Le Règne Animal sucede en un mundo azotado por una ola de mutaciones que transforman gradualmente a algunos humanos en animales, François hace todo lo posible por salvar a su esposa, afectada por esta misteriosa enfermedad. Mientras la sociedad se ve abocada a un nuevo orden, iniciará junto a Émile, su hijo de 16 años, una búsqueda que los cambiará para siempre.
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Una fábula, un cuento de hadas con elementos fantásticos, Le Règne Animal es una película que parte de una situación clásica de la literatura y muy usada en el cine para contar una historia cuya temática, por más extravagante que parezca, es actual y contemporánea. La potencia del segundo film de Thomas Cailley (director de Les Combattants) surge de la combinación de tradición y modernidad, del realismo de la puesta en escena mezclado con una situación del orden de lo mítico y, sí, fabuloso.
Todo parece comenzar como un típico drama realista francés. Padre e hijo están en un auto, discutiendo en un atasco de tránsito, cuando escuchan unos ruidos fuertes adentro de un camión cercano. La situación se vuelve más y más violenta hasta que, al abrirse la puerta de atrás del vehículo, sale de allí a los golpes una especie de criatura alada –no muy distinta a la de la película Birdman— que salta entre los autos y escapa de ahí a los tumbos. François (Romain Duris) y su hijo Emile (Paul Kircher), tras ver el evento, siguen con lo suyo con apenas un comentario dicho como al pasar.
De a poco nos damos cuenta que esa situación no es tan inusual ya que se nos irá lentamente revelando que ese tipo de criaturas son seres humanos que han atravesado –o están atravesando– una mutación genética que los fue transformando en distintos animales, extraños e indefinibles, una combinación curiosa entre varios de ellos. El fenómeno es mundial y cada país trata a sus «bestias» –como algunos las llaman, despectivamente– a su manera. En Francia han adoptado la opción más brutal: encerrarlas o, directamente, liquidarlas.
Para los dos protagonistas es un problema porque la madre de Emile es una de estas mutantes. Ella está encerrada y, cuando la visitan, no habla ni los reconoce. La acción propiamente dicha comienza cuando las autoridades deciden mudarla –a ella y a muchos otros mutantes– hacia una zona del sudoeste francés, un área más campestre, y ellos deciden irse a vivir allá para estar cerca suyo. Pero las criaturas transportadas logran escaparse y ella se pierde en el bosque mientras las autoridades dedicadas a capturarlas y encerrarlas las buscan. En ese grupo está Julia (Adèle Exarchopoulos, un poco desaprovechada), miembro de la gendarmería, una chica que en lo personal tiene una actitud más amable con quienes sus colegas agreden.
Pero la historia de ahí en más se centrará en el adolescente Emile, quien debe adaptarse a un nuevo colegio, nuevos amigos y nuevas tensiones. El les dice a todos que su madre está muerta porque sabe que la mayoría allí desprecia a las criaturas. Y de sus nuevos compañeros, solo una chica intensa y con trastornos de atención llamada Nina (Billie Blain) parece engancharse con él y aceptarlo. Pero el problema principal no es ninguno de todos esos sino que Emile empieza a sentir algunos cambios en el cuerpo que le dan a entender que quizás él también esté atravesando esa mutación.
No son muy difíciles de interpretar las intenciones metafóricas del guión de Le Règne Animal. Es un film que puede hablar de varios temas contemporáneos a la vez –ligados al género, a la sexualidad o a cualquier otra manifestación de una «diferencia» que fastidie e irrite a algunas personas y a las autoridades– pero que funciona sin necesidad de marcar esas conexiones. Es un particular coming-of-age sobre un chico que se siente diferente, que ve que su cuerpo se altera y que pasa de estar incómodo y avergonzado por esas manifestaciones físicas a sentirse de algún modo liberado, pese a tener que ocultarlo de los demás por «el qué dirán».
Todo esto aparece en el marco de una historia de un pueblo chico rodeado de un bosque de intensa vegetación en el que muchas de estas criaturas se esconden y sobreviven. En medio de su mutación y su búsqueda Emile dará con Fix (Tom Mercer), el mismo hombre-pájaro que vimos al comienzo del film, quien está en medio de un proceso de cambio y adaptación a su nuevo cuerpo y su nueva vida. Y la relación entre ellos, de poquísimas palabras y mucha actividad física, le irá abriendo a Emile las puertas a un mundo que quizás no sea tan terrible como él lo pensó en un principio y como muchos otros lo siguen pensando.
Le Règne Animal funciona porque sus bases son sólidas, el guión –más allá de algún giro de más– es bastante sutil para un tema que podría dar para un exceso de subrayados (si hay una remake estadounidense seguramente allí estarán) y las actuaciones son por momentos conmovedoras, empezando por el siempre impecable Duris –que ve como otro miembro de la familia atraviesa una situación de este tipo con una mezcla de desgarro y comprensión– y seguido por el joven Kircher (a quien se puede ver en Le Lycéen, que se exhibe en este mismo festival), quien va alterando de a poco sus movimientos y aptitudes físicas mientras su cuerpo se vuelve huesudo, con pelos y uñas raros, y su motricidad fina va desapareciendo. Es, más allá de los detalles, un adolescente en transición que inicia un camino entre lo que fue y lo que será. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
La Bête sucede en un futuro cercano, donde la inteligencia artificial reina y las emociones se han convertido en una amenaza. Para librarse de ellas, la joven Gabrielle decide purificar su ADN en una máquina que la sumergirá en sus vidas pasadas. Allí se reencuentra con Louis, su gran amor. Pero está abrumada por el miedo y por la sensación de que la catástrofe se avecina. Un historia ambientada en tres períodos distintos: 1910, 2014 y 2044.
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De todas las películas que sonaban para participar en la sección oficial del Festival de Cannes de este año y que finalmente no fueron seleccionadas, probablemente la que más sorprendió fue La Bête de Bertrand Bonello, sobre todo teniendo en cuenta que el cineasta francés se consolidó como autor de renombre en el certamen galo con cintas como L’apollonide y Saint Laurent. Se rumoreó en su momento que Thierry Fremaux había llamado a Bonello apenas unas horas antes de anunciar en rueda de prensa las películas que iban a competir por la Palma de Oro para comunicarle que la suya no estaba entre ellas. En el caso de que dicha habladuría fuese cierta y Frémaux realmente hubiese considerado que La Bête no tenía nivel suficiente para proyectarse en el certamen, tanto él como el resto de responsables del festival deberían hacer un profundo ejercicio de autocrítica: por motivos obvios, que Cerrar los Ojos —una de las grandes películas del año— de Víctor Erice fuese ninguneada y condenada al ostracismo de la sección Cannes Premiere y la obra de Bonello sufriese un rechazo taxativo pese a sus innegables virtudes mientras que otras cintas de menor nivel eran recibidas con los brazos abiertos por tener como protagonista a Sean Penn, no deja en muy buen lugar ni al certamen ni a sus dirigentes.
Pero volviendo a lo netamente cinematográfico, el autor de Nocturama se basa libremente en un texto de Henry James para construir la historia de una joven (Léa Seydoux) que, en un futuro distópico en el que la inteligencia artificial ha infectado y mecanizado absolutamente todos los engranajes de la sociedad, decide someterse a una purificación de ADN que le libre de sus sentimientos y la convierta en una trabajadora eficaz y productiva. Así, mientras una máquina proyecta dentro de su mente los recuerdos de sus vidas pasadas, todas terminadas trágicamente antes de que pudiese ser feliz con el amor de su vida (George MacKay), el miedo a convertirse en un autómata la llenará de dudas y ansiedades y, en última instancia, la obligará a elegir entre la dolorosa calidez de las emociones o el frío cálculo de la perfección.
En esa mastodóntica obra maestra que es L’apollonide, Bonello hacía una reflexión sobre la perpetuación de las desigualdades, los crímenes y los abusos a lo largo de la Historia, encerrándose para ello en un prostíbulo de lujo de finales del S. XIX con la idea de capturar la tristeza, el hastío y la opresión que sentían todas aquellas mujeres que veían cómo día sí y día también las convertían en objetos sexuales puestos a disposición de todos los artistas, aristócratas, diputados y empresarios que habitaban las esferas de poder del país. Tangencialmente, el director hacía sutiles apuntes sobre los temas que estaban de actualidad en ese momento para, por un lado, condensar las tensiones económicas, políticas y sociales que preocupaban a la gente en unos pocos fotogramas; y, por otro, señalar la raíz de futuros problemas que ya se estaban cociendo bajo la superficie de la cotidianeidad.
En La Bête, el cineasta galo repite la estrategia y, de nuevo, construye una suerte de ensayo sobre la forma en que la sociedad ha imposibilitado a lo largo de la Historia que las relaciones amorosas se desarrollen con salud y naturalidad al convertir el entorno en el que deben germinar en un campo minado de desigualdades que no hacen sino llevar al ser humano al límite de la cordura; oprimirlo y asfixiarlo hasta dejarle sin aire; convencerle de que se encuentra en una jungla en la que, para poder sobrevivir, debe someter, humillar y, en última instancia, aplastar a sus «competidores». De nuevo, el director de Zombie Child y Coma hace un análisis de la actualidad tan certero y puntiagudo como finalmente desolador en el que, al mismo tiempo que radiografía problemas concretos a los que no se les está prestando demasiada atención, reflexiona sobre el peligro de algunos inventos que, aunque ahora no resulten determinantes en casi ningún ámbito, no tardarán en marcar el futuro de la humanidad.
La Bête se planta delante de la mirada como un laberinto de dobles, triples y cuádruples sentidos sin entrada ni salida que encierra en su interior a un monstruo salvajemente mortal. Y mientras el espectador intenta encontrar la respuesta de un acertijo que pronto se desvela esquivo, Bonello no deja de cuestionarse sobre las posibilidades expresivas y reflexivas que puede tener una obra de arte creada por la inteligencia artificial; sobre las consecuencias de vivir para trabajar y no trabajar para vivir: sobre extirpación de los sentimientos por parte de la rueda capitalista con el objetivo de convertir a las personas en intransigentes máquinas de producir; sobre la angustia, el desasosiego y la soledad que se ciernen sobre todo aquel que se atreva a llevarle la contraria al sistema; sobre los motivos por los cuales un chaval se convierte en un incel —sí, los del celibato—; sobre las inseguridades físicas creadas artificialmente por las clínicas de cirugía estética con el objetivo de ganar pasta a costa del sufrimiento de las personas. El director compone así unas imágenes de precisión milimétrica que destilan una belleza atractiva y pesimista; acelera y desacelera el ritmo del montaje con una sobriedad aplastante; emplea una serie de recursos visuales —pantallas partidas, distintas relaciones de aspecto, lentes con distorsión— que impactan tanto por su fuerza estética como por su original implantación en el relato. La Bête viene a confirmar lo que muchos ya sabían: que Bertrand Bonello es uno de los cineastas más inteligentes, heterodoxos, iconoclastas y superdotados del panorama actual. (Rubén Tellez Brotons – ElAntepenúltimoMohicano.com)
Civil War sucede en un futuro cercano, donde Estados Unidos está sumida en una cruenta guerra civil. Un equipo de periodistas y fotógrafos de guerra emprenderá un viaje por carretera en dirección a Washington DC. Su misión: llegar antes de que las fuerzas rebeldes asalten la Casa Blanca y arrebaten el control al presidente de Estados Unidos.
IMDb Rating: 7,4
RottenTomatoes: 81%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)
Como escritor, el británico Alex Garland ganó reconocimiento con su primera novela, The Beach (1996), que fue adaptada al cine en 2000 de una manera irregular con Leonardo DiCaprio en el papel principal y Danny Boyle como director. Posteriormente, escribió la novela The Tesseract (1998) y la narrativa del videojuego Enslaved: Odyssey to the West (2010), (Garland también ha estado a cargo de la serie de videojuegos Devil May Cry). En el ámbito cinematográfico, Garland ha ganado renombre como guionista de 28 Days Later (2002) y Sunshine (2007), dos grandiosas cintas dirigidas por el mismo Boyle. También escribió el guion de Never Let Me Go (2010), basado en la novela distópica de Kazuo Ishiguro y dirigida por Mark Romanek, así como la segunda adaptación cinematográfica de Judge Dredd en 2012, protagonizada por Karl Urban y una de las mejores películas de superhéroes de todos los tiempos.
Como director, Garland debutó con Ex Machina (2014), un aclamado thriller de ciencia ficción que recibió el premio Óscar a los Mejores Efectos Visuales. Luego dirigió Annihilation (2018), otra película de ciencia ficción basada en la novela del mismo nombre de Jeff VanderMeer, con resultados irregulares, al igual que la cinta de terror existencialista Men (2022), no siendo ese el caso de Devs, una estupenda miniserie ambientada en el mundo de la alta tecnología. En todas sus obras Garland nos ofrece una balanceada mezcla de visceralidad con metáforas filosóficas y una meticulosa dirección de arte.
Sin embargo, Garland suele ser un escritor derivativo. The Beach es una versión actualizada de Lost Horizon, 28 Days Later es una variación de I Am Legend, Dredd casi que plagia la premisa de The Raid y Ex Machina y Annihilation beben de Metropolis, Alien, Terminator y Westworld. Su última cinta, llamada Civil War, no es la excepción, ya que pese a que está ambientada en un contexto futurista distópico, es muy similar a Salvador, Under Fire, The Killing Fields y The Year Of Living Dangerously, esas cuatro películas de la década de los ochenta que nos muestran a unos reporteros descendiendo al infierno del conflicto armado en busca de una noticia.
Civil War nos muestra a unos Estados Unidos decadentes, cuyas divisiones evidentes pero no especificadas han estallado en una guerra cruenta. Los estados de Texas y California ahora son gobernados por los secesionistas rebeldes, las Fuerzas Occidentales, o WF, hacen avances masivos hacia Washington DC, situación sobre la cual el presidente (Nick Offerman) está en negación, haciendo discursos televisivos delirantes sobre lo bien que está ejerciendo su labor y sobre su deber patriótico para con su país.
Un grupo de reporteros, dos de ellos fotoperiodistas, planea hacer un viaje muy peligroso en una camioneta de prensa detrás de las líneas de WF, posiblemente esperando unirse a su avance hacia la capital, cada uno soñando secretamente con la foto definitiva: la captura o ejecución del comandante en jefe, o por lo menos una entrevista con las últimas declaraciones del mandatario. Lee es la veterana fotógrafa de guerra (Kirsten Dunst) una mujer estoica, hija de una leyenda del periodismo y de quien intuimos por su rostro que ha vivido mucho dolor. Su compañero es el reportero de Reuters Joel (Wagner Moura), un adicto a la adrenalina, eufórico después de cada tiroteo que pone en riesgo su vida. El veterano Sammy (el siempre excelente Stephen McKinley Henderson) es un veterano reportero del New York Times y la voz de la mesura y la sabiduría. Jessie, recién salida de la universidad, interpretada por Cailee Spaeny, protagonista de Devs y a quien hace poco vimos como la esposa de Elvis en la cinta de Sofia Coppola, es otra adicta a la adrenalina que idolatra a Lee, que convence a Joel para que la lleve en su auto tripulado por adultos y a quien vemos transformarse de una periodista joven e ingenua a una fotógrafa osada y fría.
Garland intenta hacer un retrato de esos reporteros clásicos que están en vía de extinción. El tipo de personas que están menos interesadas en explicar lo que las cosas “significan” que en conseguir la primicia antes que la competencia, por cualquier medio necesario, unos corresponsales de guerra obsesivos (piensen en Robert Capa) que raramente regresan a sus propios países y que no se preocupan por el impacto real de la violencia que relatan, o que más bien la evitan para mantenerse enfocados en su oficio.
De todas maneras, hay dos cosas muy peculiares en esta cinta. Primero, todo parece indicar que en el futuro ya no existirán periodistas que cubran conflictos (el cierre masivo de periódicos y revistas basta para que se pueda afirmar esto). Y segundo, estos periodistas no están constantemente explicándose entre sí (y al mismo tiempo al espectador) sobre las razones que llevaron a la guerra civil. Lo que hace Garland aquí es mostrarnos el infierno de la guerra de una manera deformada, absurda, inferida y surrealista, como lo hicieron Coppola con Apocalypse Now y Kubrick con Full Metal Jacket. No hay tiempo para pensar, solo para sobrevivir.
Es así que Civil War no es un diagnóstico de lo que está sucediendo hoy con los Estados Unidos, pero sí es una advertencia. Actualmente, Texas es un estado republicano y California vota por el partido demócrata. Sin embargo, el norte de California está cada vez más controlado por multimillonarios influenciados por las políticas liberales y gran parte de California central y oriental se inclina hacia el partido republicano y odia tanto a los demócratas de California que han llegado al punto de abogar por dividir a California para convertirse en un país independiente. Asimismo, tanto al presidente Trump como a Biden se les ha tildado de “fascistas”. Es cierto que la cinta evita tomar un partido, pero eso es hasta que Jesse Plemons (pareja de Kirsten Dunst en la realidad), hace una aparición como un soldado que podría o no ser un oficial del Frente Occidental, interroga al grupo aterrorizado de periodistas (que consta de dos mujeres blancas, un hombre negro nacido en el país, un emigrante sudamericano, además de un asiático-americano y un inmigrante chino que se unieron en el camino), preguntándoles por su nacionalidad con funestas consecuencias.
Civil War es una historia sobre periodistas inmersos en un país que se está derrumbando pero que siguen persiguiendo la historia y están decididos a atraparla incluso si eso los mata. Probablemente parecerán antipáticos y desagradables para la mayoría de los espectadores actuales urgidos de un sesgo político. El New York Times y otros medios han sido criticados en los últimos años por darle al auge del fascismo estadounidense el tratamiento de “ambas partes”, y cuando sus reporteros son atacados por su supuesta neutralidad, a menudo se defienden afirmando que su único deber es contar la historia. En la cinta de Garland, ambas facciones están representadas, pero en un contexto que pregunta ¿Es la mayor obligación del narrador contar lo que sucedió o elegir un lado? y luego deja que la audiencia discuta sobre la respuesta, así como lo hizo Leave The World Behind, esa otra cinta distópica de Sam Esmail, un autor muy cercano a Garland y que busca hacer preguntas antes de llenarnos la cabeza con respuestas.
El escritor y guionista Alex Garland ha anunciado su retiro de la dirección. Quizás el mundo ya no necesita de periodistas que cubran noticias o de directores provocadores que generen interrogantes. (André Didyme-Dome – es.RollingStone.com)
En Humane y a raíz de un colapso ambiental que está obligando a la humanidad a deshacerse del 20 % de su población, una cena familiar estalla en caos cuando un padre anuncia su plan de de enrolarse en el nuevo programa de eutanasia del gobierno.
El apellido Cronenberg no es desconocido en el mundo del terror. El patriarca, David, ha dedicado buena parte de su vida a mostrar fantasías desagradables y de horror corporal, que convirtieron a su tipo de cine en un género por sí mismo. Más recientemente, el hijo menor, Brandon, dirigió Infinity Pool, en la que la muerte, la culpa y el horror se convirtieron en un escenario que exploraba la violencia desde varios ángulos distintos. Mucho más, se adentraba en algunas de las obsesiones de su padre para crear una versión del mal contemporáneo, angustioso y nihilista.
Quizás por eso Caitlin, la hija, haya decidido que su debut sería terror —parte del legado familiar— pero desde un ángulo radicalmente distinto. Humane (2024), explora la maldad humana —colectiva y privada— pero no desde el ángulo de la violencia, la brutalidad o los asesinatos. En realidad, la primera película de la directora se esfuerza por dejar a un lado cualquier percepción directa sobre el dolor y el miedo, para crear un panorama sutil y devastador por sus implicaciones.
De modo que la película explora en la futura destrucción de la humanidad — que el guion de Michael Sparaga considera inevitable — desde la óptica del mal mayor. Una elección imposible que someterá a todos los países del globo — en su versión más amplia — a la imposición de la muerte. Y en escala privada, a una lucha interna entre familias, que empujará hacia horrores y traiciones de una crueldad aterradora.
Todo en un escenario distópico modesto, que avanza desde las insinuaciones. La directora procura que toda la percepción sobre lo que está ocurriendo a nivel global se manifieste en las pequeñas cosas. De modo que los primeros veinte minutos de la película están llenos de imágenes de periódicos impresos, pantallas de televisión y ordenadores, para luego mezclar toda la información en una premisa aterradora. En un futuro impreciso, el ecosistema total de la Tierra colapsó. Los recursos no son suficientes para todos ni aseguran la continuidad de la vida.
