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  • Compulsion (Richard Fleischer – 1959)

    Compulsion (Richard Fleischer – 1959)

    En Compulsion dos brillantes jóvenes de clase alta cometen un asesinato sin motivo aparente; pero, aunque creen haber realizado un crimen perfecto, lo cierto es que han dejado pistas que los incriminan…

    Mejor Actor en el Festival de Cannes 1959

    • IMDb Rating: 7,4
    • RottenTomatoes: 85%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Basada en una novela de Meyer Levin, Compulsion, comparte planteamiento con Rope, la celebrada cinta de Alfred Hitchcock: en el Chicago de 1924, dos estudiantes pretenden demostrar su superioridad intelectual cometiendo un crimen perfecto que ponga de manifiesto su liberación de toda atadura moral, la pérdida de vigencia de toda ética ante individuos cuya inteligencia sobrepasa las estrecheces de los prejuicios inoculados en los seres humanos durante siglos por la religión, la filosofía o la ley. De este modo, el sensible y melancólico Judd (Dean Stockwell), y el fanfarrón y presuntuoso Artie (Bradford Dillman), al que le ata un insana relación de dependencia (de insinuados tintes homosexuales), viven una escalada violenta que se inicia con el frustrado atropello de un borracho y eclosiona en el asesinato de Paulie, un niño de un colegio cercano que aparece en una alcantarilla con la cabeza destrozada, aunque todavía se da un episodio posterior que puede incrementar su grado de crueldad y que solo los remilgos de Judd logran impedir. Artie, convencido de que saldrán airosos, ni se inmuta cuando un imprevisto pone en manos de la policía una pista crucial y, embriagado de soberbia, se dedica a un peligroso juego con las autoridades, de las que parece burlarse desde su «superior» posición. No obstante, la maraña se complica, y las supuestas mentes superiores quedan retratadas como lo que son en realidad, un par de botarates niñatos de papá (ambos pertenecen a familias acomodadas) que juegan caprichosamente con el destino de otros seres, para ellos inferiores, desde el pedestal que les proporciona el colchón económico de sus familias y, dado su carácter infantil, sin ser conscientes de las consecuencias de sus actos. No lo son ni siquiera a la hora de la verdad, durante el proceso judicial en el que son defendidos por el famoso abogado criminalista Jonathan Wilk (Orson Welles) y que puede llevarles a la horca.

    Los presupuestos del superhombre de Nietzche son el punto de partida intelectual (lo mismo que en el mencionado título de Hitchcock) de la pareja de criminales para justificar sus actos. No obstante, estos postulados son vencidos por el espectacular alegato final de Wilk, en lo que es una s0bresaliente interpretación de Welles. Es precisamente su presencia, el poder de su actuación, el carisma y la profundidad de su encarnación del abogado experimentado y curtido en mil fracasos (no tanto profesionales como personales, asistiendo durante más de cuatro décadas al espectáculo de la degradación humana en todos sus extremos), lo que eleva Compulsion y le concede una justa trascendencia. El discurso moral sobrevuela por encima de la intriga criminal (en el fondo, no hay tal, ya que el público conoce desde el principio la autoría del crimen y el proceso no gira en torno de la culpabilidad o inocencia de los responsables, sino sobre su cordura o locura), que no está muy elaborada, y también sobre el simple drama judicial, ya que las sesiones ante el tribunal tampoco constituyen el clímax dramático de Compulsion. Los aspectos de la investigación se reducen al seguimiento que la prensa hace de los detalles del asesinato, como forma de que el espectador conozca el estado de las pesquisas, y a la magnífica sucesión de secuencias en las que el fiscal (E. G. Marshall) sonsaca a los asesinos, confronta sus versiones y logra desentrañar los hechos. Por otro lado, una vez que Wilk consigue que el juicio no verse sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino sobre su estado mental, el jurado deja de tener sentido, y las sesiones del tribunal se limitan a confrontar testimonio cualificados de profesionales de la psquiatría que expongan su parecer, de modo que las habituales y tópicas secuencias de juicios, con las consabidas protestas, quedan al margen. Solo en el último momento, cuando la cuestión queda reducida a cómo la ley debe actuar frente al mayor de los bienes, la vida humana, es cuando el clímax dramático alcanza su plenitud, y enlaza magistralmente con el título del filme cuando equipara los impulsos homicidas de los jóvenes asesinos con los de una sociedad que confunde justicia con venganza, que busca en la sangre la respuesta a sus miedos.

    Pero el interés del argumento o las interpretaciones no constituyen las únicas virtudes de Compulsion. Es cierto que Welles se come el metraje (de hecho, aunque solo aparece en el tercio final es el nombre que abre los créditos) con su poderío interpretativo y la descarga de sus frases en el guion, de un humor tan negro como de una absoluta claridad humanista, y también que la dulpa de actores jóvenes cumple magníficamente en el marcado contraste entre sus personajes (especialmente, Dillman está repulsivo). Hasta el punto fue así, que los tres obtuvieron ex aequo el premio a la mejor interpretación en el festival de Cannes de aquel año. Pero la dirección de Richard Fleischer complementa e impulsa las actuaciones a la perfección: imprime el ritmo adecuado a la historia, proporciona algún que otro hallazgo visual que roza el virtuosismo (el interrogatorio reflejado en los cristales de las gafas, por ejemplo), señala magistralmente las relaciones desiguales entre Artie y Judd, emplea una encomiable economía narrativa en la presentación de los hechos, explota con acierto las situaciones de tensión, las dobleces de los protagonistas y el desasosiego de la violencia injustificada y, lo que es más importante, sabe adaptarse, hasta incluso casi desaparecer, cuando el protagonismo debe ser adquirido por la fuerza y el contenido de los diálogos, en particular durante el clímax, justo antes del final, del discurso del abogado Wilk.

    El valor último de Compulsion radica en el contenido de este alegato final, la defensa que Wilk hace de la vida como valor supremo y de la inconveniencia de la pena de muerte, de su incapacidad en términos de prevención o disuasión en la comisión de crímenes. En su sentido y emotivo, casi lírico, discurso, tan difícil de mantener en un país como Estados Unidos, que aplaude mayoritariamente la existencia de la pena capital, Wilk-Welles pone en valor la administración de justicia como elemento educador, regenerador de la sociedad, lo disocia de su condición de venganza social, de castigo ejemplar. Solo así la justicia puede elevarse sobre los hombres que se someten a ella, sobre los actos que cuestiona, evalúa y condena. Lo contrario, equivale a reducir la justicia a la misma condición de los asesinos, y por idéntico motivo de raíz, su simple entrega a un mero impulso criminal. (39Escalones.wordpress.com)

  • Juror #2 (Clint Eastwood – 2024)

    Juror #2 (Clint Eastwood – 2024)

    En Juror #2 Justin Kemp es un hombre de familia que, mientras forma parte de un jurado en un juicio por asesinato, se encuentra luchando con un serio dilema moral… uno que podría utilizar para influir en el veredicto del jurado y potencialmente condenar (o liberar) al asesino acusado.

