fracaso y del autoengaño. Una crítica al ser humano y a la sociedad y, al mismo tiempo, una dignificación de un colectivo de habitantes que se mueven entre las sombras. No hay mayor enemigo que nosotros mismos. (Miriam Figueras -Espinof.com)

  • El Motoarrebatador (Agustín Toscano – 2018)

    El Motoarrebatador (Agustín Toscano – 2018)

    El Motoarrebatador narra la historia de un ladrón, quien tras golpear brutalmente a una señora mayor para arrebatarle la cartera, intenta redimir el daño que hizo. Pero su pasado de motoarrebatador lo persigue, impidiéndole comenzar una nueva vida.

    • IMDb Rating: 7,3
    • RottenTomatoes: 6,4

    Película

     

    El Motoarrebatador  es la primera película “en solitario” de uno de los directores de Los Dueños, este filme de pura cepa tucumana (con algún que otro toque uruguayo delante y detrás de cámaras) apuesta por una línea un tanto más seca estéticamente que la de aquel filme pero con igual espacio para la ambigüedad a la hora de trabajar las relaciones humanas entre personajes de distintos universos.

    En El Motoarrebatador la trama se dispara cuando Miguel y un colega en esto de robar a desprevenidos desde una moto en movimiento le “hacen” la cartera a una mujer que acaba de salir de un cajero automático con dinero. La señora se resiste más de lo pensado y terminan arrastrándola varios metros por la calle hasta dejarla inconsciente en la calle. Miguel se queda mal con lo que pasó y, sin poder sacarse el asunto de la cabeza, decide averiguar qué sucedió con esta mujer.

    Miguel, que tiene una vida complicada que incluye una ex mujer con la que se lleva mal, un padre con el que tampoco tiene muy buena relación y un hijo al que ve un par de veces por semana –y excluye cualquier cosa parecida a un trabajo fijo en una ciudad signada por la crisis– encuentra a la mujer internada en un hospital y con una “conveniente” (para él) pérdida de memoria. Es así que el muchacho se hace pasar por un conocido de la señora y ella, que no recuerda ni su propio nombre, termina creyéndole y de algún modo adoptándolo como el único “familiar” que la ayuda en esa circunstancia. Esa relación no correrá necesariamente por los caminos esperables ya que más allá del posible suspenso en relación a que la mujer descubra su verdadera identidad también hay otros asuntos y dudas que complican el panorama.

    Toscano trata de incluir esta historia en una reflexión un poco más amplia –y quizás un tanto confusa o no bien explorada– sobre la violencia social en Tucumán, con escenas de paros policiales y saqueos a negocios que intentan dejar en claro el clima de tensión social y económica que se vive allí. A Miguel lo presionan para seguir robando, por un lado, y por otro es la clase de tipo que sabe que está haciendo algo que no debería e intenta parar. Pero el problema es que no termina de lograr salir de las trampas en las que él mismo se mete: es la clase de tipo que da un paso para adelante y dos para atrás. La mujer, en tanto, quizás llamada Elena, tiene también lo suyo o eso se deja entrever. Nadie en ese juego es tan inocente como parece. O, al menos, ninguno pone todas las cartas sobre la mesa nunca.

    El Motoarrebatador tiene algo, en su estética y formato narrativo, que recuerda al cine social de los Dardenne (Le Gamin au Velo, La Fille Inconnue) , que siempre enmarcan sus dramas humanos en relatos de caracter policial, con un suspenso clásico de falsas identidades jugando como motor de una historia que intenta ir más allá de eso. En una Tucumán sin ningún plano turístico ni por asomo –podría ser el Gran Buenos Aires si no fuera por los acentos y por algunas zonas boscosas que la rodean– Toscano termina contando un cuento acerca de las segundas oportunidades en la vida que, como sucede con esos furtivos desvíos que los propios chorros suelen verse obligados a tomar, no siempre van por el camino esperado ni el mejor pavimentado. Ya lo decía un tal Bresson en una escena de Pickpocket: “Qué extraños caminos tuve que tomar para llegar hasta tí”. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)