Por lo que los gobiernos del mundo, en un rato y manipulador acto de bondad, asumirán el costo con una negociación siniestra. Poco a poco, Humane deja claro que la única solución viable a una circunstancia semejante es la eutanasia selectiva. O mejor dicho, voluntaria. En cualquier caso, una muerte programada que brindará a la víctima — que el guion llama “alistado” en un eufemismo brutal que repercutirá en toda la película — una ventaja a futuro, más allá de su desaparición física. Ya sea dinero, documentos legales para los parientes sobrevivientes o incluso, oportunidades de trabajo.
Solo que nada es tan sencillo y a pesar de la insistente propaganda gubernamental acerca de las ventajas de vencer “una guerra” por medio de la buena voluntad de “los alistados”, no hay suficientes voluntarios para algo semejante. Gradualmente, Humane termina por mostrar sus verdaderos colores y lo que es aún más inquietante, lo que se esconde bajo la civilizada visión que una muerte voluntaria — y, por tanto, honorable — puede salvar el mundo. Lo que lleva a la película a sus mejores regiones y su razonamiento más aterrador. ¿Qué debe hacerse para sostener a la Tierra en una eventual catástrofe?
Cronenberg logra construir una atmósfera claustrofóbica, a medida que la película se hace más incómoda, dolorosa y violenta en lo que muestra a pedazos y nunca, con una intención moralista. La cámara subjetiva — que se vuelve asfixiante en ángulos cerrados o largos primeros planos de personajes que terminan por echarse a llorar a plena vista — es un recorrido sobrecogedor alrededor de la naturaleza del hombre. De la pérdida, la búsqueda y la angustia de saber que claudicar a la muerte, asegura la vida de otros, de un planeta que depende de semejante punto de vista para prosperar.
Pero esta no es una apuesta trágica, dramática o conmovedora. La directora encuentra sus mejores puntos cuando logra enlazar todo lo anterior con una oscuridad perversa, al convertir a todos sus personajes en posibles víctimas de expiación. Tampoco utiliza la brutalidad directa y sin mucho que ofrecer de la saga La purga. En lugar de eso, evade explicaciones convencionales, para centrarse en la posibilidad de tener que decidir quién vive y que esa decisión nunca sea de buena voluntad o basada en la necesidad.
Para su incómodo final, Humane perdió un poco de profundidad en favor de cierto efectismo entre un caos colectivo más prosaico. Pero la cinta se sostiene gracias a su primer tramo y lo mucho que explora en la filosofía violenta del hecho de luchar por la supervivencia en medio de lo inevitable. Un mensaje que Caitlin Cronenberg maneja con inteligencia, sobriedad e impecable tensión. (Aglaia Berlutti – ElNacional.com)
En Strange Days faltan dos días para la llegada del año 2000 y las calles de Los Ángeles están abarrotadas de gente. Lenny, que ha sido expulsado de la Brigada Antivicio, se dedica a la captación de clientes para venderles unos clips que reproducen las vivencias de otras personas.
Si se pregunta a cualquier aficionado de la ciencia ficción qué es lo que entiende por ciberpunk como género, lo más probable es que lo primero que surjan sean referencias a cuestiones estéticas como coches voladores, personajes con modificaciones cibernéticas o corporales o ciudades de aspecto futurista llenas de hologramas, luces de neón o incluso robots. No obstante, el asociar el género con una estética (por especial que dicha estética sea) ha conllevado que muchas obras que se adscriben a dicho género ignoren las ideas y temas más relevantes del mismo mientras que aquellas películas que sí saben manejar dichos aspectos pero carecen (bien por decisiones creativas o presupuestarias) de dicha estética sean injustamente invisibilizadas. Strange Days (Kathryn Bigelow, 1995), una película que precisamente por estos factores fue infravalorada en su momento y olvidada hasta que, años después de su estreno, fuera recuperada como obra de culto, es en sí misma la explicación de lo que el verdadero género ciberpunk debería aspirar a ser.
Strange Days tiene lugar en un Los Angeles futurista en el que existe una nueva y revolucionaria tecnología que permite grabar y revivir de manera virtual recuerdos que son comprados y vendidos de manera clandestina por individuos como Lenny, un policía retirado que sigue obsesionado con Faith, su antiguo amor, la cual hace tiempo que le ha abandonado para en su lugar mantener una relación con un poderoso empresario musical. Cuando Lenny descubre unas grabaciones que contienen asesinatos de mujeres realizados por un perverso y misterioso asesino, se verá implicado en una conspiración que implicará tanto a Faith como a algunos de los grandes peces gordos de la ciudad, contando únicamente con la ayuda de su fiel amiga Lornette.
Strange Days, lejos de lo visto en otras películas del género, apuesta por una visión del futuro relativamente cercana al presente, sin grandes avances tecnológicos fuera de aquellos en torno a los que gira la trama. Lejos de suponer un problema a la hora de abordar los grandes temas del género, esto permite a la película tomárselos más seriamente y de una forma más cercana al espectador. Uno de los aspectos fundamentales del género es la confrontación entre naturaleza humana y tecnología, y más precisamente los riesgos para la preservación de la primera a consecuencia del crecimiento de la segunda. En esta obra, Bigelow explora el tema a través de la memoria. La tecnología de la película permite revivir antiguos recuerdos y vivir de forma casi permanente en el pasado. Pero esta tecnología también hace que estos recuerdos se terminen convirtiendo en una cárcel que impida a los personajes avanzar. A medida que personajes como Lenny consumen el pasado como si de una droga se tratara, se muestran también incapaces de avanzar hacia su propio futuro. El protagonista de la cinta se aferra a los recuerdos de su ya terminada relación con Faith de la misma forma que un alcohólico se aferra a una botella, pero además, la misma tecnología que le permite sentir un poco de felicidad al vivir en la sombra de su pasado es la que le está impidiendo dejar atrás dicho pasado y permitir que su herida emocional se cierre. La tecnología, por lo tanto, cambio de una felicidad virtual e irreal, consume su espíritu al impedirle pasar por el proceso natural de duelo y superar su pasado.
La parte humana, por el otro lado, viene de su relación con Lornette, la cual es, a diferencia de la que le ofrece la tecnología con los recuerdos de Faith, real y humana, simbolizando por lo tanto su futuro. La capacidad para crear una nueva relación y reconciliarse con su pasado a la vez que sienta las bases de su presente y su futuro es algo que se ve cercenado por una tecnología que, al alterar el funcionamiento mismo de la psique humana y la manera en que esta procesa los recuerdos, le impide avanzar como ser humano y crecer a partir de sus experiencias pasadas, distorsionando por lo tanto su visión del mundo y de sí mismo. Su naturaleza humana, así, se ve alterada por una tecnología que corrompe la misma mente humana. El utilitarismo aparentemente objetivo propio de los avances tecnológicos choca de este modo frontalmente con lo humano y emocional. Porque tener la tecnología de revivir recuerdos de forma virtual puede ser algo que parezca beneficioso sobre el papel, hasta que esto comienza a alterar la propia humanidad de quien es víctima de esta aparentemente beneficiosa tecnología.
Presentar un avance tecnológico que existe a costa del sacrificio de algunos de los aspectos básicos de nuestra humanidad es una de las esencias mismas del ciberpunk, y la película logra manejarlo de una manera que no solo invita a la reflexión, sino que también forma parte del viaje emocional y dramático de los propios personajes. Es quizá en la integración de sus temas más elevados con su narrativa más humana en donde esta película brilla con más fuerza. En apariencia, puede parecer una historia sobre unos personajes que tratan de resolver unos misteriosos asesinatos, pero en el fondo, estamos ante una historia de una persona luchando para proteger su humanidad de una tecnología y un mundo profundamente antihumanista. La película, si bien maneja ideas complejas, no va a tratar de ser pedante mediante reflexiones pretenciosas sobre temas complejos, sino que utiliza a sus personajes como vehículo para explorar esas ideas mientras cuenta una historia aparentemente sencilla. La alteración de la memoria y el impacto de la misma en la percepción propia es una de las grandes piedras angulares del ciberpunk. Este concepto ya se explora en películas como en la muy infravalorada Cypher (Vincenzo Natali, 2002) o incluso en filmes mucho más conocidos como en Matrix (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 1999), pero si en las citadas obras la tesis circula sobre el concepto de transformación de la identidad y de la percepción del yo a través del manejo de la memoria, en el caso de Strange Days estamos ante una lectura diferente de dicha idea, que prefiere centrarse en el impacto que la manipulación tecnológica y, en último término, la mercantilización de la memoria humana puede tener tanto en el individuo como en el conjunto de la sociedad. Si en otras obras ciberpunk la alteración del ser humano se produce a través del transhumanismo y la modificación corporal, en Strange Days esta invasión del cuerpo humano se hace a través de la mente, alterando la percepción humana al permitir vivir los recuerdos de otras personas y por lo tanto desdibujando los límites del individuo y de la precepción propia y ajena.
Otro de los aspectos más filosóficos del ciberpunk que la película sabe manejar es el de la confrontación entre una sociedad alienante y un individuo que trata de recuperar su individualidad. Si bien en los mundos que proponen las películas de este subgénero es habitual que se nos presenten sociedades aparentemente libres, no es menos cierto que dicha libertad suele ser únicamente superficial, estando el individuo sometido a un poder autoritario «blando» que no utiliza las formas clásicas de coerción (como puede ser la violencia) sino que elimina la independencia de los individuos de formas mucho más sutiles, a través del condicionamiento social, la economía o la tecnología. Es por eso una constante en el género un modelo de lucha por la libertad que en poco se parece a los que estamos acostumbrados, en el que el individuo no ha de pelear para romper sus cadenas, sino para darse cuenda de que existen. En el caso de Lenny, sus cadenas son la dependencia que tiene por los recuerdos de Faith, los cuales le han llevado a una espiral autodestructiva. Pero en un sentido más amplio, es la incapacidad de toda una sociedad de conectar con la realidad y recurrir en su lugar a recuerdos virtuales, lo que representa una de las formas de alienación más brutales nunca vistas en el cine de ciencia ficción. Una prisión no para los cuerpos, sino para las almas de las personas, frente a la cual la película parece reivindicar la esperanza en el futuro.
La gran cualidad de la obra de Bigelow radica en lo hábil que es a la hora de mezclar todas éstas ideas con unos personajes profundamente humanos, en especial el protagonista, Lenny. Constantemente vemos en él la confrontación entre aquello que el personaje quiere (recuperar su relación con Faith) y lo que necesita (superar el pasado). Es así que el avance tecnológico que plantea la película encaja totalmente con el drama humano y el estudio de personajes que la historia aborda, logrando el perfecto equilibrio entre lo humano y lo tecnológico, lo emocional y lo científico, que caracteriza a la buena ciencia ficción. Todo ello está, además, aderezado con los préstamos que la película toma de géneros como el cine negro, el thriller o incluso la acción, lo cual ayuda a mantener una cadencia narrativa muy sólida.
Incluso sin la necesidad de recurrir a una ciencia ficción excesiva o una imaginería futurista, el mundo que plantea la directora también recoge los elementos básicos del ciberpunk, en especial al reflejar una sociedad en decadencia con unas instituciones cívicas en colapso que han sido sustituidas por grandes poderes privados únicamente interesados en la satisfacción de sus propios intereses, así como una gradual desaparición de la clase media. No es necesario el añadir elementos futuristas para crear en el espectador la sensación de que se está viendo una visión de un futuro nada agradable de lo que la sociedad puede llegar a ser si las decisiones equivocadas son tomadas. Como nota no tan positiva puede señalarse que el mensaje de crítica sociopolítica de la película, centrada en la desigualdad racial de EE. UU. (no olvidemos que estamos ante una película rodada en los noventa y por lo tanto muy influenciada por los disturbios raciales que en esa época tuvieron lugar en Los Angeles), si bien correcta en todo momento, resulta a la postre un tanto superficial e hipersimplificada, algo que si bien no representa per se un punto negativo, si hace que esa faceta de comentario político de la película se sienta un poco coja con respecto al resto de temas que son tratados.
Un punto especialmente positivo a destacar es, sin duda, el de sus personajes. Por un lado, el guion sabe exactamente como escribir a seres humanos polifacéticos, complejos y que en todo momento se sienten reales. Incluso aquellos que disponen de menos tiempo en pantalla muestran una profundidad y un carisma que transforma la película en este puzle en el que todas las piezas encajan de manera precisa. Son los personajes, y lo bien que están escritos, los que hacen que el mundo que plasma en la pantalla la directora se sienta siempre creíble. A esto hay que añadir unas interpretaciones absolutamente brillantes por parte de todo el reparto, desde un carismático Ralph Fiennes absolutamente impecable en su rol de pícaro de buen corazón hasta una Angela Bassett que llena de matices a su personaje. Pero incluso aquellos actores que tienen menos tiempo de pantalla, como Tom Sizemore, consiguen gracias a su interpretación dar alma a unos personajes que en manos de interpretes menos habilidosos pudieran haber resultado un tanto caricaturescos. Todo ello acompañado por unas escenas de acción excelentes hechas de forma artesanal (marca de la casa del cine de acción de los noventa) y una dirección habilidosa que en todo momento sabe qué historia quiere contar.
Al inicio de esta crítica, nos referíamos a cómo es habitual desde ciertas voces el criticar a determinadas obras del género ciberpunk por carecer de la estética que habitualmente asociamos a dicho género, ya sean humanos con cuerpos modificados, coches voladores o edificios hiperfuturistas. Pero lo que Strange Days demuestra es que el verdadero ciberpunk no consiste en nada de eso (salvo quizá a un nivel más bien superficial), sino que su valor radica en las ideas que explora. Cuestiones como el impacto social y humano de un avance tecnológico no limitado por la ética, la lucha entre lo artificial y lo humano o el conflicto entre una sociedad altamente alienante y el individuo que busca proteger su independencia frente a ella son las ideas donde radica realmente la esencia del ciberpunk, y Strange Days es una película que no solo entiende magistralmente estas ideas, sino que (y esto es lo más importante a lo que siempre va a aspirar un filme) sabe como usarlas para contar una historia fascinante. (Roberto H. Roquer – RevistaCintilatio.com)
En The Architect cuando un proyecto para construir mil pisos en Oslo se pone a licitación, la arquitecta Julie tiene una idea: ¿por qué no convertir los aparcamientos subterráneos vacíos en edificios residenciales? Una serie que supone una sátira sobre un futuro demasiado cercano.
Cuatro capítulos de apenas unos 20 minutos es el formato propuesto por Kerren Lumer-Klabbers en su miniserie The Architect. Si echamos cuentas, muy fácilmente se podría tratar de un largometraje de hora y cuarto especialmente accesible, teniendo en cuenta los dilatados estándares actuales de duración de los (largo) metrajes. Sin embargo, la cineasta noruega decide dar el paso hacia el formato serial después de cortometrajes como Radio Silence (2021) o Papapa (2020), a través de una ficción que se va desplegando en estas cuatro micro cápsulas. De entrada, cabría preguntarse el porqué de dicha decisión, pero realmente no cuesta encontrar la respuesta a lo largo de los episodios de la serie, premiada como Mejor Serie en el Festival de Berlín. Por un lado, es cierto que a su término puede dejar un ligero aroma a incompleto por sus reducidas dosis, como si se tratara de un excelente pero corto menú degustación. Por otro, es innegable que con esos 75 minutos le basta a Lumer-Klabbers para dejar claras sus intenciones y no parece importarle poder dejar a la gente en suspenso. De hecho, esta condición le permite concretar muy finamente en el conflicto que plantea The Architect, y así reducir miras y centrarse en explorarlo bien. Y, por qué no, dejar espacio tras un final abierto para que el debate pueda continuar más allá de las pantallas. También gracias a su corta duración damos con una economía del lenguaje que resulta refrescante, un acercamiento ácido e incómodamente humorístico a un problema cada vez más universal: el de la crisis de la vivienda.
Ya desde el inicio la directora nos propone que entremos en su juego, imaginando un Oslo en un futuro indeterminado, con drones que surcan el cielo de una ciudad masiva e impersonal, habitada por gente que viste ropas grises y minimalistas. Esa frialdad tan propia de los nórdicos impregna todos los recodos de esta suerte de distopía. Somos introducidos en ella con Julie, interpretada por una Eili Harboe que resultará familiar a muchas, quizás a raíz de su papel protagónico en Thelma (Joachim Trier, 2017) o por su más reciente aparición en la última temporada de la afamada serie Succession. Julie es una arquitecta titulada, aunque trabaja como permanente becaria, que se encuentra en una situación económica límite, anegada en deudas y sin poder permitirse un piso en la ciudad. En medio de este panorama desolador y angustiante (que, en realidad, representa más elementos del presente que de un supuesto futuro distópico), surge una nueva forma de habitar las urbes. Aprovechando unos monumentales parkings abandonados, los listos de turno han aprendido a subalquilar pequeñas parcelas de espacio subterráneo que servirán de cobijo para aquellas que, como Julie, lo tienen imposible para pagar un alquiler normalmente. Ocupando esos espacios de forma, como mínimo alegal, al menos tienen un lugar al que llamar “hogar”. Aunque se trate de cuatro metros cuadrados sin amueblar, delimitados con cortinas a modo de paredes. Para acabar de rizar el rizo, el estudio de arquitectura en el que la protagonista trabaja precariamente, recibe un encargo para encontrar la forma de construir mil pisos (¡más!) en el centro de la ciudad. Al proponerlo a modo de concurso entre sus arquitectos, a Julie se le ilumina el rostro. ¿Quizás ese hogar subterráneo que acaba de estrenar le pueda dar la clave, justamente, para salir de esa situación? Con el objetivo de ganar ese concurso y así solucionar sus problemas económicos y de habitáculo, empieza a trabajar para proponer ese modelo de vivienda como algo positivo para inversores inmobiliarios. Perversamente, aunque lo entendemos de inmediato, en esta hipótesis que dibuja Lumer-Klabbers sobre el estado del habitaje siempre salen ganando los mismos. Sea cual sea el resultado, en ningún caso es gente como Julie, para quién, a pesar de que consiga subsanar sus deudas a título individual, el coste de hacerlo pone en peligro su humanidad.
No estará sola en esa competición, en la que también participa su compañero y ex-pareja Marcus (Fredrik Stenberg Ditlev-Simonsen), para añadir algo de tensión al cóctel. Este, por su parte, busca formas de engañar al sistema junto a su novia, la ambiciosa Nina (Alexandra Gjerpen). La fachada es lo más importante para ellos en esa narrativa que muestran al mundo sobre quiénes son. Pero, por dentro, andan tan al límite como cualquier otro ciudadano de a pie. Para completar el plantel de personajes puntales de The Architect, y como contrapeso a ese mundo de arquitectos que juegan a ser Dios con los derechos de la gente, tenemos a Kaja (Ingrid Giaever), la nueva vecina de zulo de la protagonista. Primero la conocemos inadvertidamente al otro lado de un escaparate, posando como exánime modelo en vivo, otro de los guiños distópicos en el mundo que plantea la creadora. En una de las escenas más impactantes, Kaja se desenmascara como activista en contra de la arquitectura hostil que plaga Oslo (y seguramente también tu ciudad, si te fijas lo suficiente). Se trata de aquellos elementos que obstaculizan la estancia en lugares públicos de personas sin hogar, los bancos unipersonales, las superficies con elementos punzantes…
Sorprende y descoloca el tono que Kerren Lumer-Klabbers otorga a su serie, con una cámara móvil con tendencia al zoom y al reencuadre nervioso que nos podría trasladar a una comedia del estilo de The Office pero que, en vez de dar con el chascarrillo simpático, se encuentra con rostros impenetrables, incómodos. Sin duda, The Architect es una pequeña gran ficción de personajes, que intentan encontrar un sitio en el que poder finalmente respirar tranquilos, pero que dan constantemente con esa desagradable realidad que tantísimos reflejos tiene con la nuestra propia. La arquitectura es solamente un personaje más. Al final no acaba de quedar en claro si la directora está queriendo esbozar una advertencia o si, en cambio, esta miniserie es su forma de decir que ya no hay distopía posible cuando la estamos viviendo. (Julia Gaitano Mendizábal – ElAntepenúltimoMohicano.com)
Children of Men transcurre en el año 2027: el ser humano está al borde de la extinción: los hombres han perdido la capacidad de procrear y se ignora por qué razon todas las mujeres del planeta se han vuelto estériles. Al mismo tiempo, el mundo se estremece cuando muere un muchacho de 18 años, la persona más joven de la Tierra. Se vive, pues, una situación de caos galopante. En tales circunstancias, Theo, un desilusionado ex-activista radical de Londres convertido en burócrata, es contratado por Julian para que proteja a una mujer que puede tener el secreto de la salvación de la humanidad, la persona más valiosa de la Tierra…
El mundo se está yendo por un enorme inodoro de cuya cisterna estamos tirando todos a la vez. Así de claro. Vivimos en unos tiempos en los que la conciencia global está ayudando poco o nada a que el planeta sea un lugar más digno para vivir: cada vez hay más pobreza, pero no sólo eso, sino que la riqueza cada vez está menos repartida, algo que la actual crisis está exacerbando hasta límites insoportables; la locura de los pocos que están en el poder mantiene en vilo al mundo entero en unos días en los que el régimen de Corea está dispuesto —una vez más— a llevar a la Tierra a otro holocausto nuclear; y en medio de todo esto encontramos una de las peores lacras de nuestra generación, la inmigración.