    • IMDb Rating: 7,3
    • RottenTomatoes: 92%

    Pelicula (Calidad 1080p. La copia viene con subs en varios idiomas, entre ellos el español)

     

    Desde que David Michael Zaslav asumió la batuta de Warner Bros. Discovery no para de maltratar a reconocidos cineastas. Hace pocas semanas la víctima había sido Kevin Costner y su saga Horizon y ahora fue el turno de uno de los autores que con su productora Malpaso más ha hecho por la historia de ese estudio, para el que rodó buena parte de sus 40 films, ganó cuatro premios Oscar y recaudó más de 4.000 millones de dólares solo en salas. Es cierto que Clint Eastwood venía de dos fracasos como Richard Jewell (2019) y Cry Macho (2021), pero no se desprecia así a una leyenda viviente.

    Según informaron desde Warner, Juror #2 siempre estuvo pensada para el streaming y solo se aprobó una salida limitada en cines porque el film gustó más de lo que se pensaba. En verdad, su lanzamiento casi clandestino en salas de los Estados Unidos (donde la distribuidora ni siquiera está informando los ingresos de taquilla) es solo para cumplir con los requisitos y pueda calificar para los premios Oscar, por lo que solo en Francia está teniendo el éxito que merece.

    A partir de un guion del desconocido Jonathan A. Abrams, quien aseguró que lo escribió pensando en que Eastwood lo dirigiera, el realizador de Million Dollar Baby, American Sniper, Sully, Mystic River y Gran Torino rodó con su habitual solidez uno de esos thrillers sobre miserias humanas, dilemas morales, apariencias que engañan y contradicciones del sistema judicial que mantienen el misterio, el suspenso y la tensión hasta el último plano. No será ninguna obra maestra (como tampoco lo eran las transposiciones de novelas de John Grisham), pero está concebido con la nobleza y precisión de un artesano que, a 6 años de llegar al centenario de vida (Warner se fundó apenas 7 años antes de que naciera el maestro), maneja como pocos las resortes y herramientas de la narración clásica (hay algo de 12 Angry Men, de Sidney Lumet, en el asunto).

    Juror #2 comienza con un asesinato: luego de pelearse con su pareja en un bar durante una noche de tormenta, la joven Kendall Carter (Francesca Eastwood) es encontrada muerta. Nadie tiene demasiada dudas de que el victimario es su violento novio, James Sythe (Gabriel Basso), y el juicio parece encaminarse a un rápido desenlace.

    Pero allí surge la figura del Jurado Nº 2 del título: Justin Kemp (Nicholas Hoult) es un ex alcohólico que está a punto de ser padre (su novia Allison, que interpreta Zoey Deutch, atraviesa los últimos días de embarazo) y es convocado como uno de los 12 jurados. Pero desde el inicio sabemos que ha estado cerca de la escena del crimen y que esa misma noche ha sufrido un accidente con su camioneta. La forma en que reaccionará y actuará siendo de alguna manera “juez” y quizás “parte” del asunto es el motor de un film que tiene a Toni Collette como Faith Killebrew, la fiscal del caso que además está en plena campaña para ser electa como procuradora; y a Chris Messina como el abogado defensor.

    Juror #2 evita los largos testimonios, la presentación de pruebas y los sesudos alegatos para concentrarse en el complejo proceso interior y la forma en que Justin va transitando su participación como jurado. El resultado es un film provocativo, inquietante, cuestionador, en el que Eastwood se mueve con la ductilidad de esos volantes creativos que ya no corren demasiado pero siguen dando asistencias perfectas para que los demás (en este caso sus actores) concreten los goles necesarios para otro holgado triunfo cinematográfico. (Diego Batlle – OtrosCines.com)

  • Anatomie d’une Chute (Justine Triet – 2023)

    Anatomie d’une Chute (Justine Triet – 2023)

    En Anatomie d’une Chute Sandra, una escritora alemana, vive con su marido Samuel y su hijo ciego, Daniel, en un chalé en medio de los Alpes franceses. Cuando Samuel fallece en misteriosas circunstancias, la investigación no puede determinar si se trata de un suicidio o de un homicidio. Sandra es arrestada y juzgada por asesinato, y el proceso pone su tumultuosa relación y su ambigua personalidad en el punto de mira.

    Palma de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cannes 2023
    5 Nominaciones en los Premios Oscar 2023
    Mejor Guión, Mejor Película de Habla no Inglesa en los Premios Globos de Oro 2023
    7 Nominaciones en los Premios BAFTA 2023
    Mejor Película Europea en los Premios Goya 2023

    • IMDb Rating: 7,8
    • RottenTomatoes: 96%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Con una refinada ironía, Anatomie d’une Chute (2023) recibe al espectador que observa una pelota caer por las escaleras del interior de una casa. La obertura –que se encadena a una curiosa melodía en loop que desata la trama– activa múltiples funciones. Por un lado, se trata de una escena que la directora Justine Triet copia de The Changeling (1980), el filme de horror de Peter Medak. También es una forma de relativizar un hecho que resume las intenciones de la película: ¿la pelota cae o solo rebota? Todo esto para contar la historia de una muerte y restituir la dinámica –vedada al público– de una familia. Como ya sabemos, “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, así que Triet desglosa a esta familia con un zoom que parece un escalpelo y, lo que es más intrigante y difuso, ensaya preguntas sobre la justicia y la búsqueda de la verdad como principio moral. Anatomie d’une Chute (en español, “Anatomía de una Caída”), cuya ambientación nevada, ciertos planos e incluso el corte de cabello de un niño recuerdan a The Shining (1980),también retoma elementos del imaginario fílmico que, aquí, son visiones quiméricas, fabulaciones, a veces sin fundamento.

    El cine francés reciente, por alguna razón, interroga y pone en duda el funcionamiento de la justicia. Películas aclamadas en festivales y filmes populares participan de esta conversación que probablemente apunta a la revisión de la moral de esta época. Saint Omer (2022) de Alice Diop, que ganó el León de Plata del Gran Premio del Jurado en la Muestra de Cine de Venecia, narra el juicio de una inmigrante senegalesa que abandonó a su hija de quince meses en una playa del norte de Francia. El proceso de la joven estudiante, que polemiza la maternidad, es seguido por una escritora, también de origen senegalés y recién embarazada, que planea escribir una versión moderna de Medea, y que encuentra en la vida de la acusada sus propias incertidumbres.