No recuerdo exactamente la fecha en la que llegó la primera patera a las costas de Tarifa, pero lo que no puedo olvidar es la indignación que sentí de ver como nuestros congéneres llegaban más muertos que vivos en unas condiciones infrahumanas. Han pasado muchos años desde entonces y los medios casi nunca se hacen eco ya de de las llegadas de inmigrantes en cayucos, parece que la población está cauterizada; es un problema, sí, pero tampoco es tan grave —aunque siga produciéndose a diario—. Gracias a Dios, sigue habiendo gente que necesita alzar la voz y gritar su indignación. Y gracias a Dios, algunas de estas personas hacen cine. Alfonso Cuarón es uno de ellos.
Aunque lleva haciendo cine desde 1983, no fue hasta Little Princess que su nombre comenzó a sonar con fuerza. Desde entonces, Cuarón ha sabido cuajar un estilo muy personal ya sea en las cintas de las que también es guionista Y tu Mamá También, como en los encargos de grandes estudios, filmando la mejor entrega de Harry Potter, ‘Harry Potter and the Prisoner from Azkaban. Aún teniendo en cuenta todo lo anterior poco podíamos imaginar que Cuarón fuera capaz de concretar una cinta tan llamada a la polémica como fue Children of Men. Haciendo gala de un ácido y agudo sentido de la conciencia social mundial, Cuarón enarbola en el filme dos de las banderas más preocupantes de hoy en día: la guerra y la inmigración —en realidad enarbola unas cuantas más, como el adocenamiento de la sociedad actual, pero estas dos son lás más llamativas—.
Y lo hace a través de un género al que hasta el momento de rodar esta producción no se había acercado, el de la ciencia ficción de avance, un género que potencia sobremanera la fuerza que anida en su mensaje y gran realismo . Además, los dos frentes sobre los que el hilo de la acción hace hincapié son tan actuales, que ni siquiera el hecho de que estén exagerados —aunque no tanto como uno pudiera pensar— resta veracidad al relato. Como nota añadida, Cuarón realza el poder alegórico de su historia con el la premisa de partida que mueve la historia: el nacimiento de un niño tras 18 años de esterilidad mundial. Es tal la fuerza y el sentido que cobra el devenir del relato cuando la embarazada Kee hace acto de presencia que casi se diría que Cuarón se podría haber ahorrado los, por otra parte geniales, 30 primeros minutos.
A partir de ese momento, el mexicano insufla nueva vida a la historia y sobre todo a sus protagonistas. Como si de una moderna natividad biblíca se tratará, Children of Men cuenta con su particular San José y su María. El primero busca la redención de su nihilista vida a través de la ayuda a lo que sin duda traerá nueva esperanza a los hombres; la segunda sólo quiere que su hijo nazca en libertad. Tras esta primera capa, el relato de las peripecias de ambos para conseguir su objetivo va desgranando muchas más realidades; el descubrimiento de cuales son será competencia, eso sí, de lo que cada espectador pueda aportar a la experiencia que supone su visionado.
Hasta aquí lo que el Cuarón guionista consigue. La virtud del realizador es que su tarea detrás del objetivo lidia duramente con su labor en el libreto por ser lo mejor de la cinta. El Cuarón director consigue con un espléndido trabajo meterse al público en el bolsillo tras el impactante comienzo. Con un sentido del ritmo impresionante, y usando —que no abusando de— una realización cuasi documental, el cineasta transmite desde un principio, y sin ningún tipo de problemas, esa sensación de verismo de la que venimos hablando. Y esto se hace palpable sobre todo en el momento en que la acción alcanza el que quizás sea su punto más álgido: cuando los protagonistas se adentran en Bexhill, un pueblo costero cercado por el ejército donde son hacinados, como si de un campo de concentración se tratara, los inmigrantes.
Es durante la parte de metraje que Cuarón centra allí donde mejor se refleja el espíritu crítico-alegórico del realizador mexicano. Lo primero lo podemos observar en la maestría tras las cámaras, y la impresionante labor de montaje, que llegan a un nivel tal que casi se podría afirmar que las escenas de batalla que tienen lugar en Bexhill son de las mejores que se habían podido ver en la gran pantalla desde que Scott estrenara Black Hawk Down cinco años antes. Lo segundo, y probablemente lo más estremecedor, es el que por méritos propios se termina convirtiendo en el gran momento de la cinta, demostrando como un simple sonido puede parar al mundo.
Pero todos los esfuerzos de Cuarón serían en balde si no estuvieran refrendados por la labor de un más que sólido reparto. Al frente del mismo, un Clive Owen que se come la pantalla. Su rostro refleja desde la apatía hasta la más absoluta indignación sin despeinarse sirviendo de contrapunto perfecto a la labor del resto de sus compañeros. A su lado, unos impresionantes Michael Caine —que da igual lo que haga con tal de verlo en la pantalla—, Chiwetel Eijofor, Julianne Moore y una novata Claire Hope Ashite,cuya inocente candidez a la hora de plasmar el personaje de Kee, pone el toque metafórico a la cruda realidad del relato.
Children of Men fue, y sigue siendo, siete años e incontables visionados después, una cinta tan magistral como necesaria. Su clara implicación en azotar conciencias y su inteligente forma de abordar la crítica nada velada de dos de los hechos más vergonzosos de la actualidad mundial la convierten en un rara avis dentro del cine de presupuesto, ese que siempre intenta evadir, de una forma u otra, la cruda realidad. No puedo más que aplaudir la arriesgada iniciativa que Cuarón tomó con este espléndido filme y esperar que, de cuando en cuando, otros cineastas sigan haciendo lo mismo. Si terminará sirviendo de algo, sólo el tiempo lo dirá. (Sergio Benítez – Espinof.com)
En Ar Condicionado cuando los aparatos de aire acondicionado comienzan misteriosamente a caer de las ventanas de los edificios, un guardia de seguridad emprende un surrealista viaje hacia la capital angoleña.
“Jazz”, “odisea quijotesca”, “realismo mágico” y “meditación poética” son algunas de las etiquetas que atribuye la descripción de MUBI a Ar Condicionado, primer largometrje de ficción del joven director Mário Bastos, que firma como Fradique (Luanda, 1986), cuyo eclecticismo creativo goza no sólo de atractivas sinopsis, sino también de una profundidad insólita. La película abre con las fotografías monocromáticas de Cafuxi, quien ofrece una especie de prólogo por medio de imágenes que retratan la geografía urbana de Luanda, donde el concreto y los rostros se conjugan en un claroscuro fascinante. Esta visión preliminar de la capital angoleña nos acerca al lugar de la ficción a través del órgano citadino por excelencia, la gente. Pronto conocemos a Zezinha (Filomena Manuel), mujer práctica y parlanchina que, de camino al edificio donde trabaja como servidora doméstica, escucha las noticias sobre la más reciente crisis del país: los aires acondicionados caen misteriosamente de sus soportes; el golpe de calor es inminente y los accidentes derivados de este inusual fenómeno alarman a los ciudadanos. Ya en el edificio, Zezinha recibe una llamada de su jefe (Herlander Glenóide), quien, furioso y autoritario, le ordena solucionar el problema de la climatización en su departamento. La orden recae en Matacedo (José Kiteculo), veterano de guerra vuelto conserje que protagoniza el film.
Siempre en paralelo con la icónica figura cervantina, Matacedo emprende una batalla absurda, aunque no por ello intrascendente. Si bien Don Quijote salió mal parado de su encuentro con los molinos de viento, su equivalente hipermoderno encontraría una revancha al enfrentarse a la versión automática, compacta y también invicta de su antiguo rival: el aire acondicionado. A pesar de que entre Matacedo y Alonso Quijano existe una diferencia histórica de cuatro siglos, una discrepancia geográfica considerable y un origen sociocultural muy distinto, sus similitudes los vuelven inseparables: ambos son caballeros de figura triste; soñadores y entusiastas, han de encarar solos a un mundo caótico y desquiciado; les corresponde defender un orden ya rebasado e imposible de restablecer. Y es que en un contexto demencial donde caen aires acondicionados como gotas de lluvia, ¿qué sentido tiene vigilar y custodiar? En todo caso, la vigilancia se reduce a un acto de fe, porque un problema tan extraño supone soluciones igual de incomprensibles.
En efecto, el encargado de arreglar el aire acondicionado del jefe es el Sr. Mino (David Caracol), una especie de científico excéntrico que de tanto reparar dispositivos se ha vuelto inventor. La gente lo considera un loco, otro maniático solitario digno de evitar. Pero Matacedo, hombre tenue, íntimo y profundo, en lugar de ver locura en él, ve dolor, sensación común en todos los personajes de la película que, no obstante, se manifiesta de muy diversas formas: el conflicto bélico, el exilio y el testimonio impotente de la decadencia socioeconómica en Angola dejan tras de sí una serie de resabios tanto físicos como morales que habitan el pasado, la fantasía y la cotidianidad de sus ciudadanos. A este respecto, resultan muy reveladoras las palabras de Mino: «Los recuerdos cayeron con los árboles. Ahora sólo caen los aires acondicionados». Esta frase enigmática encierra el secreto detrás de la misteriosa crisis nacional: la razón atraviesa al mismo tiempo el violento proceso de urbanización y la politización de la memoria; entre la ausencia de flora y la institucionalización del olvido, sólo queda la muerte (literal y figurada). Por suerte, la disparatada sabiduría del Sr. Mino “revive” el aire acondicionado descompuesto del jefe insuflándole sus recuerdos –sí, insuflándole sus recuerdos–, tras lo cual presenciamos un nuevo episodio mágico.
En un cuarto del taller, el Sr. Mino esconde su proyecto salvador, una carcasa-de-automóvil-grabadora-de-recuerdos que coexiste con abundantes plantas (único vestigio de naturaleza en toda la película). El símil con el Arca de Noé es inevitable: se trata de rescatar lo esencial para garantizar un comienzo más próspero: recuperar las plantas para crear oxígeno no artificial, resguardar la memoria para conservar la identidad y hacerse con una tripulación escasa, pero noble y sensible. El episodio termina, como debe de ser, con una última acción críptica: el Sr. Mino obsequia a Zezinha y a Matacedo unas semillas de casuarina, regalo que pretende ser una promesa, una ilusión o una esperanza, todas sinónimos de optimismo.
Así, la peripecia más urgente queda resuelta, pero los grandes problemas se mantienen. El aparato del jefe ha sido reparado, pero no puede decirse lo mismo de los aires acondicionados de las familias más humildes. Como en toda catástrofe, las consecuencias afectan más a las clases bajas que a la gente acomodada, que no reacciona a la crisis hasta que ésta le representa un perjuicio material. De esta forma, el enemigo a vencer pasa de ser un misterio metafísico a ser un problema muy concreto: el subdesarrollo, enfermedad crónica típica de la realidad postcolonial, cuyo rezago económico fragmenta la configuración social del país, donde los espacios traslucen una contradicción temporal irremediable. El pasado colonial oprime y se manifiesta en la pobreza, la desesperación y la nostalgia por una edad tanto dorada como remota; el futuro, bajo los augurios de prosperidad, paz y plenitud, nunca llega a concretarse; ambos tiempos colisionan en un presente lleno de contrastes, donde los rascacielos modernos se contemplan desde las azoteas más modestas. Desde luego, la contrariedad resulta pintoresca, y el paisaje se yergue como un monumento a la desigualdad.
En este cuadro conflictivo, los versos en off que rapea Tito Spyck resultan tremendamente significativos:
Tierra en duelo. Herencia de explotados.
El kuduro está en guerra, mas no todo es trinchera.
Su declaración sintetiza el movimiento contracultural angoleño, la tentativa de erigir una resistencia popular que dé cuenta de la realidad socioeconómica de la nación y reivindique su identidad mestiza. Esta oposición lucha contra la opresión sistemática, pero en ese ímpetu de combate subyace el deseo de comunión y la esperanza de una libertad reconquistada. «Cuando cierro los ojos, vislumbro un país nuevo», canta un desbordado Paulo Flores en el himno de Ar Condicionado, un danzón brasileño tan melancólico como vigoroso que conmueve sin fomentar el patetismo. Con el motivo y la melodía de la canción a manos del fliscorno y la guitarra, la base rítmica en las congas y la dikanza, y una letra en portugués, la talentosa compositora Aline Frazão culmina una fusión musical que concilia la herencia lusa con la tradición angoleña.
Resulta difícil pensar en una conceptualización sonora más coherente con el discurso de la película que aquella que nos presenta el jazz, un género tan vasto e impredecible como Luanda, y tan enigmático o complejo como los personajes que la habitan. En Ar Condicionado, la música no sólo es el pilar atmosférico, sino que también marca el pulso de una odisea vertical –literalmente– llena de matices psicológicos. Las composiciones de Frazão (Luanda, 1988), desarrolladas en paralelo a los procesos de escritura y de filmación, son a la vez el retrato emocional de los personajes y la pauta rítmica de su estar-en-el-mundo. Matacedo y su danzón, Mino y su díptico pasional (constituido por las piezas “Mino’s Dream”, una cadenciosa muestra de entusiasmo, y su contraparte elegiaca, “Mino’s Dream Again”), la curiosidad y el sonido del kisanji, la ciudad y la disonancia, son elementos indisociables en la obra que representan a menudo el umbral de la fantasía, del sueño, de la turbación y del anhelo. El genio de la compositora angoleña radica precisamente en su capacidad de alternar entre lo eufónico y lo cacofónico según las necesidades dramáticas –o poéticas, ¿por qué no?– de la trama. En general, existe una continuidad admirable entre el elemento visual y la mezcla de sonido, que se sirve de los contrastes para subrayar el conflicto: lo inquietante, por ejemplo, se refuerza con la fusión de frecuencias graves y chirridos, cuya agudeza, similar a la de los silbidos provocados por el tinnitus, genera un malestar hipnótico.
Finalmente, Ar Condicionado cierra con una serie de videos e imágenes actuales reproducidas en un televisor. Si las fotografías en blanco y negro del comienzo nos introducían al universo urbano, el material de clausura funge como un epílogo que inscribe la ficción en la actividad cotidiana del país. Así, la historia de Matacedo se inserta dentro de un paréntesis documental que difumina los rastros de lo extraordinario, o que más bien los normaliza. Después de todo, no es casualidad que el realismo mágico naciera en Latinoamérica, otro territorio postcolonial que comparte con Angola una heterogeneidad sociocultural muy susceptible a la extrañeza. Y es que, más que un tinte narrativo, el realismo mágico se presenta en Ar Condicionado como la manera justa de sopesar la historia; esto es, a partir de la condición híbrida de la experiencia angoleña: la razón y el absurdo, la modernidad junto a la antigüedad, la vitalidad frente a la crisis, el sueño a pesar de la violencia, la nación mestiza, el jazz. En Luanda, los opuestos conviven, se con-funden; la realidad mágica permite su conciliación a la vez que revela otra faceta del tiempo, un presente sumamente pasado, un pasado demasiado presente que exalta la nostalgia, el esfuerzo, la búsqueda por una identidad que pueda llamarse propia. (Bruno Armendáriz – RevistaIcónica.com)
Atlantis sucede en el este de Ucrania, en un futuro cercano. Sergey, un ex soldado que sufre síndrome postraumático, tiene problemas para adaptarse a su nueva realidad: una vida hecha añicos, una tierra en ruinas. Cuando la fundición en la que trabaja finalmente cierra sus puertas, encuentra una inesperada forma de superar su tristeza al unirse a la tarea de los «Tulipanes Negros», un grupo dedicado a exhumar los cadáveres que la guerra con Rusia ha dejado tras de sí. Trabajando al lado de Katya, empieza a comprender que un futuro mejor es posible.
Mejor Película en la Sección Orizzonti del Festival de Venecia 2019
Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Tokio 2019
Mejor fotografía en el Festival Internacional de Sevilla 2019
IMDb Rating: 6,8
RottenTomatoes: 96%
Película (Calidad 1080p. La copia viene con subs en español)
Ganadora del premio a la mejor película de la sección Orizzonti –la segunda en importancia del Festival de Venecia, supuestamente dedicada a películas con mayor riesgo que la competencia oficial–, la cuarta película de Vasyanovych, más conocido por ser el director de fotografía y productor de la brutal película ucraniana The Tribe, es una suerte de distopia realista que transforma pequeñas ciudades, fábricas, rutas y zonas abandonadas de su país luego de la guerra con Rusia en escenarios de películas tipo Terminator o Mad Max. Atlantis arranca con un cartel que dice «un año después del fin de la guerra» y solo por la sinopsis oficial sabemos que estamos en 2020, aunque bien podría ser 30 años más adelante en el futuro o en el pasado. Es el famoso paisaje después de la batalla: cadáveres desparramados por todos lados, minas desperdigadas que pueden matar a cualquiera en cualquier momento y un clima de frío, agobio y desesperación que resulta angustiante.
De hecho, gracias a la fotografía del propio director esa angustia es oscuramente bella, imágenes cuidadas y muy delicadamente compuestas que se nos muestran la mayor parte de las veces en largos planos fijos, más allá de algún que otro travelling. Atlantis es una película parca y silenciosa –hay poquísimos diálogos y los textos más largos los dice un encargado de revisar cadáveres, detallando su estado de descomposición– que pinta un universo desesperanzador en el que, más allá de haber superado una guerra, levantar el país puede tomar años. Y ni hablar de los desastres ecológicos. Estamos en un territorio no tan lejano al de Chernobyl cuando finalmente se controló el desastre nuclear. Lo peor ya pasó, es cierto, pero el futuro no pinta demasiado encantador que digamos.
El protagonista, Sergiy, ha combatido en la guerra y atraviesa un claro trastorno post-traumático tras esa experiencia. Junto a Alex, otro veterano, trabajan en un molino de acero y se entretienen disparando a blancos metálicos para descargar tensiones. Tan cargados están los muchachos que terminan sus sesiones disparándose entre sí, aunque sabiendo sus inclinaciones llevan puestos chalecos anti-balas. Pero el asunto se volverá más grave cuando Alex decida acabar con su vida de una manera shockeante. Y más todavía cuando la empresa decida cerrar y dejar a todo el mundo en la calle.
En este mundo gris, lluvioso y amargo no hay muchas opciones laborales y a Sergiy –quien, en apariencia, perdió a toda su familia en la guerra– no le queda otra que ganarse algún dinero manejando un camión transportando agua potable. En uno de sus recorridos por una zona fuertemente minada se topa con un equipo de gente que recoge cadáveres y allí conoce a una arqueóloga que, de alguna manera, le permitirá de a poco ver una pequeña luz al final del túnel. Si bien el realizador ucraniano conduce a su protagonista por aún más desesperantes situaciones de destrucción y desamparo (más allá de algún curioso placer mundano que ya descubrirán), ese contacto humano lleva a la película a recorrer un camino con algo parecido a una esperanza hacia el final.
Atlantis es una película de alto impacto visual, aun en su modo narrativo tan económico. Cada escena está tratada con delicadeza y un cuidado estético al borde de lo preciosista pero que permite al espectador un cierto placer visual en medio de tanta angustia. Como The Road pero en Ucrania, el recorrido en su mayoría solitario y desesperante del protagonista no está plagado de eventos y circunstancias sino que se experimenta desde la pura sensación audiovisual. Viendo la película uno tiene la impresión que recorrer un escenario donde se combatió una guerra brutal debe ser algo parecido a lo que se muestra aquí.
Vasyanovych tiene la inteligencia, la delicadeza y, digamos, el buen tino de proponer una línea de salvación humana en medio de tanta soledad, miseria y desesperación. En la manera seca y hasta brutal del film, ese literal calor humano que exudan los cuerpos en contacto permite que Atlantis no sea solo un muestrario ni un regodeo en el horror sino una suerte de amargo poema visual acerca de la posibilidad de la reconstrucción aún en las más angustiantes de las circunstancias. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
The 20th Century es una bizarra biopic que reimagina los años de formación del antiguo primer ministro canadiense, William Lyon Mackenzie King, como una serie de abyectas humillaciones
Mejor Ópera Prima Canadiense en el Festival de Toronto 2019
Premio Fipresci de la Sección Forum en el Festival de Berlín 2019
En estos tiempos convulsos la ironía parece la mejor solución para enfrentarse a ellos. No se trata de confundir, sin embargo, esta mirada distanciada y un punto autocrítica con el cinismo más descarnado. La ironía, sobre todo cuando consiste en extrapolar lo actual mediante la mirada del retrovisor, no puede estar exenta de una cierta ternura, de reinvención del pasado a través de una cortina naïf del imaginario visual. Digamos que se antoja necesario el reírse de uno mismo para ser completamente críticos sin caer en una acidez destructiva.
The 20th Century, debut en largometraje de Matthew Rankin, asume cada uno de estos preceptos para dar forma a un biopic del antiguo primer ministro de Canadá, William Lyon Mackenzie King, y lo hace desde una concepción alejada de la biografía cinematográfica convencional. De Guy Maddin en la forma a John Waters en el humor, pasando por una estética que os remite al constructivismo soviético o incluso a los juegos geométricos del expresionismo alemán, estamos ante un film que sabe hacer de lo dramático un esperpento tan vivaz como entrañable.
Rankin parece tener en cuenta aquello de que si hay que escoger entre la verdad y la leyenda hay que quedarse con esta última. Esto no significa, sin embargo, que deba apelarse a la épica, o a la nota biográfica exageradamente panegírica. Aquí se trata de asumir ciertas verdades y juntarlas con pies de página biográficos para configurar un todo que no tiene porque responder a la verdad absoluta pero sí ser un reflejo de ella, por distorsionada y esperpéntica que parezca.
De lo que se trata es de seguir, casi a modo de película de aventuras espídica, el intento de ascenso de su protagonista sorteando las trabas de un sistema clasista, de castas burocráticas y ademanes de nobleza rancia. Y como en todo film de esta índole hallamos drama, romance, traumas y acción, pero todo supeditado a dos constantes: el absurdo de todo ello como pintura, y de fondo la crítica voraz a las ambiciones mundanas, a la presión familiar por ser alguien, al poder por querer perpetuarse como absoluto mientras se habla de libertad y democracia.
Aunque el marco temporal es ese final de siglo decimonónico, de lo que se nos habla no es de un de un fin de régimen, sino del advenimiento de un nuevo siglo terrible, donde el idealismo es pasto de burla y la dictadura del populismo, el nacionalismo exacerbado y la dominación interna y externa se disfraza de bandera patriótica. En este sentido Rankin ejecuta un ejercicio de equilibrio donde el tratamiento irónico no impide en ningún momento una exposición clara de la crítica hacia la deriva de los tiempos.
Lo mejor de The 20th Century está no solo en su plasmación como artefacto visualmente poderoso sino en cómo consigue que su ternura y su mala leche no acaben por ser el árbol que impide ver el bosque que hay detrás. Podemos concluir con la idea de que Rankin filma un biopic bizarro en su forma y, de una manera extraña, (anti)romántica en su visión de una época. Un film que puede ser tomado como un divertimento, pero que no huye en ningún momento de su condición de manifiesto político que nos advierte que el pasado se parece demasiado a este preocupante presente. (Alex P. Lascort – CineMaldito.com)
Dark City trata sobre John Murdoch, un hombre que se despierta solo en un extraño hotel y comprueba que ha perdido la memoria y es perseguido como el autor de una serie de sádicos y brutales asesinatos. Mientras intenta juntar las piezas que componen el puzzle de su pasado, descubre un submundo habitado por unos seres conocidos como «los ocultos» que tienen la habilidad de adormecer a las personas y alterar a la ciudad y a sus habitantes.
Premio Mención Especial (National Board of Review 1998)
Roger Ebert la calificó como la mejor producción de 1998. Ahí es nada. Fue un fracaso de taquilla recaudando doscientos mil dólares más que su escueto presupuesto de 27 millones de dólares, pero eso no le impidió adquirir la rápida condición de filme de culto de obligado peregrinaje para los amantes de la ciencia-ficción.
Una condición más que merecida puesto que, si bien este redactor no la calificaría como la mejor que vio la luz durante su año de estreno —ahí estarían para impedirlo la cinta sobre el desembarco de Normandía de Spielberg o esa del «Nota» firmada por los Coen—, sí que la situaría entre las cinco mejores, no ya de 1998, sino de la ciencia-ficción que pudimos ver durante la década de los noventa.
Si ello es así —y lo es, no tengo ninguna duda— es debido a múltiples factores que se conjugan para construir un filme hipnótico, lleno de matices y referencias que enriquecen sobremanera su contenido y que están puestos ahí de forma nada casual para levantar un microcosmos en el que, si algo sobresale por encima de todo, es la fascinante y asombrosa puesta en escena de Alex Proyas.
De las seis producciones en las que hasta ahora se ha implicado el cineasta nacido en Egipto —de padres griegos, para más señas— y por mucho que ‘El cuervo’ (‘The Crow’, 1994) sea espléndida y ‘Yo, Robot’ (‘I, Robot, 2004) tenga sus momentos, ninguna puede compararse a la casi perfecta personalidad que ostenta el trabajo del realizador y la fuerza que imprime a la cinta en los instantes en que esta se dispone a dejar maravillado al espectador que se deje.
Muy evidente resulta que dichos instantes son aquellos en los que la banda sonora de Trevor Jones ofrece su registro más potente con dos de los mejores temas de toda su trayectoria, acompañando a John Murdoch —el personaje que encarna con desigual fortuna Rufus Sewell— en sus enfrentamientos con los extraños o cuando el filme se acerca por primera vez a la «sintonización» que éstos seres oscuros y grises hacen para modelar la ciudad a su antojo.
Huelga decir que, de todos ellos, el que sobresale por espectacularidad es un clímax final en el que Proyas se deja la piel demostrando, entre otras cosas, que claridad narrativa y montaje rápido —un dato curioso es que hay un cambio de plano en el filme más o menos cada dos segundos…y no es que yo los haya contado, cuidado— no son términos antitéticos y que se puede dejar epatado al espectador sin necesidad de dejar de lado una exposición ejemplar de lo que acontece en pantalla.
Por descontado, si tengo a Dark City en tanta estima como la que he apuntado antes, es porque la huella que deja Proyas en el resto del metraje es tan fascinante como aquella que puede rastrearse en sus escenas cumbre. Una huella que discurre a ritmo de letanía y que se impregna sobremanera del ambiente opresivo en el que se desarrolla la acción, esa ciudad siempre en tinieblas y siempre cambiante que es todas y ninguna, que pertenece a muchas épocas pero que está fuera de todo contexto histórico y que sirve de campo de experimentación a los extraños.
Distribuida como ese laberinto circular en el que el espléndido personaje de Kiefer Sutherland encierra a sus ratones —una clarísima pista de lo que nos dejará boquiabiertos en el cierre del segundo acto—, la ciudad oscura que da nombre al filme y ese movimiento en espiral que de ella se deriva es uno de los motivos recurrentes de una cinta que juega con muchas simbologías diferentes para, decía antes, añadir capas de mensaje al mero hecho de ciencia-ficción con el que juega de forma principal.
Quizás una de las analogías más brillantes que hace Dark City —aunque quién sabe si de forma buscada o no— es la que se lleva a cabo con respecto al mito de la caverna de Platón, con la urbe haciendo las veces de ese oscuro lugar poblado de sombras que sirve de prisión a unos ocupantes que desconocen que lo que viven no es la «realidad».
Sumándose a ella las claras influencias que el noir ejerce sobre todo el conjunto —algo que ya se dejaba ver en ‘El cuervo’—, es imprescindible antes de finalizar esta entrada aplaudir el espectacular esfuerzo que el departamento de diseño de producción hace para que la opresión sea la cualidad más destacable de una metrópolis a la que, si con algún otro epíteto puede caracterizarse, es el de «kafkiana».
A que esa opresión traspase las fronteras de los muros de piedra y atenace al público, ayudan las soberbias interpretaciones de todo el elenco —bueno, de todo menos de Sewell, que tiene momentos que rozan el ridículo—, con Jennifer Connelly y William Hurt destacando como los que mejor son capaces de condensar la infinita melancolía que envuelve a los habitantes de la ciudad.
Influenciada e influyente —su huella se deja notar, y mucho, en ‘Matrix’ (‘The Matrix’, Andy & Larry Wachoswi, 1999)—, Dark City es una de esas producciones que, cuanto más la ves, más detalles extraes y mejores sensaciones imprime. Lo dicho, de las cinco mejores cintas de ciencia-ficción que llegaron a estrenarse durante los diez años que separan a 1990 de 1999. (Sergio Benítez – espinof.com)
A Alphaville, una ciudad futurista situada en otro planeta, llega el periodista Ivan Johnson, siguiendo la pista del profesor Von Braun. Los otros agentes que le han precedido, Dick Tracy y Flash Gordon, han muerto. Von Braun, apodado Nosferatu, es el creador de Alpha 60, la máquina que comanda la vida mental de los habitantes de la ciudad.
Incluso cuando trabajaba con convenciones de género en sus primeras películas -el filme de gánsteres en À bout de souffle (1960), el musical en Une femme est une femme (1961), la película de guerra en Les Carabiniers (1963)- Jean-Luc Godard no tenía interés en hacer películas convencionales, y Alphaville (1965), la única aventura de Godard en los terrenos de la ciencia ficción (aparte del apocalipticismo de Week End de 1967) no es una excepción.
Mientras que la narración es formulista, combinando una serie de convenciones de varios géneros (ciencia ficción, cine negro, películas del crimen), las imágenes de Godard son densas con referencias a textos de historia y culturales y, a menudo, anti ilusionistas. Si el colega de Godard, François Truffaut, no logró hacer una interpretación completamente satisfactoria de Fahrenheit 451 (1966) de Ray Bradbury al año siguiente, Godard logra hacer ciencia ficción brechtiana con sátira social y crítica.
El agente secreto Lemmy Caution (Eddie Constantine), un personaje creado originalmente por el escritor británico Peter Cheyney y que Constantine ya había interpretado en muchas películas, viaja al mundo distópico y tecnocrático de Alphaville: un viaje nocturno por el «espacio sideral» en su Ford Galaxie. Se hace pasar por un periodista de las Tierras Exteriores con una misión secreta para neutralizar la mente maestra de Alphaville, el profesor von Braun (Howard Vernon), y destruir Alpha 60, la supercomputadora que controla la ciudad y su gente, imponiendo su orientación lógica en todos los aspectos de la organización social. El individualismo ha sido prácticamente eliminado en el mundo lógico de Alphaville. Así, en Alphaville, la emoción está prohibida, y cualquiera que revela un comportamiento emocional, como el llanto, es arrestado y ejecutado en espectáculos públicos.
Como es típico de los primeros trabajos de Godard, la historia es un pretexto para una investigación de una variedad de cuestiones artísticas, filosóficas y políticas, que incluyen la naturaleza y función del arte, el poder del lenguaje y la relación de la ideología y la cultura. Cada vez más en primer plano a medida que la carrera de Godard se volvió más abiertamente política a fines de la década de 1960. La película anticipa el posterior abandono por parte de Godard de la narrativa en favor de un enfoque más experimental, alentando a los espectadores a cuestionar el significado de las imágenes cinematográficas, colocándonos así en oposición directa a los ciudadanos de Alphaville, que tienen prohibido preguntar “¿Por qué?”. Porque Alpha 60 es omnipresente y omnisciente en Alphaville, la voz de la computadora actúa periódicamente como un narrador de voz de Dios. Y a pesar de la configuración futurista de la película, Godard no usa efectos especiales, sino solo lugares reales en París, la arquitectura moderna (en aquel momento) de vidrio y hormigón de la ciudad que simboliza de manera convincente su visión distópica. (enfilme.com)
Moon transcurre en un futuro no muy lejano donde un astronauta vive aislado durante tres años en una excavación minera de la Luna. Cuando su contrato está a punto de expirar, descubre un terrible secreto que le concierne.
Mejor Debut de Autor Británico (Premios BAFTA 2009)
Mejor Película y Mejor Nuevo Director (British Independent Film Awards 2009)
Mejor Película, Mejor Actor, Mejor Guion y Mejor Diseño de Producción (Festival de Sitges 2009)
Mejor Dirección Novel y Mención Especial (National Board of Review 2009)
La gran triunfadora de Sitges 09, Moon, se estrenó en los cines españoles el pasado viernes 9 de octubre, un par de días antes recibir los premios a la mejor película, actor, guión y diseño de producción en el Festival catalán. Duncan Jones, que hasta ahora sólo era el hijo de David Bowie, debuta en el cine con una inteligente, reflexiva y claustrofóbica historia, llena de homenajes, sobre un astronauta que debe trabajar durante tres años en la Luna, hasta que llegue su relevo y pueda por fin volver a la Tierra, a casa, con su mujer y su hija.
Al igual que otras populares películas recientes, como ‘Náufrago’ o ‘Soy leyenda’, Moon se basa prácticamente en la labor de un único actor, Sam Rockwell, que debe soportar el peso de la película, atraer al público y mantenerlo interesado, entretenido, durante una hora y media. Una película, una historia, un actor. Para que funcione es imprescindible contar con un excelente intérprete. Y Rockwell lo es. Lo vuelve a demostrar aquí, por si alguien todavía tenía dudas. Contar con este actor es uno de los grandes aciertos de Jones, y lo más sobresaliente de la película, una de las mejores del año.
No recomiendo seguir leyendo este texto si no se ha visto la película. Es algo que no suelo hacer, revelar aspectos importantes de la trama en mis críticas, pero en este caso me parece necesario romper la norma. En realidad, no creo que puedan considerarse “spoilers“, puesto que el propio Duncan Jones no quiso sorprender a nadie con el giro más relevante de la trama (lo dijo en la rueda de prensa en Sitges, que prefería desarrollar la “sorpresa” a dejarla para el final), de hecho, está en el tráiler de la película y me consta que se ha revelado en la prensa, pero bueno, no es menos cierto que yo lo desconocía cuando vi la película y creo que así la disfruté aún más, sabiendo lo menos posible. Repito, no leáis más si no habéis visto el film.
Como dije, la película se centra en la vida de Sam Bell en la Luna. La primera escena es muy interesante, bastante reveladora de su existencia y su trabajo allí. Vemos al hombre en una de esas cintas mecánicas para correr. ¿Qué otra imagen os viene a la cabeza? Yo pensé automáticamente en una rata de laboratorio, que se mete en una de esas ruedas para hacer ejercicio, frenéticamente, pareciendo desde fuera que intenta escapar de la jaula, sin posibilidad alguna, repitiendo siempre el mismo recorrido, siempre entre rejas. Sam Bell está viviendo algo parecido, sólo que aún no lo sabe.
He leído por ahí que, con Moon, gira en torno a la clonación. En realidad esto no es cierto, aunque como el propio director llegó a decir, la película está abierta a todo tipo de interpretaciones; una fórmula muy facilona y al mismo tiempo muy inteligente, porque así no sólo no te ves forzado a explicar tus intenciones, sino que permites que cualquier espectador se quede satisfecho con su propia visión de la historia. En cualquier caso, Sam Bell es un clon. Y esto plantea interesantes reflexiones. Pero lo más importante, y lo esencial de la película, es que Sam debe enfrentarse a dos dilemas: por un lado, todo lo que creía, todo lo que le habían dicho, es una gran mentira; y por otro lado, es un ser artificial que va a ser eliminado, una vez que acabe su misión.
Por eso, más que una película sobre la clonación, Moon es una película sobre un ser humano que se plantea el sentido de su existencia, el sentido de la vida, la diferencia de lo orgánico y lo artificial. Hay claros homenajes a ‘2001’ o ‘Naves misteriosas’ (‘Silent Running’), pero en este sentido hay que acordarse de ‘Blade Runner’, esa mágica obra de Ridley Scott. Sam Bell (cualquiera de los Sam Bell a los que da vida un impresionante Sam Rockwell) tiene tres años de vida y en caso de sufrir un accidente o estar en peligro el trabajo que realizan en la Luna, será sustituido por otro clon, que hará exactamente lo mismo que él. En realidad, la idea de la clonación permite a Jones experimentar con otra posibilidad, que era la que más le fascinaba, y era que un hombre “viejo” pudiera interactuar con una versión “joven” de sí mismo.
De este modo, en Moon tenemos a un Sam Bell desgastado y cansado, pero experimentado, que conoce a un Sam Bell fresco y enérgico, pero torpe. Y entre los dos intentan saber qué demonios pasa en la Luna, por qué están allí y cuál debe ser el camino que deben recorrer juntos, pero al mismo tiempo, y esto es sumamente interesante, son dos personas diferentes, dos egos distintos con sus propias ideas y sentimientos, y les cuesta llevarse bien al principio, enfrentándose sin remedio, porque su forma de ser es así, tienen ese carácter difícil; en el fondo, están mejor solos que en compañía. Si un Sam Bell ya tiene problemas para relacionarse, dos puede resultar un completo desastre. ¿Qué pasaría si tuvieras que interactuar contigo mismo, podrías soportarte?
He mencionado ‘2001’. La referencia a la mítica película de Stanley Kubrick es obligada, no sólo por momentos que parecen calcados (el viaje estelar, con el rostro de Rockwell iluminado por múltiples colores) sino por la presencia de un robot, una inteligencia artificial, que es, durante mucho tiempo, la única compañía del protagonista. Al igual que HAL, GERTY tiene información confidencial que no puede revelar y una voz extraña, amigable, que hace sospechar de sus verdaderas intenciones, al relacionarse con Sam Bell. Kevin Spacey da voz a este robot y lo hace estupendamente, porque da ese toque inquietante que necesita el personaje.
Si a lo largo de este texto he hablado sólo de las virtudes y los aspectos más fascinantes de la película, es porque Duncan Jones consigue su propósito de entretener, inquietar y hacer pensar. Es ciencia ficción de la de antes, con una estética muy poderosa y una historia que mantiene el interés todo el tiempo, incluso aunque ya sepamos cómo va a acabar. Se te queda en la cabeza y conforme la vas pensando, más te gusta, más te quedas con los aciertos y menos importancia le das a los errores o los elementos menos logrados.
El principal error que le veo a Moon, además de que no me convence del todo la reacción de Sam Bell al ver a su clon, es que Jones bebe demasiado de otras películas, y no aporta gran cosa, no te da nada que no hayas visto antes, exceptuando claro, a Sam Rockwell multiplicado. Con eso nos quedaremos probablemente, en el futuro, con la soberbia interpretación de Rockwell. Pero lo mejor es que siempre podremos volver a Moon para encontrar una historia entretenida, muy bien realizada (ojo, costó unos miserables 5 millones), hecha con cariño y buen gusto, a lo que hay que añadir que cuenta con una banda sonora de Clint Mansell, por lo que ya sobran razones para defenderla. Lo dicho, una de las mejores películas de 2009. (Juan Luis Caviaro – espinof.com)
Brazil transcurre en un extraño y deprimente universo futurista donde reinan las máquinas. Una mosca cae dentro de un ordenador y cambia el apellido del guerrillero Harry Tuttle por el del tranquilo padre de familia Harry Buttle, que es detenido y asesinado por el aparato represor del Estado. El tranquilo burócrata Sam Lowry es el encargado de devolver un talón a la familia de la víctima, circunstancia que le permite conocer a Jill Layton, la mujer de sus sueños. Y, mientras la persigue, hace amistad con Harry Tuttle y se convierte en su cómplice.
Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guion (Asociación de Críticos de Los Ángeles 1985)
Mejor Diseño de Producción y Mejores Efectos Especiales Visuales (Premios BAFTA 1985)
Unas fotos en sepia, testigos de un pasado remoto y feliz, que se mezclan entre ellas, desdibujándose, dando paso a una estatua rechoncha con una máscara feliz y que aparece poco iluminada contra un fondo negro, de su espalda empieza a salir humo y huye despavorida hacia nosotros, desapareciendo mientras el humo se transforma en nubes y el negro en azul, un cielo calmo. Durante toda la escena una voz grita rítmicamente «Sam Lowry, Sam Lowry, Sam Lowry» como un cántico desesperado.
Eso no es Brazil.
Aunque eso también es Brazil.
Al menos, es un sueño sobre la película. Sobre ella y sobre Sam -su protagonista-, quien busca en sueños a Jill, el amor, su libertad, su identidad, su paz. Las buenas noticias son que encontrará todo eso. Las malas noticias son que encontrará todo eso. Lo más divertido: que nos reímos de su felicidad sabiendo que es la nuestra.
Recuerdo que la primera vez que la vi -en televisión y por accidente- pensé que era una versión cómica y poco afortunada de 1984. Había leído el libro hacía poco y sentía que el humor le quitaba peso a los temas ¡cómo se atreven a burlarse del encierro de Sam! ¡cómo se atreven a quitarle importancia a la necedad de la mayoría!
Cosas de la juventud, supongo, cuando todos somos Sam Lowry, pero no hemos aprendido el valor de su callada desesperación. Con los años comprendí que es su humor lo que convierte a Brazil, a mi juicio, en una imagen más desoladora que la obra de Orwell. Winston Smith se lamenta, se compadece de sí mismo, sufre, sabe que sufre y sabe por qué. Sam, por el contrario, hace lo mismo. Él no sabe por qué sufre. Puede que lo intuya, pero en últimas, no lo sabe. Y como no lo sabe, se burla: de sí mismo, de su madre, del fantasma de su padre, de Jill, de todos y de todo. Y ni siquiera se da cuenta.
Sam es Hamlet.
Con una nariz de payaso.
¡Y sueña que es un caballero con espada, salvador y alado! En realidad es un iluso, un fabulador atrapado en una fábula que no es la suya, un niño malcriado, un revolucionario, un terrorista, un genio de la computación retro-futurista, un falsificador, un confiado y un loco. ¿Quién, en su sano juicio, confiaría en ese jefe ratonil y lambiscón? ¿Quién se atrevería a enfrentar al monstruo sin cara que es la burocracia? Al menos podemos imaginar que Winston tenía al Gran Hermano para enfocar su frustración.
¡Y se deja llevar por una emoción no adecuada! ¡Y no da cuenta del transporte que pierde en misiones estúpidas! No sigue las reglas. Imbécil. En una sociedad moderna es importante -vital, en realidad- que todos sigamos al pie de la letra toda ordenanza y ley. Es la única forma en que las cosas funcionen. También comete el peor pecado posible: no acepta el mandato de la mayoría. Tantas vacas no pueden equivocarse y el mal comportamiento de Sam las incomoda porque intuyen que sí, que están equivocadas.
De las vacas puedo pasar a las moscas que las acompañan. En Brazil hay dos moscas, una viva y otra muerta. El problema es que la mosca viva debería estar muerta y la muerta, viva. La confusión es culpa de otra mosca, viva que termina muerta, aplastada por la maquinaria y que termina escupiendo una letra incorrecta en una hoja entre cientos de un reporte entre miles. La confusión es la razón por la cual Sam se da cuenta de que Jill, la mujer de sus sueños, es real. Podría decirse también que es la razón por la cual se da cuenta que él es real.
La mosca muerta también lo era. Su hija esperando en la entrada del edificio a que vuelva a casa es la confirmación. La mosca viva es real. Sam la conoce y es un terrorista, peligrosísimo, que va a arreglando tuberías dañadas más rápido de lo permitido. También pone bombas que atentan contra la estabilidad y seguridad de los ciudadanos decentes. Al menos eso dice la mayoría, y la mayoría es sabia. Estado de opinión y papel periódico, papel atrapamoscas.
La confusión no existe y si existe no es culpa mía. Jack Lint, amigo de Sam, capaz empleado del Ministerio de Información; Jack que sabe cómo funciona todo, que sabe que sabe, que confía en lo que sabe, lo resume con sabiduría:
«Tránsito de Información atrapó al hombre equivocado. Yo recibí al hombre correcto. El hombre equivocado fue entregado a mí como el hombre correcto y lo acepté, de buena fe, como el hombre correcto. ¿Acaso me equivoqué?»
¿Cómo culparlo de matar una mosca si su razonamiento es impecable? No hay forma. Sam no puede y se aleja, tiene cosas más importantes que hacer que discutir sobre semántica con su amigo. Mejor aceptar un cargo en el Ministerio y buscar a Jill. El gran samurai que le quita las alas debe ser derrotado y las manos de piedra que le aferran las piernas olvidadas.
¿Qué me dice lector?
¿Le parece que lo escrito hasta ahora no tiene sentido? Yo digo que sí lo tiene. Y es mi texto, yo soy su autoridad y usted, lector, debe hacerme caso. Sin preguntar. Sin cuestionar. Si no está de acuerdo puede llenar una forma 27B/6 y enviarla al contacto apropiado de esta revista. Tendrá una respuesta en aproximadamente 9 años, 4 meses y 1 día.
En Vivarium, Gemma y Tom son una joven pareja que se ha planteado la compra de su primera casa. Para ello visitan una inmobiliaria donde los recibe un extraño agente de ventas, que les acompaña a Yonder, una nueva, misteriosa y peculiar urbanización donde todas las casas son idénticas, para mostrarles una vivienda unifamiliar para ellos. Volviendo de la visita, quedan atrapados en una laberíntica e interminable pesadilla surrealista.
Mejor Actriz en el Festival de Cine Fantástico de Sitges 2019
Una de las películas más satisfactorias de cuantas pudimos ver en la pasada edición del Festival de Cine de Sitges fue Vivarium, una modesta producción de ciencia-ficción que consigue generar un extrañamiento brutal en los espectadores. El secreto de su éxito es su argumento, el casting y un guión medido al milímetro desde su particular prólogo, que en realidad es una metáfora de cuanto se narra a continuación.
La historia comienza de una manera bastante anodina: nos presentan a una pareja que busca un apartamento en el que convivir. Hasta aquí, todo muy normal. En busca de ese nuevo hogar, se acercan a una agencia inmobiliaria que oferta diversas «soluciones habitacionales» en un barrio residencial.
Gemma y Tom son atendidos por un extraño agente de ventas, que les acompaña a Yonder, esa nueva, misteriosa y peculiar urbanización donde todas las casas son idénticas, para mostrarles una vivienda unifamiliar para ellos. Desde el principio, todo les resulta frío y demasiado estándar, de modo que deciden seguir buscando.
Pero, para su desgracia, no les será fácil: el vendedor desaparece y se quedan atrapados en una laberíntica e interminable pesadilla surrealista que se complica cada vez más. Cuando recorren las calles no encuentran la salida y todo parece conducirles una y otra vez al número 9 de la misma calle.
El paso del tiempo hace que vayan desalentándose cada vez más, aunque reciben periódicamente víveres con los que mantenerse alimentados e hidratados. Hasta que, en uno de los paquetes, encuentran un bebé que les cambiará la vida.
No hará falta señalar que una película en la que una pareja se queda atrapada en contra de su voluntad no podría ser más pertinente en pleno confinamiento como el que nos mantiene, a la fuerza, metidos en casa… Lo cierto es que da para hacer muchas reflexiones acerca de la libertad, la identidad y lo difícil que es mantener la cordura en un aislamiento no voluntario. Así que si andáis especialmente agobiados por la situación actual, ver esta película puede ser un acto de masoquismo. Si por el contrario os encontráis fuertes y con ganas de que se os erice la piel, entonces no os la perdáis porque tiene algunas de las secuencias más escalofriantes de cuantas hemos visto en los últimos tiempos y no porque sean crudas por su nivel de violencia sino porque Vivarium consigue dar muy mal rollo sin echarse en brazos de la casquería o la hemoglobina.
De hecho, uno de los aspectos que más inquietud producen es el cambio que se produce en la relación de los dos personajes protagonistas a raíz de la forma en la que cada uno de ellos decide sobrellevar el encierro y las responsabilidades que les son impuestas que pasan, esencialmente, por cuidar de sí mismos y por criar al niño que les es encomendado. Vivir, a fin de cuentas.
Para que esto funcione hacen falta buenos actores y que haya química entre ellos: Imogen Poots y Jesse Eisenberg cumplen con los requisitos así como el resto de los intérpretes que gracias, sobre todo, a su físico van dando forma al terror que se abre paso entre ellos.
Una de las bazas ganadoras de la película es la puesta en escena: Vivarium recuerda mucho a lo que sería una serie de casas de muñecas puestas unas al lado de otras y, de hecho, hay momentos en los que los personajes parecen muñecos… Solo que no lo son en absoluto. Son como peces en un acuario o pájaros en una jaula y ni su voluntad más firme por liberarse les permite salir de esa realidad opresora en la que se han transformado sus vidas.
La manera de trasladarle ese agobio a la audiencia pasa por hacer uso de una limitada paleta de colores, valerse de una fotografía virada a los tonos verdes, y reforzar la reiteración de las formas de todo lo que les rodeahaciendo que casi todo lo que se ve parezca una copia de una copia. Sin individualismo todo se vuelve homogéneo, ergo genera apatía y decepción. La misma que lleva a Gemma y a Tom a no encontrar una salida y a desesperar.
A todas luces, Vivarium podría ser un episodio de una de las series antológicas de ciencia-ficción y terror como The Twilight Zone o The Outer Limits. El propio guionista y director, Lorcan Finnegan, ha reconocido la influencia de relatos como esos en su trabajo y hay que reconocer además que ha sabido exprimir al máximo los 4 millones de dólares de presupuesto para conseguir unos efectos especiales muy funcionales y adecuados a la historia narrada, que pueden traeros a la cabeza los paisajes infinitos o las arquitecturas imposibles de Escher o cuadros de maestros como Magritte en los que se contrapone lo natural y lo artificial.
En lo que se refiere a películas similares, no podemos dejar de nombrar la magnífica Village of the Damned basada precisamente en la novela The Midwich Cuckoos, la novela del 57 de John Wyndham en la cual se presenta la metáfora del cuco como ave que parasita otros nidos y que preside esta cinta antes de que aparezcan por primera vez en escena los protagonistas. (Raquél Hernández Luján – HobbyConsolas.com)
En Isle of Dogs todas las mascotas caninas de Megasaki City son exiliadas a una isla. Un niño de 12 años emprende un viaje para buscar a su perro extraviado.
Mejor Director en el Festival de Cine de Berlín 2018
A lo largo de su carrera, Wes Anderson ha hecho películas que pueden ser consideradas raras, extrañas, hastra herméticas. Quizás Isle of Dogs sea la más extrema de todas ellas. Un filme animado para adultos (o niños con el IQ del protagonista de Rushmore), Isle of Dogs es radical desde su misma propuesta, su lógica ilógica, la manera en la que la belleza visual y la creatividad en la puesta en escena se llevan por delante casi todo. La nueva película del director de The Royal Tenenbaums hace que Fantastic Mr. Fox parezca una película convencional de Disney, tal es el grado de radicalidad de la puesta en escena y de la imaginación desplegada aquí. Si bien eso, es cierto, puede costarle cantidad de público o accesibilidad comercial, finalmente lo que importa es la obra en sí. E Isle of Dogs es una pequeña maravilla.
Así como su colega Paul Thomas Anderson, Wes parece encerrarse cada vez más en un mundo propio y hermético que fascinará a los estudiosos de su obra y de los detalles de su puesta en escena, aún a riesgo de alienar a un público más casual. Aquí la historia puede parecer sencilla, pero es lo único sencillo del filme: la trama de cómo un niño japonés viaja a la isla del título a rescatar a su perro para terminar volviéndose una suerte de defensor del “oprimido pueblo canino” es un deleite de imaginación y magia
Isle of Dogs transcurre en una ciudad japonesa en el futuro cercano en la cual los perros se han vuelto demasiado salvajes por una enfermedad y el Mayor Kabayashi decidió exiliarlos a la isla en cuestión, para que no molesten más a nadie. Pero hay un grupo que considera no solo que es un error y una desgraciada decisión política sino que existe una cura para esos problemas a la que el gobierno no está prestando atención. Es así como toda la comunidad perruna de Megasaki City termina en una isla que no es otra cosa que un enorme basural.
Usando figuras visuales del cine japonés clásico (Ozu, Kurosawa, manga, Miyazaki) y composiciones de cuadro de llamativa originalidad (los perros tienden a hablar mirando a cámara muchas veces), además de jugar con los idiomas y subtítulos (la voz de Frances McDormand como traductora no tiene precio), Anderson muestra la vida complicada y belicosa de los perros en esa isla –con conflictos internos y hasta romances– hasta que aparece Atari, un niño (sobrino del Mayor) que llega allí a buscar a su perro, algo que no será tan sencillo. Y allí aparecerán más complicaciones, sorpresas y vueltas de tuerca.
Este universo de canes que hablan en tono seco y monocorde, con chistes dichos tan como si nada que la mayoría del público ni advierte que lo son, está construido de manera tal que uno se pierde en los detalles, desde los juegos con los textos, capítulos y subtitulados hasta los diálogos ácidos que tienen entre los perros, los más salvajes y los que no lo son tanto. Todo esto contado, otra vez, con ese estilo “libro troquelado” tan clasico a Anderson.
No es una película sencilla ni convencional. No va a pelear en la taquilla con Coco por más que lidie con temas bastante similares. Y es cierto también que por momentos se excede en sus jueguitos a lo “casita de muñecas” de Anderson, pero el impacto visual de la película es tal que uno rápidamente olvida sus zonas un poco confusas, fascinado por el universo que el hombre ha construido con el viejo sistema de animación con muñequitos.
El elenco de voces es extraordinario pero uno está tan fascinado visualmente con lo que el filme ofrece que ni siquiera se detiene a reconocer a celebridades como Bryan Cranston, Edward Norton, Scarlett Johansson, Bill Murray, Greta Gerwig, Tilda Swinton o la propia Yoko Ono, que hacen las principales voces junto a algunos actores japoneses. Es cierto que ISLA DE PERROS puede no ser para todos los gustos ni todos los públicos y que a los que les fastidia el sistema idiosincrático de puesta en escena de Anderson esto no hará más que llevarlos a la furia pura y dura, pero para los que apreciamos su fina y elegante creatividad, su formalismo juguetón y su manera en la que, en sus manos, algo puede ser a la vez excesivamente elaborado y preciso sin por eso dejar de ser emotivo, la película es un deleite de principio al fin. De esas que requieren ser vistas varias veces para apreciar todos sus detalles (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
Ready Player One sucede en el año 2045. Wade Watts es un adolescente al que le gusta evadirse del cada vez más sombrío mundo real a través de una popular utopía virtual a escala global llamada Oasis. Un día, su excéntrico y multimillonario creador muere, pero antes ofrece su fortuna y el destino de su empresa al ganador de una elaborada búsqueda del tesoro a través de los rincones más inhóspitos de su creación. Será el punto de partida para que Wade se enfrente a jugadores, poderosos enemigos corporativos y otros competidores despiadados, dispuestos a hacer lo que sea, tanto dentro de Oasis como del mundo real, para hacerse con el premio.
Hay dos tipos posibles de espectadores para Ready Player One. Quizás, tres. Uno es el que leyó el libro o al menos lo conoce y al que le fascina su mezcla de videogame y nostalgia pop de los ’80. El segundo es el fan de Steven Spielberg, el que ve todo lo que hace, lo admira y venera (es posible, claro, que haya espectadores que entren en estas dos clasificaciones). Y hay un tercero, más genérico, y es el que va al cine a ver las superproducciones o películas de acción que se estrenan casi semanalmente. Tengo la impresión que la película basada en el libro de Ernest Cline es para los tres “grupos” de espectadores o para ninguno de ellos. Esto es: puede dejar a todos satisfechos (debería) o, dependiendo el grado de “especialización” o costumbre, acaso suceda lo contrario.
Me explico: Spielberg hizo su película más accesible, comercial y entretenida –en el sentido masivo del término– en muchos años, quizás desde Jurassic Park. En su versión de la popular novela de Cline, el realizador de E.T. encontró un esquema que le sirve tanto para volver a ejercitar el músculo del “entretenimiento popular” que tenía un poco abandonado como para regresar a ciertos temas clásicos de su carrera. En segunda instancia, Ready Player One también es una reflexión del propio Spielberg acerca de su cine, del espacio que allí (y en el mundo) tiene el escapismo frente a las obras más serias, realistas y/o directamente políticas que ha venido realizando en los últimos años. O cómo lograr una historia que combine las dos cosas
Ready Player One, que narra las aventuras de un adolescente que vive en un futuro distópico y que, como todo el mundo allí, se la pasa el día en un juego de realidad virtual para huir de lo que sucede alrededor, plantea en buena medida esa batalla personal entre el escapismo y el compromiso, entre la dura realidad y la fantasía virtualmente reparadora. Wade (Tye Sheridan) es un personaje de la vieja escuela spielberguiana y es pensable que Cline lo imaginó en función de las propias películas del realizador: un adolescente sin figura paterna y una familia complicada que intenta convertirse en héroe en un mundo de fantasía.
En la trama virtual, la que transcurre dentro del OASIS, el juego monopólico que todos juegan (y que en la película está presentado en modo animación computarizada), Wade es Parzival, un avatar que luce como Michael J. Fox en Back To the Future y que conduce un DeLorean como el de aquel filme. El juego, creado por James Hallyday (Mark Rylance), un excéntrico fanático de la cultura pop de la década del ’80 que ha fallecido, además de servir como escape y entretenimiento propone un desafío complicadísimo que nadie ha logrado resolver: encontrar tres llaves mágicas que le permitirán, al ganador, hacerse de las acciones de la compañía. Y Parzival trata, insistentemente, de lograrlo, para lo que se requiere no solo habilidades de gamer sino un enorme conocimiento de esa misma cultura pop y algunas ideas básicas de psicología para entender los motivos por debajo de las decisiones de Halliday a partir de su historia personal, que incluye amores perdidos, peleas entre socios y cosas por el estilo.
Spielberg ataca ese juego por todos lados. Es él mismo el máximo representante de esa generación que “inventó” una década que, al menos en téminos musicales y cinematográficos, resulta fascinante y despierta aún hoy enorme nostalgia, tanto entre los que la atravesamos como entre los más jóvenes. La historia de Halliday podría ser la suya –en el futuro– y el OASIS, su legado. Wade, en tanto, podría ser el Steven de entonces, el joven soñador de las películas de esa época, las que dirigió y también las que produjo via Amblin.
En la ficción dentro de la ficción Parzival se arma de un grupo de amigos (incluyendo el clásico potencial interés romántico) que también remeda al típico grupo de misfits del cine de los ’80, solo que adecuado a los tiempos: un amigo cuya identidad en el mundo real es muy distinta, un joven y un niño asiáticos, y la chica en cuestión (Olivia Cook), que es aún más decidida y potente que Wade, tanto en el mundo real como en el virtual. Y es claro que si él quiere llegar a destino será uniéndose a ellos para enfrentar a otros “clanes” y, especialmente, a los soldados y jefes corporativos de IOI, otra empresa online poderosa y siniestra que quiere quedarse con los secretos y el control de OASIS y que maneja un siniestro personaje llamado… Nolan (Ben Mendelsohn)
La película está organizada con la estructura de un videojuego y consiste, básicamente, en superar estas tres carreras/etapas para llegar al ansiado destino. Todos esos desafíos utilizan referencias de la cultura pop y no sólo de los ’80: de King Kong a Godzilla, de los dinosaurios de Jurassic Park hasta una muy buena secuencia en el hotel de The Shinningpasando por muchos de los clásicos y simples videjuegos de entonces y miles de pequeñas virtuales “apariciones especiales”. Si a eso se le suma una banda sonora de clásicos ochentosos (Van Halen, Joan Jett, Hall & Oates o Twisted Sister, entre otros), el mundo virtual se vuelve un combo retrofuturista de una más que compleja arquitectura visual perfectamente ensamblada por Spielberg y su equipo técnico.