    La comedia de François Ozon Mon Crime (2023) recrea los tribunales parisinos de los años treinta para abordar un asunto donde una actriz joven y sin éxito confiesa haber matado a un productor que, a cambio de ser su amante, le ofrece un proyecto; ante la negativa, él intenta violarla. La autoacusación, una estrategia para volverse famosa à la Violette Nozière y conseguir buenos papeles, da réditos, pero pronto aparece una vieja gloria del cine mudo que asegura ser la verdadera asesina –Isabelle Huppert jugando a ser la Norma Desmond empolvada y arribista de Ozon, que con esta película llevó a más de un millón de espectadores a las salas de cine de su país.

    Por su lado, la película de Triet, Palma de Oro en Cannes y nominada en las principales categorías de los Premios del Cine Europeo, sigue el proceso judicial para determinar el motivo de la muerte de un hombre que cae por la ventana del ático de su casa en los Alpes franceses. Luego de que Daniel, su hijo de once años, lo encuentra sin vida, ya cubierto por una fina capa de nieve, comienza la investigación que descascara el conflicto de igualdad del matrimonio de Sandra y Samuel, dos escritores, ella alemana y él francés, que han decidido criar a su hijo en un terreno que consideran neutro: la lengua inglesa.

    Estas películas de tribunales, que recuerdan al cine de Billy Wilder y en especial a Witness for the Prosecution (1957), surgen en el país donde se inventó la guillotina, el instrumento de horror de la justicia de la Revolución francesa que consistía en igualar las penas sin hacer distingos de clase, rango o condición de los inculpados y que, curiosamente, fue considerado en su día como un recurso judicial humanizador. Con sus respectivas aproximaciones, estas películas no son concluyentes; su ambigüedad falsea los procesos que describen.

    Para desmontar la historia familiar, Triet disecciona los mecanismos para encontrar la verdad de lo ocurrido. Es aquí donde se funda la singularidad de Anatomie d’une chute, donde los procedimientos judiciales, como la recreación de la caída –accidental, voluntaria o por fuerza de otra persona– con utilería y de manera gráfica, son representaciones que enturbian la verdad. Cuando se descubren en el juicio y no en otro espacio los problemas entre Sandra, que tiene una carrera exitosa, y Samuel, que, en oposición, es un escritor frustrado que no ha logrado trascender, se exponen las hipótesis de la muerte. El tribunal es el medio para contar la historia.

    Aunque Sandra no cree en la idea de un suicidio, por recomendación de su abogado apela a ese recurso. Anatomie d’une Chute la descubre capaz de mentir para evitar la condena. A veces, tanto la defensa como la acusación se muestran a través de las visiones del hijo ciego, cuyo problema de visión es parte de los conflictos del matrimonio. Es él quien ve el relato del abogado acusador. Como si se tratara del reverso –venganza o deconstrucción– de Vertigo (1958) de Hitchcock, Sandra forcejea con Samuel durante una discusión que termina en la caída o empujón que lo mata. Quizá Sandra, a la que interpreta con quirúrgica contención la actriz alemana Sandra Hüller, es una mujer fatal. ¿No se trata acaso de un término inventado por los franceses para describir un arquetipo femenino?

    Más dudas surgen cuando Daniel da su testimonio frente al jurado. Triet acude a un flashback, el recuerdo de una plática entre él y su padre, pero también un lyp-sync, la sincronización de los labios del padre, pero con la voz del hijo: una capa, la memoria, sobre otra, la reelaboración de la memoria. Anatomie d’une Chute pasa incluso por el terreno de la traducción cuando Sandra pide a la jueza expresarse en alemán: es incapaz de dar detalles en lengua francesa de lo que quiere expresar, necesita echar mano de la interpretación para darse a entender con cabalidad. El proceso incluso se aproxima al problema de nuestra época, el de la creación como prueba irrefutable de verosimilitud. A la escritora se le acusa de haber anunciado el asesinato en una de sus obras literarias, es la moral cobrándole sus deudas al arte. El dilema de la pelota que cae al inicio del filme se prolonga en un continuo rebote de ideas, cavilaciones, posibilidades, interpretaciones.

    Anatomie d’un Chute, que a priori miente si se le juzga por el cartel que muestra a una pareja riendo sentada en la mesa de un bar, es la película más especulativa de las que han ganado la Palma de Oro en Cannes en los últimos años. Tras la estela visceral que dejaron Parasite (2019), Titane (2021) y Triangle of Sadness (2022), la obra de Justine Triet es cine cerebral, cargado de inquietudes y reflexiones intelectuales. Recuerda a Blow Up (1966) de Antonioni, aclamada en el mismo festival hace casi sesenta años, y en la que otro recurso, el de la amplificación de una imagen, vuelve borrosa la comprensión de la realidad y su representación. La película de Triet es una pulida obra que satiriza la búsqueda de la verdad, en la que el cine es una forma de pensamiento, una lupa y el registro de los enigmas, malestares y proyecciones de un momento. (Carlos Rodriguez – LetrasLibres.com)

     

  • The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford – 1962)

    The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford – 1962)

    En The Man Who Shot Liberty Valance, Ransom Stoddard, anciano senador del Congreso de los Estados Unidos, explica a un periodista por qué ha viajado con su mujer para asistir al funeral de su viejo amigo Tom Doniphon. La historia empieza muchos años antes, cuando Ransom era un joven abogado del este que se dirigía en diligencia a Shinbone, un pequeño pueblo del Oeste, para ejercer la abogacía e imponer la ley. Poco antes de llegar, fue atracado y golpeado brutalmente por Liberty Valance, un temido pistolero.

    • IMDb Rating: 8,1
    • RottenTomatoes: 94%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Entre dos trenes, uno tomado en un plano general desde el exterior, llegando a una estación, y el otro eminentemente focalizado en el interior de un vagón donde viaja una pareja al alejarse, transcurre toda la acción de The Man Who Shot Liberty Valance, lo que resume visualmente la temática última de la propuesta, que no es otra que la desaparición de un modo de vida libre y salvaje en el que prima, como en la naturaleza, la ley del más fuerte, por otro basado en los lazos de solidaridad del colectivo humano. No olvidemos que, si hay algo que a lo largo de la historia del Far West ha simbolizado con mayor eficacia la llegada de la civilización es, sin lugar a dudas, el ferrocarril. Tampoco es casualidad, en esta línea, que el relato se construya sobre un luengo flashback, y que los principales personajes del mismo se congreguen en torno a una tumba: la muerte, como el tiempo, impone su inevitable lógica. De hecho, lo que hace de este filme uno de los westerns más memorables de la larga ristra de ellos llevada a cabo por John Ford es la circunstancia de ser el que más claramente finiquita la épica propia del género; mucho más, en todo caso, que The Searchers (1956), pues en esta obra, además de respetarse el dinamismo propio de las creaciones adscritas al cine del Oeste, a su antisocial, monomaníaco y racista antihéroe se le contraponía una arrebatada poesía visual que dotaba al paisaje de una majestuosidad y una fascinación de la que carece totalmente The Man Who Shot Liberty Valance