Más allá de las miles de lecturas que se puedan hacer de la película (¿habla de Hollywood? ¿habla del uso y abuso actual de los escapes virtuales tipo juegos y/o redes sociales? ¿habla de la relación entre Spielberg y George Lucas?), Ready Player One es una película entretenidísima, que logra mantener el ritmo trepidante de las superproducciones actuales siendo a la vez mucho más organizada narrativamente y clara en términos de trama y puesta en escena. La nostalgia está incluida en el producto final, forma parte de su matriz, su tema y su universo, pero no es una película nostálgica ni mucho menos. Acaso, al ser el propio Spielberg el director y no un fanboy de su obra, lo que logra es no pasarse de rosca con los guiños para entendidos y con la excesiva reverencia. Hay, sí, decenas de pequeños “Easter Eggs” puestos para que dedicados fans vean la película 40 veces, pero no se llevan puesta la trama.
Con la excepción de uno, quizás, que no vamos a revelar aquí pero que sí tiene que ver con la idea central que maneja Ready Player One. Aquello de la importancia del juego como tal, como entretenimiento y como lugar donde desplegar la imaginación, hacerse amigos y divertirse más que como competencia donde lo único importante es vencer a los rivales y ganar. Dicho así puede resultar algo banal y hasta un lugar común, es cierto, pero en función de la realidad circundante y en manos de Spielberg, esos potenciales clisés se vuelven tan creíbles como emocionantes ya que están contados, a la vez, desde la maravillada mirada de un niño y la más sobria sabiduría de un hombre que pasó los 70 años y es uno de los más grandes cineastas de la historia. (Diego Lerer – MicropsiaCine.com)
Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arde el papel de los libros. Guy Montag, un disciplinado bombero encargado de quemar los libros prohibidos por el gobierno, conoce a una revolucionaria maestra que se atreve a leer. De pronto, se encuentra transformado en un fugitivo, obligado a escoger no sólo entre dos mujeres, sino entre su seguridad personal y su libertad intelectual.
Hay peores cosas que quemar libros, una de ellas es no leerlos
(Ray Bradbury)
Fahrenheit 451 empieza con una música que de por sí ya está concitando la atención del espectador. Antenas por aquí y por allá vemos en esas primeras imágenes. Luego una nueva música nos permite ver a unos bomberos (vestidos de negro) en un camión bien “arte pop”. La música está apresurada, los bomberos también. Un hombre recibe una llamada y huye de su departamento, los bomberos llegan al edificio, entran al departamento que pertenecía al sujeto y comienzan a revisarlo. Montag (Oskar Werner), uno de los bomberos, descubre un libro: “El Quijote” y luego más libros. Todos estos libros están escondidos en lugares como dentro del televisor, dentro de la estufa, en la mesita de noche, etc. Reúnen los libros en una bolsa y los tiran al suelo del primer piso. Ahí los juntan todos. Unos transeúntes se quedan a presenciar lo que está por ocurrir, entre ellos un niño que de curiosidad toma un libro y le da una ojeada. Uno de los bomberos mira al padre del niño con ojos de odio, este le arrancha el libro a su hijo y lo tira junto con los otros. El libro que ojeaba el niño era “The moon and sixpence” de Somerset Maugham. Luego de ya tener todos los libros juntos, a Montag, sus compañeros le colocan una vestimenta encima de su traje y un casco, luego le dan una manguera con la punta con forma de metralleta y saliendo chispas de fuego. Montag la acciona y zasss, el fuego invade los libros. Son 26 segundos los que el fuego cae sobre los libros. Fahrenheit 451 es la temperatura en la que los libros se encienden y arden (Ese número 451 llevan los bomberos en el cuello de sus uniformes de vestir).
Montag afirma sobre su empleo: “Es un trabajo como cualquier otro .. es un buen trabajo, con mucha variedad. El lunes, quemamos Miller; el martes, Tolstoy; el miércoles, Walt Whitman; el viernes, Faulkner; y sábado y domingo Schopenhauer y Sartre. Los reducimos a cenizas, y luego quemamos las cenizas. Es nuestro lema”.
Conocer a la joven maestra Clarisse (Julie Christie) cambiará la perspectiva del mundo que tiene Montag. Le hará darse cuenta que vive en un mundo donde a la gente no le gusta pensar, donde a la gente le dicen que haga algo y lo hacen al pie de la letra. Montag comenzará con un dilema shakesperiano de seguir siendo parte del cuerpo de bomberos y destruir los libros o convertirse en un ser pensante que defienda toda la información que proporcionan los libros, todo eso que hace al hombre “pensar” mientras lee. Luego Montag esconde en su casa libros que lee cuando su esposa está dormida. Estando próximo su ascenso en la comandancia de bomberos, estos descubren el secreto de Montag. Él huye y se convierte en un fugitivo. ¿Qué le pasará?
Fahrenheit 451 es una película sobre el “amor a los libros”. Oskar Werner destaca en el papel de Montag, con esa mirada desafiante y luego dubitativa. No me cansaré de repetir que el acierto de Truffaut en sus películas era escoger los actores precisos para las historias que filmaba, en el marco de una música selecta.
El amor es la respuesta a todo. Es la única razón para hacerlo todo. Si no escribes historias que amas, nunca funcionará. Si no escribes historias que otras personas aman, nunca funcionará. (Ray Bradbury) (David Cotos – SigueAlConjeoBlanco.es)
Stalker transcurre en un lugar de Rusia llamado «La Zona», donde hace algunos años se estrelló un meteorito. A pesar de que el acceso a este lugar está prohibido, los «stalkers» se dedican a guiar a quienes se atreven a aventurarse en este inquietante paraje.
Premio del Jurado Ecuménico (Festival de Cannes 1979)
Dirigida por el genio ruso Andrei Tarkovsky, Stalker constituye una de las magnas obras de la cinematografía mundial. Lo primero que llama la atención de este film es el modo en que está narrado, pues se sirve de sólo tres personajes que se mueven entre dos espacios, la derruida ciudad en que se hallan los protagonistas y la naturaleza que rodea a “La Zona”.
Esto se debe a que Tarkovsky quiso prescindir de cualquier elaboración que pudiese distraer al espectador de la historia central de la película, la cual narra el viaje post-apocalíptico de tres hombres a través de “La Zona”, un lugar que, gracias a un fenómeno paranormal de origen extraterrestre, permite (en teoría) a todos los que entren en él cumplir los deseos más recónditos que subyacen en los confines de la consciencia humana.
Durante las casi tres horas que dura el film, seguimos en la pantalla al Stalker, suerte de guía espiritual cuya tarea es conducir a los desesperanzados a “La Zona” y guiarlos a través de los peligros que ese misterioso lugar entraña. Durante su travesía es acompañado por un escritor y un científico que anhelan encontrar un sentido para sus vidas, en la eterna búsqueda de la felicidad humana.
Esta narrativa minimalista le permite al director centrarse en el universo interior de sus personajes, haciendo uso del color a través de filtros para sugerir estados afectivos en el espectador. Primero utiliza un sepia marcado por un fuerte contraste y nos presenta al Stalker y a su esposa e hija, la cámara se mueve constantemente a través del espacio como testigo objetivo del devenir del tiempo, enmarcando a los personajes de forma completa en casi todos los planos y permitiendo al espectador contemplar lo que ocurre como un acontecimiento que es observado a cierta distancia, como lo haría un espíritu contemplativo.
La derruida vivienda está compuesta por pocos objetos, pero plena de agua y de texturas que suscitan emociones difícilmente traducibles al lenguaje ordinario, pues pertenecen al universo poético del autor que busca expresar lo que ocurre dentro del espíritu humano, más que contar una historia en el sentido clásico. Luego la imagen se va transmutando a un blanco y negro bien marcado que es utilizado durante el viaje de los personajes a través de los puestos de control del ejército ruso que mantienen cercada “La Zona”. Los viajeros sortean los peligros y suben a un tren de servicios que sirve de puente entre su destino y su lugar de origen. Durante esta etapa los personajes viajan en tiempo real sobre las vías del tren, obligando al espectador a realizar con ellos el recorrido completo, como si fuera el cuarto personaje de la historia. A partir de allí la imagen se concentra en primeros planos que evidencian la desesperanza y la soledad que embargan las almas de los viajeros que son incapaces de creer en la humanidad y en ellos mismos. Todo es acompañado por el repetitivo y casi hipnótico sonido producido por los raíles del tren que evoca la mecanicidad de la vida moderna que ha conducido al ser humano a un laberinto del que parece no haber salida, cosificándolo y alienándolo. Este blanco y negro contrasta notablemente con el color que sigue a las secuencias de “La Zona”, un lugar en el que la naturaleza parece haber recobrado terreno, al menos eso es lo que le transmite el Stalker a sus compañeros de viaje.
Aunque este film se circunscribe en el género de ciencia ficción llama poderosamente la atención que durante todo el viaje de los desesperanzados no ocurren hechos fantásticos o, al menos estos no son visibles. Todo queda en una atmósfera de penumbra que es creada por el Stalker, bien podría decirse, y así lo sugieren los diálogos de las secuencias finales. Así, la introducción del film, donde se nos anuncia lo ocurrido en la zona, no es más que una excusa de Tarkovsky para colocar a los personajes en una situación límite y a partir de allí dar rienda suelta a los temas y tópicos que realmente le interesa tratar a través del diálogo y la metáfora visual. En este sentido muchos críticos afirman que el asunto de la ciencia ficción es solamente un detonante para el resto de la película, restándole importancia al hecho de que “La Zona” sea de origen alienígena. Si hubiesen leído el libro de Tarkovsky (‘Esculpir en el tiempo‘) con detenimiento estoy convencido de que pensarían diferente. Para el maestro una obra de arte tiene que ser orgánica en todas sus partes, apuntar por entero a una intencionalidad creativa derivada de los sentimientos y emociones del autor. En consecuencia, el tema de la ciencia ficción y el origen alienígena de la misteriosa Zona tienen que conformar con el resto del discurso un universo orgánico y sinérgico. Para comprender mejor esta obra se debe tomar en cuenta que el autor era un místico, ignorar ese detalle sería como intentar comprender la obra de Armando Reverón sin tener presente que fue, entre otras cosas, un hombre que buscó la trascendencia a través del arte.
Una vez en “La Zona”, los viajeros quedan paralizados, siendo incapaces de entrar al cuarto que cumple los deseos más recónditos del alma, haciendo patente la doble cara del ser humano que siempre se halla en una contradicción y en una lucha consigo mismo, como bien expresa uno de los personajes en uno de los diálogos más lúcidos del film: “mi consciencia desea la victoria del vegetarianismo en todo el mundo. Mi subconsciencia anhela un pedazo de carne fresca.”
El miedo a la muerte, la pérdida de la fe, Dios, la felicidad, los demonios internos del inconsciente, y nuestra propia naturaleza son interrogantes que se despliegan a través de una sinfonía de imágenes que nos conducen a preguntarnos seriamente: ¿quiénes somos? ¿Cuál es nuestro papel en la tierra? ¿Qué verdades funestas o sublimes esconden nuestros deseos reprimidos?
Una película demoledora en la que la angustia del Stalker y la falta de fe de los viajeros deja una sensación de desasosiego en el espectador. Finalmente, el Stalker retorna con su familia y surge un rayo de esperanza representado en su pequeña hija que (quizá producto de su fe y beatitud o debido al influjo de “La Zona”) mueve un vaso a distancia, en un sorprendente acto de telequinesis que rompe con todas las leyes de la lógica que rige a la razón materialista de la contemporaneidad.
La grandeza de esta obra emana no sólo de la belleza y cuidado con que fueron elaborados los planos y de la meticulosidad con que la música electrónica y el sonido acompañan las imágenes generando estados emocionales que danzan entre lo sublime y la desesperanza, sino también del exhaustivo análisis de nuestra especie; lo terrible que supone para el ser humano no conocerse a sí mismo, el no ser capaces de dar cuenta de nuestros límites y el estar condicionados por algo que no comprendemos pero que a su vez nos hace ser lo que somos: la consciencia. Una obra que sin lugar a dudas siempre vale la pena volver a ver. (Marlow Zurita – elcineenlasombra.com)
Never Let Me Go trata sobre Kathy, Tommy y Ruth, quienes pasan su infancia en Hailsham, un internado inglés aparentemente idílico, donde descubren un tenebroso e inquietante secreto sobre su futuro. Cuando abandonan el colegio y se acercan al destino que les aguarda, el amor, los celos y la traición amenazan con separarlos.
Mejor Actriz (British Independent Films Awards 2010)
Si las ocres son las tonalidades del western y las rojizas, de las historias de pasión, entonces las grises tienen que ser las de los internados. Al menos así sucede en Never Let Me Go. Hailsham –el lugar donde crecen Kathy (Mulligan), Tommy (Garfield) y Ruth (Knightley) al lado de cientos de niños que juntos, formados y alineados, podrían formar un bloque marcial- es un edificio de piedra rodeado de prados de verde ceniza y cielos a punto de llorar, que nunca lo hacen.
Aunque Never Let Me Go se trata de una historia de ciencia ficción, su director Mark Romanek no optó por el blanco futurista, sino por una ambientación setentera que homenajeara al pasado. Sus niños, vestidos en suéteres azules que parecen sacados del baúl de su bisabuela –salvo porque no tienen bisabuela-, llevan vidas tan anodinas que, si tuvieran un color, también sería el gris.
No es su culpa. Todos quieren sobresalir y lo intentan. A través de su arte, a saber, de sus primeros trazos y sus borradores de poemas, buscan el reconocimiento de sus profesores para pertenecer a ‘la galería’, aunque nadie sepa bien a bien qué es, ni dónde está esa galería. A través de la amistad y el amor, intentan trascender sus propias fronteras, aunque no sepan qué es lo que éstas delimitan. Algo hay en el ambiente, en el orden que les ha sido impuesto, en el destino que los marca, en el sinsentido de sus acciones, que, sin embargo, no se los permite y los regresa continuamente al dilema de su origen.
Sus vidas transcurren a la sombra de un secreto tan contundente y opresor como la vida cotidiana. Por eso hay algo hermosamente heroico en el gesto desesperado y rabioso de Tommy cuando patalea y grita, rebelándose contra su propia naturaleza, en la cancha de futbol, mientras los otros niños, inmóviles, lo obserban. Nada puede hacer que terminen de conectar con el mundo en el que están. Ya sea jugando futbol, escuchando una canción o pidiendo una coca cola en un restaurante, el aura húmeda y gris de Hailsham acompaña todo el tiempo a cada uno de sus protagonistas. Los aparta. Los hace especiales.
Ya de adultos, Kathy, la narradora de la historia, recuerda con nostalgia sus años en aquel lugar. Es fácil comprender que esos años de encierro y de cierta oscuridad le hayan parecido felices, pues ahora pasa la mayor parte del tiempo sola, salvo cuando cuida a sus enfermos, hasta que mueren. Todos mueren.
Ella, más madura y consciente que sus amigos de la infancia, sirve de eslabón entre los tres para reunirlos e intentar reparar los errores del pasado y aspirar a un futuro mejor. Los errores del pasado tienen que ver con el triángulo amoroso que conforman. El futuro mejor, con una idea infantil, un chisme casi, que los dota de dignidad y que, por momentos, dota de sentido a sus acciones.
Never Let Me Go está basada en la novela del mismo nombre, Never Let Me Go, del autor británico de orígenes japoneses Kazuo Ishiguro. Esa agitación que se insinúa tras la falsa parsimonia de Kathy, la rebeldía disfrazada de conformismo de Tommy, o la desesperación escondida en la coqueta seguridad de Ruth, funcionan bajo los conceptos japoneses de ‘yugen’, que designa la noción de una tormenta que se esconde bajo una superficie de calma, y ‘ugen’, la feliz aceptación de la tristeza de la vida.
Romanek fue arriesgado al rescatar esos conceptos en un filme de pocas curvas narrativas y atmósferas melancólicas. No lo fue tanto al apresurar el desarrollo de sus personajes y enfocarse en sus vaivenes amorosos. La infancia de los niños es tejida con más detalle en el libro. El secreto que sostiene la trama les es revelado, como al lector, en pequeñas dosis, lo que explica su poca sorpresa y carencia de rebeldía. En la película Never Let Me Go, en cambio, el secreto se descubre de tajo; la parálisis de sus personajes se vuelve difícilmente explicable. Aún así, la melancólica futilidad de los esfuerzos se transmite tanto en la copia como en el original. (Sofía Ochoa Rodríguez – enfilme.com)
En A Scanner Darkly, en un tiempo futuro en el que EEUU ha perdido la batalla contra las drogas, un policía de incógnito recibe la orden de espiar a sus amigos. Adaptación de una historia de Philip K. Dick.
La novela de Philiph K. Dick en la que se inspira Linktaker para dirigir la película del mismo título es lo suficientemente densa y compleja como para convertirse tanto en un reto como en un problema a la hora de ser llevada al cine. Este escritor (1928-1982), clasificado a la ligera entre los géneros de terror gótico o ciencia ficción, se caracteriza por impregnar los argumentos de sus relatos con reflexiones más o menos filosóficas o científicas que trascienden el mero desarrollo de la acción para ofrecer un sugerente análisis psicológico de los personajes y de los conflictos que arrastran. A Scanner Darkly, tal y como manifiesta el autor en su epílogo o nota final, tiene cierto carácter autobiográfico, en cuanto que reproduce las andanzas de una generación, la de los años 70, que se creyó las promesas de una felicidad rápida, intensa y acelerada, conseguida a través de las drogas, y pagó por ello un alto precio. La novela, es, entre otras cosas, un testimonio sobre las consecuencias de una terrible decisión respecto al mal uso de las drogas, de un error de juicio que desembocó en una Némesis igualmente terrible, cuya venganza se cobraba en vidas humanas y en secuelas físicas o psicológicas, que estigmatizaron a unos jóvenes a los que se permitió e incluso se aplaudió por atreverse a ser felices todo el tiempo. Eran como niños jugando en la calle, explica Philiph K. Dick. La historia muestra la desorientación alucinada y a veces angustiosa de unos personajes inspirados en personas reales, algunas muertas y otras con graves e irreversibles lesiones. No existe ninguna intencionalidad moral, sólo el propósito de mostrar los efectos de las mortales sustancias ingeridas por aquellos que tomaron la decisión de jugar en vez de crecer.
La película de Linktaker intenta reproducir la atmósfera agobiante y obsesiva en que transcurre la vida del grupo de amigos, cuyas mentes trastornadas se dispersan en voces confusas, pertenecientes a un universo de pesadillas soñadas, que trasciende los límites de la realidad. La exploración de los sentimientos y de las emociones aparece envuelta en un discurso oscuro, profundo y prolijo, que se condensa en los diálogos y conversaciones que mantienen los miembros del grupo, en ocasiones tan disparatados que rozan el absurdo. La reflexión científica o pseudo-científica corre a cargo de otros personajes secundarios como psicólogos, médicos o representantes de la ley y el orden. Como la novela, A Scanner Darkly fundamenta su testimonial objetividad en la ausencia de una voz narradora y sus posibles implicaciones. Los hechos se van sucediendo por sí mismos impulsados por un ritmo narrativo de escasa acción y abundantes consideraciones filosóficas. El destinatario del discurso se aleja y distancia de la historia para así penetrar en el interior profundo y obscuro de los atormentados e iluminados personajes. El análisis se impone al relato de los hechos, que funcionan como soporte argumental en cuyos resquicios se articula todo un conjunto de teorías sobre las modificaciones del cerebro, contaminado por las adictivas sustancias, respecto a las diversas maneras de percibir y transformar la realidad. El resultado es un mundo inquietante y enmarañado, multiplicado por el reflejo de los espejos que superponen las imágenes de una realidad incomprensible y disociada.