    Y es que, en efecto, la realidad que se nos describe aquí no tiene nada bella: en el presente, es apenas un reducto de otra época, un pedazo solitario y decadente de historia, tan lleno de polvo como la diligencia –¿un guiño autorreferencial del director?– que el senador «Ranse» Ransom Stoddard (James Stewart) descubre al regresar a Shinebone, mientras que, en el pasado, aunque se trate de un mundo vivo y en ebullición, está lleno de barro, suciedad, violencia e ignorancia. A pesar de que, según William H. Clothier, director de fotografía, predominó el rodaje en estudios y se optó por el blanco y negro por culpa de los recortes económicos impuestos por la Paramount –lo que no impidió que The Man Who Shot Liberty Valance fuera una de las películas más caras de Ford–, lo cierto es que, de ser así, parece confirmarse la máxima de que «la necesidad agudiza el ingenio», añadiendo de esta guisa al realizador de Maine a la larga y distinguida lista de autores a los cuales las trabas, irónicamente, no hicieron sino favorecer su trabajo; como ilustración, a bote pronto se me ocurre la archisabida anécdota de la escasez de presupuesto en Cat People (1942) de Jacques Tourneur, que redundó en favor de la sugestión y convirtió la pieza en un clásico del terror psicológico. Porque dicha fotografía en blanco y negro en la cinta que nos ocupa, entre pálidos grises diurnos y expresionistas claroscuros nocturnos, no puede ser más apropiada para una trama en la que se retratan aspectos poco o nada gloriosos de la vida en el Oeste. No en balde, Ranse acude a su cita con una muerte casi segura, ¡sin quitarse el delantal de friegaplatos! (sic), mientras que el sheriff Link Appleyard (Andy Devine), más que ineficiente es, simplemente, un cobarde de tomo y lomo. Pero si hay un momento que sintetiza esta vulgarización de muchas de las situaciones prototípicas del western es la que reproduce el encontronazo más tenso entre el principal antagonista de la trama, Liberty Valance (Lee Marvin), y el único capaz de pararle realmente los pies, Tom Doniphon (John Wayne), que tiene lugar en un contexto absolutamente cotidiano: dentro de un modesto restaurante familiar durante la hora de máxima afluencia; encontronazo que, para más inri, Ford encuadra como si de una improvisación teatral se tratara (el mismo Valance dirá, al salir, «se ha acabado el espectáculo») y que toma como excusa un filete de buey, lo que dota a toda la secuencia de un aire absurdo pero también siniestro. En puridad, lo cierto es que esa misma atmósfera malsana de absurdidad y terror se extiende al conjunto de ese pueblo fronterizo sin ley, habida cuenta del poco valor que se le concede a la vida de los individuos. Ello explica que pocas escenas tengan lugar a plena luz del día, mientras que las que acontecen por la noche, además, se encuentren generalmente asociadas a las fechorías de Valance (v. gr. el robo a la diligencia; el asalto al periódico local; el duelo de Ransom y Liberty…), de forma que el discurso adquiere tintes lejanamente oníricos, algo que, por otro lado, casaría con el hecho de que se trata de la memoria de Ransom la que reconstruye los sucesos narrados.

    Decía André Bazin que «El western es el único género cuyos orígenes se confunden prácticamente con los del cine […]. Resulta fácil decir que el western es “el cine por excelencia” basándose en que el cine es movimiento. [..] Por otra parte, la animación de los personajes llevada a una especie de paroxismo es inseparable de su cuadro geográfico; se podría, por tanto, definir al western por su decorado (la ciudad de madera) y su paisaje […]. A decir verdad, nos esforzaríamos en vano intentando reducir el western a uno cualquiera de sus componentes. […] Esos atributos formales […] no son más que los signos o los símbolos de su realidad profunda, que es el mito. […] Las relaciones de la moral y de la ley, que no son ya para nuestras viejas civilizaciones más que un tema de bachillerato, han resultado ser […] el principio vital de la joven América. Sólo hombres fuertes, rudos y valientes podían conquistar estos paisajes todavía vírgenes. Todo el mundo sabe que la familiaridad con la muerte no contribuye a fomentar ni el miedo al infierno, ni los escrúpulos, ni el raciocinio moral. La policía y los jueces benefician sobre todo a los débiles. La fuerza misma de esta humanidad conquistadora constituía su flaqueza». Paisaje agreste e inhóspito, hombres rudos, ausencia de moral y orden, mito.

    Estos elementos, que según el crítico francés son ingredientes sine qua non de cualquier western que se precie, en The Man Who Shot Liberty Valance no se manejan solo a guisa de telón de fondo sobre el que transcurre la acción o en tanto motivo argumental, sino que, incluso, se alude explícitamente a ellos: en las conversaciones entre Ransom y Tom, pongamos por caso, o entre las sostenidas por el primero con Dutton Peabody (un excelente Edmond O’Brien). Sin obviar la famosa frase que, al final del filme, murmura el director del periódico local, Maxwell Scott (Carleton Young), al conocer la verdadera historia del senador y renunciar a contar la verdad: «Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en un hecho, hay que publicar la leyenda». Que semejante comentario se produzca cuando el espectador ya conoce los verdaderos acontecimientos supone toda una rúbrica temática por parte del autor, que adopta una perspectiva distanciada, a medio camino entre el desencanto y la nostalgia, respecto a ese universo, cuya vertiente «histórica», pero también fílmica, considera superada por el signo de los tiempos, en un momento en el que la épica como tal resulta, más que imposible, ingenua o ya directamente ridícula. Aquí es fácil trazar un paralelismo con don Quijote y los caballeros andantes, figuras que efectivamente existieron en la Edad Media, pero que no solo resultaban completamente anacrónicas en la época de Cervantes, sino que habían sido tan distorsionadas por la literatura caballeresca que aquello que Alonso Quijano trataba de emular era, simplemente, un personaje irreal. ¿Y qué son, sino, los héroes que transitan los westerns clásicos de Ford –pienso, por ejemplo, en My Darling Clementine (1946)–, salvo ficciones basadas en peripecias engrandecidas por los periódicos, las novelas de género y, sobre todo, el cine? Como si Ford no se limitara a deconstruir el mito desde un punto de vista sociológico, sino que también cuestionara sus propias incursiones previas en el género, es sintomático que The Man Who Shot Liberty Valance sea su última obra maestra dentro del mismo, y que sus dos otros largometrajes posteriores susceptibles de considerarse como westerns –hablo de Cheyenne Autumn (1964) y 7 Women (1966)–, de hecho resultan problemáticos si nos circunscribimos al modelo clásico, el primero por su coralidad, su búsqueda de un cierto rigor histórico y su inédita focalización en la perspectiva de los indios, y el segundo por transcurrir en la China y contar con un protagonismo exclusivamente femenino.

    Convendría en este punto contextualizar un poco la cinta que analizamos: su creador es un hombre que ha superado la edad de jubilación, no muy feliz y de salud en declive, en una realidad marcada por un recrudecimiento de la Guerra Fría (las secuelas de la Revolución cubana) y en una sociedad norteamericana agitada por los movimientos de reivindicación de los derechos civiles. Bajo estas coordenadas, la pátina de desilusión que impregna sus imágenes parece no solamente fruto de una reflexión intelectual y moral, sino también vital: la sempiterna visión melancólica del anciano, que siente que el mundo que habita se le escapa de las manos. Pensemos, asimismo, que solo con unos meses de diferencia, ese mismo año 1962 se estrenaría Ride the High Country  de Sam Peckinpah, considerada por buena parte de la crítica especializada como el primer western crepuscular de la historia. Y aunque The Man Who Shot Liberty Valance no encajaría al cien por cien dentro de esta categoría, es más que evidente que, en su argumento y en su forma de aproximarse al mismo, hay mucho del proceso de desmitificación característico de la mencionada categoría. De nuevo estableciendo un paralelismo con Don Quijote de la Mancha (1615), el maestro primero pone punto y final a la narrativa convencional para abrir seguidamente las puertas a la novelística moderna (al western moderno).

    El creador, por tanto, se hace eco de los cambios latentes en el ambiente, con un gesto genial pero nunca aislado ni extemporáneo. O en las palabras mucho más elocuentes de Theodore W. Adorno: «El artista debe transformarse en instrumento, hacerse incluso cosa, si no quiere sucumbir a la maldición del anacronismo en medio de un mundo cosificado. […] En verdad el proceso artístico de producción, y con ello también el despliegue de la verdad contenida en la obra de arte, tiene la rigurosa forma de una legalidad impuesta por la cosa, y que frente a eso la cantada libertad creadora del artista no tiene apenas peso. […] El artista portador de la obra de arte no es el individuo que en cada caso la produce, sino que por su trabajo, por su pasividad activa, el artista se hace lugarteniente del sujeto social y total. Sometiéndose a la necesidad de la obra de arte, el artista elimina de esto todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación». Sea como fuere, no puede negarse la cualidad de reformulación –no rupturista pero en absoluto velada– de unos códigos perfectamente definidos en el imaginario de Hollywood que ostenta The Man Who Shot Liberty Valance; códigos estos, dicho sea de paso, en buena medida formulados casi en exclusiva por la propia filmografía de Ford y la de apenas dos o tres directores más (Howard Hawks, Anthony Mann, John Sturges…).

    Ilustrando, en consecuencia, dicha reformulación, para empezar el personaje que todos consideran el gran héroe de la historia, Ranse, y quien durante buena parte de la misma ejerce como el principal protagonista, no se ajusta para nada a los estereotipos del género; y cuando la gran sorpresa argumental se vea desvelada, sabremos que, por no parecerse al pistolero legendario, ni siquiera cometió el acto desesperado por el cual adquirió fama y prestigio. Y aunque desde entonces Ransom haya hecho aportaciones a su sociedad infinitamente más sustanciales que la de deshacerse a balazos de un forajido, irónicamente, y como prueban las últimas líneas de diálogo del filme, seguirá siendo recordado por un asesinato que no cometió, lo que, para un hombre honesto y antiviolento como él, resultará doblemente amargo. Otro tanto sucede con Tom, quien pasará de ser prácticamente un secundario de lujo a lo largo de la primera parte del metraje al verdadero –y trágico– foco de atención de la trama, pues es él es quien ejecuta a Liberty, al que dispara de manera nada épica –el propio Tom describe su acto como «un asesinato a sangre fría»–, desde las sombras y con la connivencia de su mano derecha, Pompey (Woody Strode), a fin de salvar a un hombre que, de morir, no le arrebataría a la mujer de su vida, Hallie (Vera Miles). Con ello, Tom, haciendo un acto de amor supremo, se condena a sí mismo a la infelicidad; y no solamente por el hecho de haber perdido a Hallie, sino por perderse a sí mismo, primero matando a alguien traicionera e indignamente, y luego sumándole a ello su postrera charla con Ranse, en la que, de nuevo por el bien de Hallie, le convence para que supere sus escrúpulos, pese a que el propio Tom, diga lo que diga, jamás será capaz de superar lo que hizo aquella noche en Shinebone. Junto a ello, la película, como se ha dicho, se ambienta en un paisaje alejado de lo bello, grandilocuente o intimidante; el villano de la intriga, Valance (Lee Marvin), tiene momentos de «lucidez» en los que casi parece un ser humano «normal», como si fuera, más que un malvado, un enfermo mental; y gentes situadas al margen del perfil de ciudadano «modelo», como lo son Pompey, los Ericsson (Jeanette Nolan y John Qualen) o Dutton –un negro, una pareja de inmigrantes y un borracho, respectivamente–, demuestran que la verdadera grandeza se encuentra en los pequeños gestos de altruismo de seres anónimos o incluso marginados que las grandes epopeyas, empero, olvidan.