El argumento de A Scanner Darkly sitúa la acción en un futuro cercano, en un pretendido intento de emular una atmósfera de ciencia-ficción, que va perdiendo verosimilitud a medida que conocemos los ambientes por los que se mueve el protagonista, el agente Fred (Keanu Reeves), inmerso en el mundo de la droga y el narcotráfico. Bajo la personalidad de Bob Arctor, un camello de segunda fila, Fred comparte su vida y su desaliñada casa con varios amigos drogodependientes en una atmósfera caótica e inquietante creada por el consumo de la sustancia M (de muerte). El entorno del barrio donde vive esta especie de familia disfuncional no es nada futurista sino que evoca los espacios y circunstancias de las urbanizaciones suburbiales de los años 50, lo que confiere al filme cierto aire retro incompatible con su ubicación temporal. La confusión en que viven los personajes se extiende a todos los ámbitos de su experiencia, puesto que es el resultado de las transformaciones químicas de unos cerebros enfermos de irrealidad e inmersos en un proceso alucinatorio, donde se desdibujan los límites de la percepción. A Scanner Darkly no es una película de desarrollo argumental propiamente dicho, sino que sus líneas temáticas estructurales giran alrededor de la evolución de los personajes y el cambiante mundo de sus mentes. La intención del director sirve fielmente a la novela en que se inspira, más interesada en la profundidad psicológica que en el ritmo narrativo. Una película de ideas, centrada en tres ejes de contenido: individual, político y científico. El hecho de que el análisis psicológico de los personajes configure el núcleo narrativo que impulsa el desarrollo del argumento no implica que el resto de aspectos mencionados no desempeñen una función importante dentro del relato. Si el estudio del comportamiento de los personajes se centra en su frustración por no cumplir sus sueños o en la imposibilidad de controlar una realidad distorsionada por las drogas, también es cierto que esas conductas son el resultado del fracaso de un sistema social y político, dominado por una economía basada en los beneficios a cualquier precio, aunque para ello tenga que sacrificar a sus ciudadanos. Los sueños de una vida normal y doméstica, ajustada a los tópicos del americano medio e integrado en la sociedad, son evocados por el personaje de Donna Hawthorne (Winona Ryder), la amiga drogadicta de Bob, que esconde otra personalidad como agente encubierta. También el alter ego de Bob Arctor, Fred el policía, muestra con convicción visionaria su malogrado y deseado mundo feliz como esposo y padre de clase media. El relato de su vida familiar en un entorno encantador y satisfecho sirve tanto para evidenciar la rebeldía del que elige la droga como protesta ante el estatus conformista de un sector social, como para sugerir la pérdida definitiva de un paraíso irrecuperable. Pues todo es dual y ambiguo en esta historia de perdedores abocados a la oscuridad mental, afectiva y moral de un universo que gira alocado y sin control hacia la muerte lenta y definitiva, hacia la desaparición paulatina e inevitable de la identidad.
La crítica política se orienta hacia un poder contaminado por la obsesión de vigilancia extrema de los ciudadanos mediante los más modernos y sofisticados sistemas que permiten y ofrecen los avances tecnológicos. La conferencia donde el agente Fred, camuflado dentro de su futurista traje mezclador (un ingenio capaz de variar el aspecto de una persona mediante la sucesión de miles de imágenes distintas), se dirige a un público aparentemente respetable y sin duda poderoso, es una muestra de los mecanismos del dominio de los que mandan. En su insegura alocución, Fred insinúa ya las contradicciones de una autoridad que parece desear el fin de la droga y la aniquilación de sus distribuidores, y al mismo tiempo mira hacia otro lado para que no se acabe el negocio. Son muy claras las palabras de Fred en el despacho de su superior Hank respecto a la impunidad de Nueva Senda, la institución encargada de la rehabilitación de los drogadictos:
Fred: Son los únicos que no son vigilados
Hank: Es el acuerdo con el gobierno
La persistente presencia de cámaras de vigilancia en las vidas de todos los personajes, y la fragmentación de sus acciones en constante interpretación por parte de los organismos policiales, culmina su enfermizo empeño en la distorsión psíquica que se produce en la personalidad de Fred/Bob, al mismo tiempo observador y observado. La paranoica acción de espiarse a sí mismo y contemplar las grabaciones, donde se ve como un personaje de una película que no entiende ni controla, le hacen caer en la oscura sima de la angustia y la desorientación. Mira cómo casi se delata como impostor ante sus amigos, grita de impotencia por no poder auxiliar a su colega Ernie Luckman (Woody Harrelson), a punto de morir asfixiado, por encontrase al otro lado de las cámaras; en fin, la situación se hace tan compleja como insostenible, y el consumo de la sustancia M o D (de death) no ayuda, sino que sume al personaje en una realidad dispersa y turbia, donde el aturdimiento es el preludio de un trastorno irreversible. El progresivo deterioro de Fred y la pérdida de su identidad y de su trabajo como agente ponen de manifiesto la manipulación de los individuos por el poder y su destrucción cuando ya no sirven a sus intereses. Su ingreso en Nueva Senda con la consiguiente pérdida de la individualidad, la voluntad y la memoria, contrastan con el descubrimiento de que los que fabrican y venden drogas son los mismos que pretenden curar a los adictos, dos caras de la misma moneda. El relativismo de la interpretación de la realidad es una constante en esta historia, pues el perspectivismo multiplica la imposibilidad de contemplar una visión única y unívoca de las cosas. Y esa concepción, cercana al escepticismo pesimista, la encarnan algunos personajes como el de Jim Barris (Robert Downey Jr). Este joven cínico, loco y discursivo, al creer traicionar a Fred se destruye a sí mismo, lo que de nuevo demuestra que el poder siempre controla y utiliza torticeramente a los individuos de los que se sirve para sus fines. El mensaje es que nada es lo que parece, como si en el mundo de las sombras, las máscaras encubridoras de la realidad se construyeran con los fingimientos, los disimulos y las mentiras de los hombres.
La ambigüedad es otra constante en A Scanner Darkly. Por eso el gesto final del personaje de Fred sustrayendo las florecillas azules de las que se extraía la droga, puede significar tanto su vuelta a los viejos hábitos como la esperanza de que se descubra el fraude de los que manejan y consienten el negocio. La oscuridad impregna también la reflexión moral de Donna en su versión policial, cuando los remordimientos y la mala conciencia por haber participado en el desmoronamiento de su amigo Fred le hacen cuestionarse la ética de su trabajo. El discurso exculpatorio de su compañero y el argumento de la necesidad de sacrificar el presente por un posible futuro mejor quedan minimizados en su ingenuidad por la conciencia de la propia insignificancia ante la magnitud del desastre: «Tal vez una nota en un libro de Historia menor. Tal vez una breve lista de los que cayeron»… Junto al discurso político, la reflexión científica ocupa en el relato un lugar que tampoco es menor ni secundario. Las primeras observaciones suceden en el consultorio de los psicólogos que evalúan el estado mental y emocional del agente Fred en relación al impacto de la droga en su organismo. En los diálogos se insertan versiones de las teorías sobre la funcionalidad de los dos hemisferios cerebrales, el análisis de la percepción de la profundidad visual y las disfunciones de la bilateralidad. Toda una jerga médico-científica que está más cerca de la ficción que de la ciencia.
Al contrario de la novela, A Scanner Darkly pasa muy por encima en el tema del funcionamiento neurológico del cerebro y las transformaciones de la sustancia M en la química cerebral. La prevención y el estudio de las conductas adictivas se frivolizan con intervenciones humorísticas de los interlocutores sobre el futuro vital o amoroso de Fred. Las irónicas palabras de la psicóloga aconsejando a Fred el modo de seducir a Donna («Regálele flores…, pequeñas flores azules. Regáleselas») evidencian la doble intención y el doble sentido que esconden. Como siempre, la ambigüedad de las palabras conlleva la dualidad de una realidad cuya consistencia desaparece y se escapa. El necesario carácter sintético del cine frente a la literatura se manifiesta en el carácter enigmático de algunas frases que corresponden al pensamiento de Fred, oscuro y disperso, pues la alucinada visión de sí mismo no le hace consciente de su estado degradado y dependiente. La transcripción literal de algunos diálogos de la novela impide su comprensión al faltar el contexto descriptivo que los justifica. Lo que los científicos califican como disociación de los hemisferios cerebrales no es más que una distorsión de la percepción de la realidad. Las imágenes suplen ese vacío discursivo al mostrar un universo cambiante, donde las figuras que se transforman, mostrándose y ocultándose al tiempo, sumen al protagonista en tal estado de desorientación que resulta evidente la devastación de su persona. Ese es el estado de Fred, que no acepta su derrota, cuando pronuncia frases tan inexplicables como estas: “La muerte ha sido devorada por la victoria” o “Todos nos dormiremos. Todos seremos transformados”.
Algo que no se puede ignorar en A Scanner Darkly es la comicidad de algunas secuencias cuya función puede desorientar al espectador. En efecto, el episodio de la bici y sus marchas desaparecidas, la loca carrera con el coche averiado, el rescate de la grúa y las conversaciones sobre el arreglo del desperfecto tienen un marcado carácter cómico. Pero es una comicidad instrumentalizada para otros fines, de acuerdo con el estilo discursivo y la reflexión filosófica que se infiltra en todos los resquicios de la historia. La secuencia de la bici y la de la elaboración de cocaína a partir de los insecticidas parecen derivar hacia el absurdo, mientras que la del coche roto nos conduce a la locura con la violencia implícita y trágica del esperpento. En cambio, el suicidio del entrañable Charles Freck (Rory Cochrane) desemboca en la pesadilla de la criatura de mil ojos obligándole escuchar todos sus pecados por toda la eternidad. Casi nunca los episodios cómicos tienen un fin en sí mismos, pero en este caso mucho menos. Creo que no se trata —como piensan algunos— de un fallo del director ya que la inserción y tratamiento de las escenas cómicas no tienen como objetivo la distensión del espectador ni el fin de distanciarlo del clima trágico y melancólico del filme. Al contrario, más que el contrapunto, son el complemento necesario en el desarrollo de la historia.
Dice Mike Westaway, el policía compañero de Donna, que M significa: «Mors ontológica. Muerte del espíritu, de la identidad, de la naturaleza esencial». El diagnóstico disociativo se define como una visión en dos sentidos, uno correcto y otro invertido. Casi poéticamente se menciona el “efecto espejo” como lo que permite ver el propio rostro «reflejado, invertido y estirado hasta el infinito». Como en la caverna platónica, no se ven las cosas sino imágenes de las cosas. Es decir, se trata de contemplar el universo a través de sus reflejos, pues realidad e imagen inversa se combinan como dos partes de la misma realidad. Un pensamiento pseudo-filosófico que mezcla relativismo y angustia existencial en una combinación difícil de articular, pero muy apropiada para describir el infierno de la adicción; en éste, a la confusión sobre uno mismo se añaden la conciencia de ser mero objeto y la percepción de una oscuridad interna y externa, que se impone al resto de la realidad. Tres personajes representan en el filme distintas formas de disociación.
El conflicto entre las dos facetas de una misma persona está encarnado sobre todo por Fred/Bob, cuya doble vida junto con la droga acaba devorándole. Como protagonista de la historia, su viaje hacia la oscuridad se nos muestra en una progresión cargada de detalles. Ya desde el comienzo se muestra como alguien “tocado” por el cansancio y la melancolía. En la conferencia ante los ejecutivos bien trajeados y desde el anonimato de su traje mezclador (masa borrosa que no para de cambiar), da muestras de un atisbo de rebeldía mezclada con desconfianza y escepticismo ante los tópicos de su discurso. Todo es tan asqueroso que sólo quieren olvidarse y convertirse en adictos, dice desolado por la soledad, la maldad, el odio y las sospechas. Sin ayuda psicológica eficiente, pronto queda desorientado por los dobles sentidos de las palabras de los otros. Es como un extranjero lanzado a una tierra hostil sin recursos para descifrar el mundo que le rodea y oprime. Esta situación se repite cuando se visiona a sí mismo y a sus amigos bromeando sobre la impostura. La mentira, el engaño y el fingimiento pasan a ser parte de su propia esencia. “Todos estamos rodeados de impostores”—dice el implacable Barris— a la vez en que insiste sobre los dobles sentidos, sobre el significado sugerido, no explícito. Más adelante se intensifica la sensación de opresión, de peligro inevitable: en el despacho de control de vigilancia ve las imágenes de sí mismo a través de una cuadrícula que le aprisiona como una cárcel. El miedo es la consecuencia de lo insoportable que le resulta la doble percepción de la realidad. La dispersión de sus pensamientos se transforma en angustia premonitoria de lo que se avecina. Por un lado, el pavor ante los vigilantes: “Qué ve? ¿puede vernos por dentro? ¿con claridad o con oscuridad? El vigilante no es humano”.
Por otro, la desesperación que anticipa su condena (“Yo sólo veo tinieblas”) combinada con el tormento de la lucidez final: “Moriremos sin comprender el fragmento de la vida”. Al relativismo doloroso y escéptico de estas reflexiones sigue la caída en picado del personaje. Sus preguntas sin respuesta (“Yo, ¿qué soy?”) y la conciencia de su propia insignificancia como algo instrumentalizado por el poder desembocan en la definitiva pérdida de identidad en Nueva Senda. Su destino es seguir siendo útil a la maquinaria del gobierno, pues incluso descerebrado y anulado, recogerá la flor azul que podría ser causa de las verdades o mentiras del futuro.
Jim Barris es un personaje de apariencia limpia y atildada que sugiere el control, la seguridad y la eficacia. Su desvarío se materializa en discursos brillantes y actuaciones contundentes. Es cínico y brillante en sus definiciones e infantil en sus alucinaciones. Mientras imagina ver las tetas de una camarera afirma sobre Nueva Senda: “Un gulag privatizado que se las ha ingeniado para anular la voluntad libre del ciudadano de a pie”. Su verborrea de tono magistral se asocia a un carácter taimado de baja condición moral, que le lleva a denunciar a Bob como narco y terrorista. Es alguien, en definitiva, que esconde mucho más de lo que muestra y por ello es el personaje más fuerte y definido del conjunto. Además tiene el atractivo de los malvados simpáticos y dominantes que nunca se mostrará a los demás tal como es, que hará del fingimiento, la mentira y el oportunismo su profesión y su credo. Charles Freck es sin duda la víctima de A Scanner Darkly. Paradigma o símbolo del perdedor ingenuo y vulnerable, desde el comienzo del filme se muestra sin control alguno sobre sí mismo y su entorno. La primera imagen que tenemos de él nos ofrece su cabeza en agresivo picado y sus manos frotándose el pelo con movimientos convulsivos. El movimiento nervioso y continuo rascándose el cuerpo, mientras se mira en un espejo sucio y rayado, que le devuelve su imagen oscura y confusa, señala al espectador el meollo de la historia. Mientras se ducha, la cámara en foca un desagüe oxidado y mugriento por el que desaparece el agua pringosa entre los piojos (los áfidos) saltarines y crueles. Personaje perdido desde el principio, perturbado y agitado por alucinaciones de destrucción, fracasa hasta en su muerte y en el castigo que recibe.
Consagrada hace dos años con A Girl Walks Home Alone at Night, la joven directora británica Ana Lily Amirpour -radicada en Los Angeles- llegó a la competencia principal con un film extremo, de esos que inevitablemente dividen aguas. Después de autoproclamarse joven promesa del cine independiente con su potente debut A Girl Walks Home Alone at Night, la directora prosigue en su camino al estrellato con su segundo e inclasificable largometraje. The Bad Batch es otro notable patwchork de géneros, con múltiples referencias a cineastas y películas de culto que, como en su ópera prima, serán reunidos y manipulados para desenmascarar desigualdades sociopolíticas. En esta ocasión, la realizadora fusiona elementos del gore, del western –en especial, de los spaghetti-western de Sergio Leone– y de dramas románticos de aventuras de los ’80 (como La princesa prometida) con el fin de ridiculizar el mito del sueño americano.
La primera imagen que aparece en The Bad Batch es un cartel sobre la alambrada de un desierto donde puede leerse lo siguiente: “Quiénes estén detrás de esta verja ya no se encuentran en territorio de Texas, ni bajo la jurisdicción estadounidense. Buena suerte”. Los nómadas del desierto mencionados en el letrero son los mismos que dan nombre al largometraje: un ‘lote defectuoso’ que engloba a todos los proscriptos de Estados Unidos. En la distópica Norteamérica de Amirpour, los inmigrantes, los lunáticos, los drogadictos y demás individuos extravagantes son expulsados del país, enviados hacia una muerte segura en manos de los caníbales culturistas que habitan en la pampa.
Con el paso del tiempo, los marginados han construido una fortificación –un poblado llamado Confort– para protegerse de esos seres antropófagos que hacen pesas y devoran a sus víctimas al son de Ace of Base, Die Antwoord o Culture Club. El núcleo de The Bad Batch corresponde al progresivo romance (imposible) entre un caníbal cubano (Jason Momoa) y una adolescente (Suki Waterhouse) que se salva de ser devorada por éste en una hilarante escena tarantiniana. En el reparto del film también aparecen fugazmente unos correctos Jim Carrey, Keanu Reeves y Giovanni Ribisi. Pese a ser menos transgresora y sugestiva que A Girl Walks Home Alone at Night, The Bad Batch sitúa a Amirpour como digna candidata a ingresar en el palmarés del festival. (Carlota Moseguí – OtrosCines.com)
Durante 10 idílicos años, la pequeña Mija ha sido la cuidadora y compañera de Okja, un gigantesco animal y una gran amiga, en su casa de las montañas en Corea del Sur. Pero todo cambiará cuando la gran multinacional familiar Mirando Corporation se lleve a Okja para trasladarla a Nueva York, donde la narcisista y egocéntrica CEO Lucy Mirando tiene grandes planes para la mejor amiga de Mija. Sin ningún plan pero con un claro objetivo en mente, Mija viaja a Estados Unidos y emprende una peligrosa misión de rescate que se complicará aún más cuando se tope con diversos grupos de capitalistas, manifestantes y consumidores que también luchan por controlar el destino de Okja.
Más allá de las controversias (sobre todo comerciales) que arrecian hace ya un par de semanas, ¿de qué se trata la nueva propuesta del brillante realizador de The Host, Barking Dogs Never Bites, Mother, Memories of Murder y Snowpiercer?
Okja es una eficaz película de entretenimiento familiar en la línea del Steven Spielberg de E.T.: El extraterrestre (y, si se quiere, también de Babe, el chanchito valiente y de Mi amigo el dragón), y un film político que no deja títere con cabeza, ya que cuestiona el abuso de las corporaciones dedicadas a la biotecnología y a la alimentación industrial, pero también el fanatismo de los activistas ecologistas.
La historia -que tiene un prólogo ambientado en 2007 y luego transcurre en la actualidad- va de un pueblito coreano a Seúl y luego a Nueva York, y tiene como protagonista a una niña preadolescente llamada Mija (An Seo Hyun), que cuida a un gigantesco y querible cerdo mutante (verdadero prodigio expresivo gracias a los efectos visuales) que ha sido generado por una multinacional liderada por una malvada de manual (Tilda Swinton).
Cuando la mascota cumple 10 años es secuestrada de su habitat natural por un patético e hiper narcisista científico y conductor televisivo interpretado por Jake Gyllenhaal y enviada a Manhattan para formar parte de un concurso en el que participan otros chanchitos también concebidos con técnicas poco ortodoxas. La presencia de esa y otras criaturas en un ámbito urbano hacer recordar, claro, a The Host y la distopía, a Snowpiercer, aunque Okja -con todos sus hallazgos- no alcanza el nivel extraordinario de aquellos dos films.
La pequeña heroína, claro, no se quedará en su pueblo sino que saldrá a rescatar a Okja acompañada por integrantes de una organización clandestina que lucha por la liberación de animales (liderada por Paul Dano). La satírica película es entretenida y con un extraordinario despliegue de imagen y sonido que, lamentablemente, no podrá ser apreciado en toda su dimensión en las pequeñas pantallas hogareñas, salvo en Corea del Sur, donde el film sí tendrá un limitado paso por las salas comerciales. Claro que la otra mitad del vaso lleno es que en casi 200 países se podrá disfrutar desde el 28 de junio próximo; es decir, poco más de un mes después de su estreno mundial en Cannes. (Diego Battle – OtrosCine.com)
En el deporte y en la tecnología se utiliza el adjetivo game-changing para definir a esos instantes que cambian por completo el curso de los acontecimientos. Una jugada decisiva que modifica un resultado o el lanzamiento de una aplicación que conmueve al mercado pueden ser ejemplos de esos momentos cruciales. En el terreno de la industria del espectáculo, Okja, película del talentoso director coreano Bong Joon-ho financiada por Netflix a un costo de 50 millones de dólares, será recordada antes que por sus cualidades artísticas (que las tiene y muchas) por haber “cambiado el juego”.
Cuando la popular plataforma de SVOD anunció que produciría el nuevo proyecto de uno de los directores favoritos de la cinefilia, responsable de películas brillantes como Perro que ladra no muerde, Memories of Murder, The Host, Mother y Snowpiercer, una mezcla de sorpresa, inquietud y algarabía se apoderó de los analistas y empresarios del show business: ¿Netflix va por todo? Hasta entonces no era habitual que un servicio de entretenimiento masivo apostara tan fuerte por un realizador de culto.