    Por otra parte, The Man Who Shot Liberty Valance maneja una serie de elementos simbólicos que hacen sospechar de la naturaleza realista de lo que se nos cuenta. Al respecto, siempre me ha llamado la atención el hecho de que la casa que Tom lleva años adecuando para convertirla en su nido de amor con Hallie esté lejos de ser una vivienda idílica. De paredes desnudas, modesta hasta decir basta, encima no se asienta en unas verdes praderas ni junto a un frondoso bosque o a un caudaloso río, sino sobre un terruño casi desierto, a buen seguro poco eficiente como zona de cultivo. Que un hombre tan enamorado pretenda deslumbrar a alguien como Hallie con semejante construcción significa que, o no conoce tan bien como cree a la mujer que quiere, o la simpleza de semejante casa es en realidad emblema del tipo de relación que Tom puede ofrecerle a su amada: leal, inmutable, apasionada, sencilla… incompleta. Tomemos, en esta línea, los peculiares nombres que tienen los dos rivales de la historia, Liberty («libertad») y Ransom («rescate»). Ambos hablan de dos conceptos diferentes de libertad: la primera es la absoluta, la innata, la que se disfruta sin pensar en las consecuencias, frente a aquella de la que se goza a cambio de algo, pagando un precio. O dicho de otra forma: una es la del mundo natural y primitivo, la otra es la de las sociedades organizadas. Entre ambos extremos está Tom, un hombre que, como su tocayo –santo Tomás–, es un ser pragmático, y también rabiosamente individualista, con lo que, si bien no está dispuesto a comprometerse a nada para ejercer algo a lo que cree tiene perfecto derecho simplemente por haber nacido –su propia independencia–, es lo suficiente íntegro y bondadoso como para ser consciente de que sus semejantes poseen exactamente el mismo derecho que él. De ahí que, y pese a la simpatía que le despierta Ranse, Tom se halle mucho más próximo, en su visión del mundo, a Liberty que a su amigo. Porque, como el bandolero, Tom es absolutamente libre, un hombre que no se ajusta a las convenciones, que se permite la «rareza» de tener por amigo a un negro, y que, parafraseando y subvirtiendo su reproche a Stoddard, ni habla ni piensa demasiado: sencillamente, actúa. No deja de ser sintomático que, siendo Doniphon el único capaz de medir sus fuerzas con Valance, solamente lo haga cuando el criminal lo afecte personalmente, a menudo a través de aquellos a los que quiere (sus amigos, sus vecinos). Pero la idea de cuidar de una comunidad abstracta, de civismo y solidaridad en el sentido de comportamiento que repercuta en el bien de una mayoría lejana y sin rostro, es igual de huera para Tom que para Valance. De ahí que, cuando Ranse los conozca a ambos, declare, y con razón, que a pesar de que uno le haya salvado la vida de la paliza del otro, sus palabras acerca de que la única ley que impera en el Oeste es la de las pistolas son alarmantemente similares.

    Visto esto, Tom ama a Hallie porque es una joven, además de bella, voluntariosa, resuelta y con mucho carácter. Seguramente, de haberse casado con él, habría sido todo lo feliz que puede serlo una mujer humilde como ama de casa y esposa de un hombre bueno, honrado y fiel… que no es poco. En cuanto a Ranse, que se enamora de Hallie exactamente por los mismos motivos que Tom, sin embargo despierta en ella una curiosidad por la cultura y el conocimiento –por el ancho mundo en general, pero por todo lo que ella puede aportar al mismo en particular– que, una vez encendida, nunca se agota. Así que, por mucho que Hallie hubiera vuelto con Tom, que Ranse hubiera muerto o que este hubiera renunciado a ella, una vez probado el fruto del bien y del mal, Hallie ya nunca hubiera podido volver al Edén; y su vida con Tom habría sido solamente una renuncia. Según lo expuesto, Ransom, Tom, Liberty y Hallie devienen, al final, mucho más que meros dramatis personae de una anécdota ambientada el Oeste. Más que un triángulo amoroso creado y luego destruido por la intervención externa de Liberty, estamos ante una alegoría de la construcción de los Estados Unidos. Hallie es América, una tierra hermosa, fascinante y agreste, pero absolutamente primaria e incivilizada (recordemos que, al principio de la trama, la protagonista femenina no sabe ni leer ni escribir), que es lógico que atraiga a los trotamundos, es decir, a aquellas personas nacidas para vivir al margen de lo establecido, dada su voluntad indómita, su capacidad de autosuperación, su espíritu libre y firme (Tom). Un sitio así, no obstante, es igualmente coto para maleantes como Liberty, tipos no menos fuertes y valientes, pero que se aprovechan de la debilidad ajena para medrar, impidiendo que el desierto se convierta en un vergel. Y América, la atractiva e intimidante, mas en el fondo inocente América, si quiere devenir algo más que el campo de juego –o de batalla– de estas figuras titánicas, está obligada a desembarazarse de ambos con leyes, orden y progreso, es decir, con hombres como Ransom (que, para más señas, es abogado).

    Al respecto, mencionar aquí una peculiaridad muy discutida de la película: el hecho de que cuente en sus dos papeles principales con sendos actores cuyas edades en el momento del rodaje (en sus cincuenta y tantos) les hacían bastante inadecuados para encarnar a un joven licenciado en derecho y a un aventurero dispuesto a asentar la cabeza para formar una familia. Más allá de las imposiciones que pudiera ejercer la productora en este asunto, lo cierto es que ambos intérpretes habían devenido emblemas de cada uno de sus respectivos personajes: el héroe intrépido, individualista y noble, Wayne; el buen hombre medio, cívico e idealista, Stewart. De esta forma, al contar con estas dos estrellas no por su idoneidad física para el rol, sino por su adecuación «moral», el grado de simbolismo del discurso se acrecienta, con lo que se incide de forma más meridiana en esa línea metafórica que menciono sobre la doble configuración de América. Sumémosle a ello, encima, el hecho de que Tom dé por sentado, de manera análoga a los primeros colonos, que toman lo que América les ofrece sin pedir permiso, que Hallie será su esposa a pesar de no haberse molestado nunca en pedirle la mano; una presunción que, a la postre, acabará por lanzar a la mujer en brazos de Ranse, igual que los desmanes de los asilvestrados conquistadores impondrán una regularización normativa proveniente, como el propio Stoddard, del Este. El bello plano general en el que Hallie, sobre quien recae toda la luz del encuadre, ve partir a Tom en la oscuridad, sin saber exactamente cuándo volverá, redunda en la idea de abandono, con lo que la estabilidad y la armonía terminarán por ser más importantes para ella (América) que los fogonazos de excitación y pasión que pueda ofrecerle Tom.

    No es de extrañar, en consecuencia, que sea la propia Hallie (América) quien le recuerde a su esposo lo orgulloso que ha de sentirse al haber convertido ese territorio salvaje en un jardín, hecho gracias al cual sus habitantes han prosperado y crecido hasta límites insospechados. Pero, eso sí, lo han logrado colectivamente, unidos y juntos, es decir, mediante la cooperación, el diálogo, la cesión y el compromiso. Y si Hallie (América), aunque en el fondo no daría marcha atrás, idealiza ese pueblucho de su juventud, es porque, en la estela de los famosos versos de Jorge Manrique, «cómo, a nuestro parecer,/cualquiera tiempo pasado/fue mejor». Da igual que entonces la vida fuera muchísimo más dura, ya que también era más simple y auténtica, abierta, cual inesperado tesoro, a todo aquel capaz de asir sus riendas con firmeza. El bellísimo plano de la flor de cactus sobre el ataúd resume con silente elocuencia tal idea. Nación joven, de configuración y herencia heterogéneas y desarrollo fulgurante, asustada y poderosa como un niño rico y huérfano –v. gr. Citizen Kane (1941) de Orson Welles–, a lo largo de sus apenas dos siglos y pico de existencia, Estados Unidos ha hecho de su identidad una cuestión de debate filosófico, de discusión ética y de leyenda popular. Y siendo el cinematógrafo el megáfono difusor por excelencia de los valores de un imperio basado, como decía Richard Burton en Becket (1964), no en la conquista del enemigo, sino en su corrupción, abundan diferentes aproximaciones a dicho tema. Desde Birth of a Nation (1915) de D. W. Griffith hasta The Immigrant (2013) de James Gray, pasando por Heaven’s Gate (1980) de Michael Cimino o Gangs of New York (2002) de Martin Scorsese, y llegando hasta There will be Blood (2007) de Paul Thomas Anderson, todas indagan sobre los mitos fundacionales del país y, por supuesto, llegan a conclusiones tan dispares como imponen la trama elegida, la ideología y la estética de cada uno de los respectivos autores. En este sentido, y durante muchas décadas, el western ejerció de epopeya americana por excelencia, de «cantar de gesta» de una sociedad que necesitaba cimientos en los que apuntalar su propia individualidad. Pero una vez cumplida su función, su intrínseca falsedad se hizo evidente. Por eso Doniphon, héroe por excelencia en este tipo de fábulas, fracasa estrepitosamente cuando se le inserta en un entorno «real», en el que la pluma, como bien encarnan oradores como Peabody o Cassius Starbuckle (John Carradine), es infinitamente más poderosa que la espada.

    Y hablando de “plumas”: llegados a este punto quisiera romper una lanza en favor de Dorothy M. Johnson, en cuyo cuento homónimo se basa el guion de James Warner Bellah y Willis Goldbeck, y quien fuera prolífica escritora, conocida sobre todo por su literatura sobre el Oeste –The Hanging Tree (1959) y A Man Called Horse (1970) también se inspiran en sus obras–. A partir de un punto de partida argumental caracterizado por un exacerbado romanticismo (entendiendo este término como se debe, esto es, entreverando el amor con la pérdida, el sacrificio y la muerte: nada de su banalización «rosa»), Ford trasciende el drama individual para construir una triste elegía a un mundo perdido, a unas ilusiones rotas, a un vigor subyugado; en suma, al fin de la inocencia. Y aunque en el combate entre la mente y el corazón acabe por vencer, como no podría ser de otra manera desde un punto de vista ético, la primera, es inevitable que, igual que Hallie, uno sienta que su alma siempre pertenecerá a ese universo perdido, pues nada nos resulta más próximo que aquello que nunca volverá.

    A quienes no gustan de John Ford suelen tacharle de retrógrado; y aunque tampoco es cuestión de afirmar que era de izquierdas, en su filmografía se repiten una serie de rituales colectivos en los que se incide abiertamente en la necesidad de integrar la diferencia y de proteger al débil frente al poderoso –a menudo, al pobre frente al rico–, con lo que calificarlo hasta de fascista, como algunos se han atrevido, solamente responde al prejuicio más abyecto. La escena en la escuela de Shinebone, en la que Pompey –precisamente él de entre todos los alumnos– trata de recitar el fragmento de la Declaración de Independencia donde se especifica que todos los hombres han nacido iguales, es uno de tantos ejemplos de lo poco fascista que era Ford. Y aunque no se trata aquí de dar pábulo a opiniones absurdas, únicamente el fatal desenlace que tiene la intolerancia de la familia Purcell en Two Rode Together (1961) desmontaría semejante patraña; y ya se ve que ni siquiera me molesto en citar creaciones más políticamente «radicales» como The Informer (1935), The Grapes of Wrath (1940) o How Green Was My Valley¬ (1941).

    Para concluir, señalar que, con The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford nos legó, no únicamente uno sus filmes más personales, sino uno de los mejores de la historia del cine, al ofrecer una madura y lúcida reflexión sobre las complejas relaciones entre la verdad y la mentira, la historia y la leyenda, los hechos y los recuerdos, la realidad y la ficción. Con ese proverbial talento del autor para, a través de una aparente sencillez y transparencia, construir un discurso sutil y cargado de significaciones, unas superficiales (relato de aventuras, historia de amor imposible…) y otras profundas (reflexión sobre el ser americano, elegía de una visión del mundo…), esta película nos recuerda como pocas que el arte es indisociable de la condición humana, porque mediante él soñamos lo imposible, pero también pensamos lo posible; nos evadimos de nuestro entorno, pero también adquirimos conocimiento sobre él; y, en definitiva, comprendemos mejor, no solo a quienes nos rodean sino, lo que quizás es incluso más esencial, a nosotros mismos. (Elisenda N. Frisach – ElAntepenúltimoMohicano.com)

  • Court (Chaitanya Tamhane – 2014)

    Court (Chaitanya Tamhane – 2014)

    Court denuncia los procesos judiciales de India, a partir de la historia de Narayan Kamble, un profesor y cantautor activista acusado de incitar el suicidio de un trabajador del gobierno.

    Mejor Película (Festival de Venecia – Sección Orizzonti 2014)

    Mejor Película y Mejor Actor (BAFICI 2015)

    • IMDb Rating: 7,7
    • Rotten Tomatoes: 98%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    Un debut magnífico y un indicio de que el cine indio no sólo se define por sus producciones bollywoodenses. La extraordinaria Court es quizás el mejor título reciente de ese país, aunque hay otras películas atendibles, como Thithi y The Fourth Direction. Lo que resulta irrebatible es que la ópera prima de Chaitanya Tamhane se alinea con la tradición iconoclasta del gran cineasta indio Satyajit Ray; he aquí un filme que hiende y fatiga el orden simbólico de una sociedad inclinada a perpetuar burocráticamente su dogmatismo religioso y denegar su morosa modernización.

    El caso en cuestión no admite duda. Un cantante popular de 65 años y también ocasional maestro literario y musical es detenido bajo una acusación tan delirante como indemostrable: un limpiador de alcantarillas de Bombay, después de escuchar una de sus canciones, se ha quitado la vida. Tamhane sumará paulatinamente datos biográficos relevantes, tanto del muerto como de su presunto instigador a llevar a cabo una aberración moral, un revestimiento pertinente para visualizar que este dilema jurídico es al mismo tiempo un problema social y político.

    La siempre problemática relación entre causa y efecto adquiere en la argumentación que se esgrimirá en la corte una dosis inconfesable de comicidad. Los testimonios gozan de una debilidad evidente, a pesar de que la fiscal recurra honestamente a torcer y sobreinterpretar los veredictos siguiendo sus propios (pre)juicios, en consonancia con la propia perspectiva del juez, a quien le parecerá razonable los sofismas de quien acusa en nombre del bienestar de la nación india. Las razones del abogado defensor lucen débiles frente a esa lectura. Él y su acusado representan una razón minoritaria.