Meses después, con el proyecto ya terminado, estalló una nueva bomba: Okja era seleccionada para luchar por la Palma de Oro en la 70ª edición del prestigioso Festival de Cannes, la meca del séptimo arte mundial. Sin embargo, cuando Netflix se negó a posponer el lanzamiento en su plataforma previsto para mañana para permitir un paso previo y amplio por las salas de cine, la industria audiovisual (encabezada por los poderosos distribuidores y exhibidores franceses) salió con los tapones de punta. Tal fue el escándalo que -sin llegar a descalificar a Okja- los responsables de Cannes debieron cambiar el reglamento de la muestra: desde 2018 ningún film que no tenga asegurado un estreno comercial masivo en los cines galos podrá competir en ese ámbito.
La respuesta de Ted Sarandos, vocero y lobbysta de Netflix en este y otros temas, no se hizo esperar: “Con las nuevas reglas un eventural regreso a Cannes aparece como mucho menos atractivo y por lo tanto cambiará nuestra estrategia en festivales” ¿Debut y despedida? De hecho, Netflix se convirtió en el enemigo público número uno en la reciente edición del festival de la Costa Azul francesa. Cada vez que apareció el logo en las proyecciones de Okja y The Meyerowitz Stories, tragicomedia del estadounidense Noah Baumbach que también compitió por la Palma de Oro y que la compañía adquirió cuando se encontraba ya en fase de posproducción, arreciaron los silbidos y abucheos. En cambio, su principal rival en el universo del SVOD como es Amazon acepta que todos sus films (de Woody Allen a Jim Jarmusch) tengan un recorrido por los cines antes de que sean lanzados en su servicio. Para los cinéfilos, es el bueno de la película.
El conflicto en Cannes fue tan duro que hasta el presidente del jurado oficial, Pedro Almodóvar, aprovechó la conferencia de prensa del primer día para denostar a Netflix por intentar cambiar por completo las reglas del juego de un negocio que, con matices y modificaciones casi siempre consensuadas, viene sosteniendo un esquema de comercialización conocido como “ventanas” (etapas previamente acordadas que arrancan por el estreno en salas y terminan por las distintas variantes del consumo hogareño) desde hace muchas décadas. “La cultura y el consumo han cambiado y Netflix es la prueba de los nuevos comportamientos y gustos sociales”, se atajó y contraatacó Sarandos.
En este contexto, en medio de semejante “grieta” comercial, el atribulado Bong Joon-ho hizo lo que pudo para mantenerse entre la lealtad a sus financistas (Netflix) y la buena relación con Cannes, que suele seleccionar sus distintos trabajos. “Con mi director de fotografía siempre consideramos que la mejor manera de apreciar Okja es una sala y en la pantalla más grande posible. Nuestros socios de Netflix nos aseguraron que han hecho todos los esfuerzos posibles para que así sea”, explicó.
Sin embargo, a pesar de los dichos optimistas de Bong Joon-ho, lo cierto es que la salida de Okja en salas -también prevista para mañana- será poco menos que testimonial y en solo cuatro mercados: Estados Unidos (en un puñado de complejos de Los Angeles y Nueva York), Corea del Sur (con el boicot de las tres principales cadenas de exhibición), Francia (siete proyecciones gratuitas en París, Nantes y Bordeaux auspiciadas por la revista Sofilm) y Reino Unido (en diez pantallas).
En District 9 tras la llegada de una enorme nave espacial a Johannesburgo (Sudáfrica), los alienígenas fueron encerrados en campos de concentración en calidad de refugiados. Unos veinte años antes, cuando los extraterrestres entraron en contacto con nuestro planeta, los hombres esperaban un ataque hostil, o un gran avance tecnológico. Pero nada de ello sucedió.
Mejor Dirección Novel (Asociación de Críticos de Chicago 2009)
Con malos ojos, District 9 es una película de ciencia ficción pura y dura que no sabe estar a la altura de su planteamiento inicial –unos aliens llegados a la Tierra hace dos décadas viven restringidos en un gueto de Sudáfrica, en medio de una compleja realidad social en la que son mayoritariamente perseguidos y discriminados– y se transforma en una película de acción por pura vagancia. Pero con buenos ojos, District 9 es una gran peli de ciencia ficción y de acción con un planteamiento extraordinariamente sólido para justificar la ensalada de hostias en la que termina convirtiéndose (40 minutos de tiros y explosiones prácticamente en tiempo real, una estructura muy parecida a la primera entrega de Matrix). Y sinceramente, Distrito 9 invita a ser favorable por muchos motivos.
La interpretación de su protagonista, Sharlto Copley, es uno de los principales. El segundo es la combinación de estilos: durante su primer tercio, el film es un reportaje televisivo que nos pone al día de la compleja situación en el gueto de residencia de los alienígenas, el District 9, un enorme barrio chabolista situado a las afueras de Johannesburgo; en su última parte, es una película casi bélica rodada cámara en mano cuyas escenas de acción puede que no sean el colmo de la originalidad, pero desde luego están rodadas con una energía y una violencia brutales. El tercero son los propios extraterrestres, que ejemplifican todo lo bueno que tiene esta película: puede que no se comprometa hasta el final con las relaciones sociales que describe entre humanos y alienígenas, pero Neill Blomkamp, su director, es sudafricano y ha vivido la realidad del Apartheid, lo que le sirve por lo menos para examinar todas las dinámicas que conviven en el campo con la precisión suficiente (condiciones de salubridad, tráfico de armas y de alimentos, prostitución, gasto militar en control de población, etc…) y centrando durante buenas partes del metraje su mirada dentro de sus habitantes espaciales, sin cometer nunca el error de mirarles exclusivamente desde fuera, el gran problema de su abuela espiritual, Alien Nación.
Como este film (a redescubrir), District 9 elige tener una trama convencional de género, más que inventarse una firmemente basada en su planteamiento, y eso le impide ser una peli de ciencia ficción pura y dura (creo que Gattaca, Primer y Existenz son los últimos ejemplos con los que contamos). El caso es que la trama de District 9 también me funciona, por su protagonista y porque existe un suficiente número de escenas que la desarrollan y la preparan para la mencionada solfa de leches. ¿Simple?, sí: Copley interpreta a Wilkus Van de Merwe, el estereotipo más cutre de funcionario; “yerno de”, con el sentido común de un Lemming y con cierta simpatía cínica hacia la raza a la que le han encargado echar a patadas del gueto: no comparte el desprecio brutal de la población y de la horda de mercenarios encargada de mantener la seguridad del campo, pero toda la operación le despierta la misma inquietud que al que cambia un día los juguetes de sitio. Wilkus es, simplemente, la cara amable del Gobierno. A Copley, que no se distingue por tener mañas de estrella, le han tirado un excelente papel: ni siquiera tiene por qué tener prestancia –como tenía Clive Owen en Hijos de los Hombres–, tiene que inspirar dolor, asco e indignación. El suyo es el primer plano (donde el cabronazo parece Hitler). El suyo es el último plano. La transformación que se ha producido en él no puede ser más rotunda. No tiene que ser necesariamente un personaje mal dibujado: algunos héroes tienen todas sus características definidas desde el primer momento (McClane, Riggs), otros van cambiando con el paso de los minutos, pero, eso sí: echo en falta alguna escena que nos explique claramente por qué cambia Van de Merwe, por qué decide establecer definitivamente sus simpatías con los alienígenas más allá de su propio interés. Eso hubiera terminado de desequilibrar la balanza a su favor de una vez por todas.
Los alienígenas… bien. Los alienígenas están representados por Christopher (voz de Jason Cope), padre soltero con un nivel de inteligencia sustancialmente mayor que el de sus compañeros refugiados. La película parece definirlo como un científico. Es además un padre soltero. Él y su hijo son fuente constante de indignación por parte del espectador. Su raza son tratados como animales. Al margen de Wilkus, su historia contiene el mayor número de escenas emotivas: el niño echa de menos regresar a su planeta, Christopher necesita a Wilkus para conseguir que eso sea posible. Como Wilkus, Christopher trabaja por un interés más noble, pero interés personal al fin y al cabo. Sin embargo, a diferencia de Wilkus, moralmente no está obligado a establecer ningún tipo de simpatías con la raza que le oprime. Es decir: ¿hay acercamiento entre especies?. Pues no demasiado profundo. Otro acierto. Se nos transmite un mensaje poco conciliador, pero lógico y rotundo: un buen gesto no puede acabar con dos décadas de genocidio sistemático. Genocidio que culmina además en una de las mejores secuencias del año, que transcurre en un campo de tiro y en el que todas las ideas del film encajan finalmente en una escena bastante devastadora.
A nivel técnico es bastante sorprendente, la verdad. Renueva la esperanza de que se puede hacer cine ambicioso a bajo coste. District 9 ha costado 30 millones de dólares. Se nota, evidentemente: los personajes por ordenador carecen de la definición suficiente cuando los movimientos de cámara se aceleran y su integración en el entorno no es absoluta –aunque muy inteligentemente, los animadores nos proporcionan unos cuantos detalles claros: pisadas, sangre, manipulación de objetos–. Se echa en falta una mayor diferenciación entre los habitantes del gueto (medianamente justificable ya que se explica que todos pertenecen a una misma casta… pero aún así, ainchs), pero el diseño no está nada mal, y en el caso del hijo de Christopher, es bastante, er…entrañable. La ventaja con la que cuentan es que la historia contribuye a que te sumerjas en su mundo y les aceptes, independientemente de la calidad con la que están realizados. Es la distancia que debe salvar Cameron con Avatar: si la historia es buena, la permisividad del público jugará a tu favor; si la cagas, ya te puedes gastar 30 millones o 300, el público sólo verá gatos azules de mentira.
Y para cuando la película mete la quinta, es la quinta, con mayúsculas, y no te podría importar menos que la nave nodriza parece, esto, un pequeño pelín pegada sobre el cielo de Johannesburgo. Madre mía, que chorrazo. Violencia para mayores de 18 con vísceras y grumos a tutiplén, todo ello montado con mucho brío, mucho ritmio y mucho sentido de la geografía: cuando los personajes corren hacia un lugar, sabes hacia dónde, y cuánta distancia les queda. Blomkamp sabe qué acciones filmar sin cortar el plano (un accidente de coche espectacular) y la banda sonora nunca obstruye. Y encaja con el tono de lo que hemos visto hasta el momento, la película es repugnantita como ella sóla (un lector nos comentaba el sentido del humor con el que se abordaban las escenas que implican los “cambios” que atraviesa Wilkus, remitiendo a la labor de Jackson como productor, que parece recordar algo de su época gamberra, y no se equivocaba). Se pueden discutir algunas cosas sobre la profundidad de las ideas de Distrito 9, su escasa voluntad de jugarse el cuello y de no arriesgarse definitivamente dentro del género de la ciencia ficción social, pero como película de acción, que es hacia lo que termina orientado sus esfuerzos el tiempo suficiente, es prácticamente modélica. Mucho más que un entretenimiento palomitero, da la sensación de ser una película-película, y, por último, el broche de oro a la cartelera de cine de verano, que se ha guardado su mejor representante para el final. (Rafa Martin – lashorasperdidas.com)
High Rise narra la llegada del doctor Robert Laing a la Torre Elysium, un enorme rascacielos dentro del cual se desarrolla todo un mundo aparte, en el cual parece existir la sociedad ideal. Pero secretamente, el recién llegado se sentirá perturbado ante la posibilidad de que este orden utópico no sea tal. Sospechas que rápidamente serán corroboradas de la forma más siniestra. Adaptación de una novela publicada por J.G. Ballard a mediados de los años ‘70.
Anthony Royal, el arquitecto que encarna Jeremy Irons en High Rise, tenía un sueño. Construir un edificio que se convirtiera en motor de cambio social. Un espacio que propiciara a través de su diseño la forma de convivencia definitiva de la era moderna. La película de Ben Wheatley, que traslada a la gran pantalla la novela homónima de J.G Ballard, visualiza, sin apenas salir del recinto, cómo este sueño se trunca en caos apocalíptico.
La película arranca con una imagen perturbadora. El doctor Robert Laing, el siempre elegante Tom Hiddleston, arma un espacio de supervivencia en la terraza de su apartamento, en un bloque de pisos asolado por una suerte de apocalipsis. El va a ser el narrador que nos guiará por los sucesos en el rascacielos donde se instaló hace tres meses, un prototipo de vivienda en apariencia modélica.
La idea de Ballard que plasma visualmente Wheatley entronca con todo un discurso crítico hacia cierta concepción de la arquitectura moderna. La vanguardia arquitectónica que parte de Le Corbusier y la Escuela Bauhaus tenía como objetivo, mucho más que cualquier otra disciplina artística, incidir en la organización de la sociedad. Los proyectos arquitectónicos de aquel momento buscaban solucionar una cuestión básica para la civilización del siglo XX: diseñar un tipo de vivienda que alojara al máximo de personas sin que nadie perdiera calidad de vida. Pero algo se truncó en el camino entre las ‘cités radieuses’ de Le Corbusier y los barrios de vivienda pública atestados de bloques pseudobrutalistas de la mayoría de ciudades del mundo. Wheatley otorga así una presencia invasiva y casi hostil a los elementos arquitectónicos que acompañan la vida de los protagonistas.
High Rise es la primera producción importante de Ben Wheatley , con el claro objetivo de ampliar el espectro de su público habitual. En el reparto acompañan a Hiddleston y a Irons otros nombres conocidos como los de Elizabeth Moss y Siena Miller, aunque la gran revelación es la de Luke Evans, en el papel del hombre que encabeza la rebelión popular en nombre del orgullo de clase pero al que muchas veces se le escapa una vena de violento primitivismo. Con High Rise, Wheatley ha conseguido un filme que mantiene el tono entre terrible y divertido de sus primeras películas desde cierto distanciamiento formal. Al tiempo que sirve una muestra de ciencia-ficción distópica de hechuras visuales impecables y cierto regusto ‘vintage’.
The Lobster narra una historia de amor no convencional, ambientada en un mundo distópico, en el que según las reglas establecidas, los solteros son arrestados y enviados a un lugar donde tienen que encontrar pareja en un plazo de 45 días. El tema central es la soledad, el temor a morir solo, a vivir solo, y también al temor a vivir con alguien.
Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2015
Mejor Guión y Diseño de Vestuario en los Premios del Cine Europeo 2015
Yorgos Lanthimos da su salto al cine internacional con The Lobster, luego de dos producciones exitosas y de culto: Dogtooth (2009) y Alps (2011), de las cuales ésta parece ser la que completa la trilogía. Con un excelente recibimiento de la crítica y del público, The Lobster resulta uno de los mejores films de 2015 y una gran estrategia de visibilización para el director griego; que apela a la inclusión de actores “estrellas” aunque en papeles inusuales. Si una palabra pudiera resumir la impresión que causa The Lobster es originalidad. Entre tanto cine descartable y apuestas estéticas pero vaciadas de contenido, aparece el film de Lanthimos con un poderoso guión y de una elegancia estética innegable. Se plantea un futuro hipotético en que los solteros son enviados a un hotel donde tienen que conseguir pareja en cuarenta y cinco días, de lo contario serán convertidos en un animal y arrojados a su propia suerte. Así, en un ambiente de completa frialdad y frigidez, los que allí se hospedan se esfuerzan por encontrar similitudes con el otro: problemas de sangrado de la nariz ya puede ser una coincidencia que valga la unión. La búsqueda de una pareja está representada en la historia como si fuera una carrera o un juego de postas donde los participantes ganan puntos por las cacerías que realizan de los solteros rebeldes, se esfuerzan por interactuar con algún ser del sexo opuesto pero todo sin ningún tipo de emoción o expresividad, algo que va mutando con el correr de la cinta, mientras los eventos se hacen cada vez más extremos.
La película está repleta de simbolismos sobre la importancia que representa tener una pareja y la idea de que venimos a este mundo para completarnos con nuestra otra mitad: la soledad se encuentra completamente estigmatizada, de hecho no se concibe la vida humana en estado de soledad, eso está reservado para las bestias que habitan los bosques rodeados de peligro y son susceptibles de ser aniquilados. Así, Lanthimos crea una gran parodia de estas concepciones que contiene un humor bastante amargo y por momentos algo desalentador. En este aspecto el papel de Colin Farrell se desarrolla a la perfección, quien desde una apariencia que lo hace casi irreconocible y una actitud a la que no nos tiene acostumbrados, interpreta a un tipo de perfil depresivo, encerrado en su propio patetismo, con una expresión de abatimiento constante, un anti héroe absoluto. The Lobster es de esas películas que te dejan sin hablar un rato, recordando escenas y pensando unos días. Lanthimos nos tiene acostumbrados a las hondas reflexiones sobre distintas relaciones humanas y The Lobster llega a un extremo. No sólo se destaca por la profundidad y actualidad de su planteo sino por la belleza estética, visual y auditiva: de fotografía precisa y simétrica, acompañada de un soundatrack de gran tensión, The Lobster comprende lo que un film tiene que tener. Al igual que Youth de Paolo Sorrentino parecen ser los films que en 2015 han sabido trabajar estética, contenido y originalidad con gran maestría. (Julieta Aiello – IndieHoy)
En The Bothersome Man, Andreas, sin saber cómo, acaba de llegar a una extraña ciudad. Tiene trabajo, casa e incluso esposa, pero nota que algo no va bien. La gente que lo rodea parece vacía y superficial, y sus intentos por escapar a ese tipo de vida se verán abocados al fracaso.
En los últimos años el cine nórdico no ha parado de crecer y dirigirse a nuevos terrenos dejando a un lado el pasado y preparándose para un futuro que parece alejarse de todos aquellos nombres (Bergman, Dreyer) que surcaron antaño el cine de constantes más glaciales. Para ello, una buena ración de géneros que no habían surcado esos parajes y han encontrado en un thriller casi descendiente directo de la novela negra el parapeto idoneo.
No obstante, hay vida más allá del thriller y de los parajes dramáticos que han dado vida al cine nórdico en los últimos tiempos, y un perfecto ejemplo de ello es el cuarto largometraje de Jens Lien, también cortometrajista y realizador televisivo que en The Bothersome Man presenta una atípica comedia negra que entremezcla sus genes con el cine fantástico para componer una extraña parábola acerca de la sociedad.
Un autobús llegando a un desértico e inhóspito lugar, y un personaje con traje y gorra bajando de él para afrontar una nueva aventura conforman la atípica presentación de una cinta cuyas intenciones ni siquiera se atisban en esa puesta en escena tan insólita, pero que paulatinamente irá dejando detalles acerca del destino que le depara a nuestro protagonista ese adentramiento en una nueva ciudad, con trabajo nuevo y compañeros nuevos.
De ese contexto emerge una especie de utopía que terminará deviniendo distopía cuando Andreas, ese personaje que más bien parece un pulpo en un garaje, empiece a advertir que empatía y emoción son conceptos que no se atisban en ese nuevo universo donde ha ido a parar. Así, cada nueva relación o incluso el abandono de una anterior le llevan a un estado en el cual el amor parece una noción ciertamente alejada de la realidad.
Con un estilo minimalista que hace acto de presencia prácticamente durante todo el film, The Bothersome Man bien podría emparentarse fácilmente con nombres como los de Terry Gilliam (en la consecución de esas ideas entorno a esa sociedad) o incluso Charlie Kaufman en la puesta en escena de ese planteamiento tan particular. Incluso se podría decir que en su praxis formal cuando música e imagen se encuentran en un mismo espacio, el trabajo de Lien tiene algo de Jeunet (todo ello teniendo en cuenta que el trabajo del Noruego se aleja del habitual y arrebatador estilo visual del galo, optando por un cromatismo mucho más pálido en la imagen).
El pesadillesco periplo de nuestro protagonista llegará a su punto álgido cuando, tras un intento de suicidio (algo bastante infructífero en una ciudad como esa, hecho que el espectador constata cuando durante los primeros compases algo similar a unos empleados gubernamentales retiran un cadáver de las vías sin inmutarse lo más mínimo), encuentre el que parece ser último resquicio de emoción en un lugar desposeído de todo lo parecido a aquello que esa palabra conlleva y, con él, deba decidir si morar en un mundo donde amar no parece posible, o ser desterrado al más inclemente de los parajes. (Rubén Collazos – CineMaldito.com)