    Si bien el filme seguirá los derroteros del juicio, Tamhane incorporará algunos elementos de la vida de todos los involucrados, cuidando en ese retrato de no inducir ningún favoritismo respecto de sus personajes. El abogado defensor escucha jazz mientras maneja, permanece soltero y participa en debates acerca de la calidad democrática de las instituciones; la fiscal adhiere claramente a una visión teológica del mundo, lo que se expresa en sus prioridades domésticas y vida familiar; algo similar se revelará en el final con el juez. Diferencias de clase y cosmovisiones dispares que nunca dejan de influir sobre el sentido de la justicia.

    Lo notable en Court es que el filme se rehúsa a acusar a sus criaturas; más bien, expone a través de los discursos que se enuncian en las conversaciones fuera del recinto jurídico y los alegatos en el juicio cómo estos piensan a los sujetos, organizan sus conductas y ordenan las leyes. La preeminencia de los planos generales fijos subordina a los personajes a representar las contradicciones y tensiones que conforman una sociedad. Ellos son piezas de un sistema. Virtud discreta pero admirable del filme: la puesta en escena objetiva un ethos.

    Singular película Court. Su arraigada lectura concreta sobre una cultura es la paradójica garantía de su universalidad. Lo que vemos en Bombay puede suceder en Córdoba, París o Minnesota. En todas partes, honrar la justicia conlleva un lento trabajo de dilucidación sobre su ejercicio. Películas como la de Tamhane conjuran estéticamente la lentitud y el estancamiento. (Roger Koza – lavoz.com.ar)

  • The Thin Blue Line (Errol Morris – 1988)

    The Thin Blue Line (Errol Morris – 1988)

    The Thin Blue Line es un documental basado en hechos reales que relata el arresto y condena de Randall Adams, sentenciado a muerte por el asesinato de un policía de Dallas en 1976. Gracias al documental, se consiguió reabrir el caso de Adams.

    Mejor Documental (Círculo de Críticos de New York 1988)

    Mejor Documental (Asociación de Críticos de Boston 1988)

    • IMDb Rating: 8,0
    • Rotten Tomatoes: 100%

    Película / Subtítulos (Calidad 1080p)

     

    En noviembre de 1976 Randall Dale Adams se cruzó con David Harris, un adolescente de 16 años que había realizado algunos robos a mano armada. Más tarde un policía era asesinado a sangre fría producto de varios disparos en su cuerpo y cabeza. La detención de un automóvil azul dio origen a un horrible crimen y también a un proceso legal que se extendió por varios años, y cuyo principal sospechoso era Randall Adams, quien luego fue declarado culpable.

    En The Thin Blue Line el documentalista Errol Morris tomó un caso en apariencia insignificante. Se trataba de un asesinato más en torno a un culpable que ya había recibido sentencia. Sin embargo, Morris abordó con detalle las situaciones que produjeron este resultado, uno que partía de una premisa equívoca. En su película desmenuza el aparataje legal estadounidense, en donde todos tienen supuestamente acceso a un juicio justo. A través de algunas recreaciones y testimonios se revisa el relato de Adams y también cómo éste fue manipulado tanto por policías, fiscales, testigos y jueces. Morris hace tambalear el sentido de justicia, además de mostrar la verdad como una simple palabra carente de significado y relevancia.

    En una parte del documental se hace alusión a la idea de la delgada línea azul. Ésta consiste en la separación que hace la policía y las fuerzas de orden para proteger a la ciudadanía de la anarquía. Lo cierto es que el documental de Morris muestra que la anarquía está presente en ambos lados de la mencionada línea. Por un lado, están los infractores de la ley, criminales que a punta de cañón asesinan a personas sin provocación alguna. La otra parte corresponde a la justicia, una que también puede conducirse en forma anárquica simplemente para rellenar el papeleo correspondiente, dejar a los medios tranquilos o para mostrar que la ley no se equivoca y es capaz de atrapar a los villanos de turno. Morris muestra estas contradicciones y lo hace a fuego lento, ya que deja que sus entrevistados revelen lo que salta como algo lógico a simple vista.

    El documental de Morris exhibe los paradigmas de la sociedad sobre la base de una justicia endeble porque es protagonizada por hombres y mujeres que en ocasiones suelen ser negligentes con su trabajo y deberes. Incluso, al escuchar y ver a Randall Adams hablando en cámara uno percibe su inocencia y poca fortuna. En cambio, David Harris manipula la verdad, además de ser el resultado de una sociedad poco observadora sobre la tangibilidad del mal y sus posibles resultados. Morris nos conduce a través de los puntos de vista de estos dos hombres, a la vez que indaga un poco más en los orígenes de la rebeldía de Harris.

    The Thin Blue Line fue uno de los documentales más comentados a fines de los años 80 no sólo por su desenlace, sino también por sus innovaciones técnicas. Morris ya había llamado la atención por Gates of Heaven, sublime obra sobre un cementerio de animales y la devoción de diversos dueños por sus mascotas. Después vino Vernon, Florida, filme que retrata el tedio de un pueblo en donde a simple vista no pasa nada, pero que entre líneas comunicó diversas ideas sobre la excentricidad y diversos modos de vida. Con The Thin Blue Line se hizo famoso, además de ser la obra en donde comenzaría a trabajar su estilo único y característico: reflexiones acompañadas por recreaciones, el score del compositor Philip Glass (dupla que se repetiría en la galardonada La Niebla de la Guerra), y el registro de vidas y hechos que suelen ser repudiables, pero que algo tienen de lógica. Morris es un cineasta que durante años ha sabido mostrarnos la condición humana junto con cierto sentido de lo estrafalario. Suele buscar rastros de humanidad en donde parece no haber nada, y también suele cuestionar a los espectadores desde sus lados menos inspiradores, siempre teniendo presente la veracidad que transmite la imagen.

    The Thin Blue Line es una obra esencial del cine documental estadounidense. En ocasiones pareciera ser que somos testigos de un tipo de maldad que no siempre recibe su castigo. A ello se suma la visión de un ser humano que fácilmente puede entrar a un estado de decadencia moral producto de métodos, acciones y actitudes cuestionables. El filme de Morris es un relato en donde el azar suele delimitar parte de nuestra existencia y cómo un encuentro fortuito termina por cambiarlo todo, usualmente en dirección hacia el abismo más personal e inevitable. Cuando ya quedan pocos minutos, The Thin Blue Line nos sorprende todavía más y con una revelación que demostró la inocencia de un hombre que durante años fue tratado como culpable. No deseo contar el final de Randall Dale Adams y de David Harris (aquí lo pueden saber), ya que mi intención es alentarlos a que vean este documental y a que en sus últimos minutos contengan la respiración gracias al colapso de una mentira. The Thin Blue Line simplemente es un trabajo brillante y brutal que muestra como pocos el desdoblamiento de la verdad. (Julio Bustamante – espectadorerrante.com)